El Cuento Quesón del Doctor Carlos #QUESO
En algún año, no importa
cual, en una clínica privada en el corazón de una bulliciosa metrópoli. La sala
de espera de la clínica Salud Integral, un edificio moderno con paredes de
vidrio polarizado y luces LED que cambiaban de color según el horario, estaba
llena de pacientes hojeando revistas digitales en sus teléfonos. El aire
acondicionado mantenía un fresco artificial, mezclado con el aroma estéril de
desinfectante y el leve murmullo de una fuente decorativa en la recepción. Era
un día cualquiera, con el tráfico de la ciudad rugiendo al otro lado de los
ventanales.
Mariela Martínez, una joven
de 28 años con el cabello castaño recogido en una coleta y auriculares
inalámbricos colgando de su cuello, revisaba su correo en el celular mientras
esperaba. Había reservado un chequeo médico de rutina a través de una app, una
de esas cosas que haces por responsabilidad aunque no esperes encontrar nada
fuera de lo normal. Al verificar su cita, notó que el turno era con el Doctor
Carlos Quesón, un nombre desconocido. “Recién graduado, seguro,” pensó,
encogiéndose de hombros. La app indicaba que era su primer mes en la clínica,
pero a Mariela no le importó demasiado; solo necesitaba unos análisis básicos.
“¡Martínez, Mariela!” llamó
una voz masculina desde el consultorio al fondo del pasillo. Mariela guardó su
teléfono, ajustó su chaqueta de mezclilla y caminó hacia la puerta. Al entrar,
se encontró con un hombre joven, sorprendentemente atractivo, de piel oscura y
una sonrisa que desarmaba. Vestía una bata blanca impecable, pero sus zapatones
negros, que parecían al menos un talle 46, destacaban bajo la mesa. Un olor
peculiar flotaba en el aire, como si alguien hubiera olvidado un sándwich de
queso en un cajón. Y luego, allí estaban: dos enormes ruedas de queso Gruyère,
colocadas como piezas de decoración en un estante junto a un monitor médico.
Carlos, al notar la mirada
de Mariela, soltó una risa sonora. “¡Ja, ja, ja! Tranquila, no estoy vendiendo
quesos. Son un regalo de mis compañeros de la facultad. Hoy es mi primer día en
esta clínica, y con un apellido como Quesón, no podían resistirse. ¡Esto no es
queso, son quesones! ¿Qué esperabas de Carlos Quesón?” Su tono era cálido, casi
bromista, y Mariela sonrió por cortesía, aunque el olor en el consultorio era
más fuerte de lo que esperaba.
“Bueno, doctor, solo quiero
un chequeo general,” dijo Mariela, sentándose en una silla ergonómica frente al
escritorio. “Nada especial, solo rutina.”
Carlos asintió, tecleando
rápidamente en una laptop con un sticker de la facultad de medicina. “Perfecto,
Mariela. Vamos a pedir un hemograma completo, perfil lipídico, función renal,
lo de siempre. Pero primero, una revisión física. Por favor, pasa a la
camilla.”
Mariela se recostó en la
camilla acolchada, que crujió levemente bajo su peso. El consultorio era
moderno, con un desfibrilador montado en la pared, un oxímetro en una bandeja y
un dispensador de gel antibacterial. Todo parecía normal, pero algo en el ambiente
la ponía nerviosa. Entonces, sin previo aviso, Carlos se inclinó y, con una
naturalidad desconcertante, se quitó los zapatos. El olor a queso rancio se
intensificó, golpeando los sentidos de Mariela como un mazazo. Antes de que
pudiera reaccionar, se quitó los calcetines, revelando unos pies enormes,
sudorosos y ligeramente callosos. Con una sonrisa inquietante, los acercó al
rostro de Mariela, presionándolos contra su nariz.
“¡Auxilio!” gritó Mariela,
empujando con las manos. “¿Qué hace? ¡Esto es acoso! ¡Es un enfermo!”
Carlos, impasible, soltó
una risa baja. “Calma, Mariela, no grites. Las paredes son gruesas, y la
recepcionista está ocupada. Huele mis pies y dime qué opinas. Si te gusta,
seguimos ‘a fondo’. Si no, llama a la policía. ¿Qué dices?” Su tono era burlón,
pero había una amenaza implícita en sus ojos.
El olor era insoportable,
una mezcla de queso fermentado y sudor que hizo que Mariela sintiera arcadas.
Intentó apartarse, pero Carlos mantenía sus pies firmemente en su lugar. Sin
embargo, algo extraño ocurrió. Lo que comenzó como repulsión se transformó en
una fascinación perturbadora. El olor, aunque abrumador, tenía una cualidad
casi adictiva. Mariela, contra toda lógica, comenzó a inhalar profundamente,
luego a lamer, besar y chupar los dedos de los pies de Carlos. Su mente estaba
nublada, atrapada en una vorágine de sensaciones contradictorias. “¡Vamos a
fondo, Carlos!” exclamó, su voz cargada de un deseo que no reconocía como
propio.
Carlos, con una sonrisa
triunfal, se despojó de su bata y procedió a seducirla con una suavidad casi
coreografiada. Mariela, perdida en el éxtasis, sintió cómo la experiencia la
llevaba a un estado de euforia que nunca había conocido. Cada movimiento de Carlos
era preciso, como si hubiera planeado cada detalle. Cuando terminaron, Mariela
yacía en la camilla, jadeando, con una sonrisa soñadora. “Gracias, Carlos,”
susurró. “Nunca me había sentido tan… completa.”
