La Asesina de Martín Ramos y Lucio Redivo #QUESO

(Nueva Entrega de la Gran Saga de Carla, la Quesona Asesina de Basquetbolistas y Voleibolistas)
Capítulo 1: El Guardián del Perímetro
Lucio Redivo, nacido el 1 de febrero de 1994 en Bahía Blanca, Argentina, había forjado su carrera como un escolta letal en el básquetbol. Con 1,83 metros de altura, unos 85 kilogramos de peso y un calzado europeo talla 45 que le permitía movimientos explosivos en la cancha.
Mientras jugaba en Gesteco Cividale, de la Serie A2 italiana, en las noches solitarias, Lucio no pensaba en triples ni en defensas. Su mente estaba atrapada en una espiral de obsesión: los asesinatos de “la Quesona”. Todo comenzó con un post viral en X (antes Twitter) que leyó durante un vuelo de regreso de un partido. Hablaba de una asesina serial, Carla Valeria Monzón, una rubia idéntica a la asesinada modelo Valeria Mazza (decapitada por el basquetbolista Carlos Delfino en 2009, que le cortó la cabeza con una katana y le tiró un Queso), que seducía a deportistas altos y “patones”, les olía, lamía y chupaba los pies en un ritual fetichista, tenía sexo salvaje con ellos y luego los asesinaba de formas brutales: decapitaciones con katana, degollamientos, estrangulaciones con soga y bolsa, balazos en duelo al estilo Oeste. Siempre tiraba un Queso Gruyere gigante con agujeros sobre el cadáver, como una firma macabra. “Quesoneados”, los llamaban a los deportistas asesinados en los foros underground.
Al principio, Lucio lo tomó como una creepypasta argentina, una ficción absurda inspirada en memes virales sobre “Queso” en la cultura pop. Pero la ambigüedad lo carcomía: ¿eran reales? En foros como Reddit y blogs como “Cuentos Sangrientos”, se hablaba de víctimas como Emanuel Ginóbili, acribillado a balazos con más agujeros que un Emmental; Fabricio Oberto, degollado con un cuchillo en forma de katana; Luis Scola, asfixiado con una bolsa tras ser estrangulado. Y voleibolistas como Facundo Conte, decapitado en un bosque; Agustín Loser, atravesado en el cuello; Facundo Imhoff, apuñalado en una cama. ¿Universos alternos? ¿Realidad paralela donde estos ídolos habían sido asesinados de verdad, o solo fanfics retorcidos? Lucio pasaba horas investigando, imprimiendo artículos borrosos de supuestos “crímenes Quesones”. Su calzado talla 45, lo hacía sentir vulnerable: “¿Y si soy el próximo? ¿Y si no es ficción?”
Una noche, tras un partido contra el Rimini, recibió un mensaje anónimo en su Instagram: “La Quesona te espera en la casa abandonada de las afueras de Bahía Blanca. Si quieres respuestas, ve solo. Queso.” Bahía Blanca, su ciudad natal. Lucio, confundido entre el miedo y la curiosidad, compró un boleto de avión. ¿Real? ¿Ficticio? No importaba; la obsesión lo impulsaba.
Capítulo 2: El Bloqueador de Sombras
Martín “Turco” Ramos, nacido el 26 de agosto de 1991 en General Alvear, Mendoza, Argentina, era un central bloqueador imponente en el voleibol. Con 1,97 metros de estatura, un peso de alrededor de 92 kilogramos y un calzado europeo talla 48 que lo convertía en un muro inquebrantable en la red, Ramos había debutado en 2008 con el Club Ciudad de Bolívar. Su carrera lo llevó a ligas en Brasil, Italia y España, su potencia en el ataque y bloqueo lo mantenía como pilar de la selección argentina, ganando el Bronce en Tokio 2020.
Sin embargo, detrás de su fachada de atleta disciplinado, Martín lidiaba con una obsesión que lo consumía: los crímenes de “la Quesona Asesina”. Todo empezó con un podcast argentino sobre leyendas urbanas que escuchó durante un viaje en bus con su equipo. La historia de Carla, una asesina sanguinaria lo atrapó. Seducía a hombres, especialmente deportistas con pies grandes y “olorosos”, les hacía rituales fetichistas –oler, besar, lamer, chupar– antes de sexo intenso y luego los eliminaba: Facundo Conte, decapitado, Agustín Loser, atravesado con una katana, igual con Nicolás Zerba tiempo después, Facundo Imhoff, apuñalado, no se salvo por ser gay, Joaquín Gallego masacrado con machete, Ezequiel Palacios estrangulado y asfixiado, Santiago Danani baleado en la cabeza. Siempre un Queso Emmental sobre el cuerpo, con agujeros simbolizando las heridas. Referencias a rugbiers como Miguel Avramovic y Patricio Albacete, decapitados; basquetbolistas como Juan Martín Del Potro, con la cabeza rodando; y voleibolistas como Marcos Milinkovic, encontrado sin cabeza junto a un Queso.
