El Cuento Quesón del Basquetbolista Asesino #QUESO
En el corazón del interior de Quesonia, donde las ciudades pequeñas se acunan en la monotonía, una sombra siniestra comenzó a escribir su leyenda. Durante los últimos nueve meses, diecisiete asesinatos brutales desgarraron la calma de la región. Las víctimas, todas mujeres jóvenes de unos 25 años, aparecían en diferentes localidades, sus cuerpos mutilados con una ferocidad inhumana: cuellos cercenados, pechos perforados, vientres abiertos. Pero lo que elevaba estos crímenes a la categoría de pesadilla era el sello del asesino: un enorme Queso Gruyer, con sus agujeros cavernosos como ojos ciegos, reposaba sobre cada cadáver, un trofeo grotesco de locura. La prensa, voraz por titulares, lo bautizó “el Quesón”. Desde las tinieblas de su anonimato, el asesino abrazó el apodo, enviando notas anónimas a la policía y los medios con una sola palabra en letras mayúsculas: QUESO.
La Policía Nacional, liderada por el Comisario Miguel, un hombre de bigote desprolijo y una torpeza que rozaba lo tragicómico, naufragaba en un océano de ineptitud. Las conferencias de prensa eran un espectáculo patético: Miguel derramaba café sobre sus informes, sus agentes confundían evidencias con basura, y las teorías absurdas se multiplicaban. Un oficial propuso que el asesino era un quesero psicótico; otro, que los Quesos eran ofrendas a un culto pagano. La presión social era asfixiante, el miedo se filtraba en cada hogar, y el Quesón, como un fantasma, se burlaba de la justicia.
El perfil psicológico del asesino, garabateado por un psicólogo más interesado en conferencias que en resultados, sugería una mente obsesionada con el queso y un ansia patológica de control. Las víctimas, todas mujeres jóvenes, parecían elegidas al azar, sin conexiones evidentes. Pero el Comisario Miguel, entre mates tibios y gritos a sus subordinados, sentía que un patrón acechaba en las sombras. Cada pista, sin embargo, se deshacía por la torpeza de su equipo: huellas borradas, escenas contaminadas, testigos ignorados. La investigación era un reloj de arena, y el tiempo se agotaba.
En este torbellino de horror, las ciudades seguían su rutina, aferradas a pequeños rituales. Los fines de semana, el básquet era el evangelio local, y Lorenzo Juniors, el equipo imbatible de la Liga, llenaba estadios. Su estrella, Carlos, un coloso de 2.15 metros, dominaba la cancha con una gracia casi sobrenatural. Pero su fama no se debía solo a su talento: sus pies, talle 55, desprendían un olor tan penetrante que podía desalojar un gimnasio. Los hinchas lo idolatraban; las jóvenes, lo anhelaban. Nadie imaginaba que tras su sonrisa magnética se escondía el Quesón.
Mientras tanto, un periodista llamado Pablo, de 32 años, comenzó a seguir el caso. Trabajaba para El Eco de Carlos, un diario regional de tirada modesta. Pablo era un hombre de mirada afilada y una curiosidad insaciable, pero también un alma inquieta, frustrada por la mediocridad de su entorno. Al principio, los asesinatos eran solo una historia más, una oportunidad para destacar. Sin embargo, a medida que profundizaba, algo cambió. La precisión de los crímenes, el simbolismo del Queso, la audacia del asesino: todo comenzaba a fascinarlo. En su cuaderno, garabateaba notas que mezclaban horror y admiración: “El Quesón no es un criminal común. Es un artista, un genio de la sombra.”
Villa Carlos, una ciudad de plazas silenciosas y casas bajas, vibraba con la llegada de Lorenzo Juniors para su debut en la Liga. Micaela, una estudiante de 24 años con ojos chispeantes y cabello castaño, estaba entre las fans que aguardaban a los jugadores. Cuando pidió un autógrafo a Carlos, él se inclinó, su voz un murmullo seductor:
“Después del partido, podríamos vernos. Si vivís sola, paso por tu casa. Será… inolvidable.”
Micaela, con el corazón acelerado, susurró: “Vivo sola… calle Carlos Primero 67.”
“Una hora después del partido, ahí estaré,” prometió Carlos, su guiño como una chispa en la penumbra.
