El Cuento Quesón del Lejano Oeste #QUESO
Trifulka
City, un pueblo polvoriento en el corazón del salvaje Oeste, anidado entre las
áridas colinas de Nuevo México, vivía bajo el sol abrasador y las leyendas
susurradas en cantinas. Era una noche más en el saloon Estrella Solitaria,
donde cowboys con botas cubiertas de polvo del desierto de Chihuahua y
sombreros Stetson ladeados brindaban con vasos de whisky que chocaban como
campanas. El aire estaba cargado de humo de tabaco, risas roncas y el sonido
desentonado de una pianola que tocaba “Oh! Susanna” con más entusiasmo que
talento. Las lámparas de queroseno proyectaban sombras danzantes en las paredes
de madera, y el aroma a licor, sudor y pólvora llenaba el lugar, evocando
historias de forajidos como Billy the Kid y los tiroteos de Tombstone.
En
el escenario, Jane Cooper, la bailarina más adorada de Trifulka City, apareció
como un relámpago carmesí. Su vestido rojo escarlata, bordado con lentejuelas
que capturaban la luz, se arremolinaba con cada giro, revelando botas de cuero
repujado. Su cabello rubio caía en cascada sobre sus hombros, y su risa, clara
como un arroyo, envolvía a la multitud. Cada movimiento era poesía, cada paso
un desafío a la gravedad, como si danzara con los espíritus de las llanuras de
Arizona. Pero entre los cowboys, uno no reía ni aplaudía. Carlos McKesson,
alias Charlie, un hombre de 1,90 metros, descendiente de españoles por su madre
y de irlandeses por su padre, observaba desde una mesa apartada. Su rostro, de
una belleza dura como el granito, estaba enmarcado por un sombrero negro de ala
ancha. Sus ojos verdes, fríos como el cañón de una Colt, seguían cada
movimiento de Jane. Vestía una capa negra que rozaba el suelo, botas talle 49
que desprendían un olor acre, y guantes de cuero que ocultaban manos entrenadas
para el crimen. Sus pies, grandes y olorosos, eran una anomalía que nadie se
atrevía a mencionar.
Cuando
la pianola calló y los cowboys se dispersaron, Jane salió al callejón trasero
del saloon, buscando el aire fresco de la noche. La luna, alta sobre las
colinas de Sonora, bañaba el callejón en un resplandor plateado. Jane, con su
vestido aún brillando, no vio la sombra que se deslizaba tras ella, ni oyó el
crujido de las botas de Carlos sobre la grava. Él se acercó, silencioso como un
lobo, y con un movimiento brutal la empujó contra la pared de madera. Antes de
que pudiera gritar, Carlos levantó una de sus botas talle 49, el olor
nauseabundo llenando el aire, y la obligó a inhalar, su rostro contorsionándose
de asco y pánico.
—No
grites, paloma —susurró, su voz suave pero cargada de veneno, mientras el hedor
de sus pies la paralizaba.
Jane,
aturdida, intentó liberarse, pero Carlos fue implacable. Su cuchillo bowie, con
una hoja de 30 centímetros que brillaba como un espejo bajo la luna, danzó en
el aire. La primera puñalada atravesó su pecho, arrancándole un jadeo. La
segunda y tercera se hundieron en su abdomen, la sangre salpicando las tablas
del callejón como pintura carmesí. La cuarta, un corte profundo en el cuello,
silenció cualquier grito. Su cuerpo se deslomó, un títere roto en un charco de
sangre. Carlos, imperturbable, extrajo un Queso Gruyere de su alforja, una
rueda de 5 kilos con agujeros redondos como ojos burlones, y lo arrojó sobre el
cadáver, donde aterrizó con un golpe sordo.
—Queso
—dijo en voz alta, su voz resonando en el callejón desierto, un ritual tan
macabro como sagrado.
