El Cuento Quesón de los Trenes Europeos #QUESO
El Expreso de París a Viena
serpenteaba por los Alpes suizos, su silueta de acero pulido cortando la niebla
como un bisturí. Los vagones, revestidos de madera de nogal y detalles en
latón, vibraban con la precisión de un reloj Gruyere, mientras los picos
nevados se reflejaban en las ventanillas como un lienzo vivo.
En un compartimento de
primera clase, los rayos del sol se filtraban a través de cortinas de
terciopelo carmesí, iluminando a Madame Celeste Amoros, una mujer de 38 años
cuya elegancia era un arma tan afilada como su intelecto. Sus ojos castaños,
enmarcados por pestañas largas, destellaban con la intensidad de quien dirige
imperios financieros. Vestía un traje de Chanel en gris perla, y sus dedos,
adornados con anillos de platino y un esmalte rojo sangre, tecleaban en un
portátil de titanio con una furia controlada. El aroma de su perfume, una
mezcla de Chanel No. 5 y jazmín, impregnaba el aire, un recordatorio de su
presencia dominante.
La puerta del compartimento
se abrió con un susurro metálico, apenas audible sobre el traqueteo del tren.
Carlos, alias Charlie, entró con la gracia de un depredador en acecho. A sus 30
años, medía 1,91 metros, con un rostro de modelo que parecía tallado por un
escultor renacentista: pómulos altos, mandíbula cuadrada, ojos grises que
cortaban como el hielo. Su cabello negro, peinado hacia atrás con gomina,
brillaba bajo la luz tenue. Vestía un traje de lana italiana negro, cortado a
medida, que abrazaba su figura atlética. Sus guantes de cuero negro crujían
levemente al moverse, y sus zapatos negros, talle 49, relucían con un lustre
obsesivo, aunque desprendían un olor acre, un defecto que Charlie ignoraba con
arrogancia. En su mano derecha llevaba un maletín de cuero Hermès, más un
trofeo de estilo que una herramienta funcional.
—Disculpe, ¿problemas con
el aire acondicionado? Parece que no funciona bien aquí —dijo en alemán, su voz
baja, casi aterciopelada, pero con un filo que helaba la médula.
Madame Amoros alzó la
vista, sus labios frunciéndose en una mueca de irritación. No alcanzó a
responder. Con un movimiento fluido, como el deslizar de una víbora, Charlie
abrió el maletín y extrajo un revólver Beretta 92FS con silenciador, su cañón
negro brillando como obsidiana. Un disparo susurrante atravesó la frente de
Madame Amoros, y su cuerpo se desplomó contra el asiento de cuero, el portátil
cerrándose con un chasquido seco, como el telón de un teatro trágico. Sin
inmutarse, Charlie sacó una rueda de Queso Gruyere de su maletín, un bloque
perfecto de 5 kilos con vetas doradas, y lo arrojó sobre el cuerpo inerte. El
queso aterrizó con un golpe sordo, rodando ligeramente antes de detenerse
contra el brazo de la víctima.
—Queso —dijo en voz alta,
su tono una mezcla de solemnidad y burla, como si recitara un verso macabro.
Ajustó sus guantes, guardó
el revólver y salió, sus pies olorosos dejando un rastro que el aire
acondicionado del tren no pudo disipar. El Expreso continuó su marcha, los
Alpes desvaneciéndose en la distancia, ajeno al asesinato que había teñido sus
vagones de sangre.
Días después, un tren bala
cruzaba la llanura húngara rumbo a Budapest, sus ventanillas reflejando un
cielo plomizo cargado de nubes. En el vagón restaurante, Anna Kovács, una
mesera de 25 años, se movía con la ligereza de una bailarina de ballet. Su cabello
rubio, recogido en un moño desordenado, brillaba como oro líquido bajo las
luces halógenas del vagón. Su uniforme azul, con un delantal blanco manchado de
café, contrastaba con sus ojos verdes, que parecían contener un océano de
sueños. Anna tarareaba una melodía húngara mientras servía café, su sonrisa un
faro de calidez en la frialdad mecánica del tren.