El partido fue un espectáculo de dominio. Carlos anotó 10 triples y 20 dobles, aplastando al equipo local. Los hinchas, derrotados pero extasiados, lo ovacionaron. Una hora después, Carlos llamó a la puerta de Micaela. Ella lo recibió en su departamento, un espacio cálido con plantas y fotos familiares. Todo en Carlos era impecable, salvo sus pies, que despedían un olor a queso rancio tan intenso que parecía reptar por las paredes.
“¿No te lavaste los pies? ¡Son enormes!” exclamó Micaela, entre risas nerviosas, abriendo una ventana.
Carlos sonrió, su mirada brillando con algo indescifrable. “Me los lavo, pero el olor es parte de mí. Calzo 55, ¿sabías? El deportista con los pies más grandes del mundo. ¿Querés sentirlos?”
Micaela dudó, pero la curiosidad la venció. Carlos acercó un pie a su rostro. El aroma, una mezcla de queso fermentado y sudor, era nauseabundo. Ella retrocedió, asqueada, pero algo en ese olor la atrapó, como una droga que nublaba la razón. Lo que comenzó como repulsión se convirtió en un deseo febril. Micaela besó y lamió los pies de Carlos, su voz temblando en un mantra: “¡Carlos! ¡Carlos! ¡Carlos!”
La noche escaló a un torbellino de pasión. Tras un encuentro intenso, Micaela yacía en la cama, exhausta, repitiendo el nombre de Carlos. No vio que él se levantaba sigilosamente, se ponía guantes negros y extraía un cuchillo de hoja larga, su filo reluciendo como un colmillo de acero. Junto al arma, un Queso Gruyer, tan grande que parecía una luna llena, reposaba con sus agujeros como cráteres oscuros.
La habitación estaba en penumbra, solo rota por el resplandor de una lámpara. Micaela tarareaba una melodía, ajena al peligro. Carlos, de pie, la observaba como un depredador. “Debo confesarte algo, Micaela,” dijo, su voz fría como el hielo. “Soy el Quesón.”
“¿El Quesón?” balbuceó ella, su sonrisa desvaneciéndose.
El cuchillo se alzó, reflejando la luz en un destello cegador. Con un movimiento preciso, Carlos cortó su cuello. La sangre brotó en un arco carmesí, salpicando las sábanas y las paredes. Micaela intentó gritar, pero solo salió un gorgoteo. Carlos, impasible, hundió el cuchillo en su pecho, la hoja crujiendo al atravesar las costillas. La tercera puñalada, en el abdomen, fue lenta, deliberada, como si tallara una escultura. La sangre formó un charco que reflejaba la lámpara, tiñendo los azulejos y salpicando el Queso Gruyer, que aguardaba en la mesa como un testigo mudo.
“QUESO,” proclamó Carlos, su voz resonando con una reverencia casi sagrada.
Levantó el Queso, sus manos temblando de emoción, y lo dejó caer sobre el cuerpo de Micaela. El impacto produjo un sonido húmedo, y el queso se asentó sobre su pecho, sus agujeros alineados como un cuadro macabro. Carlos limpió el cuchillo con un paño, cada movimiento meticuloso, y guardó el arma. Contempló su obra: el cuerpo destrozado, la sangre, el Queso.
“QUESO,” repitió, y se desvaneció en la noche.
La policía llegó al amanecer, alertada por una vecina que oyó un grito. El agente “Cafecito”, un novato con más entusiasmo que cerebro, tropezó con el Queso y lo pateó, destruyendo huellas. El Comisario Miguel, al llegar, rugió: “¡Quién tocó la evidencia, inútiles!” Pero el daño estaba hecho. El informe inicial describió el crimen como “un accidente con un cuchillo de cocina”, y la prensa se mofó sin piedad. Pablo, presente en la escena, anotó en su cuaderno: “El Queso no es un error. Es una firma. Este tipo sabe lo que hace.”
Semanas después, Lorenzo Juniors jugó en Carlos del Norte contra los Halcones de Queso. Carlos, imparable, anotó 15 triples y llevó a su equipo a la victoria. Sofía, una diseñadora gráfica de 26 años con una risa que iluminaba, estaba entre las fans. Carlos la sedujo con su encanto magnético:
“Vivís sola, ¿no? Podemos pasarla bien después del partido.”
