El Cuento Quesón Bajo el Signo de Roma (parte 2) #QUESO
EL CUENTO QUESÓN BAJO EL SIGNO DE ROMA (SPQR) (SEGUNDA PARTE)
Capítulo 7 La Venganza del Quesón
Ultio Quesonis
Roma, en el verano del 64 d.C., era un caldero de caos
y sangre. El Gran Incendio había dejado la ciudad en ruinas, y Nerón, en su
afán por desviar las culpas, intensificaba la persecución contra los
cristianos.
El Circo Máximo se convirtió en un escenario de
horror: cientos de mártires eran crucificados, quemados vivos o despedazados
por bestias, sus gritos resonando como un lamento a los dioses.
Entre ellos, los apóstoles Pedro y Pablo habían
encontrado la muerte por su fe, el primero crucificado cabeza abajo, el segundo
decapitado, sus sacrificios alimentando los susurros de una resistencia que
Nerón no podía sofocar.
En medio de ese caos, y tras el asesinato de Tulia, a
manos de Carlos, fueron entonces Marcelo y Claudio, los amantes de Arrio,
quienes tomaron la decisión más audaz. Fascinados por la fuerza y el pasado del
germano como Quesón, y temerosos de que la caída de la casa de Arrio los
arrastrara al abismo, decidieron protegerlo. Esa misma noche, una noche sin
luna, mientras las antorchas parpadeaban en el peristilo, se reunieron con
Carlos en su celda, ya libre de hecho, aunque no de derecho.
“Germano,” dijo Claudio, su voz baja pero firme, “has asesinado
a Tulia, y con ello has desafiado a Roma. Pero la casa de Arrio está en
peligro. Julia y Procula, las amigas de Tulia, saben demasiado. Hablan en los
banquetes, susurran que Arrio es débil, que su villa es un nido de traidores.
Si ellas viven, Nerón vendrá por nosotros.”
Marcelo, con sus rizos dorados brillando bajo la luz,
añadió con una sonrisa tensa: “Tú eres el Quesón, Carlos. Usa tu fuerza, tus…
pies. Tira un Queso a cada una de ellas. Asesínalas. Sálvanos, y tal vez,
salves tu propia libertad.”
Carlos, con la mirada fija en el suelo, apretó los
puños. Su pasado como asesino en Germania lo perseguía, pero la chispa de
rebeldía que Tulia había encendido no se apagaba. “Lo haré,” gruñó, “pero no
por Arrio. Por mí… y por Amenet.”
Marcelo y Claudio, con una mezcla de alivio y
entusiasmo, le proporcionaron lo necesario: una capa oscura para pasar
desapercibido, una espada larga y filosa de centurión, no las cortas de los
gladiadores, y, dos Quesos rancios, de gran tamaño y múltiples agujeros.
“Un toque de tu tierra,” dijo Marcelo, guiñando un
ojo. “Que el Quesón deje su marca.” Carlos, sin sonreír, aceptó los objetos, su
mente ya trazando un plan. Había que obrar rápido: las noticias del asesinato
de Tulia aún no se habían difundido fuera de la Villa.
La primera noche, Carlos viajó a Capua, donde Julia,
la matrona de cabello rojizo, residía en una villa rodeada de viñedos.
Disfrazado como un mercader, logró infiltrarse en la casa durante un banquete.
Julia estaba en una orgía, ebria de vino y rodeada de
aduladores, pero aún así lo reconoció al instante cuando se acercó, sus ojos
brillando con lujuria.
“¡Carlos! ¡El germano de Tulia!” exclamó, tirando de
su brazo hacia un rincón privado. “Ven, titán, muéstrame lo que la hizo
enloquecer.”
Carlos, con una calma fría, la siguió. En una cámara
iluminada por lámparas de aceite, la obligó a arrodillarse.
“Huele mis pies,” ordenó, su voz grave como un tambor
de guerra. Julia, confundida pero intrigada, obedeció, pero el hedor abrumador
la hizo toser y retroceder, pero fue solo una primera impresión, luego quedó
prendada de aquellos gigantescos y olorosos pies, lamiéndolos, chupándolos,
besándolos y oliéndolos, una y otra vez, el gozo fue aumentando mientras se
lamían los genitales y los pechos, hasta que sintió como su vagina era
penetrada por Carlos, situación que la llevó a la satisfacción completa.
“¡Por Juno, qué…!” exclamó, al finalizar la relación
sexual, quedó muy cansada, extenuada, y fue entonces que Carlos alzó la espada
y, con un movimiento preciso, la atravesó. La sangre salpicó los mosaicos, y
Julia cayó sin vida. Acto seguido, con un segundo golpe, la decapitó. La sangre
de la romana se esparció por todos lados, un autético baño de sangre.
Con un gesto casi ceremonial, Carlos arrojó el Queso
sobre su el decapitado cadaver, donde se estampó con un sonido viscoso,
goteando como una ofrenda grotesca.
“Queso” dijo Carlos y murmuró “Por mi pasado,” antes
de huir en la noche.
La noche siguiente, Carlos llegó a Ostia, donde
Procula, la matrona de ojos astutos, pasaba el verano en una villa frente al
mar. Esta vez, se presentó como un mensajero de Arrio, y Procula, siempre
intrigada por las intrigas, y entusiasmada por su presencia, lo recibió en sus
aposentos.
“Germano,” dijo, reclinándose en un diván, “Tulia es
una tonta por no compartirte más.”