Martín no sabía si creer: ¿crímenes reales encubiertos por la prensa? ¿Ficciones de un universo alterno donde la selección argentina había sido diezmada? En sus búsquedas nocturnas en Google y foros oscuros, veía que todos estaban “Quesoneados”. Su talla 48 lo aterrorizaba; imaginaba sus pies, sudados tras los saltos, como cebo perfecto. “Si es real, ¿por qué no hay arrestos? ¿Si es ficticio, por qué duele como verdad?” Una pista lo llevó a un viejo foro: “La verdad está en la casa abandonada de las afueras de Bahía Blanca. La Quesona dejó pistas allí.” Bahía Blanca, no lejos de su Mendoza natal. Martín, impulsado por la ambigüedad, tomó un vuelo a Argentina. La obsesión lo guiaba hacia lo desconocido.
Capítulo 3: Confluencia en las Sombras
Una noche de un día diecisiete de cualquier mes hacía frío en las afueras de Bahía Blanca. Lucio Redivo llegó primero, alquilando un auto en el aeropuerto. La casa abandonada, un caserón derruido en un terreno baldío rodeado de yuyos altos, parecía sacada de una película de terror: ventanas rotas, paredes agrietadas con grafitis de “Queso” y “Patones”. Lucio, con su mochila y una linterna, entró temblando. El aire olía a humedad y… Queso rancio. En el piso, recortes de diarios que hablaban de Conte decapitado, Ginóbili acribillado. “¿Real o montaje?” murmuró, tocando un Queso de juguete con agujeros.
Minutos después, una figura alta irrumpió: Martín Ramos, con su 1,97m proyectando una sombra gigante. “¿Quién carajo sos?” gruñó el Turco, linterna en mano. Lucio retrocedió: “Vine por la Quesona… ¿vos también?” Sus ojos se encontraron en la penumbra. Dos obsesionados, un basquetbolista y un voleibolista, convergiendo en el epicentro de la ambigüedad. Afuera, un viento susurrante parecía murmurar: “Quesoneados… pies grandes… Queso.”
Capítulo 4: Diálogos en la Oscuridad
Lucio Redivo y Martín “Turco” Ramos se miraron fijamente en la penumbra de la casa abandonada, sus siluetas recortadas por el haz de las linternas. Lucio, con su 1,83 metros y complexión atlética, sintió un escalofrío recorrer su espalda; Martín, imponente con su 1,97 metros, apretó los puños, sus zapatillas talla 48 crujiendo contra el suelo agrietado.
“¿Vos también por la Quesona?”, preguntó Lucio, rompiendo el silencio, su voz temblorosa pero con un acento bahiense que delataba su origen. “Vine desde Italia… no pude dejar de pensar en eso. Ginóbili, Oberto…todos Quesoneados ¿es real o qué carajo?”
Martín asintió lentamente, su rostro endurecido por el entrenamiento en la Superliga española, pero ahora marcado por el miedo. “Lo mismo, boludo. Estoy en Las Palmas, pero esto me persigue desde hace meses. Empecé con un podcast, y ahora… mirá dónde estamos. Conte decapitado, con la cabeza rodando y un Queso encima. Loser atravesado por una katana en el cuello, sangre chorreando como una fuente. ¿Universos alternos? ¿O pasó de verdad y lo taparon?”
Se adentraron más en la casa, que ahora parecía más una cabaña derruida que un caserón: paredes de madera astillada, un techo con goteras y un salón central que olía a abandono. En el centro, sobre una mesa rota, había un Queso Gruyere gigante, del tamaño de una rueda de auto, con agujeros profundos como ojos acusadores. “Mirá eso…”, murmuró Lucio, acercándose con cautela. “Como en las historias. El Queso que deja sobre los cadáveres. ¿Quién lo puso acá?”