Sofía, emocionada, lo invitó a su loft, un espacio lleno de lienzos y luces de neón. La escena se repitió con una precisión aterradora. Los pies de Carlos, con su olor a queso podrido, llenaron el aire. “¿Eso es queso o tus pies?” bromeó Sofía, abriendo una ventana. Carlos acercó un pie a su rostro, y el aroma, repulsivo al principio, la envolvió. La noche se convirtió en un frenesí de deseo, con Sofía susurrando el nombre de Carlos.
Cuando ella descansaba, Carlos se levantó. La luz de neón parpadeaba, proyectando sombras en las paredes. “Soy el Quesón,” anunció, empuñando el cuchillo. Sofía, atónita, abrió la boca para gritar, pero la hoja cortó su garganta. La sangre salpicó un cuadro abstracto que ella había pintado, creando un contraste macabro. Carlos apuñaló su pecho, la hoja desgarrando carne y hueso con un crujido. La tercera puñalada, en el abdomen, fue brutal, la sangre brotando como un río. El suelo se tiñó de rojo, reflejando el neón en un charco hipnótico.
“QUESO,” dijo Carlos, alzando el Queso Gruyer como una ofrenda. Lo dejó caer sobre el cuerpo, el queso aterrizando con un golpe sordo. Limpió el cuchillo y salió, su mente ya en la próxima víctima.
La policía tardó dos días en encontrar el cuerpo. Un agente, confundiendo el Queso con una almohada, lo arrojó a un rincón, contaminando la escena. Miguel, furioso, gritó: “¡Esto es un asesinato, no una picada!” Su equipo, en lugar de investigar, discutió si el Queso era suizo o local. Pablo, en la escena, garabateó: “La policía es un chiste. El Quesón es un maestro, juega con ellos.” Su admiración crecía, un nudo de fascinación y culpa en su pecho.
En Queso Alto, Lorenzo Juniors enfrentó a los Tigres de Carlos. Carlos anotó 12 triples y 18 dobles, ganándose al público. Lucía, una profesora de yoga de 25 años, fue la siguiente. Tras el partido, lo invitó a su departamento, decorado con mandalas y velas. El ritual fue idéntico: los pies olorosos, la seducción, la pasión. Lucía, hechizada por el aroma, se perdió en la experiencia.
La noche era silenciosa, solo rota por el crepitar de las velas. Carlos, de pie, observaba a Lucía, que dormitaba. “Soy el Quesón,” dijo, su voz un susurro letal. El cuchillo cortó el cuello de Lucía, la sangre salpicando los mandalas como una pintura de pesadilla. Carlos apuñaló su pecho, la hoja entrando con un chasquido. La tercera puñalada, en el estómago, fue precisa, la sangre formando un charco que apagó una vela. El humo se mezcló con el olor a queso, creando una atmósfera infernal.
“QUESO,” proclamó Carlos, colocando el Queso Gruyer sobre el cuerpo. Sus agujeros parecían absorber la luz de la luna. Limpió el cuchillo y se fue.
La policía confundió el Queso con una “decoración moderna” y lo llevó a la comisaría. Miguel, al enterarse, rompió un escritorio. “¡Son quesos, no arte!” rugió, pero una fibra de la ropa de Carlos, atrapada en el Queso, se perdió. Pablo, entrevistando a un agente, escribió: “El Quesón es un poeta del caos. Cada crimen es una obra maestra.”
En Carlos del Sur, contra las Águilas de Queso, Carlos brilló con 14 triples. Valentina, una barista de 24 años, cayó bajo su encanto. La noche siguió el guion: pies olorosos, pasión, y el anuncio: “Soy el Quesón.”
La habitación estaba iluminada por una lámpara tenue. Valentina, agotada, no vio el cuchillo. Carlos cortó su cuello, la sangre salpicando una cafetera que ella adoraba. La segunda puñalada, en el pecho, hizo crujir las costillas. La tercera, en el abdomen, fue un golpe final, la sangre formando un charco que reflejaba la lámpara. El Queso Gruyer cayó sobre el cuerpo con un golpe seco, sus agujeros como un coro silencioso.
“QUESO,” dijo Carlos, y desapareció.
La policía dejó el Queso en la escena porque “parecía pesado”. Miguel encontró a sus agentes comiendo empanadas junto al cadáver. “¡Esto no es un picnic!” gritó, pero las huellas en el Queso ya estaban destruidas. Pablo, observando, anotó: “El Quesón no comete errores. Es un dios oscuro.” Su admiración era ahora una obsesión, sus notas llenas de bosquejos del Queso Gruyer.