Carlos, sin responder, la obligó a arrodillarse.
“Huele mis pies,” repitió, su tono inflexible. Aunque ya habían pasado un par
de jornadas, Procula desconocía el asesinato de Tulia.
Procula, con una risa nerviosa, intentó resistir, pero
el olor, un torbellino de pestilencia, la dejó aturdida. Se sintió como si
aquel olor la fuera envolviendo una y otra vez, y se vio arrastrada a los pies
de Carlos, para olerlos, lamerlos, chuparlos y besarlos una y otra vez, se
entregó al germano con pasión, y lamieron pechos y genitales entre sí, Carlos
la penetró, ahora de modo más delicado, no con el salvajismo que tuvo con
Julia.
“Esto ha sido como gozar junto al dios Pan o a Baco en
las Saturnalias” comentó Procula, mientras trataba de reponerse de aquella
relación sexual.
Carlos, con un brillo de entusiasmo en los ojos, alzó
la espada y la decapitó con un solo golpe. La cabeza de Procula rodó por el
suelo, y él, con una risa que evocaba sus días como Quesón, arrojó el segundo Queso
sobre su cuerpo, donde se pegó como un insulto final.
“Queso” dijo en voz alta y añadió “Por mi libertad” antes
de desaparecer en la oscuridad.
Cuando Carlos regresó a la villa, Marcelo y Claudio lo
recibieron con una mezcla de asombro y reverencia. “¡Por Marte, eres un dios
vengador!” exclamó Marcelo, mientras Claudio, más serio, murmuró: “La casa de
Arrio está a salvo… por ahora.” Amenet, que había observado todo desde las
sombras, se acercó a Carlos, su mirada cargada de complicidad. “Has matado por
nosotros,” dijo, su voz suave pero firme. “Pero Roma no olvida. Debemos estar
listos.”
Capítulo 8: El Veneno del Queso y la Furia
del Quesón
Venenum Casei et Furor Quesonis
Pasados algunos días la noticia del asesinato de
Tulia, atribuido a un esclavo fugitivo según la versión que difundieron Claudio
y Marcelo, no tardó en propagarse en la Capital del Imperio.
Pero grande fue la sorpresa en la Casa de Arrio cuando
Octavia, la hermana menor de Tulia, irrumpió como un relámpago en la villa.
Octavia, de unos veinticinco años, compartía el
cabello rubio de su hermana, pero su rostro era más anguloso, sus ojos como
dagas de obsidiana que cortaban con cada mirada. Vestida con una estola negra
en señal de luto, su presencia exudaba una furia que helaba el aire.
A su lado estaba Salimena, una esclava tracia de piel
curtida, con una cicatriz que cruzaba su mejilla y una mirada viperina que
prometía crueldad. Conocida por su lealtad fanática a Octavia, Salimena era tan
temida como su ama. Se sospechaba que entre las dos existía una relación mucho
más íntima que la que pudiera haber entre ama y esclava.
Las dos habían oído los rumores de la muerte de Tulia,
y Octavia, consumida por el dolor y la sed de venganza, juró hacer pagar al
germano que había mancillado el honor de su familia.
“Por Juno y las Furias,” siseó Octavia a Salimena al
cruzar el umbral del atrium, sus manos apretando un amuleto de plata. “No me
creo la versión que dieron esos dos. Acá no hay ningún esclavo fugitivo. No hay
un Espartaco a quien echarle la culpa. El asesino de mi hermano es ese Carlos,
lo vieron en Capua y en Ostia, en las tardes en que asesinaron a Claudia y a
Procula, es el mismo asesino, es el Quesón, sería un favor condenarlo a morir
en el circo o en la cruz, como a esos bárbaros cristianos, su sangre limpiará
la afrenta de Tulia”.
“El bárbaro morirá, y su sangre limpiará la afrenta de
Tulia” dijo Octavia, como quien emite una sentencia.
Salimena, con una risa baja, añadió: “Lo destriparé yo
misma, domina, y sus pies apestosos arderán en el Hades.”
La servidumbre, intimidada, se inclinó ante Octavia,
mientras Marcelo y Claudio intercambiaban miradas nerviosas desde un rincón.
Amenet, fregando los mosaicos bajo la mirada cruel de un capataz, observó a las
recién llegadas con cautela, su instinto advirtiéndole del peligro.
Octavia, tras interrogar a los esclavos con preguntas
cortantes, confirmó que Carlos era el culpable.
“¡Ese germano es un monstruo!” exclamó en el
peristilo, su voz resonando contra las columnas de mármol.
“¿Cómo osó tocar a mi hermana? ¡Por Venus, pagará con
su vida!”
Salimena, siempre a su lado, escupió al suelo y gruñó:
“Es un bárbaro sin alma, domina. Lo haré gritar antes de que muera”.
Claudio y Marcelo, aunque escucharon y estaban al
tanto de todo, decidieron no intervenir, algo les decía que era mejor que el
agua fluyera sola.
Mientras tanto Octavia, astuta como Tulia, decidió no
enfrentar directamente a Carlos. En sus aposentos, mientras las lámparas de
aceite proyectaban sombras inquietantes, planeó una trampa digna de las
intrigas del Palatino.
“Un veneno,” murmuró, sosteniendo un Queso de colosal
tamaño, con múltiples y voluminosos agujeros, que Salimena había untado con una
ponzoña traída de Tracia, una sustancia que prometía una muerte lenta y
agónica. “Este Queso será su fin. El germano es fuerte, pero no tan listo.”
