El Cuento Quesón del Espacio #QUESO
Siglo
XXIII, año 2275. La nave espacial Enterprise IV surcaba el vasto océano del
espacio, atravesando la peligrosa cadena de asteroides del cinturón principal,
con el planeta enano Ceres brillando débilmente a estribor como una joya opaca
en la penumbra cósmica. La nave, un prodigio de la ingeniería humana con su
fuselaje de aleaciones de titanio reforzado y paneles solares que captaban la
escasa luz estelar, avanzaba con precisión quirúrgica hacia las lunas de
Júpiter, su destino final: Amaltea, la luna prisión. El zumbido constante de
los motores de plasma reverberaba en los pasillos metálicos, un recordatorio de
la fragilidad de la vida humana en la inmensidad del vacío.
A
bordo viajaba Carlos, un joven de ascendencia afro, conocido en las colonias
marcianas como “Carlitos” o, más infamemente, “el Quesón”. Su rostro, de
facciones duras pero engañosamente juveniles, escondía la mente de un asesino
serial que había sembrado el terror en las cúpulas universitarias de Marte. Dos
docenas de jóvenes rubias y morenas, todas estudiantes brillantes, habían caído
bajo su cuchillo, sus cuerpos profanados con un ritual macabro: un trozo de
queso arrojado sobre sus restos. El apodo de “el Quesón” no era solo un mote,
sino una marca de su sadismo, una firma que resonaba en los titulares de los
noticieros holográficos de las colonias.
Carlos
había sido condenado a una existencia de aislamiento perpetuo en Amaltea, una
de las lunas menores de Júpiter, un cuerpo rocoso y rojizo de apenas 250
kilómetros de diámetro, bañado por la radiación letal del gigante gaseoso. En
Amaltea, la humanidad había construido una celda de máxima seguridad, un
cubículo sellado en una base subterránea donde los droides de mantenimiento,
fríos y eficientes, proveerían al prisionero de alimentos sintéticos y
medicinas. No había guardias humanos, no había contacto con el exterior. Solo
el silencio, la soledad y el rugido lejano de las tormentas magnéticas de
Júpiter.
Para
garantizar que Carlos llegara a su destino sin incidentes, viajaba en un estado
de hibernación inducida, monitoreado por la doctora Raimunda Raimundez, una
científica progresista cuya reputación en las colonias marcianas era tan
célebre como controvertida. Raimundez, con su cabello plateado recogido en un
moño futurista y su uniforme blanco adornado con insignias de la Academia
Científica Marciana, era una figura polarizante. Su tesis doctoral, que
defendía que los asesinos eran productos de una sociedad desigual y no
responsables de sus actos, le había valido un doctorado Honoris Causa en
Derecho Científico, pero también el desprecio de quienes clamaban justicia
punitiva. Para Raimundez, Carlos no era un monstruo, sino una víctima de un
sistema roto, un joven cuya violencia era el eco de un mundo injusto.
En
la sala de hibernación, iluminada por luces azuladas y paneles táctiles que
proyectaban datos biométricos, Raimundez observaba a Carlos. El joven yacía en
una cápsula de vidrio, su pecho subiendo y bajando lentamente bajo los efectos
de los sedantes. Su piel oscura contrastaba con el brillo metálico de los
sensores adheridos a su cuerpo. Raimundez, con una mezcla de compasión y
fascinación, anotaba en su tableta digital observaciones sobre el prisionero.
“Paciente estable. Ritmo cardíaco normal. Sueño profundo. ¿Es este el rostro de
un asesino? No, es el rostro de un hombre que la sociedad ha fallado en
salvar.”
De
pronto, un estremecimiento recorrió la nave. Las luces parpadearon, y un pitido
agudo irrumpió en la sala. Raimundez levantó la vista, alarmada, cuando las
alarmas generales comenzaron a ulular por los altavoces. “¡Advertencia!
¡Colisión inminente con objeto no identificado!” La científica corrió hacia la
sala de control, sus botas resonando contra el suelo metálico. En la pantalla
principal, un asteroide del tamaño de una montaña giraba hacia la Enterprise IV
a una velocidad aterradora, su superficie irregular iluminada por los
reflectores de la nave.
