El Cuento Quesón del Gaucho Carlos #QUESO
En las llanuras infinitas de las Pampas argentinas, avanzaba la década de
1920, y un nombre hizo temblar a los puesteros y estancieros: Carlos Quesada,
el gaucho Quesón.
Era un mozo de pies grandes, que dejaban marca como si fueran zarpas, y un
olor a patas que se sentía a leguas. Pero lo que lo señalaba como bicho raro
era su amor enfermo por el Queso Gruyere, esos de agujeros grandes y
voluminosos.
Se decía que un gringo venido de las Europas, de Suiza para ser más
exactos, le había enseñado el noble arte de hacer sus propios Quesos y el así
siempre tenía algo para masticar.
Siempre llevaba un buen trozo en la alforja, mascándolo con gusto, mientras
sus ojos chispeaban al hablar de traiciones, como si el diablo le soplara al
oído.
No siempre fue un matrero. Tiempo atrás, era un gaucho de ley, que despues
de su conchabo a lo sumo apostaba algo en el sapo, la taba o el truco, como
cualquier cristiano macho después de un día de arreo, doma, esquila y yerra.
Bajo el cielo estrellado de
las Pampas, Carlos Quesada, el gaucho Quesón, regresaba a su conchabo tras un
largo día de arreo. Sus pies grandes pisaban fuerte el suelo, dejando un rastro
que olía a campo y a Queso Gruyère, ese vicio que llevaba en la alforja como si
fuera parte de su alma.
En su rancho lo esperaba
María, su china, a la que quería más que a su facón, más que a la vida misma.
Pero esa noche, el destino le tenía preparada una jugarreta más sucia que
estercolero.
Al acercarse al rancho, con
el mate todavía tibio en la memoria y el cansancio pesándole en los huesos,
Carlos frenó en seco. Un caballo desconocido, bien ensillado, estaba atado al
palenque. Y no era cualquier pingo: era el zaino del Comisario del pueblo, don
Eusebio, un tipo que se pavoneaba con su autoridad como gallo en corral ajeno.
El corazón de Carlos Quesada dio un vuelco, y un frío le subió por la espalda.
Algo no andaba bien.
—Qué mil demonios…
—masculló pa’ sus adentros, escupiendo al suelo un cacho de Gruyère que venía
mascando.
Se arrimó sigiloso, como
puma en la noche, y se apostó detrás de un tala que crecía torcido cerca del
rancho. Desde ahí, entre las sombras, vio la luz del candil que titilaba por la
ventana y oyó risas. La voz de María, dulce como siempre, pero mezclada con el
tono engreído del Comisario. Cada palabra era una puntada en el pecho de
Quesón, y cuando escuchó un roce, un murmullo que no dejaba lugar a dudas, la
sangre le hirvió como olla en el fogón.
—¡Maldita sea la hora,
china traidora! —susurró, apretando el facón que llevaba al cinto—. Y vos,
Comisario, ¡Te vamos a echar del pago, jue hiena, amalaya!
Sabía que entrar como toro
embravecido era jugarse el pellejo. El Comisario no andaba solo, y seguro tenía
su revolver a mano. No, había que esperar, dejar que la noche jugara a su
favor. Se acuclilló en la oscuridad, con el olor de sus botas mezclándose con
el del Queso que aún llevaba en la alforja. El viento traía el canto de los
grillos, pero él solo oía su propia furia, que latía como tambor.
Pasó un buen rato, con la
luna trepando el cielo, hasta que la puerta del rancho chirrió. El Comisario
salió, ajustándose el chambergo y silbando una zamba, como si la vida le
sonriera. Montó su zaino con aire de amo y señor, y se perdió en la noche, rumbo
al pueblo.
—¡Andá, milico engreído,
que ya vas a pagar, jue hiena! —gruñó Carlos, levantándose despacio, con los
ojos brillando como brasas.