Carlos, sin embargo, no
compartía su entusiasmo. Se levantó con calma, se puso un par de guantes negros
de látex y tomó un bisturí de una bandeja quirúrgica. Su expresión cambió,
volviéndose fría y calculadora. “Me alegra que lo disfrutaras, Mariela,” dijo,
su voz desprovista de emoción. “Pero esto tiene etapas. Fase 1: los pies. Fase
2: el sexo. Fase 3: el asesinato. Fase 4… el queso. Estamos en la fase 3,
querida paciente.”
Mariela, aún aturdida,
apenas procesó sus palabras. “¡No!” gritó, levantando las manos en un intento
desesperado de defenderse. Pero Carlos fue implacable. Con un movimiento
rápido, hundió el bisturí en su pecho. La sangre brotó al instante, manchando
la camilla. No se detuvo allí; asestó siete puñaladas más, cada una más precisa
que la anterior, hasta que el cuerpo de Mariela quedó inmóvil, un cascarón
ensangrentado.
“Fase 4,” murmuró Carlos,
limpiando el bisturí con una gasa estéril. Caminó hacia el estante, tomó una de
las ruedas de queso Gruyère y la arrojó con desprecio sobre el cadáver.
“Queso,” dijo en voz alta, su tono vacío, casi ceremonial.
Con una eficiencia
escalofriante, Carlos sacó varias bolsas de basura industriales de un armario,
envolvió el cuerpo de Mariela y lo arrastró hasta un cuarto de almacenamiento
al lado del consultorio, accesible a través de una puerta trasera. El lugar, lleno
de cajas de insumos médicos vencidos y equipos en desuso, olía a moho y
abandono. Dejó el cuerpo en una esquina, cubierto por una lona, y regresó al
consultorio. Se lavó las manos, se ajustó la bata y llamó a la siguiente
paciente.
“¡Jiménez, Jimena!”
anunció, su voz tan profesional como siempre.
Jimena, una joven rubia con
un bolso de cuero sintético, entró al consultorio. La escena se repitió con una
precisión macabra: los pies olorosos, la seducción, el sexo, las puñaladas, el
queso. Luego vino Lorena Lorences, una estudiante universitaria con un piercing
en la nariz. Después, Paula Pérez, una oficinista que solo quería un
certificado para el gimnasio. Y finalmente, Carina Castro, una cajera de
supermercado con ojeras de trabajar turnos dobles. Todas cayeron bajo el ritual
del Doctor Quesón, sus cuerpos apilados en el cuarto de almacenamiento, cada
uno coronado con una rueda de queso.
Carlos no parecía cansarse.
Entre paciente y paciente, cortaba trozos de las ruedas de Gruyère y los comía
con deleite, como si el queso recargara sus energías. “Cada mordisco es como
enchufarme a la corriente,” bromeaba para sí mismo, limpiándose las migajas de
la barba. Su potencia, tanto sexual como asesina, parecía inagotable,
alimentada por el queso que llevaba su nombre.
El Doctor Carlos Quesón
podría haber sido un médico prometedor, habiéndose graduado con honores en una
de las mejores universidades del país. Pero su ambición era más oscura. Quería
que su nombre resonara en los titulares de crímenes, que su legado fuera el
miedo. Y lo logró. Durante semanas, la clínica Salud Integral se convirtió en
su coto de caza, hasta que las desapariciones comenzaron a levantar sospechas.
Un día, quizás aburrido o
impulsado por un retorcido sentido del drama, Carlos entró en una comisaría
local. “Arréstenme, oficial,” dijo, extendiendo las muñecas con una sonrisa
burlona. “Soy un criminal, que me juzgue quien quiera.” Los policías, desconcertados,
lo detuvieron, pero las leyes garantistas del sistema judicial, combinadas con
un equipo de abogados hábiles, lo declararon inimputable por “trastornos
psicológicos transitorios”. Fue liberado en meses, libre para esfumarse.
Dicen que Carlos Quesón
nunca se detuvo. Cada año, cambiaba de ciudad, de país, de continente. En cada
nuevo lugar, alquilaba un consultorio, colgaba su título falso en la pared y
repetía su ritual: pies, sexo, bisturí, queso. Las autoridades lo buscaban,
pero él siempre estaba un paso adelante, una sombra que dejaba tras de sí un
rastro de cuerpos y ruedas de Gruyère. En los titulares de true crime, en los
foros de Reddit, en las charlas de café, su nombre se convirtió en sinónimo de
horror. La leyenda del Doctor Carlos Quesón, el asesino del queso, vivía
eternamente, tan persistente como el olor de sus crímenes.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
obra maestra del terror, todos estos relatos son cuentazos, pero este es el mejor!!!!
ResponderBorrarestos cuentos los tienen que llevar al cine o a una serie de Netflix, son una joya, todos
ResponderBorrarsublime historia, salud Doctor Carlos Quesón!!!!!!!
ResponderBorraresta es tu historia real: sos médico ginecologo y fantaseas con asesinar a tus pacientes y tirarles un queso, el sanguinario Doctor Carlos Quesón
ResponderBorrarhay más médicos quesones de los que nosotros creemos
ResponderBorrarEste Carlos es diferentes de los famosos.
ResponderBorrarNo tiene una misión, no pretender castigar la maldad de una mujer, no protege un equilibrio. Mata para ser temible.
El Fauno