Martín tragó saliva, su peso de 92 kilos haciendo crujir el piso. “No sé, pero da mala espina. Y mirá las paredes…” Alumbraron con las linternas: cuadros colgados torcidos, retratos en blanco y negro de los “Quesoneados”.
Emanuel Ginóbili, con una sonrisa eterna, pero con una marca roja simulando balazos en el pecho –más agujeros que el Queso–. Fabricio Oberto, degollado, con una línea carmesí en el cuello. Luis Scola, estrangulado, los ojos desorbitados. Patricio Garino, con una soga al cuello y una bolsa en la cabeza. Y voleibolistas: Facundo Conte sin cabeza, Agustín Loser y Nicolás Zerba, con una katana clavada, Facundo Imhoff apuñalado en el pecho, Joaquín Gallego masacrado con machete, Ezequiel Palacios asfixiado, Santiago Danani con un agujero de bala en la frente. Basquetbolistas de las leyendas: Alejandro Montecchia, Pablo Prigioni y Luca Vildoza acribillados juntos; Tayavek Gallizzi, Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel Fernández y Selem Safar, estrangulados y asfixiados; Martín Darío Leiva con una espada en la garganta.
“Esto es una puta galería de horrores”, dijo Martín, su voz grave resonando. “Ginóbili… lo acribillaron como en un duelo del Oeste, veintisiete balazos, la pistola en la boca rompiéndole los dientes. Oberto degollado con un cuchillo katana, la sangre bombeando. Scola estrangulado con soga y bolsa, pataleando hasta sucumbir. Garino… lo mismo. Y nosotros, con nuestros pies grandes… talla 45 vos, 48 yo. Somos el target perfecto.”
Lucio sintió el pánico subirle por la garganta. “Si es ficticio, ¿por qué esto parece tan real? ¿Universos paralelos donde murieron de verdad?”
Capítulo 5: El Proyector del Terror
De pronto, un zumbido eléctrico llenó la habitación. Un viejo proyector, oculto en una esquina polvorienta, se encendió solo, proyectando imágenes granuladas en la pared opuesta. Los dos deportistas se congelaron, aterrorizados, mientras las escenas se desplegaban como un filme de horror casero.
Uno por uno los asesinatos de los basquetbolistas y voleibolistas, mostrados por el proyector como si fuese una película, ahora ver en una live action ese duelo en el Oeste, con Manu Ginóbili masacrado a balazos, el cuello sangrante de Fabricio Oberto siendo degollado, las estrangulaciones de Patricio Garino, Sebastián Solé, Nicolás Brussino, Máximo Fjellerup, la de Luis Scola, una obra maestra del crimen, Facundo Campazzo, acribillado por un Queso de donde salían las balas desde los agujeros, el show que representaba ver las decapitaciones de Juan Pedro “el Pipa” Gutiérrez, o la de Marcos Milinkovic, también la de Juan Martín Del Potro, o la del mítico baloncestista español Pau Gasol, y hasta la de Jannik Sinner, el astro del tenis italiano, y por supuesto los dos crímenes masivos, una noche donde seis voleibolistas fueron Quesoneados y otra noche donde ocho basquetbolistas corrieron la misma suerte.
Lucio y Martín retrocedieron, aterrorizados, el corazón latiéndoles como remates fallidos. “Esto no puede ser real… pero mirá, es como si lo hubieran filmado”, jadeó Lucio, sudando frío. Martín, pálido, murmuró: “Estamos jodidos. Si ella existe… nuestros pies, nuestra altura… somos los próximos Quesoneados.”
El proyector se apagó con un clic, dejando la habitación en silencio. Pero entonces, una risa suave y seductora resonó desde la puerta. Se giraron, linternas temblando, y allí estaba ella: Carla la Quesona, rubia deslumbrante como Valeria Mazza en su prime, vestida de negro, guantes negros de cuero reluciendo. En una mano, una soga enrollada; en la otra, una katana afilada; al cinto, una pistola larga con silenciador, lista para agujerear como un Gruyere.
Capítulo 6: La Seducción de la Quesona
Carla la Quesona entró lentamente en la habitación, sus pasos silenciosos sobre el piso de madera podrida. La luz de las linternas temblaba en las manos de Lucio y Martín, proyectando sombras danzantes sobre su figura: rubia deslumbrante, cabello en cascada dorada, ojos verdes felinos, labios carnosos pintados de rojo sangre.