Esperó unos minutos más,
pa’ asegurarse de que el Comisario no volviera. Luego, con paso firme pero
silencioso, se acercó al rancho. La puerta estaba entreabierta, y el candil
seguía ardiendo adentro. Empujó la madera con el hombro, haciendo crujir el suelo
de tierra. María estaba ahí, de espaldas, arreglándose el pelo frente a un
espejito. Al verlo, dio un respingo, y su cara se puso más blanca que la leche.
—Carlos… ¿qué hacés aquí
tan temprano? —balbuceó, con voz temblorosa.
Carlos no respondió. Cerró
la puerta de un golpe, y sus ojos, dos carbones encendidos, no se apartaban de
María, su china, que seguía balbuceando excusas con la cara más pálida que luna
llena.
El rancho olía a traición,
a candil quemado y al Queso Gruyère que siempre llevaba en la alforja. Pero esa
noche, ese olor se mezclaba con la furia, un tufo pesado que apretaba el aire.
Sacó el facón, ese fierro
fiel que nunca lo había traicionado, y lo empuñó con sus guantes negros,
gastados por años de riendas y boleadoras. La hoja brilló bajo el titilar del
candil, como si el mismísimo Mandinga le diera su bendición. María dio un paso
atrás, con las manos alzadas, pero no había escapatoria en ese ranchito de
adobe y paja.
—¡Carlos, por Dios, no! ¡Te
juro que no fue na’! —gimió ella, con la voz quebrada como vidala triste.
—¡Callate, china yegua!
—rugió Carlos, con el alma hecha un torbellino—. ¡Me hiciste un gualicho y te
revolcaste con el milico! ¡Sos pior que alacrán en la bota!
No hubo más palabras. El
gaucho dio un paso, rápido como relámpago, y el facón cortó el aire con un
silbido que helaba la sangre. María gritó, un alarido que se clavó en las
paredes del rancho, pero Carlos no tuvo piedad. Le dio una tanda de puñaladas,
una tras otra, con la furia de quien asesina no solo un cuerpo, sino un amor
podrido. El facón entraba y salía, dejando un reguero colorado que salpicaba el
suelo de tierra. María se tambaleó, con los ojos abiertos de terror, y cayó
tiesa, como palo seco que se quiebra en la tormenta.
El silencio volvió, pesado,
roto solo por el jadeo de Quesón y el crepitar del candil. Miró el cuerpo de su
china, tirado como un costal, y un nudo se le formó en el pecho.
Pero no era hora de
lamentos. Todo lo contrario, se sentía satisfecho. Sacó de la bodega una horma
entera de Queso Gruyère, amarillo, semiduro, con los agujeros bien relucientes,
y lo tiró sobre el cadaver de María. Cayó con un golpe seco, justo en el medio
del pecho, como ofrenda pa’l infierno, como marca de su justicia retorcida.
—Queso – dijo en voz alta y
agregó - ¡Que te pudras con tu traición, maldita! —masculló, escupiendo al
suelo, con la voz temblando entre rabia y dolor - ¡Que seas bien recibida por
Mandinga, jue hiena!
Se ajustó el chambergo,
limpió el facón en el poncho y abrió la puerta de un empujón. La noche de las
Pampas lo recibió, fría y callada, mientras él se perdía en la oscuridad, con
el olor a queso y sangre pegado a la piel, listo pa’ seguir su camino de matrero.
El rancho quedó atrás, pero el eco de ese crimen, y el trozo de Gruyère, se
grabaron en la memoria de la llanura.
Un mocito, venido de la
Capital, y que se decían se apellidaba Cañones, difundió el caso en el diario
La Prensa, y ahí nació el mote con que se le conoció “el Gaucho Quesón”, el
profugo más buscado de la Argentina, cuya leyenda trascendió la del Petiso Orejudo.
Carlos abandono el pago de
Bragado, tratando de no dejar rastro, sabiendo que el Comisario desataría una
búsqueda que iría más allá de la Provincia de Buenos Aires.