Salimena, con una sonrisa torcida, añadió: “Comerá el Queso como el cerdo que
es, y caerá como un buey sacrificad, je, je, je.”
Las risotadas de Octavia y de su malvada esbirra se
escucharon desde Roma a Ostia.
Esa noche, Octavia convocó a Carlos al triclinium bajo
el pretexto de una audiencia. Vestida con una túnica púrpura que evocaba a
Tulia, se reclinó en un diván, flanqueada por Salimena, cuya mano descansaba
sobre un puñal oculto bajo su capa. El ambiente estaba cargado de tensión, las
antorchas proyectando sombras que parecían danzar al ritmo de los latidos
acelerados.
Carlos entró con paso firme, su túnica raída apenas
conteniendo su musculatura, sus pies talla 55 emanando un hedor que hizo que
Salimena arrugara la nariz.
Octavia, forzando una sonrisa meliflua, señaló una
bandeja con el Queso envenenado, cortado en trozos tentadores. “Germano,” dijo,
su voz dulce pero cargada de veneno, “he oído de tus… talentos. Yo también
sería feliz de disfrutarlos. Me han hablado muy bien de ti. Eres el orgullo de
esta villa, ¿no es así? Come, un hombre de tu fuerza merece un banquete digno
de Júpiter.” Salimena, con una risita sádica, añadió: “Sí, bárbaro, un Queso
tan fuerte como tus pies. ¡Cómetelo todo, no dejes ni una pequeño trozo!”
Carlos, con sus ojos azules fijos en las dos mujeres,
tomó un trozo del Queso, pero no lo llevó a la boca. Su crianza como Quesón en
Germania, donde los Quesos eran tanto ofrenda como arma, lo había dotado de un
instinto agudo. Olió el Queso, y bajo su aroma rancio detectó un matiz acre, un
dejo metálico que gritaba peligro. Fingiendo gratitud, aplastó el trozo entre
sus dedos, dejando que el olor del veneno se mezclara con el de sus pies.
“En mi tierra,” dijo Carlos, su voz grave sonó como un
tambor de guerra, “un Queso es un regalo sagrado. Pero este… apesta a
traición.”
Octavia palideció, su sonrisa desvaneciéndose. “¿Qué
dices, bárbaro?” siseó, levantándose del diván. “¡Come, o juro por las Furias
que te haré desollar!”
Salimena, con un gruñido, desenvainó su puñal y se
abalanzó. “¡Muere, cerdo germano!” gritó, pero Carlos fue más rápido.
Con un movimiento que evocaba la fuerza de un titán,
desarmó a Salimena, arrojándola al suelo con un golpe de su brazo. “¡Huele mis
pies!” rugió, obligándola a arrodillarse ante él. El hedor, un torbellino de
pestilencia que rivalizaba con las cloacas de Roma, hizo que Salimena tosiera y
se retorciera, sus insultos ahogándose en arcadas.
“¡Maldito… apestoso, maldito Quesón, maldito germano!”
balbuceó, pero Carlos, implacable, la mantuvo sujeta. Octavia, intentando huir,
tropezó con su túnica y cayó, su rostro contorsionado por el terror.
“¡No te atrevas, germano!” chilló, arañando el aire.
“¡Soy la hermana de Tulia! ¡Nerón te crucificará por esto!” Pero Carlos,
forzándola a arrodillarse, la obligó a enfrentar el mismo ritual. “¡Huele!”
ordenó, y el olor abrumador hizo que Octavia se doblara, gimiendo de
humillación. “¡Por Juno, esto es… una afrenta!” sollozó, pero sus palabras se
apagaron bajo la furia del germano.
Carlos, con una furia que recordaba sus días como
Quesón, tomó la espada larga y filosa que Marcelo le había escondido en la
villa, la misma que usó para asesinar a las otras mujeres, ahora afilada como
si estuviera recién forjada.
“¡Esto es por Tulia, por Julia, por Procula!” exclamó
Carlos, blandió la espada y descargo el golpe con una habilidad magistral, decapitando
a Salimena con un solo tajo. Su cabeza rodó por los mosaicos, la sangre se
esparció rápidamente por todo el salón y él, con un gesto casi ceremonial,
arrojó el Queso rancio, robado de las cocinas, sobre su cuerpo, donde se pegó
como un insulto grotesco.
“Queso” dijo y agregó “Por mi pasado,” murmuró.
Luego, volviéndose hacia Octavia, que suplicaba entre
lágrimas, alzó la espada.
“¡Por favor, germano, te daré oro, libertad!” imploró,
pero Carlos, con un brillo de desafío en los ojos, la atravesó con la hoja. La
sangre salpicó las cortinas de seda, y él arrojó el segundo Queso sobre su
rostro, donde se estampó, goteando sobre su túnica púrpura.
“Queso” dijo Carlos “Me hubiera gustado darle sexo a
esta chica, a la otra no, intentaron envenenarme, pero bueno, ellas lo
quisieron así, por lo menos, olieron mis pies, Por Amenet,” proclamó, su voz
resonando en el triclinium.
El silencio cayó, roto solo por el crepitar de las
antorchas y el jadeo de Carlos. Marcelo y Claudio, que habían observado desde
las sombras, corrieron hacia él, sus rostros mezclando temor y reverencia.