Se
desvaneció en la noche, su capa ondeando como las alas de un cuervo, dejando
tras de sí el eco de su crimen. Al amanecer, un vaquero borracho encontró el
cuerpo de Jane, su vestido rojo ahora un trapo ensangrentado, el Queso Gruyere
a su lado como una burla. Los agujeros del Queso, perfectamente redondos,
parecían reírse de las heridas irregulares que marcaban su cuerpo, evocando las
leyendas de fantasmas asesinos que rondaban las minas de Carson City.
Pocos
días después, Trifulka City aún temblaba por el asesinato de Jane, y el Sheriff
Brody, un hombre de 50 años con más whisky que cerebro en la cabeza, no tenía
pistas. Brody era un idiota consumado, con un bigote desaliñado y una placa que
parecía pesar más que su coraje. Creía que ser sheriff era gritar órdenes y
disparar al aire, y su única estrategia era culpar a los forasteros. Mientras
el pueblo susurraba sobre el “Quesón del Oeste”, un nombre que ya circulaba en
tabernas desde Santa Fe hasta Deadwood, otro crimen sacudió la calma.
Miss
Abigail Smith, la joven maestra llegada de Boston, estaba en la escuela de
Trifulka City, un edificio de madera con un campanario que recordaba las
misiones de California. Abigail, de 26 años, tenía el cabello castaño recogido
en un moño y vestía un sencillo vestido azul que contrastaba con sus ojos de
avellana, llenos de esperanza. Durante el almuerzo, mientras los niños jugaban
al aro en el patio, la puerta de la escuela crujió como un lamento. Abigail
levantó la vista de su libro, Hojas de Hierba, y encontró a Carlos frente a
ella. Su capa negra parecía absorber la luz, y sus botas talle 49 desprendían
un olor que llenó la sala como un gas venenoso. Su sonrisa sarcástica era una
advertencia, y el cuchillo en su mano, una sentencia.
Abigail,
impresionada por los enormes pies del cowboy, retrocedió. Carlos, con un
movimiento rápido, la acorraló contra el pizarrón, levantando una bota y
obligándola a oler el hedor insoportable que emanaba de ella. El rostro de
Abigail se contrajo en una mueca de náusea, sus manos temblando.
—No
les hagas daño a los niños —suplicó, su voz quebrándose como cristal.
Carlos,
con una mirada que cortaba como su cuchillo, respondió: —Nadie tocará a los
niños. —Y con una sonrisa cruel, susurró—: Tu destino ya está escrito, maestra.
El
cuchillo bowie se alzó, reluciendo bajo un rayo de sol que se colaba por la
ventana. La primera puñalada perforó su pecho, la sangre salpicando los
cuadernos apilados en el escritorio. La segunda y tercera se hundieron en su
estómago, arrancándole un grito que murió en su garganta. La cuarta y quinta,
cortes precisos en el torso, la dejaron inmóvil, su cuerpo deslizándose al
suelo de madera, los libros cayendo en un caos de páginas. Carlos extrajo un
Queso Gruyere de su alforja y lo arrojó sobre el cadáver, el queso rodando
hasta detenerse contra su brazo, sus agujeros como ojos de un juez silencioso.
—Queso
—dijo en voz alta, su voz un eco gélido en la escuela vacía.
Se
retiró con la calma de un espectro, dejando tras de sí un silencio mortal. No
fueron los niños quienes encontraron el cuerpo, sino Tom Jackson, un anciano
negro, veterano de la Guerra Civil, con la piel curtida por el sol de Alabama.
“Oh my God,” exclamó, su voz temblando pero firme. Con una entereza nacida de
años de sufrimiento, Tom cubrió el cuerpo con una sábana y alejó a los niños,
evitando que vieran la escena. Cuando el Sheriff Brody llegó, tambaleándose por
el whisky de la noche anterior, solo farfulló: “Otro maldito forastero,” sin
siquiera mirar el Queso.
El
pueblo, ahora en pánico, hablaba del Quesón como si fuera el mismísimo Diablo
de las llanuras de Wyoming. Las historias crecían: algunos decían que Carlos
era el hijo maldito de un predicador de Dodge City, otros que había hecho un
pacto con los espíritus de las cuevas de Colorado. Mientras tanto, Brody, con
su sombrero torcido y su aliento a licor, prometía atrapar al asesino, pero
pasaba más tiempo en el saloon que investigando.