Desde ese día, Carlos se volvió sombra, un prófugo que la justicia no podía
agarrar. Andaba de pulpería en pulpería, de pago en pago, siempre esquivo, pero
su furia no aflojaba.
En un rancherío cerca de Junín, una moza conocida por sus enredos amaneció
muerta, acuchillada sin piedad. Junto al cuerpo, un Queso Gruyère. “El Gaucho Quesón
anda suelto”, decían los paisanos, y el miedo se esparcía como maleza.
—Che, compadre, ¿viste las huellas? —preguntó un peón en una fogata, con el
mate en la mano—. Pies grandes, olor a Queso… Es él, el Quesón.
—¡Que Mandinga lo cargue! —respondió otro, escupiendo al suelo—. Ese no es
hombre, es un ánima en pena, la luz mala.
Meses después, en un pago más cerca del mar, los del Tuyu, los del mítico
payador Santos Vega, otra mujer, también señalada por infiel por las chusmas
del pueblo, cayó bajo el facón. Y otra vez, el Queso.
Los casos se multiplicaron, también más al sur en los pagos de Balcarce y
Necochea, al oeste en Pehuajó y Villegas y al norte en Pergamino y Areco,
mujeres famosas por sus infidelidades, algunas de ellas aparentando ser buenas
esposas, pero traidoras a sus buenos maridos, apuñaladas bajo el facón y el
Queso, la presencia de Carlos, el Gaucho Quesón, con sus pies grandes y
olorosos, presente en todos lados.
Las Pampas se llenaron de cuentos: que Quesón olía la traición como perro
de caza, que su facón cantaba antes de asesinar, que el olor a Queso Gruyère
era la muerte misma.
No tardo en haber payadas que hablaban de Carlos, el Gaucho Quesón…
Años más tarde, cansado de ser fugitivo, sabiendo que la policía no lo
buscaba y buscando algún conchabo, Carlos recaló en la estancia de los Pereyra
Lucena, en los pagos de Azul, ya lo habían embadurnado a Yrigoyen, no estaban
más los radicales y los conservadores, fraude patriótico mediante, gobernaban
la Provincia.
Se presentó como peón, callado, con su alforja oliendo a Queso. Nadie
sospechó, aunque los rumores del asesino del Gruyère algunos ya lo habían
olvidado, y otros lo recordaban, pero era una leyenda, donde no se sabía si
existió o no, como Martín Fierro o Don Segundo Sombra.
—¿Quién es ese tal Gaucho Quesón que nombran? —preguntó don Pereyra una
noche, mateando con el capataz.
—Un gaucho maldito, asesino de mujeres, patrón —respondió el hombre,
bajando la voz—. Dicen que mata a las chinas que engañan a los maridos y les
deja un Queso… Cosas de Mandingas.
—¡Pamplinas! —rió don Pereyra—. Son cuentos pa’ espantar gringos.
Pero Carlos Quesada, el Gaucho Quesón, no era cuento. En la estancia, sus
ojos se clavaron en Clara, la hija del estanciero, una moza linda como pocas,
prometida a un ricachón de Buenos Aires, don Martín Enrique Ignacio Guerrero
Alzaga Unzué, descendiente de los que trajeron la raza Shorthorn a la Argentina.
En la estancia de los
Pereyra Lucena, la vida seguía su rumbo bajo el sol ardiente de las Pampas. Una
tarde, tras una carrera de sortijas que llenó el aire de risas, polvo y el
galope de los pingos, Carlos Quesada, el gaucho Quesón, sintió que la traición
volvía a morderle el alma.
Sus pies grandes y olorosos
dejaron huellas en la tierra mientras sus ojos, oscuros como nubes de tormenta,
descubrieron el secreto de Clara, la hija del estanciero.
La moza, de belleza que
cortaba el aliento, se encontraba a escondidas con un capataz, un tipo curtido
que la miraba con hambre en los ojos. Pero Clara no era la única que jugaba con
fuego.