Charlie, sentado en una
mesa apartada, la observaba con la intensidad de un halcón. Su traje, esta vez
un gris carbón de Hugo Boss, resaltaba sus hombros anchos. Sus guantes negros
relucían como alas de cuervo, y sus zapatos talle 49, aunque impecables, desprendían
ese olor penetrante que se mezclaba con el aroma del café. Sus manos
descansaban sobre la mesa, inmóviles, como si fueran de granito. Cuando Anna se
acercó, bandeja en mano, preguntando con voz alegre si deseaba algo más,
Charlie esbozó una sonrisa tenue, tan perfecta que parecía ensayada frente a un
espejo.
—Solo un momento de su
tiempo —respondió en húngaro, su acento impecable, aprendido con la precisión
de un espía.
Anna, desconcertada pero
encantada, inclinó la cabeza, su moño oscilando ligeramente. No vio el revólver
que Charlie extrajo de su chaqueta. Un disparo silencioso, y Anna se desplomó,
su bandeja cayendo con un tintineo que resonó como campanas fúnebres. La sangre
comenzó a extenderse por el suelo, un río carmesí contra el blanco de su
delantal. Charlie, imperturbable, arrojó un Queso Gruyere sobre el cuerpo, el
queso rodando hasta detenerse contra su hombro, su corteza dorada brillando
bajo la luz.
—Queso —dijo, su voz un eco
frío que parecía absorber el calor del vagón.
Limpió el revólver con un
pañuelo de seda bordado con sus iniciales, lo guardó y salió, sus pasos firmes
sobre el suelo alfombrado. El olor de sus pies, aunque leve, flotaba como un
espectro. Cuando el tren llegó a la estación Keleti de Budapest, Charlie ya era
una sombra entre la multitud, su figura alta deslizándose entre viajeros y
maletas. Horas después, un pasajero descubrió el cuerpo de Anna, y el horror
estalló. Los titulares de los periódicos húngaros gritaban sobre un asesino
misterioso, y la prensa europea, ávida de sensacionalismo, lo bautizó como “El
Quesón de los Trenes”, un nombre que resonó como un trueno en el continente.
Semanas después, un tren de
Milán a Nápoles atravesaba los Apeninos, sus colinas verdes envueltas en una
bruma que parecía susurrar secretos antiguos. En un compartimento privado,
Elena Rossi, una empresaria de 34 años, revisaba documentos financieros en su
tableta Samsung, sus gafas de montura fina deslizándose por su nariz aquilina.
Su traje sastre azul medianoche, cortado por un diseñador milanés, abrazaba su
figura con precisión geométrica. Un collar de perlas negras adornaba su cuello,
y su cabello castaño, recogido en un chignon, destellaba con reflejos caoba
bajo la luz del compartimento.
Charlie entró, disfrazado
de revisor, con una gorra azul que ocultaba parcialmente sus ojos grises. Sus
guantes negros relucían como obsidiana pulida, y sus zapatos talle 49, aunque
lustrosos, desprendían ese olor característico que nadie se atrevía a señalar.
Llevaba un portapapeles falso, un detalle meticuloso que completaba su farsa.
Su rostro, de una belleza casi sobrenatural, parecía fuera de lugar en el
uniforme anodino.
—¿Billete, por favor? —dijo
en italiano, su tono cortés pero vacío, como el viento en una tumba.
Elena, absorta en sus
números, buscó su pase en un bolso Gucci de piel de cocodrilo. No vio el
revólver. Un disparo, preciso como un reloj suizo, atravesó su pecho, y su
cuerpo se desplomó contra el asiento, la tableta cayendo al suelo con un
crujido. Charlie arrojó el Queso Gruyere, que rodó hasta detenerse contra su
pierna, su aroma terroso contrastando con el metálico de la sangre.
