El Cuento Quesón de la Prehistoria #QUESO
En la espesura de una selva prehistórica, donde la humedad se pegaba a la piel como una segunda capa y la lluvia caía en torrentes interminables, se tejía una historia de sacrificio, tradición y un QUESO sagrado, cuya leyenda resonaría por milenios. El aire denso vibraba con los rugidos lejanos de los smilodones y osos de las cavernas, los chillidos de los teratornis que surcaban el cielo y el pisoteo pesado de los mamuts, rinocerontes lanudos y ciervos gigantes que recorrían las llanuras cercanas. En este mundo salvaje del Pleistoceno, donde los árboles gigantes se alzaban como torres hacia un cielo encapotado, la tribu de los Carlos Carlos luchaba por mantener el favor de los espíritus de la selva.
Carlos, el príncipe heredero, era una figura imponente, un coloso de la prehistoria. Su melena negra, larga hasta la cintura, ondeaba como una bandera mientras cazaba megaterios con sus manos desnudas. Su cuerpo, cubierto de cicatrices rituales y músculos forjados por años de combate contra gliptodontes y hienas gigantes, era un testimonio de su linaje guerrero. Pero lo que más destacaba eran sus enormes pies talle 52, cuya piel callosa desprendía un olor tan penetrante que podía ahuyentar a un lobo gigante o atraer a los buitres del cielo. Estos pies, según la tradición, eran sagrados, y su aroma, comparable al de un queso fermentado bajo el sol, era una ofrenda a los dioses.
La misión de Carlos era clara, aunque cruel: debía asesinar a Ariadna, una vestal descendiente de las Dunelyan, en un ritual sagrado. El acto requería que Ariadna oliera los pies de Carlos, perdiera su virginidad y, finalmente, fuera sacrificada con un golpe mortal seguido de la ofrenda de un QUESO sagrado, una rueda de leche cuajada que simbolizaba la unión entre la tierra y los espíritus. Este sacrificio era esencial para apaciguar a los dioses y proteger a la tribu de las amenazas de la selva, desde los colmillos de los smilodones hasta las hordas de la tribu rival, los Matías Martín.
Ariadna, de pie junto a un altar de piedra cubierto de musgo, era una figura etérea en medio del caos de la selva. Su cabello dorado brillaba bajo los rayos que se filtraban entre las copas de los árboles, y sus ojos azules, profundos como lagos glaciares, reflejaban una mezcla de inocencia y determinación. Era la última de las Dunelyan, guardiana de un secreto ancestral que, según las leyendas, podía controlar el equilibrio de la naturaleza misma. Su muerte, sin embargo, era el precio que los Carlos Carlos exigían para mantener su dominio sobre la selva.
Bajo un cielo gris atravesado por relámpagos, Carlos avanzó hacia Ariadna, su espada de obsidiana brillando con un filo mortal. La lluvia golpeaba su piel, mezclándose con el sudor y el barro que cubría sus piernas. A su alrededor, la selva rugía: un grupo de velocirraptores acechaba en las sombras, sus ojos brillando con hambre, mientras un rinoceronte lanudo bufaba a lo lejos, arrancando helechos con su cuerno. Carlos, con un gesto de pesar, alzó su espada, dispuesto a cumplir su deber.
—Te he estado buscando, Ariadna —dijo, su voz resonando como el trueno que retumbaba en las montañas—. Tu tribu ha pagado por los crímenes de las Dunelyan, quienes desafiaron a los dioses al intentar domar a los titanes de la selva.
Ariadna, con las manos temblorosas pero la mirada firme, suplicó por su vida. Su túnica de piel de ciervo estaba empapada, pegándose a su cuerpo delgado.
—¡Por favor, Carlos! —rogó, con la voz quebrada por el miedo—. Las Dunelyan nunca buscaron la guerra. Somos guardianas de la paz, protectoras de los árboles y los ríos. Mi sangre no traerá equilibrio, solo dolor.
Carlos soltó una risa cruel, un sonido que hizo retroceder a los pequeños mamíferos que husmeaban entre las raíces.
—No hay escapatoria, Ariadna. Tu sangre alimentará la tierra, y el QUESO sellará el pacto con los espíritus.
En ese momento, una figura emergió de la penumbra, avanzando con pasos lentos pero firmes. Era Dumdalf, el sabio de la tribu, una figura venerada cuya barba blanca caía como una cascada sobre su pecho. Vestía una túnica de piel de mastodonte adornada con plumas de dodo, y su bastón, tallado en hueso de megalodonte, brillaba con grabados místicos. Dumdalf, una mezcla de sabiduría druídica y ferocidad prehistórica, alzó una mano para detener a Carlos.
—El sacrificio no es necesario —declaró, su voz grave resonando sobre el rugido de la tormenta—. Ariadna es la elegida, la portadora del secreto que puede salvar a nuestra tribu de la extinción. Pero los dioses exigen una prueba: ella debe oler tus pies, Carlos, y ofrecerse en un acto de entrega total.
Carlos, sorprendido, bajó su espada. Ariadna, con lágrimas mezclándose con la lluvia, agradeció la intervención del sabio con un susurro apenas audible. Pero antes de que pudiera procesar las palabras de Dumdalf, Carlos, con un movimiento brusco, colocó uno de sus enormes pies frente al rostro de Ariadna. El olor era abrumador, una mezcla de sudor, tierra y algo profundamente animal, como el queso que la tribu fermentaba en cuevas oscuras. Ariadna retrocedió instintivamente, su rostro contorsionado por el asco, pero algo en la mirada de Carlos —una mezcla de autoridad y magnetismo salvaje— la hizo ceder.