Inés, la ama de llaves, una
muchacha de mirada pícara que aparentaba ser tímida, hija de tanos llegados de
ultramar, también traicionaba a su novio, un humilde ferroviario, con un
viajante de rostro ladino que pasaba por la estancia con sus baratijas.
Para Carlos, el Gaucho Quesón,
esas dos eran jue hienas, dos traidoras más marcadas pa’l castigo. En su mente
retorcida, el facón y el Queso Gruyère eran la justicia que la Pampa le pedía.
Guardó su furia como quien carga un revolver, esperando el momento justo,
mascando un cacho de Queso con la mirada perdida en el horizonte.
Llegó una noche de
tormenta, cuando los relámpagos rajaban el cielo como si el Mandinga estuviera
rasgando las nubes con su propio facón. El viento ululaba entre los ombúes, y
la lluvia golpeaba el tejado de la estancia como un tambor de guerra. Carlos,
con sus guantes negros y el chambergo calado, se movió como lobo en la
oscuridad, sigiloso, con el olor a Queso pegado a su alforja y el tufo de sus
botas precediendo cada paso.
Primero fue por Inés. La
encontró en la cocina, amasando pan bajo la luz mortecina de un candil. La
muchacha, con su delantal manchado de harina y el pelo recogido, levantó la
vista al sentir la puerta crujir. Al ver a Carlos, con el facón brillando en su
mano y esa mirada que helaba la sangre, frunció el ceño, pero su voz tembló
como hoja en el viento.
—¿Qué hacé aquí, señor Quesada,
a estas horas? —preguntó, dando un paso atrás, con las manos apretando la masa
como si fuera su salvación.
—Sabés bien, china traidora
—gruñó Quesón, con una voz que parecía salir de un pozo profundo—. Te creías
viva, revolcándote con el viajante, mientras tu novio se mata laburando en el
ferrocarril. ¡El facón no perdona a las jue hienas como vos!
—¡Por Dios, no! ¡Piedad, te
lo ruego! —suplicó Inés, alzando las manos, con los ojos llenos de lágrimas que
reflejaban el relámpago que cruzó el cielo.
Pero la piedad no vivía en
el corazón de Carlos. El facón silbó, cortando el aire con la precisión de un
rayo, y se hundió en el pecho de Inés. La muchacha gritó, un alarido que se
mezcló con el trueno, pero Quesón no se detuvo. Le dio una tanda de puñaladas,
cada golpe un castigo por la traición, hasta que la vida se le escapó en un
gemido.
Inés cayó sobre la mesa,
con la sangre tiñendo la harina y el pan a medio amasar. Carlos, jadeando, tiró
un Queso Gruyère sobre el cuerpo, como una ofrenda al mismísimo Mandinga.
-
Queso – dijo en voz alta y agregó - Que te
pudras en el infierno, maldita —masculló, limpiando el facón en su poncho.
Sin perder un instante,
subió las escaleras de la estancia, con el olor a Queso y sangre siguiéndolo
como un perro fiel. Llegó al cuarto de Clara, la hija del estanciero, que
dormía plácidamente en su cama, ajena al destino que la acechaba. Los
relámpagos iluminaban su rostro angelical, pero para el Gaucho Quesón, esa
belleza era solo una máscara de traición. El facón relució en su mano, y el
gaucho se acercó, con el paso pesado de quien lleva un mandato divino.
Clara no tuvo tiempo de
despertar. El primer golpe fue certero, directo al corazón, y su cuerpo se
arqueó en un espasmo silencioso. Quesón descargó su furia, apuñalándola una y
otra vez, mientras el trueno ahogaba cualquier ruido. La sangre salpicó las sábanas
blancas, y el cuarto se llenó de un olor metálico que se mezcló con el del
Gruyère. Cuando terminó, Clara yacía inmóvil, con los ojos abiertos al vacío,
como si aún buscara una explicación.