—Queso —dijo, con la misma
entonación ritual, como si pronunciara un hechizo.
Salió del compartimento,
ajustando su gorra con un movimiento casi teatral. Cuando el tren llegó a
Nápoles, Charlie ya se había desvanecido en las callejuelas del Spaccanapoli,
donde el aroma de la pizza y el bullicio de los vendedores ambulantes ocultaban
su rastro.
La policía suiza, ahora en
alerta máxima, conectó el asesinato de Elena con los anteriores. El Queso
Gruyere, el disparo quirúrgico, el perfil de las víctimas: mujeres jóvenes,
exitosas, independientes. El Quesón no solo asesinaba; seleccionaba con una lógica
perversa, como un cazador que elige su presa por su brillo. Pero la
investigación era un laberinto de errores, y Charlie lo sabía.
El cuarto crimen ocurrió en
un tren de Ámsterdam a París, bajo un cielo gris que descargaba una lluvia fina
sobre los Países Bajos. En el vagón de primera clase, Sophie Laurent, una
periodista de 29 años conocida por sus investigaciones sobre corrupción, tomaba
notas en un cuaderno de cuero negro, su pluma estilográfica Parker deslizándose
con furia. Su cabello castaño caía en ondas desordenadas, y sus ojos azules,
como zafiros tallados, parecían perforar las páginas. Vestía un jersey de
cachemira gris y una bufanda de seda, un atuendo que equilibraba elegancia y
practicidad.
Charlie, sentado a pocos
metros, la observaba con la calma de un lobo. Sus guantes negros contrastaban
con el pañuelo de seda Burberry que asomaba de su chaqueta, y sus zapatos talle
49, aunque impecables, desprendían ese olor que flotaba como una advertencia
ignorada. Se acercó, fingiendo ser un pasajero curioso, su sonrisa tan perfecta
que parecía una máscara.
—¿Es usted periodista? He
leído su trabajo —dijo en francés, su voz suave pero con un filo que Sophie, en
su entusiasmo, no detectó.
Ella, halagada pero cauta,
asintió, empezando a hablar de su última investigación sobre blanqueo de
dinero. No tuvo tiempo de terminar. El revólver apareció, el disparo susurró, y
Sophie cayó, su cuaderno deslizándose al suelo, abierto en una página llena de
nombres y flechas. Charlie arrojó el Queso Gruyere, que aterrizó sobre su pecho
con un golpe sordo, su corteza brillando bajo la luz del vagón.
—Queso —dijo, su voz un
murmullo gélido que parecía absorber la vida del aire.
Limpió la escena con la
precisión de un cirujano, recogiendo el casquillo y revisando cada rincón del
asiento. Bajó en París, perdiéndose en la noche, donde las luces de la Torre
Eiffel parpadeaban como si ignoraran la sombra que él proyectaba.
El quinto crimen tuvo lugar
en el AVE de Madrid a Barcelona, un tren que volaba a 300 km/h por la meseta
española, sus ventanillas reflejando un sol abrasador que calcinaba la tierra.
Marta López, una arquitecta de 32 años, trabajaba en planos digitales en su
portátil MacBook Pro, sus auriculares Bose bloqueando el murmullo del vagón. Su
cabello negro estaba recogido en una coleta alta, y un reloj de acero Cartier
en su muñeca marcaba el tiempo con una precisión implacable. Vestía una blusa
blanca de seda y una falda lápiz negra, un uniforme de poder que contrastaba
con la suavidad de su rostro.
Charlie entró al
compartimento, esta vez como técnico de mantenimiento, con un mono azul falso
que no podía ocultar su porte de modelo. Sus guantes negros parecían fuera de
lugar, y sus zapatos talle 49, aunque cubiertos por el mono, desprendían un
olor que flotaba como un espectro. Llevaba una caja de herramientas que, en
realidad, contenía su revólver y un Queso Gruyere.
—¿Problemas con la conexión
wifi? —preguntó en español, su voz neutra, casi robótica, como si leyera un
guion.