En Queso Bajo, Lorenzo Juniors jugó contra los Leones de Carlos. Carlos, con 16 triples, fue imparable. Camila, una bibliotecaria de 25 años, lo invitó a su casa. El olor de sus pies, la pasión, todo igual. La noche terminó con Carlos diciendo: “Soy el Quesón.”
La habitación olía a libros viejos. Camila, desprevenida, no vio el cuchillo. Carlos cortó su garganta, la sangre salpicando una estantería. La segunda puñalada, en el pecho, fue brutal. La tercera, en el abdomen, abrió un cráter rojo. El Queso Gruyer, colocado sobre el cuerpo, parecía absorber la luz de una lámpara de lectura.
“QUESO,” proclamó Carlos, antes de esfumarse.
La policía fotografió el Queso como “mobiliario”. Miguel, al ver las fotos, tiró su mate. “¡Es el sello del asesino!” gritó, pero el Queso fue enviado a un depósito. Pablo, en la escena, escribió: “El Quesón es intocable. Su mente es un laberinto perfecto.”
En Villa Queso, contra los Cóndores de Carlos, Carlos anotó 18 triples. Florencia, una fotógrafa de 26 años, fue su víctima. La seducción, los pies, la pasión. “Soy el Quesón,” dijo Carlos.
La habitación estaba llena de fotos de atardeceres. El cuchillo cortó el cuello de Florencia, la sangre salpicando una cámara. La segunda puñalada, en el pecho, fue un trueno. La tercera, en el estómago, un lamento. El Queso Gruyer, sobre el cuerpo, reflejaba el flash de la cámara.
“QUESO,” dijo Carlos, y se perdió en la noche.
La policía donó el Queso a un comedor, confundiéndolo con un “adorno gourmet”. Miguel, al enterarse, estuvo a punto de renunciar. “¡Están dando evidencia a los pobres!” bramó. Pablo, en su cuaderno, escribió: “El Quesón es un mito vivo. Quiero conocerlo.”
El Comisario Miguel notó que los asesinatos coincidían con los partidos de Lorenzo Juniors. Pero su equipo, fiel a su torpeza, descartó la idea. “¿Un basquetbolista asesino? ¡Ridículo!” dijo un agente. Miguel ordenó revisar el itinerario del equipo, pero olvidó firmar la orden. La investigación se estancó.
Pablo, mientras tanto, seguía su propia cruzada. Entrevistaba testigos, estudiaba los Quesos, reconstruía los crímenes. Cada detalle lo acercaba más al Quesón, y su admiración se volvía peligrosa. En su apartamento, rodeado de recortes y notas, murmuraba: “Es un genio. Nadie lo entiende como yo.” Comenzó a escribir artículos que, sin nombrar a Carlos, elogiaban la “elegancia” del asesino, atrayendo la ira de sus colegas pero también la atención del propio Quesón, que le envió una nota anónima: QUESO. Pablo la guardó como un tesoro.
Carlos, ajeno a esto, planeaba su próximo golpe en la Ciudad de los Carlos, donde jugaría contra los Lobos de Queso. En su mente, Paula, una joven que había conocido, ya era su próxima víctima. La emoción de la caza lo consumía.
La leyenda del Quesón crecía, alimentada por la torpeza policial, la genialidad de Carlos y la obsesión de Pablo. Cada asesinato, marcado por un Queso Gruyer y la palabra QUESO, era un desafío al mundo. ¿Descubriría Miguel la conexión con Lorenzo Juniors? ¿Caería Carlos, traicionado por su arrogancia? ¿Se perdería Pablo en su veneración por el asesino?
Esa es otra historia. Por ahora, en la oscuridad, solo resuena un eco: QUESO.
esta historia seria como si Sandes o Delfino fueran una misma persona, o un mismo asesino, o un mismo quesón
ResponderBorrarbien sanguinarias las fotos (como debe ser), la más curiosa, la que la víctima asesinada esta dentro del queso, la quesoneada perfecta
ResponderBorrarlos basquetbolistas deberían ser todos Quesones, aún cuando no se llamen Carlos
ResponderBorrarSiendo un relato fuera del canon, podría no existir el pacto Carlos-Carlas. Por lo queeste Carlos podría ser asesinado por una Carla, quien no se cansaría. Y tal vez, vengar a una víctima del basquetbolista.
ResponderBorrarO esa Carla podría detener a Pablo, el periodista.
El Fauno