La
tercera víctima fue Mrs. Eleanor Connelly, la viuda del juez Connelly, una
mujer de 35 años cuya fortuna la convertía en la figura más respetada de
Trifulka City. Eleanor, con su cabello negro azabache y ojos de acero, vivía en
una mansión de estilo victoriano en las afueras, rodeada de sauces que evocaban
los relatos de fantasmas de Virginia City. “No descansaré hasta que ese
monstruo esté tras las rejas,” había declarado en la iglesia, su voz firme como
el cañón de un rifle, desafiando al Quesón con una valentía que resonaba en
todo el pueblo.
Cinco
noches después, bajo una luna llena que bañaba la mansión en un resplandor
plateado, Eleanor revisaba documentos legales en su escritorio de caoba, la luz
de una lámpara de queroseno proyectando sombras en las paredes tapizadas. Oyó
un crujido en el porche. “Debería haber contratado un guardia,” murmuró,
acercándose a la ventana con un revólver Derringer en la mano. No vio la figura
de Carlos deslizándose entre los sauces, su capa negra fundiéndose con la
noche, ni el brillo del cuchillo bowie bajo la luna.
La
puerta de la mansión se abrió de golpe, la madera astillándose. “Buenas noches,
Mrs. Connelly,” dijo Carlos, su voz suave como el veneno, sus botas talle 49
desprendiendo un hedor que llenó la sala. Eleanor levantó su Derringer, pero
Carlos fue más rápido. La empujó contra el escritorio, levantando una bota y
obligándola a oler el olor nauseabundo de su pie, su rostro contorsionándose de
repulsión. El revólver cayó al suelo con un golpe seco.
—No
te servirá de nada, viuda —siseó Carlos, su sonrisa una guillotina.
El
cuchillo se alzó, su hoja reflejando la luz de la lámpara. La primera puñalada
atravesó su hombro, arrancándole un grito. La segunda y tercera perforaron su
pecho, la sangre tiñendo su vestido de seda verde. La cuarta, un corte diagonal
en el abdomen, la hizo caer de rodillas. Las últimas tres puñaladas, salvajes y
precisas, se hundieron en su torso, dejando su cuerpo inmóvil sobre la alfombra
persa. Carlos extrajo un Queso Gruyere y lo arrojó sobre el cadáver, el queso
rodando hasta detenerse contra su cabeza, sus agujeros como un jurado
silencioso.
—Queso
—dijo en voz alta, su voz resonando en la mansión vacía.
Desapareció
en la noche, dejando un silencio aterrador. Al amanecer, un criado encontró el
cuerpo, y el grito que lanzó se oyó hasta el pueblo. Brody, resacoso y
desaliñado, llegó a la escena farfullando sobre “malditos bandidos mexicanos,”
ignorando el Queso y pateando un jarrón en su torpeza.
La
cuarta víctima fue Mrs. Clara Hawkins, la esposa del tendero y amante secreta
del Sheriff Brody. Clara, de 30 años, era una belleza de ojos almendrados y
cabello castaño que regentaba la tienda general con una sonrisa que derretía
corazones. Su romance con Brody, susurrado en las sombras del pueblo, era un
secreto a voces, como las historias de tesoros escondidos en las minas de
Nevada. Una noche, mientras Clara cerraba la tienda, contando monedas bajo la
luz de una lámpara de aceite, oyó un crujido en la puerta trasera. Pensó que
era Brody, buscando un encuentro furtivo.
“¿Eres
tú, amor?” llamó, ajustándose el corpiño de su vestido azul.
La
puerta se abrió, y Carlos entró, su capa negra ondeando como un mal presagio.
Sus botas talle 49 desprendían un olor que llenó la tienda, y su cuchillo
brillaba como una estrella caída. Clara retrocedió, su sonrisa desvaneciéndose.
Carlos la acorraló contra el mostrador, levantando una bota y obligándola a
oler el hedor insoportable de su pie, sus ojos llenándose de lágrimas por el
asco.