“¡Por Marte, germano, eres una tempestad viviente!” exclamó Marcelo, sus rizos
dorados temblando de emoción.
Claudio, más serio, murmuró: “Has acabado con las
serpientes que amenazaban la villa, pero Roma no perdonará. Nerón olerá la
sangre.”
Amenet, alertada por el alboroto, apareció en la
puerta, sus ojos encontrándose con los de Carlos. “No podemos quedarnos,” dijo,
su voz firme como el granito del Nilo. “La Ciudad Eterna arde, y nosotros no
seremos sus cenizas.”
Capítulo 9 El Sacrificio del Quesón y la
Fe del Nilo
Sacrificium Quesónis et Fides Nili
En el exterior, los gritos de los mártires cristianos
seguían resonando desde el Circo Máximo, un eco del infierno que consumía Roma.
Carlos, con la sangre de Octavia y Salimena en sus manos y los Quesos como
testigos de su venganza, supo que su camino como Quesón había renacido, pero ahora
con un propósito distinto, sentía que había hecho justicia asesinando a estas
malvadas mujeres, incluyendo a Tulia, Julia y Prócula, les hizo recordar
aquellas leyendas que le contaban en su país natal, donde hablaban de las
perversas hechiceras de la Casalarga, que querían dominar al hombre y castrarlo
de sus espíritu libre y salvaje.
La muerte de Tulia, Julia, Procula, Octavia y Salimena
a manos de Carlos, el coloso germano de pies talla 55, había transformado la
mansión en un polvorín de secretos y rebeldía. Arrio, atrapado en el Palatino,
luchaba por sobrevivir a las intrigas de Nerón, mientras Marcelo y Claudio, sus
amantes, protegían a Carlos con una mezcla de admiración y temor. Amenet, la
esclava egipcia, se había convertido en la sombra del germano, su aliada
silenciosa, pero en su corazón cargaba un secreto que cambiaría todo.
Era una noche sin luna, y la villa, sumida en un
silencio inquietante, parecía contener el aliento. Carlos y Amenet se reunieron
en un rincón olvidado del peristilo, bajo un olivo cuyas ramas se mecían con el
viento cálido. Las antorchas parpadeaban, proyectando sombras que danzaban como
espíritus del Hades.
Amenet, con su túnica raída y sus manos aún
enrojecidas por los trabajos impuestos por Tulia, miró a Carlos con ojos
oscuros que brillaban como el Nilo bajo las estrellas. “Germano,” comenzó, su
voz temblorosa pero firme, “debo confesarte algo. He abrazado la fe de los
cristianos” y en ese momento dibujo en el piso el signo del pez que
identificaba a los cristianos en aquel tiempo “Creo en su Dios, en su mensaje
de amor y redención. Jesús vino para redimirnos, entregó su cuerpo y sangre
para el perdón de los pecados, al tercer día resucitó, y ascendió a los cielos,
desde donde volverá para juzgarnos a los vivos y a los muertos. Y… estoy
horrorizada por tus crímenes, por los sacrificios que cometiste como Quesón.”
Carlos, sentado en una banca de piedra, alzó la vista,
sus ojos azules fieros como los de un lobo germano. El peso de su pasado lo
aplastaba, pero su rostro permaneció impasible. Si bien algo había escuchado
sobre los cristianos, y sus creencias, era demasiada información para procesar
en su mente barbara, donde asesinar a una mujer y tirarle un Queso era algo
cotidiano.
“¿Horrorizada, egipcia?” gruñó, su voz grave como un
trueno. “En mi tierra, el Quesón era un mandato divino. Decapité a esas
muchachas, tiré Quesos sobre sus cuerpos, porque los dioses lo exigían. No
puedo luchar contra mi destino. Soy lo que soy.” Hizo una pausa, mirando sus
pies descomunales, que emanaban un hedor que incluso en la penumbra era
inconfundible. “Y en Roma, he asesinado a esas mujeres para sobrevivir, para
protegerte, eran ellas o yo, no tenía elección. ¿Eso también te horroriza?”
Amenet se acercó, arrodillándose ante él, sus manos
temblando pero decididas. “No te juzgo, Carlos,” dijo, su voz suave como una
plegaria. “Pero la fe que he encontrado me enseña que hay otro camino. El Dios
de los cristianos habla de perdón, de sacrificio por amor. He visto a los
mártires en el Circo, a Pedro y Pablo, que dieron sus vidas por su fe. Y sé lo
que debo hacer.” Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su mirada no flaqueó.
“Quiero entregarme en sacrificio, como ellos. Quiero que mi muerte sea un
testimonio, un acto de redención para ambos.”
Carlos, atónito, se puso de pie, su figura imponente
proyectando una sombra que cubrió a Amenet. “¿Sacrificio?” rugió, apretando los
puños. “¿Quieres que sea tu Quesón, que te asesine como a las muchachas de mi
tierra? ¡No, egipcia! ¡No añadiré tu sangre a mi maldición!”
Pero Amenet, con una calma que parecía divina, tomó su
mano, sus dedos fríos contra la piel curtida del germano. “No es una maldición,
Carlos,” susurró. “Es un regalo. Hazme feliz antes de que me vaya. Dame un
momento de amor, de intimidad, como los que Tulia te arrancó. Y luego, déjame
ir al encuentro de mi Dios.”