“¡Cambien
el rumbo! ¡Activen los propulsores de maniobra!” gritó Raimundez al sistema de
inteligencia artificial de la nave, aunque sabía que la tripulación humana era
mínima, limitada a ella y un par de ingenieros en hibernación. Sus manos
volaron sobre los controles, intentando recalcular la trayectoria. Pero el
asteroide era demasiado rápido, demasiado grande. Con un estruendo que hizo
vibrar los mamparos, el impacto sacudió la nave. Una explosión iluminó el
espacio exterior, y fragmentos de roca y metal salieron disparados en todas
direcciones. La Enterprise IV giró fuera de control, atrapada en un torbellino
de escombros.
En
la sala de hibernación, la cápsula de Carlos se desactivó automáticamente por
el fallo de energía. Los sedantes dejaron de fluir, y el joven abrió los ojos,
desorientado. El zumbido de las alarmas y el temblor de la nave lo sacaron de
su letargo. Se incorporó lentamente, arrancando los sensores de su piel, y vio
a Raimundez entrar corriendo, con el rostro pálido y el cabello desordenado.
“Carlos,”
dijo ella, tratando de mantener la calma mientras se aferraba a un panel para
no caer. “Hemos tenido un problema con un asteroide, pero estamos estabilizando
la nave. No te preocupes, estás a salvo.”
Carlos
la miró fijamente, sus ojos oscuros brillando con una intensidad perturbadora.
Una sonrisa fría se dibujó en su rostro. “¿A salvo, Raimundez? No creo que tú
estés a salvo. Soy un asesino, ¿recuerdas? Y según tú, la sociedad me hizo así.
¿No es eso lo que predicas?”
Raimundez
dio un paso atrás, su corazón latiendo con fuerza. “Carlos, por favor, cálmate.
Estamos en una emergencia. Necesitamos trabajar juntos para—”
No
terminó la frase. Con un movimiento rápido, Carlos extrajo un cuchillo oculto
en el forro de su uniforme de prisionero. El brillo del metal destelló bajo las
luces parpadeantes. “Te he estado esperando, Raimundez,” dijo, su voz baja y
gélida como el vacío del espacio. “Desde el momento en que me condenaron a esa
roca miserable en Amaltea, supe que no dejaría que me encerraran sin llevarme a
alguien conmigo. Y ese alguien eres tú.”
Raimundez
retrocedió, tropezando con un panel suelto. “Carlos, no hagas esto. Yo no te
condené, solo estoy aquí para asegurarme de que llegues a tu destino. ¡Quiero
ayudarte! Creo en tu redención.”
Carlos
soltó una risa cruel que resonó en la sala. “¿Redención? ¿Crees que quiero tu
compasión barata? Tu ‘deber’ era protegerme de mí mismo, pero yo soy más fuerte
que tus teorías, más fuerte que tu sociedad.” Avanzó hacia ella, el cuchillo
brillando en su mano. “Amaltea no será mi tumba. No soy un experimento para tus
tesis.”
Raimundez,
acorralada contra un mamparo, levantó las manos en un gesto de súplica. “Por
favor, Carlos, piensa en lo que estás haciendo. No eres esto. Eres más que tus
crímenes.”
Pero
Carlos no la escuchaba. En un giro inesperado, en lugar de apuñalarla, se
detuvo. Con un movimiento deliberado, se quitó las botas y los calcetines,
revelando unos pies enormes y sudorosos que desprendían un olor nauseabundo,
como queso rancio dejado al sol. Antes de que Raimundez pudiera reaccionar,
Carlos acercó sus pies a su rostro, riendo mientras ella intentaba apartarse.
“¿No te gusta mi firma, doctora? ¡El Quesón siempre deja su marca!”
Para
su sorpresa, Raimundez no retrocedió con asco. En un giro surrealista, sus ojos
se llenaron de una extraña fascinación. “Es… único,” murmuró, casi hipnotizada.