Lucio Redivo retrocedió hasta chocar con la mesa del Queso gigante, su 1,83 metros sintiéndose diminuto. “¡No… por favor!”, balbuceó, el terror puro en su voz bahiense. Martín Ramos, el Turco, con su 1,97 metros y complexión de bloqueador, apretó los puños, pero sus rodillas flaquearon. “¡Sos vos… la que asesinó a Ginóbili, a Conte…!”, gruñó, la voz grave quebrándose en pánico.
Carla sonrió, una sonrisa melosa y letal, como miel envenenada. “Shhh, mis campeones”, susurró, su voz ronca y seductora resonando en la cabaña. “No vine a Quesonearlos… todavía. Vine a festejar. Ustedes dos… tan altos, tan fuertes, tan patones. Lucio, con tu tiro letal y esos pies talla 45 sudados de la Serie A2. Turco, con tu bloqueo imponente y esas plantas talla 47-48 que deben oler a victoria mendocina. Son perfectos.”
Dejó caer la soga y la katana al suelo con un clank deliberado, pero la pistola quedó al alcance. Se acercó, guantes negros rozando el pecho de Martín primero, luego el de Lucio. El terror los paralizaba: imágenes del proyector –Ginóbili acribillado, Oberto degollado, Conte decapitado– flashes en sus mentes. “Van a asesinarnos… nos va a torturar los pies, sexo y después…”, pensó Lucio, sudando frío.
Pero Carla no atacó. En cambio, se despojó lentamente de su ropa. Comenzó a moverse al ritmo de una que música que emanaba de las paredes (cuartetazos violentos, cumbias, ritmos latinos), caderas ondulando, manos enguantadas recorriendo su propio cuerpo en un striptease hipnótico.
“Vengan, mis Quesoneados favoritos”, murmuró, acercándose a Martín. Tomó su mano grande y la guió a su pecho, presionando contra el encaje. “Chupame acá, Turco. Sentí lo que Ginóbili y Oberto nunca pudieron disfrutar del todo.” Martín, aterrorizado, intentó resistir, pero el aroma de ella –jazmín mezclado con cuero y algo oscuro– lo mareó. Sus labios temblando tocaron el pezón endurecido; el terror se mezcló con un calor traicionero.
Lucio miró horrorizado, pero Carla lo atrajo con la otra mano. “Vos también, bahiense. Chupame abajo… mostrame ese tiro preciso con la lengua.” Lo guió de rodillas, su rostro contra las intimidades húmedas bajo la tela negra. El miedo inicial –la katana, la soga, los retratos– se disipaba lentamente, reemplazado por un hechizo de deseo. El terror pasaba al gozo: jadeos, lamidas, chupadas intensas. Carla gemía de placer, guantes negros enredados en sus cabellos, dirigiendo el ritual.
Capítulo 7: La Fiesta Prohibida
La cabaña se transformó en un escenario de fiesta macabra. El Queso gigante en la mesa parecía observar, los retratos de los Quesoneados como testigos mudos.
Primero con Martín: lo empujó contra la pared, montándolo con furia salvaje, caderas chocando contra sus 92 kilos de músculo voleibolista. “¡Sí, Turco, dame ese bloqueo adentro!”, gritaba ella, mientras él, exhausto el terror, se rendía al gozo, embistiendo con potencia mendocina. Sus pies talla 48 se enredaban en los de ella, pero ahora era placer, no amenaza.
Luego Lucio: lo llevó al suelo polvoriento, cabalgándolo con maestría, su cuerpo escultural dominando los 85 kilos del escolta. “¡Tirá como en Cividale, bahiense!”, jadeaba, mientras él respondía con movimientos explosivos, el tiro letal convertido en pasión. Alternaba entre uno y otro, besos profundos, lamidas en cuellos y pechos, manos enguantadas guiando sus miembros endurecidos.
Era una orgía de tres: Carla el centro absoluto, ellos adorándola, chupando pechos, intimidades, dedos. El terror inicial –la pistola, las muertes gráficas– se evaporaba en sudor y gemidos. Gozo puro, satisfacción animal. Horas de sexo intenso, posiciones salvajes, orgasmos múltiples que hacían temblar la cabaña. Carla los llevaba al éxtasis una y otra vez, sus guantes negros dejando marcas de placer en sus pieles.