El germano, dividido entre su instinto y la súplica de
Amenet, sintió que el peso de su destino se tambaleaba. Finalmente, asintió, su
voz apenas un murmullo. “Si es tu voluntad, egipcia, lo haré. Pero que los
dioses, los tuyos y los míos, sean testigos.”
En la penumbra del peristilo, bajo el olivo que
parecía susurrar plegarias, Carlos y Amenet se entregaron a un encuentro
íntimo, un acto delicado y romántico que contrastaba con la brutalidad de Roma.
Amenet, con gestos suaves, desató la túnica de Carlos, sus dedos trazando las
cicatrices de su pecho como si fueran mapas de un mundo perdido. Él, con una
ternura que nunca había mostrado, la envolvió en sus brazos, sus labios
encontrándose en un beso lento, como el fluir del Tíber bajo la luna. “Eres más
fuerte que cualquier dios,” murmuró Amenet, mientras sus cuerpos se unían en
una danza de pasión, cada caricia un eco de redención. Carlos, por un instante,
olvidó su pasado como Quesón, perdido en la calidez de la egipcia.
Pero el momento de amor dio paso al ritual que Amenet
había pedido. Con lágrimas en los ojos, ella se arrodilló ante él, su rostro
sereno. “Sométeme a tus pies, Carlos,” dijo, su voz firme. “Que sea como en tu
tierra, pero por mi fe.” Carlos, con el corazón desgarrado, obedeció. “Huele,”
ordenó, alzando uno de sus pies talla 55. El hedor, un torbellino de
pestilencia que evocaba los pantanos germanos, envolvió a Amenet, pero ella no
retrocedió, inhalando con una devoción que transformaba el acto en algo sagrado.
“Por mi Dios,” susurró, cerrando los ojos.
No tardo en verse envuelta en los pies de Carlos
oliéndolos, lamiéndolos, besándolos y chupándolos con pasión, gozo y
satisfacción. Estaba entregada y rápidamente, empezó a lamerle los genitales a
Carlos, y luego, el hizo lo mismo con sus pechos, para penetrarla, con cierto
salvajismo y furia, no con la delicadeza que usaba con Tulia, la egipcia sintió
que alcanzaba la felicidad plena.
“Ahora sí, el cielo me espera” dijo Amenet, y tras
disfrutar de todo aquello, cuando terminó, se quedo rezando, pidiendo perdón, y
reclamando penitencia tras haber caído en aquellos vicios tan mundanos y
carnales. Amor omnia vincit
Carlos, tomando la espada larga y filosa, alzó la
hoja, su mano temblando. “Perdóname, egipcia,” murmuró, y con un movimiento
preciso, le atravesó la espada en el cuerpo, pudo partirlo en dos si hubiera
querido, luego le asestó una segunda herida en el cuello, y con la tercera, la
decapitó.
La sangre salpicó el suelo de piedra por todos lados,
y Amenet cayó, su rostro aún sereno, como si hubiera encontrado la paz que
buscaba, exclamando felicidad.
“Queso” dijo Carlos, con un grito ahogado, tomó un Queso
también de colosal tamaño, que había guardado y lo tiró sobre el cadáver de su
nueva víctima, la sexta, desde que llegó a Roma.
“Por tu fe,” proclamó, arrojándolo sobre el cuerpo de
Amenet, donde se estampó con un sonido húmedo, goteando como una ofrenda
grotesca pero, en este caso, sagrada. Se arrodilló junto a ella, su corazón
destrozado, mientras las antorchas parpadeaban como si los dioses, cristianos o
paganos, observaran en silencio.
Marcelo y Claudio, alertados por el ruido, irrumpieron
en el peristilo, sus rostros pálidos al ver la escena. “
¡Por Júpiter, germano, qué has hecho!” exclamó
Marcelo, retrocediendo.
Claudio, más sereno, apoyó una mano en el hombro de
Carlos.
“Era su voluntad, ¿verdad?” preguntó, su voz cargada
de respeto. Carlos, con lágrimas surcando su rostro, asintió.
“Ella quería
ser un mártir, como el Dios ese de los cristianos, como el que murió en la
cruz, como los apóstoles Pedro y Pablo. Yo… solo fui su Quesón, como soy el
Quesón de cientos de mujeres”
Amenet, en su sacrificio, había dejado una marca
imborrable en el germano, un eco de la fe que él, atrapado en su destino, no
podía comprender del todo.
En el exterior, los gritos de los cristianos
martirizados seguían resonando desde el Circo Máximo, un recordatorio del
infierno que consumía Roma. Carlos, con la sangre de Amenet en sus manos y el Queso
como testigo de su último acto como Quesón, supo que no podía quedarse mucho
más tiempo en la Villa de Arrio.
Capítulo 10 El Camino del Quesón Redimido
Semita Redemptorum Quaestionem
Pero no tardaron en llegar noticias: Nerón, el
emperador, acorralado por las revueltas, se había suicidado en una villa
suburbana, clavándose una daga en la garganta mientras gemía: “¡Qué gran
artista muere conmigo!”
El general Galba, respaldado por las legiones, se alzó
como nuevo emperador, pero la Ciudad Eterna seguía siendo un torbellino de
intrigas, sangre y cenizas.
La villa de Quinto Poncio Arrio, en las colinas del
Esquilino, había sobrevivido al Gran Incendio y a las persecuciones cristianas,
pero sus muros guardaban las cicatrices de un drama que resonaría más allá de
Roma. Carlos, el coloso germano de pies talla 55, había dejado un rastro de
sangre y Quesos, mientras Amenet, su aliada egipcia, había sellado su destino
con un sacrificio cristiano que lo perseguiría eternamente.