“No
eres Brody,” jadeó, buscando un abrecartas en el mostrador.
Carlos
rió, un sonido seco como el viento del desierto. “Tu sheriff no puede
salvarte,” dijo, y el cuchillo bowie se alzó. La primera puñalada atravesó su
garganta, silenciándola al instante. La segunda y tercera perforaron su pecho,
la sangre salpicando sacos de harina y latas de frijoles. La cuarta, un corte
profundo en el abdomen, la hizo caer sobre el mostrador, derribando una
balanza. Las últimas dos puñaladas, brutales, se hundieron en su espalda,
dejando su cuerpo como un saco roto. Carlos extrajo un Queso Gruyere y lo
arrojó sobre el cadáver, el queso rodando hasta detenerse contra su mano, sus
agujeros como un eco de las balas de OK Corral.
—Queso
—dijo en voz alta, su voz un susurro mortal en la tienda silenciosa.
Desapareció
en la noche, su capa fundiéndose con las sombras del desierto. Al día
siguiente, el tendero Hawkins encontró el cuerpo, su llanto resonando en las
calles de Trifulka City. Brody, al enterarse, derramó su whisky y maldijo, pero
su dolor era tan falso como su competencia. “Era solo una tendera,” gruñó,
ignorando el Queso y ordenando a sus hombres buscar “indios renegados.”
Brody,
con su sombrero sucio y su aliento a licor barato, era un sheriff patético, más
conocido por dormir en la celda que por resolver crímenes. Creía que gritar y
disparar al aire era liderazgo, y su investigación consistía en culpar a
cualquiera que no fuera del pueblo. Los telegramas de Santa Fe y Cheyenne
confirmaron lo que Brody ignoraba: Carlos McKesson era un asesino serial
buscado en todo el Oeste, un fantasma que dejaba cuerpos y Quesos Gruyere desde
las praderas de Kansas hasta las minas de Arizona. Las leyendas lo pintaban
como un demonio, un heredero de los forajidos de la banda de Jesse James, con
un cuchillo tan rápido como el viento de las llanuras de Oklahoma.
La
búsqueda fue un desastre. Los hombres de Brody, tan ineptos como su líder,
peinaron ranchos abandonados, cuevas oscuras y saloons llenos de humo, pero
solo encontraron coyotes y botellas vacías. Trifulka City vivía en paranoia;
las mujeres se atrincheraban en sus casas, y los niños ya no jugaban en las
calles, temiendo al Quesón como si fuera el jinete sin cabeza de las historias
de Sleepy Hollow. Cada sombra parecía esconder a Carlos, cada crujido era un
presagio de muerte.
Una
noche, bajo una luna pálida que evocaba los cuentos de brujas de las montañas
de Utah, Brody tropezó con una pista en un establo en ruinas a las afueras del
pueblo: un cuchillo ensangrentado y un trozo de Queso Gruyere con una estrella
grabada en la corteza, la misma marca encontrada en los Quesos de las víctimas.
La pista lo llevó a una mina abandonada en las colinas, un lugar donde los
mineros de Virginia City juraban que habitaban espíritus. En la oscuridad
húmeda, Brody encontró a Carlos, rodeado de Quesos Gruyere apilados como
trofeos, sus ojos brillando con una locura que recordaba al fanatismo de los
predicadores de Deadwood. Su cuchillo aún goteaba sangre, y su risa era un eco
en las paredes de roca.
La
batalla fue brutal. Brody, con la fuerza de un hombre desesperado por
redimirse, logró reducir a Carlos tras un enfrentamiento que dejó la mina
salpicada de sangre y polvo. Lo arrastró de vuelta al pueblo, atado como un
becerro, y la noticia de su captura se extendió como pólvora. Trifulka City
respiró aliviada, pero el miedo persistía, como si el Quesón fuera más que un
hombre. En pocos días, un juez itinerante de Tombstone lo condenó a la horca, y
la plaza del pueblo se preparó para la ejecución.