Marta, distraída, negó con
la cabeza, ajustando sus auriculares. Charlie abrió la caja y sacó el revólver.
Un disparo silencioso, y Marta se desplomó, su portátil cayendo al suelo con un
chasquido. El Queso Gruyere rodó desde la caja, aterrizando sobre su regazo, su
aroma terroso mezclándose con el metálico de la sangre.
—Queso —dijo, con la misma
frialdad ceremonial, como si sellara un pacto.
Salió del compartimento,
deshaciéndose del mono en un baño del tren, donde el espejo reflejó su rostro
impasible. Cuando el AVE llegó a la estación de Sants en Barcelona, Charlie ya
era un fantasma entre las multitudes, su figura alta deslizándose entre turistas
y maletas.
El sexto crimen ocurrió en
el tren de King’s Cross a Edimburgo, atravesando las colinas escocesas bajo un
cielo encapotado que amenazaba tormenta. Fiona MacGregor, una científica de 35
años especializada en biotecnología, revisaba datos en una tableta iPad Pro,
sus gafas de montura metálica reflejando las luces del vagón. Su chaqueta de
tweed gris y su bufanda de cachemira burdeos le daban un aire académico, pero
sus ojos verdes destellaban con la intensidad de quien sabe que el tiempo es un
lujo. Sus dedos, con uñas cortas y sin esmalte, tecleaban con rapidez, como si
persiguieran una verdad esquiva.
Charlie, con su apariencia
de modelo, se acercó como pasajero curioso, sus guantes negros reluciendo y sus
zapatos talle 49 dejando un leve aroma que se mezclaba con el olor a café del
vagón. Llevaba un libro falso, un ejemplar de “Crimen y Castigo” encuadernado
en cuero, que nunca había abierto. Su rostro, de una belleza casi cruel,
parecía fuera de lugar en el vagón lleno de viajeros cansados.
—¿Trabaja en algo
interesante? —preguntó en inglés, su tono cortés pero hueco, como el eco de una
cripta.
Fiona, amable, comenzó a
explicar su investigación sobre edición genética con CRISPR. No vio el
revólver. Un disparo, y su cuerpo se desplomó contra el asiento, la tableta
cayendo con un golpe seco. Charlie arrojó el Queso Gruyere, que rodó hasta
detenerse contra su brazo, su corteza dorada brillando bajo la luz fría del
vagón.
—Queso —dijo, con la misma
calma macabra, como si pronunciara una sentencia.
Bajó en Edimburgo,
perdiéndose en la niebla que envolvía la ciudad, sus pasos resonando en las
calles empedradas como un reloj que marca el fin. El tren continuó su ruta,
pero el descubrimiento del cuerpo desató el caos, con pasajeros gritando y el
revisor llamando a la policía con manos temblorosas.
La investigación del Quesón
de los Trenes fue un desastre monumental, un mosaico de torpezas que parecía
diseñado para proteger a Charlie. La policía suiza, que asumió el liderazgo
tras el asesinato de Madame Amoros, se obsesionó con el Queso Gruyere, enviando
equipos forenses a analizar cada rueda encontrada en los crímenes. Gastaron
millones de francos en pruebas de ADN, huellas dactilares y análisis químicos,
convencidos de que el queso escondía un código secreto. Un detective, apodado
“El Quesero” por sus colegas, sugirió que el asesino era un productor de
lácteos con un rencor personal, una teoría que consumió meses de recursos y
llevó a redadas inútiles en granjas alpinas. Nadie consideró que el Queso era
una firma, un gesto teatral del asesino para burlarse de sus perseguidores.