Al final, exhaustos, Lucio y Martín cayeron dormidos en el suelo, cuerpos entrelazados con el de ella, pero solo a través de Carla –nada entre ellos–. Respiraciones pesadas, sonrisas eufóricas en sus rostros sudorosos. El goce los había conquistado por completo, el miedo olvidado en la bruma del placer.
Carla, aún despierta, los miró con ojos verdes brillando en la oscuridad, guantes negros acariciando sus cabellos. El Queso gigante relucía bajo la luna que se filtraba por las ventanas rotas.
Capítulo 8: El Despertar en Cadenas
Lucio Redivo abrió los ojos con un jadeo ahogado, la cabeza latiéndole como tras un choque en la cancha. La euforia del placer nocturno se evaporó en un instante, reemplazada por un terror visceral que le atenazó el estómago. Estaba desnudo, encadenado a una silla de hierro medieval, fría y oxidada, con grilletes que mordían sus muñecas y tobillos. El metal, forjado como en una mazmorra antigua, lo inmovilizaba contra el respaldo curvo, obligándolo a una postura erguida y vulnerable. A su lado, Martín “Turco” Ramos despertaba con un rugido de pánico, su cuerpo masivo de 1,97 metros y 92 kilos forcejeando contra cadenas similares, los eslabones crujiendo pero inquebrantables.
“¡Qué mierda es esto!”, gritó Lucio, su voz bahiense quebrándose en eco por la cabaña. “¡Soltame, loca de mierda!” exclamó mientras recordaba las escenas de los deportistas Quesoneados. Martín, con sus pies talla 47-48 expuestos y helados contra el suelo, aulló: “¡Nos va a Quesonear! ¡Ayuda, por Dios! ¡Nos van a destrozar!”, pataleando en vano, las cadenas raspando su piel hasta sangrar.
La habitación estaba iluminada por velas parpadeantes, el Queso gigante aún en la mesa, pero ahora flanqueado por dos Gruyere más pequeños, cada uno de unos 12 kilos, con agujeros profundos como heridas frescas. Carla surgió de las sombras, guantes negros reluciendo, kimono rojo ceñido, la soga enrollada en una mano, la katana al cinto y la pistola con silenciador en la otra. Su sonrisa era sádica, ojos verdes brillando con deleite.
“Bienvenidos al verdadero final, mis patones”, ronroneó, acercando el Queso gigante con un gesto. “Miren esto… como el que dejé sobre Ginóbili tras vaciarle el cargador, veintisiete agujeros en el pecho, sesos salpicando. O sobre Oberto, garganta abierta como un filete, sangre bombeando.” Les mostró el Queso, girándolo para que los agujeros parecieran ojos acusadores. “Y ahora, un show especial… como el Cronovisor del Vaticano, esa máquina mítica que ve el pasado. Pero el mío muestra mis obras maestras.”
El proyector se encendió de nuevo, proyectando imágenes vívidas en la pared, otra vez los crímenes, otra vez los Quesos, otra vez los Quesoneados. “Recuerden a Conte, cabeza rodando; Loser y Zerba, gorgoteando con katana en el cuello; Imhoff entrañas desparramadas, Scola, Garino y los demás con la soga al cuello y la bolsa sobre sus cabezas”, narraba Carla, su voz excitada. “Y ustedes… tan deliciosos anoche. Pero el gozo fue solo el cebo.”
Capítulo 9: La Tortura Quesona
Carla se acercó a Lucio primero, guantes negros arañando su pecho desnudo, dejando surcos rojos. “Empecemos con vos, bahiense. Tus pies talla 45… tan sudados, tan vulnerables.” Sacó una pluma de faisán y comenzó a rozar sus plantas, cosquillas insoportables que lo hicieron convulsionar. “¡Para, por favor!”, gritó Lucio, lágrimas rodando. Pero ella aumentó: un sjambok de cuero azotó su planta izquierda, abriendo una línea roja, sangre brotando.
“Como a Zerba, que lloró mientras le quemaba los dedos. O a Safar, uñas pop, carne colgando.”
Martín observaba horrorizado, pero Carla se volvió a él: “Turco, tu turno. Tus 48… perfectos para mi colección.” Usó tenazas al rojo, pellizcando su dedo gordo, siseo de carne quemada, olor a chamuscado llenando el aire. Martín aulló: “¡Quema, hija de puta!”, el dolor irradiando como fuego. “Vertió aceite de menta en las heridas, amplificando el ardor. “Como a Garino, dedos crac antes de la bolsa. O a Scola, pataleando mientras era Quesoneado.”