Arrio, el senador de gustos afeminados y corazón
pragmático, regresó a su villa tras estar en el Palatino, donde había sorteado
las intrigas de Nerón con la astucia de un Ulises romano. Su toga púrpura
estaba raída, su rostro maquillado surcado por el cansancio, pero su espíritu
permanecía intacto. Carpe Diem
Encontró la villa en un orden frágil, sostenido por
Marcelo y Claudio, sus amantes, que lo recibieron en el atrium con rostros
graves. “Domine,” comenzó Claudio, su voz firme pero reverente, “la casa de
Arrio ha sobrevivido, pero a un costo.” Marcelo, con sus rizos dorados opacos
por el polvo, añadió: “Carlos, el germano, es la razón. Asesinó a Tulia, Julia,
Procula, Octavia, Salimena… y a Amenet, por su voluntad. Salvó nuestra casa,
pero su camino está manchado de sangre y de Queso.”
Arrio, reclinándose en un diván, escuchó el relato con
una mezcla de asombro y cálculo. Cuando terminaron, se puso de pie, ajustándose
un anillo de amatista. “Por Júpiter,” murmuró, “ese bárbaro es una fuerza
primordial. Un pagano como yo reconoce la virtud, incluso en un esclavo.”
Convocó a Carlos, que apareció vestido como soldado
romano, con una armadura de cuero y un gladius al cinto, un regalo de Claudio
para facilitar su huida. Sus pies descomunales emanaban un olor que hizo que
Arrio se tapara la nariz con un pañuelo perfumado.
“Germano,” dijo el senador, su voz meliflua pero
firme, “has salvado a la casa de Arrio, aunque con métodos brutales. Roma no
paga a traidores, pero sí a sus servidores. Eres libre. Vete, y que los dioses,
o ese Dios cristiano de Amenet, guíen tus pasos.”
Carlos, con la mirada endurecida pero agradecida,
inclinó la cabeza. “No olvidaré esto, romano,” gruñó, antes de partir bajo un
cielo tormentoso, su figura imponente desvaneciéndose en las calles de Roma.
Sin saber bien que rumbo tomar, algo tenía claro: no
iría al norte, donde estaba su país de origen, por eso se dirigió al sur,
dejando que el destino lo guiará. Alae jacta est
En las afueras de Roma, en un campamento cerca de la
Vía Apia, Livia, una matrona de rostro curtido y ojos codiciosos, reconoció a
Carlos como fugitivo. Planeaba venderlo a un lanista para peleas de
gladiadores. “¡Bárbaro, serás mi fortuna!” siseó, blandiendo una fusta. Carlos,
disfrazado como mercader, la enfrentó en su tienda. “Huele mis pies,” ordenó,
obligándola a arrodillarse. El olor, como un pantano germano, la hizo toser y
retroceder. “¡Por Ceres, qué abominación!” gritó, pero antes de que pudiera alertar
a sus guardias, Carlos desenvainó una espada y la decapitó con un golpe limpio.
La sangre salpicó las telas de la tienda, y él arrojó un Queso rancio, duro
como piedra, sobre su cuerpo, donde se pegó con un sonido viscoso. “Queso, Por
Amenet,” murmuró, escapando bajo la luna.
En un templo corrupto en Capua, Drusila, una
sacerdotisa de Vesta que extorsionaba a peregrinos, identificó a Carlos como el
asesino de Tulia. “¡Germano, los pretorianos pagarán bien por tu cabeza!”
exclamó, sus ojos brillando con avaricia. Carlos, refugiado en una posada, la
atrajo a un callejón oscuro. “Huele mis pies,” gruñó, forzándola a inclinarse.
El olor abrumador la dejó aturdida. “¡Por Vesta, esto es una profanación!”
balbuceó, pero Carlos, con una espada tomada de un guardia, la atravesó en el
pecho. La sangre empapó su túnica blanca, y él lanzó un Queso sobre su cadáver,
que rodó por el pavimento. “Queso, Por mi pasado,” proclamó, desvaneciéndose en
la noche.
En el puerto de Brundisium, Marcia, una tabernera de
rostro arrugado y manos rápidas, intentó envenenar el vino de Carlos para
entregarlo a las autoridades por una recompensa. “¡Bebe, forastero, es el mejor
de Apulia!” mintió, sonriendo. Carlos, oliendo el veneno, la confrontó en la
trastienda. “Huele mis pies,” ordenó, y el hedor la hizo retroceder, tosiendo.
“¡Por Neptuno, qué peste!” gritó, pero Carlos, con una espada robada de un
marinero, la decapitó con un golpe seco. El Queso ue arrojó aterrizó en su
pecho, goteando como una ofrenda grotesca. “Queso, Por mi libertad,” dijo,
huyendo hacia un barco.
En un paso montañoso de Iliria, Calpurnia, una
mercenaria dálmata de cabello trenzado y armadura de cuero, emboscó a Carlos
con su banda, buscando la recompensa por su captura. “¡Bárbaro, tu cabeza vale
oro!” rugió, blandiendo una lanza. Carlos, usando la oscuridad, la aisló en un
desfiladero. “Huele mis pies,” gruñó, forzándola a arrodillarse. El olor, como
un viento maligno, la dejó mareada. “¡Por Bellona, esto es infame!” chilló,
pero Carlos, con su espada, la decapitó, su sangre salpicando las rocas. El
Queso cayó sobre su cuerpo, un sello de su ritual. “Queso, Por mi destino,”
murmuró, continuando su camino.