En Hungría, la policía de
Budapest asumió que Anna fue asesinada por un amante despechado, basándose en
una nota garabateada en su taquilla que resultó ser una lista de ingredientes
para un goulash. El Queso fue catalogado como “desperdicio” y arrojado a un
contenedor, perdiendo evidencia crucial. Un forense húngaro, en un informe mal
redactado, describió el queso como “un objeto irrelevante, posiblemente
olvidado por un pasajero”. En Italia, la policía de Nápoles, cegada por
prejuicios, atribuyó el asesinato de Elena a la Camorra, ignorando el Queso
porque “la mafia no usa productos lácteos”. Un inspector napolitano, en un
arranque de creatividad, sugirió que el Queso era un mensaje codificado sobre
contrabando de mozzarella, una teoría que paralizó la investigación durante
semanas y provocó risas en la prensa.
La Interpol, alertada
tarde, se ahogó en un mar de burocracia. Suiza, Hungría, Italia, Francia,
España y el Reino Unido se negaron a compartir datos completos, temiendo perder
prestigio o violar leyes de privacidad. Los reportes sobre el Queso se archivaban
como “detalles irrelevantes”, y las descripciones de un hombre alto, elegante,
con guantes negros y zapatos grandes se perdían en informes mal traducidos. Las
cámaras de seguridad, cuando funcionaban, captaban a Charlie, pero las imágenes
eran borrosas o mal procesadas. En el AVE, un técnico borró accidentalmente las
grabaciones al intentar “optimizar” el sistema de vigilancia, un error que le
costó una suspensión pero no reparó el daño. En Edimburgo, las cámaras de la
estación estaban apagadas por un corte de luz provocado por una tormenta,
dejando a la policía sin pistas visuales.
Los perfiladores criminales
empeoraron las cosas. Un psicólogo suizo afirmó que el Queso simbolizaba un
trauma infantil relacionado con la lactosa, una teoría que llevó a
interrogatorios absurdos a empleados de queserías. Un analista británico
sugirió que el Queso era un mensaje anticapitalista contra mujeres exitosas,
una idea que desvió recursos hacia grupos activistas irrelevantes. Nadie notó
el patrón evidente: mujeres jóvenes, profesionales, independientes, asesinadas
con un disparo preciso en vagones de tren. El olor de los pies de Charlie,
mencionado por un pasajero en París que describió “un aroma extraño en el
vagón”, fue descartado como “poco profesional” por un detective francés que
prefería teorías más “glamurosas”. Los guantes negros, los zapatos talle 49, la
precisión quirúrgica: todo se diluyó en un mar de especulaciones absurdas.
En España, la Guardia Civil
asumió que el asesinato de Marta fue un robo frustrado, ignorando el Queso
porque “los ladrones no dejan comida”. Un teniente, en una reunión con la
prensa, declaró que el Queso “probablemente cayó de una bolsa de picnic”, una
frase que se convirtió en meme en las redes sociales. En Escocia, la policía de
Edimburgo catalogó el Queso como “basura” y lo envió a un vertedero antes de
que los forenses pudieran analizarlo. Un detective escocés, frustrado, exclamó
en una rueda de prensa: “¡Esto no es una maldita película de Hollywood!”,
descartando la idea de un asesino serial y sugiriendo que Fiona fue víctima de
un “crimen pasional”.
Charlie, mientras tanto,
era un tren a 250 km/h, imparable, invisible. Sabía que la policía estaba
ciega, que sus errores le daban tiempo. Cada asesinato era una obra maestra, y
el Queso, su pincelada final, un desafío que nadie podía descifrar.
En una brumosa tarde del
mes de octubre, Charlie estaba sentado en una terraza del Café de Flore, en el
corazón de Saint-Germain-des-Prés, París. La ciudad vibraba a su alrededor:
camareros con delantales blancos zigzagando entre mesas, el aroma de croissants
recién horneados flotando en el aire, el murmullo de conversaciones en francés
mezclado con el claxon ocasional de un taxi. Charlie, con un traje negro de
Armani que parecía absorber la luz, guantes negros reluciendo como alas de
cuervo y sus eternos zapatos talle 49, bebía un espresso doble, la taza de
porcelana diminuta en sus manos enguantadas. El olor de sus pies, aunque
presente, se disipaba en la brisa primaveral, ignorado por los parisinos
absortos en sus charlas.