Con una mezcla de repulsión y fascinación, Ariadna acercó su rostro al pie de Carlos. Primero lo olió, y el aroma, aunque intenso, comenzó a despertar algo en ella, una conexión primal con la tierra y los espíritus. Luego, en un trance casi místico, comenzó a lamer, besar y chupar los dedos callosos, perdiéndose en un ritual que trascendía la lógica. La selva parecía contener el aliento; incluso los velocirraptores en las sombras se detuvieron, como si reconocieran la sacralidad del momento.
Ariadna, en un acto de entrega total, ofreció su cuerpo a Carlos. Bajo la lluvia torrencial, en un claro rodeado de helechos gigantes y rugidos distantes, consumaron un acto salvaje, animal, que resonó con la fuerza de la propia naturaleza. Carlos, con la ferocidad de un smilodón, penetró a Ariadna, y ella, en un éxtasis imposible de describir, se rindió al destino que los dioses habían trazado.
Dumdalf, de pie junto al altar, observó la escena en silencio, su rostro impasible como una roca erosionada por milenios. Aunque su juramento como sabio le prohibía ceder a los deseos carnales, sus ojos brillaban con una satisfacción contenida, como si viera en aquel acto el cumplimiento de una profecía antigua. Cuando el silencio volvió, roto solo por el golpeteo de la lluvia y el canto de un ave prehistórica, Dumdalf habló.
—Sin embargo, hay una profecía —dijo, su voz cargada de fatalidad—. Si Ariadna no es sacrificada, los Matías Martín, nuestros enemigos del norte, invadirán nuestras tierras. Sus lanzas de hueso y sus perros de guerra arrasarán con los Carlos Carlos, y nuestra tribu será borrada de la memoria de la selva.
Y añadió, como quien emite una sentencia irrevocable: —Asesínala, Carlos. Quesonéala. La vestal debe ser ofrecida con sangre y QUESO. Además puede ser una representante de la Casalarga, la dominación feminoide que debemos evitar por el bien de la humanidad, si no lo hacemos ahora, despues vendrá el Neolítico y ahí toda la historia se arruinará por los siglos de los siglos.
Carlos, con una chispa de oscura satisfacción en los ojos, comprendió que su deseo de cumplir el ritual no había desaparecido. La profecía era clara, y la supervivencia de su pueblo dependía de su mano. Con un suspiro que resonó como el último aliento de un mamut moribundo, alzó su espada de obsidiana, su filo brillando bajo un relámpago.
Ariadna, con una calma resignada, aceptó su destino. Sus ojos se encontraron con los de Carlos, y en ellos no había rencor, solo una comprensión profunda del ciclo de la vida y la muerte. En un movimiento rápido y brutal, Carlos asestó el primer golpe, atravesando el corazón de Ariadna. La sangre brotó como un río, tiñendo el altar de piedra. No contento con un solo golpe, Carlos descargó su espada una y otra vez: un segundo corte, de arriba abajo, abrió su cuerpo; un tercero, de izquierda a derecha, destrozó su carne; un cuarto, en el cuello, casi la decapitó; un quinto, en el estómago, hizo que sus entrañas se derramaran; y un sexto, en el pecho, aseguró que no quedara vida en ella.
La lluvia se intensificó, como si los dioses lloraran la pérdida de la vestal. Los rugidos de los smilodones y los aullidos de los lobos gigantes se alzaron en un coro fúnebre. Carlos, con la espada aún goteando sangre, se acercó a la mesa de ofrendas, donde reposaba una rueda de QUESO sagrado, endurecida por semanas de fermentación bajo el sol y la lluvia. Con un gesto solemne, la alzó y la arrojó sobre el cuerpo destrozado de Ariadna.
—QUESO —proclamó, su voz resonando como un trueno mientras contemplaba el cadáver quesoneado.
El sacrificio se había completado. La tribu de los Carlos Carlos, al menos por ahora, estaba a salvo. Los Matías Martín, temerosos del poder de los dioses, no se atreverían a atacar. Pero Dumdalf, con la mirada perdida en el horizonte donde los relámpagos iluminaban las siluetas de los megaterios, pronunció una última sentencia:
—Escuchad, hijos de los Carlos Carlos —dijo, alzando su bastón hacia el cielo—. Para mantener el favor de los espíritus y proteger nuestras tierras, una doncella debe ser sacrificada en cada solsticio y equinoccio. Y por sagrado mandato, será un CARLOS, un QUESÓN, aquel que se llame CARLOS y tenga los pies más grandes será el QUESÓN. Su sangre, la sangre de las Quesoneadas, su nombre CARLOS, el nombre de los asesinos, de los QUESONES, sus pies grandes y olorosos, y el QUESO sagrado asegurarán nuestra supervivencia en esta selva implacable.
La selva respondió con un rugido colectivo, como si los dioses mismos asintieran. La historia de Carlos, Ariadna y el QUESO se grabó en las rocas y los cantos de la tribu, convirtiéndose en una leyenda que recordaría a las generaciones futuras el precio de la supervivencia en un mundo donde los smilodones acechaban, los titanes de la selva rugían y los dioses exigían sangre y QUESO.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
este relato ya estaba en otra versión: siempre hubo quesones en el mundo, aún antes de la historia
ResponderBorrarel caso del dinosaurio Quesón
ResponderBorrarel mundo era perfecto en esa época, después vino el neolitico y cagamos para siempre
ResponderBorrarexcelentes las imágenes de los Carlos bien grandotes, rubios, con esos cuchillos gigantes
ResponderBorrarun gran cuento, ya publicado antes, a esos remotos tiempos se remontan los quesones
ResponderBorrarPodría tratarse del primer quesoneamiento, el surgimiento del ritual, incluyendo sexo intenso.
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