Lo que comenzó como un acto de humillación se transformó en algo más extraño y
perturbador. Raimundez, en un trance inexplicable, comenzó a oler, besar y
lamer los pies de Carlos, como si el olor a queso desencadenara una reacción
primal en ella. La escena se volvió aún más caótica cuando, en un frenesí de
pasión, la científica y el asesino se entregaron a un encuentro sexual
desenfrenado, mientras la nave seguía girando sin control entre los asteroides.
La
Enterprise IV esquivó por milagro los fragmentos rocosos, sus sistemas
automáticos luchando por estabilizarse. En el interior, Carlos y Raimundez
yacían exhaustos en el suelo de la sala de hibernación, rodeados de paneles
destrozados y cables chispeantes. La científica, con la respiración
entrecortada, miró a Carlos con una mezcla de éxtasis y revelación. “Mis tesis…
eran ciertas,” jadeó. “Cambiaste el crimen por el amor, Carlitos. Gracias por
mostrarme que la humanidad puede redimirse, incluso en sus formas más oscuras.
Esto ha sido… fabuloso.”
Carlos,
sin embargo, no compartía su entusiasmo. Sus ojos volvieron a oscurecerse, y
una sonrisa maligna cruzó su rostro. “¿Fabuloso, Raimundez? Lo fabuloso será
terminar lo que empecé.” Tomó el cuchillo del suelo y, antes de que ella
pudiera reaccionar, lo hundió en su pecho. Raimundez dejó escapar un grito de
dolor y sorpresa, cayendo al suelo mientras la sangre manchaba su uniforme
blanco.
Carlos
se puso de pie, imperturbable. Caminó hacia la bodega de la nave, donde había
escondido un bloque de queso Gruyère, robado de las provisiones durante su
traslado. Con un gesto teatral, lo arrojó sobre el cuerpo inmóvil de Raimundez.
“Queso,” murmuró, su voz vacía de emoción. “Queso…”
Sin
perder tiempo, Carlos se dirigió a la sala de control. La nave estaba dañada,
pero los sistemas de navegación aún funcionaban. Con dedos ágiles, reprogramó
el rumbo, alejándose de las lunas de Júpiter. “Amaltea no es para mí,” dijo
para sí mismo, mientras las imágenes de las lunas jovianas —Ío con sus volcanes
sulfurosos, Europa con su superficie helada, Ganímedes con sus cráteres
antiguos, y Calisto con su terreno rugoso— desaparecían de las pantallas. En su
lugar, fijó un nuevo destino: Iapeto, una luna de Saturno, conocida por su
superficie bicolor, con una mitad oscura como el carbón y la otra brillante
como la nieve, y sus misteriosas crestas ecuatoriales que parecían cicatrices
de un pasado violento.
“Iapeto,”
susurró Carlos, su sonrisa ensanchándose. “Un lugar perfecto para el Quesón.”
La
Enterprise IV, maltrecha pero funcional, se alejó del cinturón de asteroides y
puso rumbo al sistema saturniano. Mientras la nave se perdía en la oscuridad,
Carlos contemplaba los anillos de Saturno, visibles a lo lejos como un disco de
diamantes destellantes. Iapeto lo esperaba, un mundo remoto donde podría
esconderse, planear, y tal vez continuar su macabra obra. En las colonias
marcianas, la noticia de su escape tardaría en llegar, pero cuando lo hiciese,
el nombre del Quesón volvería a sembrar el terror.
Y
en la sala de hibernación, el cuerpo de Raimunda Raimundez yacía frío, con un
trozo de queso Gruyère como testigo mudo de su trágico final. La nave, ahora
bajo el control de un asesino, surcaba el espacio hacia un nuevo capítulo de
horror, con los anillos de Saturno como telón de fondo y las lunas de Júpiter
como un recuerdo lejano de un destino que nunca se cumplió.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
el quesón parece un negrito inocente, pero que gran serial killer que es
ResponderBorrarel negrito asesino da medio ternura no? por eso las minas caen bajo su influjo asesino y quesón
ResponderBorrarasí como el cowboy quesón debio usar pistolas, este debio usar espadas jedi, estimado autor del blog
ResponderBorrarWill Smith, el actor ideal para hacer de este asesino, no se ahora, pero cuando era más joven seguro
ResponderBorrarQuesos en el Espacio
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