El
día de la horca, la plaza de Trifulka City estaba abarrotada, la multitud
sedienta de justicia evocando los juicios públicos de Dodge City. Hombres,
mujeres y niños se apretaban bajo el sol abrasador, sus rostros mezclando
alivio y temor. Brody, con su placa deslustrada y un puro apagado en la boca,
habló con su vozarrón de borracho: “Hoy, se hará justicia por Jane Cooper, Miss
Smith, Mrs. Connelly y Clara Hawkins.” Pero cuando los guardias fueron a buscar
a Carlos, encontraron la celda vacía, la cerradura forzada y un trozo de Queso
Gruyere en el suelo, con una estrella grabada en la corteza. Un guardia, pálido
como la muerte, gritó: “¡Se ha escapado!” La multitud estalló en caos, los
gritos de rabia y miedo resonando como un tiroteo en el OK Corral.
Carlos
McKesson había escapado, desvaneciéndose como un espectro en el desierto de
Sonora. Algunos decían que sobornó a un guardia con oro robado; otros, que su
astucia era sobrenatural, como las leyendas de los bandidos de las montañas de
Colorado. Lo único cierto era que había nacido una nueva leyenda: la del Quesón
del Oeste, un nombre que resonaba desde las tabernas de Cheyenne hasta los
campamentos mineros de Nevada.
Los
periódicos, desde el Tombstone Epitaph hasta el Santa Fe New Mexican,
transformaron a Carlos en un mito. Relataban sus crímenes con detalles
exagerados, hablando de poderes oscuros y escapes imposibles. El Queso Gruyere,
su firma macabra, se convirtió en un símbolo de terror y fascinación, como las
calaveras de los bandidos de la frontera. En Deadwood, una joven llamada Mary
Jane fue hallada asesinada a cuchillazos junto a un Queso Gruyere, su cuerpo
abandonado en un callejón que recordaba el duelo de Wild Bill Hickok. En
Tombstone, una prostituta llamada Sarah desapareció, dejando solo un sombrero
de plumas y un Queso con un mensaje tallado: “Para Sarah, con cariño, Carlos.”
En Abilene, un ranchero juró haber visto a Carlos cabalgando bajo la luna, su
capa negra ondeando como las alas de un demonio.
Las
historias se multiplicaban alrededor de fogatas y en cantinas polvorientas. Los
vaqueros contaban cómo Carlos se fundía con el desierto, cómo su risa resonaba
en las noches sin luna, como los aullidos de los lobos en las praderas de
Kansas. Los niños escuchaban, aterrorizados y fascinados, mientras los adultos
susurraban su nombre como una advertencia, como si pronunciarlo invocara al
mismísimo Diablo de las llanuras de Wyoming. Carlos ya no era solo un hombre;
era un fantasma, un demonio, una sombra que acechaba el Oeste, un Queso asesino
que dejaba tras de sí un rastro de sangre y leyendas.
Carlos
McKesson, el prófugo más famoso al oeste del Mississippi, se convirtió en un
enigma perdido en la niebla del tiempo. Su verdad se desvaneció como el polvo
en el viento, pero su leyenda perduró, un recordatorio de que, incluso en el
corazón del Far West, la oscuridad siempre encuentra un modo de prevalecer, tan
eterna como las historias de los forajidos de la frontera.
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muy quesón y muy western este post, gran homenaje quesón al cine del Oeste
ResponderBorraren una película del oeste, John Wayne era el sheriff y Robert Mitchum el quesón (aunque no se llamara Carlos), y hubiera terminado cayendo en algún duelo, no aparece ningún indio, ahí debiste poner algun sioux o comanche
ResponderBorrarun cowboy quesón del oeste no era mejor que asesinará con pistolas? era mas al estilo "western"
ResponderBorrarcon una buena música de Morricone y la dirección de Clint Eastwood queda un western terror excelente, y Ashton Kutcher como el asesino
ResponderBorrarel Oeste se relacionaba con los quesoneados (Manu Ginobili) pero tambien hay buenos quesones bien ahi
ResponderBorrarSugiero una versión de Los imperdonables en que las rameras en busca de venganza le paguen la recompensa a una quesona.
ResponderBorrarEl Faunoo.