—Queso – dijo primero en
voz alta para agregar - ¡Maldita seas, como todas! —gruñó Quesón, con la voz
rota por la rabia y algo que parecía dolor.
Sacó otro Queso Gruyere y
lo arrojó con desprecio sobre el cuerpo de Clara, donde quedó como un sello
macabro, brillando bajo la luz intermitente de los relámpagos. Sin mirar atrás,
el Gaucho Quesón bajó las escaleras y buscaba perderse en la tormenta, con la
Pampa como testigo de su justicia retorcida.
Pero esa noche, el destino le jugó una mala pasada. El capataz, que andaba
rondando, oyó un grito y dio la alarma. Los peones, armados con boleadoras y
cuchillos, salieron a cazarlo. El Gaucho Quesón corrió, con sus pies grandes
dejando huellas en el barro, el olor a Queso delatándolo. Lo acorralaron cerca
de un arroyo, bajo la luz pálida del alba.
—¡Rendite, Quesón, que ya te tenemos! —gritó el capataz, con la carabina
lista.
—¡Ni Mandinga me agarra, compadre! —respondió el Gaucho Quesón, riendo como
endemoniado, mientras mascaba un último pedazo de Gruyère.
Y entonces, pasó lo imposible. Una niebla espesa se alzó del suelo, como si
la Pampa misma lo reclamara. Los peones juraron que vieron una luz mala, un
resplandor verdoso, bailando en el aire. Cuando la niebla se disipó, el Gaucho Quesón
había desaparecido. Ni huellas, ni olor, ni nada. Solo un trozo de Gruyère en
el suelo, como si se burlara de ellos.
La justicia nunca lo halló. Algunos dicen que Mandinga se lo llevó; otros,
que la Pampa lo escondió en su infinitud. Pero la leyenda del Quesón no murió.
En las noches sin luna, los puesteros cuentan que se huele un dejo a Queso en
el viento, y que una luz mala, verde y traicionera, danza en la llanura. Dicen
que son las ánimas de las infieles, buscando vengarse, o tal vez el mismo
Carlos, Gaucho Quesón, convertido en un espectro, con su facón listo y un
pedazo de Gruyère en la mano.
Si alguna vez cruzás la
Pampa y sentís ese olor, corré, porque el Quesón anda suelto, y su maldición no
tiene fin. Y no falta el payador, criollo de ley, que al calor del fogón le
dedica unos versos, pa’ que la llanura no olvide.
El payador calló, y la
guitarra lloró una última nota, mientras el viento traía, o parecía traer, un
leve aroma a queso que hizo temblar a los hombres alrededor del fogón.
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enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
este cuento gauchesco esta mejor que bien, es buenisimo, me cague de risa con los términos que usan, es un Martín Fierro bien "Quesón"
ResponderBorrarel gaucho queson que quesonea mientras con sus quesos recorre la pampa y le cantan unas payadas
ResponderBorrartengo que leer bien todos estos cuentos, para tener una opinión general, pero este del gaucho me encanto, es excelente, la verdad muy bien hecho, la historia y las imágenes, gran saga de cuentos quesones
ResponderBorraraqui me pongo a quesonear al compas del queso
ResponderBorrarun gaucho medio matrero que a las minas acuchillaba
y en medio de la pampa un queso les tiraba
el primer carlos que se hacia los quesos asimismo
ResponderBorrarla pampa tiene al ómbu y al queson
ResponderBorrary gauchos que se llaman Carlos y les gusta el cuchillo debe haber unos cuantos
ResponderBorrarMe recuerda a La leyenda de El Mojón, con más asesinatos.
ResponderBorrarSeguro que el payador era el quesón
El Fauno
Que una mujer se llame Clara y no Carla, es una condena.
ResponderBorrarAunque en la época de este gaucho no estaba el pactor Carlos- Carla
Podría haber alguna historia guachesca de un un quesón asesinando y entregando los cuerpos a El Yaguarón.
El Fauno