En Tesalónica, Sabina, una viuda rica que colaboraba
con las autoridades romanas, intentó seducir a Carlos para entregarlo. “Ven,
forastero, mi villa es un refugio,” susurró, sus ojos falsamente dulces.
Carlos, sospechando, la enfrentó en sus aposentos. “Huele mis pies,” ordenó, y
el olor la hizo retroceder, horrorizada. “¡Por Minerva, qué afrenta!” exclamó,
pero Carlos, con una espada tomada de un guardia, la atravesó con un golpe
preciso. El Queso que arrojó se estampó en su rostro, goteando sobre su túnica
de seda. “Queso, Por mi redención,” susurró, escapando hacia el este.
En Pérgamo, Lidia, una espía al servicio de un
gobernador romano, reconoció a Carlos en un mercado abarrotado. “¡El germano
fugitivo! ¡Serás mío!” siseó, siguiéndolo hasta una taberna en las afueras.
Carlos, alertado por su instinto, la enfrentó en un patio desierto bajo un
cielo crepuscular. “Huele mis pies,” ordenó, obligándola a arrodillarse. El
hedor, como un miasma de los pantanos germanos, la hizo toser violentamente.
“¡Por Atenea, esto es un ultraje!” gritó, intentando desenvainar un puñal.
Carlos, con una espada robada de un soldado, la decapitó con un movimiento
rápido. El Queso que arrojó aterrizó en su pecho, un insulto final. “Queso, Por
mi alma,” murmuró, desapareciendo entre las sombras.
En Sardis, Eudocia, una sacerdotisa de Artemisa que
traficaba con reliquias cristianas robadas, intentó capturar a Carlos para
ganarse el favor de Roma. “¡Bárbaro, tu sangre apaciguará a la diosa!” exclamó,
rodeada de acólitas en un templo iluminado por antorchas. Carlos, infiltrándose
en la noche, la aisló en una cámara sagrada. “Huele mis pies,” gruñó,
forzándola a inclinarse. El olor abrumador la dejó aturdida. “¡Por Artemisa,
qué blasfemia!” balbuceó, pero Carlos, con una espada tomada de un guardia del
templo, la atravesó en el corazón. La sangre salpicó los altares, y él arrojó
un Queso sobre su cuerpo, que se desplomó entre las ofrendas. “Queso, Por mi
fe,” proclamó, huyendo bajo la lluvia.
En Antioquía, Zoe, una traficante de esclavos que
colaboraba con los pretorianos, intentó tenderle una trampa a Carlos en un
bazar. “¡Germano, ven, tengo un trato para ti!” mintió, invitándolo a una casa
de comercio. Carlos, oliendo la traición, la enfrentó en un almacén lleno de
ánforas. “Huele mis pies,” ordenó, y el hedor la hizo retroceder, tosiendo.
“¡Por Mercurio, qué infamia!” gritó, pero Carlos, con una espada robada de un
mercenario, la decapitó con un golpe seco. El Queso rancio que arrojó se pegó a
su túnica, goteando como una marca grotesca. “Queso, Por mi futuro,” susurró,
escapando hacia Éfeso. Ad augusta per angusta
Luego de asesinar a todas esas mujeres (y tirarles un
Queso) en su camino por las provincias del Imperio al este de Roma, Carlos
llegó a Éfeso, una ciudad vibrante donde el mar Egeo destellaba como un espejo
divino. Allí conoció a Juan el Evangelista, el único apóstol vivo, un anciano
de ojos profundos y voz serena que predicaba el amor de Cristo en comunidades
secretas. El autor del Evangelio que lleva su nombre (el que relata las Bodas
de Caná, la conversión del agua en vino) y del Apocalipsis, el libro final de
La Biblia Canónica.
Carlos, agotado y perseguido por los rostros de sus
víctimas, se acercó a Juan en una humilde casa de adobe, atraído por los ecos
de la fe de Amenet. A lo largo de aquel viaje, había estado en contacto con
muchos cristianos y había aprendido mucho sobre la nueva fe que se expandía por
el Imperio, a pesar de las persecuciones oficiales. A fronte praecipitium a
tergo lupi
Arrodillándose ante el apóstol, sus pies talla 55
emanando su olor característico, confesó: “He asesinado a decenas de mujeres,
tal vez cientos, ya he perdido la cuenta anciano. Soy el Quesón, asesino de
mujeres tiraquesos y fetichista de los pies. En Roma, en el camino a Éfeso, asesiné
mujeres, tiré Quesos sobre sus cuerpos. Soy un asesino, soy un monstruo sin
redención.”
Juan, posando una mano temblorosa sobre su cabeza,
respondió con una voz que parecía llevar la paz del cielo: “Hijo, el amor de
Cristo alcanza incluso a los más perdidos. Como Saulo de Tarso, que persiguió y
mató, tú puedes hallar la luz. Arrepiéntete, y vive por la fe que Amenet te
mostró.” Gloria in excelsis Deo
En ese instante, bajo un cielo estrellado, Carlos
sintió una revelación, un relámpago de gracia que atravesó su corazón como las
espadas que había empuñado. Lágrimas surcaron su rostro curtido, y el peso de
sus crímenes pareció aligerarse. “Acepto tu Dios, quiero ser bautizado, tu,
Juan, como el Bautista bautizó a Jesús” murmuró, su voz quebrada pero decidida.