Los torturaba alternadamente, narrando: “Ginóbili suplicó por los Spurs, bala en la nuca; Oberto se agarró el cuello, dedos resbalando en sangre; Conte decapitado, Queso al lado de la cabeza.” Un cepillo de alambre raspó sus plantas, carne viva expuesta, sangre y pasta rojiza goteando. Gritaban, terror total, orina escapando en chorros humillantes. “¡Somos Quesoneados!”, sollozaba Lucio.
Finalmente, Carla levantó los dos Gruyere de 12 kilos cada uno. “Su firma”, dijo, lanzando uno al pecho de Lucio con un thud pesado, aplastando costillas; el otro a Martín, golpeando su abdomen con fuerza brutal. “Doce kilos de Queso… como los agujeros en sus futuros cadáveres.”
Capítulo 10: Simplemente Queso
Carla tomó la soga, enrollándola primero alrededor del cuello de Lucio. “Hora de Quesonearte, Redivo.” Apretó con fuerza sádica, tráquea crujiendo como cartílago partido, un pop húmedo. Lucio pataleó, venas hinchándose, rostro morado. Cubrió su cabeza con una bolsa transparente, sellándola con cinta. El plástico se empañó con aliento desesperado, saliva y mocos pegándose dentro. Ojos inyectados en sangre, capilares reventando en estallidos rojos; lengua hinchada presionando el plástico, molde grotesco. Pataleó furioso, pies talla 45 agitándose, orina y heces escapando en humillación final. El último aliento fue un silbido roto, cuerpo convulsionando antes de inmovilidad.
Se volvió a Martín: “Ahora vos, Turco Ramos.” Soga alrededor del cuello masivo, apretando hasta colapsar la tráquea con un crujido definitivo. Martín rugió, 92 kilos luchando, pero la bolsa descendió, sellada. Plástico hinchándose con venas explotando, ojos desorbitados, lengua aplastada. Patadas violentas, pies talla 47-48 dejando surcos en el suelo; fluidos corporales derramándose. Ahogándose en su aliento, pulmones ardiendo, un gorgoteo final antes del colapso.
Carla soltó los cuerpos flácidos, aún encadenados. Tomó los Quesos Gruyere y los tiró sobre los cadaveres: uno sobre Lucio, diciendo en voz alta: “Queso, Quesoneado Lucio Redivo.”
Otro sobre Martín: “Queso, Quesoneado Martín Turco Ramos.”
Se agachó, quitando sus zapatillas –talla 45 de Lucio, talla 47-48 de Martín– como trofeos, guardándolas en su bolso. “Parte de mi colección”, murmuró.
Desapareció en la noche, dejando los cadáveres encadenados, rodeados de retratos ampliados y el hedor eterno de la Quesona, los Quesos y los Quesoneados.







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el Redivo medio boludo, el Martin Ramos gran quesoneado, buen queso
ResponderBorrarquizas sea hora que la Quesona vueleva a asesinar a futbolistas, hay una larga lista, ninguno de la selección por supuesto
ResponderBorraresta buena esta saga de basquetbolistas y voleibolistas, tiene un halo de misterio, como que una misma quesona se atribuye todos los crímenes de todas las quesonas, eso es algo que deja interrogantes para solucionar en futuros relatos, la asesina goza mucho de estrangular a estos tipos, eso puede ser peligroso, buen relato
ResponderBorrarya nadie va a querer jugar al basquet o al voley, sabiendo que lo van a quesonear y ahorcar ja ja ja
ResponderBorrarestos quesoneados deberían haber estado en la cuentos originales, pero bueno quedaron afuera y ahora te distes el gusto de dedicarles un cuentito, se viene una nueva versión de Ginobili asesinado a balazos en el oeste?
ResponderBorrarel cronovisor donde se ven los crímenes, eso es buenisimo, lo demas mas de lo mismo
ResponderBorrarqueso, siempre queso, jugas un deporte y te ahorcan, pero despues sali en el cronovisor, no esta mal
ResponderBorrarse mezcla la realidad y el mito, es un gran relato, como toda saga es repetitiva, pero eso es lo que queremos
ResponderBorraryo creo que debe resucitar Luis Scoila paara volver a ser quesoenado
ResponderBorraryo creo que ahora mas jugadores de basquet y voley van a querer ser quesoneados
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