Frente a él, un ejemplar de
Le Monde desplegaba un titular en letras negras: “El Quesón de los Trenes ataca
de nuevo: ¿un asesino imposible de atrapar?”. Una fotografía granulada de un
Queso Gruyere encontrado en Edimburgo acompañaba el artículo, junto a una
ilustración especulativa de un hombre encapuchado que no se parecía en nada a
Charlie. Él esbozó una sonrisa, apenas un destello en su rostro de modelo, sus
ojos grises brillando con diversión. En su maletín Hermès, junto al revólver
Beretta, una nueva rueda de Queso Gruyere y una libreta de cuero, había una
lista manuscrita: nombres, profesiones, rutas de tren, horarios. Cada entrada
estaba escrita con una caligrafía precisa, casi artística, como si los nombres
fueran versos de un poema mortal.
Sus ojos recorrieron la
terraza, deteniéndose en dos mujeres sentadas a pocas mesas de distancia. La
primera, una abogada de unos 30 años, tecleaba en un portátil Dell, su traje
sastre gris impecable, su postura erguida como si el mundo le rindiera cuentas.
Su cabello castaño estaba recogido en un moño alto, y un broche de plata en su
solapa destellaba bajo el sol. Hablaba por teléfono en voz baja, su tono firme,
dando órdenes con la seguridad de quien nunca duda. La segunda, una diseñadora
de moda de unos 28 años, revisaba bocetos en una libreta Moleskine, su cabello
teñido de un rojo vibrante cayendo en ondas sobre sus hombros. Un collar de
plata con un colgante en forma de tijera brillaba en su cuello, y sus dedos,
con uñas pintadas de negro, trazaban líneas con un lápiz Faber-Castell. Ambas
eran perfectas: jóvenes, exitosas, independientes. Presas ideales para el
Quesón.
Charlie dio un sorbo al
espresso, el sabor amargo deslizándose por su garganta como un preludio a la
sangre. Sus dedos enguantados tamborilearon sobre el maletín, y en su mente,
los detalles comenzaron a alinearse como vagones en una vía: el Eurostar a Londres,
con su vagón de primera clase lleno de profesionales ambiciosos; el TGV a
Marsella, con sus compartimentos privados perfectos para un disparo silencioso;
o tal vez el Thalys a Bruselas, donde la multitud de la estación facilitaría su
escape. No había prisa. El mundo era su tablero, y él, un gran maestro moviendo
piezas con precisión letal.
—Queso —murmuró para sí
mismo, casi inaudible, su voz un susurro que se perdió en el bullicio del café.
Sus ojos siguieron a las
mujeres, ya marcadas como las próximas en su galería de trofeos. La abogada
colgó el teléfono y tomó un sorbo de su café au lait, ajena al depredador que
la observaba. La diseñadora garabateó una nota en su libreta, sonriendo para sí
misma, ignorante del destino que Charlie ya estaba tejiendo. La ciudad seguía
su ritmo, con cláxones, risas y el tintineo de tazas, ajena al asesino que
planeaba su próximo movimiento, con el aroma del café y el Queso Gruyere como
únicos testigos de su danza mortal.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
Charlie Reich en este papel sería un Quesonazo, además tiene un perfil europeo
ResponderBorrarel asesino debería tener unos disfraces y un gran poder económico para ir de un país a otro, un agente de inteligencia podría hacer esto, pero esto es el mundo quesón y no le busquemos vueltas al asunto
ResponderBorrarmuy buen cuento, misterio y suspenso, excelentes las imágenes tipo animé, policías idiotas hay en todas partes
ResponderBorrarse me hace que el autor conoce estos trenes y quizas en mas de uno haya quesoneado a alguna mina
ResponderBorrarPodría dar lugar a una Narración quesona llamada El cuento de las quesonas extrañas en un tren.
ResponderBorrarEl Fauno