“Juro vivir para expiar mis pecados.”
“Yo te perdono” le dijo Juan “Como Cristo perdono a
quienes lo crucificaron, y también al ladrón que crucificaron a su lado, y te
bautizo, como mi tocayo Juan bautizaba en el Jordán, el Espíritu Santo esta
contigo, ven y no vuelvas a pecar, Dios está con nosotros”.
Abrazando la fe cristiana, Carlos renunció a la
violencia, al crimen, al asesinato y al superar su vida como Quesón. Inspirado
por la humildad de Juan, se retiró como eremita a una cueva en las colinas de
Éfeso, donde el viento traía el aroma salado del mar.
Vivió en soledad, orando y ayunando, su dieta reducida
a pan, agua y, en un guiño a su pasado, Quesos, que ahora comía en paz, no como
armas de venganza. Su cueva, adornada con cruces talladas en la roca, se
convirtió en un lugar de peregrinación para los cristianos de Éfeso, que lo
veneraban como “Carlos el Penitente,” un símbolo de redención.
Los relatos de su vida —sus pies apestosos, sus
crímenes como Quesón, su conversión— se transmitían en susurros, como parábolas
de esperanza.
Historiae vitae eius,
pedes foetidi, crimina Quesonis, eius conversio susurra tradebantur, sicut spei
parabolae.
Los años pasaron, y Roma cambió bajo nuevos
emperadores. En tiempos de Trajano, a principios del siglo II d.C., Carlos,
ahora un anciano de cabello blanco y rostro surcado por arrugas, seguía en su
cueva, su figura aún imponente pese a la edad. Sus pies talla 55, envejecidos
pero legendarios, eran objeto de historias entre los peregrinos, que contaban
cómo un germano, una vez asesino, Quesón, se convirtió en santo.
En sus últimos días, mientras contemplaba el mar Egeo
desde su refugio, Carlos escribió en un pergamino con mano temblorosa: “Fui el
Quesón, manchado de sangre y Quesos. Asesiné en Germania, en Roma, en el camino
a Éfeso. Pero en Cristo hallé la paz que la Ciudad Eterna nunca pudo darme.”
Murió en paz, rodeado de cristianos que lo lloraron como a un hermano, su
cuerpo enterrado en una tumba sencilla bajo el olivo que había plantado décadas
atrás.
Su leyenda perduró, transmitida por los evangelistas
de Éfeso y los monjes de generaciones futuras, un eco de “”Ben Hur”, “Quo
Vadis” y “El Manto Sagrado”. En Roma, la casa de Arrio se desvaneció en el
olvido, pero la historia de Carlos, el germano que pasó de Quesón, de asesino
pagano a eremita cristiano, resonó como un testimonio de redención.
En las noches estrelladas de Éfeso, algunos juraban
ver su sombra, con pies gigantescos y un Queso en la mano, ascendiendo al
cielo, redimido por la fe de Amenet, un faro para los perdidos que buscaban la
luz en un mundo de tinieblas. Ad infinitum
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

todos estos cuentos son una cosa maravillosa, verdaderas obras de arte de la literatura, este de Roma es algo majestuoso y sensacional: el protagonista es un Quesón que siempre se arrepiente pero sigue quesoneando hasta que encuentra la fe, gran semblanza de Roma y los primeros cristianos, mil puntos sobre mil
ResponderBorraruna maravilla este relato, gran inspiración del cine de Hollywood sobre romanos y cristianos, el nombre Carlos es de origen germánico, tiene base histórica esto, se enlaza con el relato del Cuento Quesón de la Prehistoria, el tipo no puede dejar de matar, y lo hace siempre, es raro que en esa epoca no tenga que matar a ningún hombre ni lo manden para gladiador, pero esto es el relato Quesón, el final, con un sentido religioso, es algo novedoso, pones a Juan el Evangelista, que presenció la crucifixión de Cristo, medio atrevido, pero hace un buen papel, acorde con lo que se cree de el desde el cristianismo, habria que llevarla al cine, una joya
ResponderBorrarmás que un cuento quesón, una novela epica de quesones, que tiene todo, historia, religión, sexo, amor, te pasaste con esta, muy buena, el personaje del asesino es contradictorio, parece un buen muchacho pero cuando puede quesonear, quesonea, las tipas se entregan al queso con placer y resignación, he quedado anonadado, publica estos cuentos en otras plataformas, deben tener más difusión
ResponderBorrarla mejor historia sobre Roma después de Gladiador y Spartacus, por encima de viejos clásicos como Ben Hur o Quo Vadis
ResponderBorrareste argumento es mejor que cualquiera películicha de romanos
ResponderBorrarun lujo leer esto, una obra maestra, QUESO, Carlos y crímenes bajo el signo de Roma, y no esta mal ese final bíblico y religioso, excelente
ResponderBorrarEs insólito un quesón arrepentido y además inmerso en esa historia.
ResponderBorrarPropongo un relato, con este tipo de imágenes, El asesino de Locusta. Una envenenadora a servicio de Agripina y de Nerón.
Cuando Nerón murió, se quedón sin protección. Y Claudio, el sucesor, la hizo ejecutar. Y leyendo estos relatos, el trabajo lo hizo un quesón.