Carla, la Quesona Asesina de los Basquetbolistas (Megapost)
OCHO BASQUETBOLISTAS EN EL CLUB LOS ASES
La noche envolvía el campo abandonado de Los Ases Basquet Club como un sudario, el cielo sin luna ocultando cualquier atisbo de esperanza. El mítico club, legendario por sus múltiples campeonatos en las décadas pasadas, era ahora un esqueleto de glorias olvidadas: el parquet astillado, los aros oxidados sin redes, las gradas cubiertas de polvo y telarañas. Un olor a humedad y madera podrida impregnaba el aire, y los focos parpadeantes arrojaban sombras danzantes sobre la cancha. En este escenario lúgubre, ocho basquetbolistas habían acudido a una invitación extraña, enviada por una tal “Carla Monzón”, representante de la Fundación Dumitrescu, que prometía reactivar el legendario club.
Los ocho hombres, figuras imponentes del básquet argentino, estaban reunidos en el centro de la cancha, sus rostros marcados por la curiosidad y una creciente inquietud. Eran Alejandro Montecchia, Pablo Prigioni, Luca Vildoza, Tayavek Gallizzi, Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel Fernández y Martín Darío Leiva. Frente a ellos, una mujer rubia, idéntica a una Valeria Mazza en la flor de su juventud, los recibía con una sonrisa deslumbrante. Vestía en forma elegante e implacable, sus guantes negros de cuero reluciendo bajo la luz, y su voz era melosa, casi hipnótica.
—Bienvenidos, caballeros, a Los Ases Basquet Club —dijo Carla Monzón, sus ojos recorriendo a cada uno con una mezcla de admiración y algo más oscuro—. Soy Carla, de la Fundación Katyushka, y estoy aquí para devolverle la gloria a este lugar. Ustedes serán las estrellas de esta nueva era.
Los basquetbolistas intercambiaron miradas, desconcertados. El parecido de Carla con Valeria Mazza era inquietante, casi sobrenatural. Alejandro Montecchia, apodado “Vandro”, base veterano de 1,80 m, 82 kg, con pies talla 45, conocido por su velocidad en el Tau Cerámica, sintió un escalofrío. —Esto no me gusta —murmuró, su voz apenas audible—. Se parece demasiado a… ella.
—¿Valeria Mazza? —susurró Pablo Prigioni, “El Mago”, base de 1,93 m, 84 kg, pies talla 47, ex estrella de los New York Knicks, su rostro endurecido por la sospecha—. No puede ser. Carlos Delfino la asesinó… la decapitó y le tiró un Queso, ¿no?
Luca Vildoza, “El Pibe”, base joven de 1,91 m, 86 kg, pies talla 46, con experiencia en los Milwaukee Bucks, frunció el ceño. —Eso es una leyenda, pero… esta mujer no me da buena espina.
Carla, ajena a sus murmullos, avanzó con elegancia, sus guantes negros crujiendo mientras señalaba ocho cajas de madera alineadas a un lado de la cancha. Cada caja estaba grabada con una pelota de básquet ensangrentada, un detalle que hizo que Tayavek Gallizzi, “Taya”, pívot de 2,05 m, 105 kg, pies talla 51, conocido por su fuerza en Instituto de Córdoba, retrocediera un paso. —¿Qué es esto? ¿Qué es este Queso? —preguntó, su voz grave temblando.
—Es un regalo para cada uno —respondió Carla, su sonrisa ensanchándose—. Un símbolo de nuestra unión para revivir Los Ases. ¡Ábranlos, chicos!
Con manos vacilantes, los basquetbolistas obedecieron. Marcos Mata, “El Flaco”, alero de 2,01 m, 98 kg, pies talla 50, ex Peñarol de Mar del Plata, abrió su caja y palideció. Dentro había un Queso Gruyere gigantesco, sus agujeros voluminosos como ojos acusadores, grabado con una pelota ensangrentada y la palabra "QUESO". Los demás encontraron lo mismo en sus cajas, y el pánico se apoderó de ellos.
Leonardo Gutiérrez, “Leo”, ala-pívot de 2,00 m, 100 kg, pies talla 49, leyenda de Peñarol, dejó caer la tapa de su caja. —¡Esto es una locura! —gritó—. ¡Es como lo de Valeria Mazza! ¡Carlos Delfino le tiró un Queso después de asesinarla!
Gabriel Fernández, “Gaby”, pívot de 2,04 m, 110 kg, pies talla 50, de Estudiantes de Bahía Blanca, dio un paso atrás. —¡La Quesona Asesina! —susurró, su voz temblando—. Dicen que asesinó a Emanuel Ginóbili, acribillado como en un duelo del Oeste, a Fabricio Oberto, degollado con un cuchillo en forma de katana, Luis Scola, estrangulado con una soga y asfixiado con una bolsa… ¡todos con Quesos! ¡Quesoneados!
Martín Darío Leiva, “El Gordo”, pívot de 2,08 m, 115 kg, pies talla 52, conocido por su paso por Boca Juniors, apretó los puños. —¡Esto no es una coincidencia! —rugió—. ¡Ella es la Quesona! ¡Nos va a asesinar a todos! ¡Seremos Quesoneados!
Carla, imperturbable, comenzó a cantar “Ilarie” de Xuxa, su voz infantil y perturbadora resonando en la cancha. —¡Ilarie, oh-oh-oh! ¡Ahora vuelvo, chicos! —dijo, girando sobre sus talones y desapareciendo por una puerta lateral, sus guantes negros reluciendo como un presagio.
Los basquetbolistas se agruparon, sus rostros pálidos, el pánico creciendo como una marea. Alejandro Montecchia habló primero, su voz temblorosa. —La Quesona Asesina… asesinó a Manu Ginóbili a balazos, le dejo más agujeros que a un Queso Gruyere, a Fabricio Oberto degollado con una katana, a Luis Scola estrangulado… ¡y siempre a todos les tira un Queso!
Pablo Prigioni asintió, sus ojos fijos en las cajas. —Patricio Garino, Máximo Fjellerup, Nicolás Brussino… todos estrangulados. El Chapu Nocioni, con sus propias medias. ¡Y Campazzo, Fioretti, Solanas! Todos con Quesos. ¡Esta mujer es ella! ¡A Facundo Campazzo lo balearon con un Queso de donde salían las balas desde sus agujeros! ¡A Matías Fioretti, lo destrozaron a machetazos y a Matías Solanas le clavaron un machete en el pescuezo! ¡Y les tiraron un Queso!
Luca Vildoza, el más joven, intentó mantener la calma. —Pero somos ocho. Podemos detenerla, ¿no? Ocho gigantes contra una mujer —dijo, aunque su voz traicionaba su miedo.
Tayavek Gallizzi negó con la cabeza. —Carlos Delfino asesinó a Valeria Mazza, y ahora esta loca está aquí, luciendo como ella. ¡Es una trampa!
Marcos Mata se pasó una mano por el rostro. —Dicen que seduce a sus víctimas, juega con sus pies… y luego los asesina. Les tira un Queso y se lleva sus zapatillas, las guarda en una colección ¡Estamos en su terreno!
Leonardo Gutiérrez apretó los dientes. —No podemos quedarnos aquí. ¡Tenemos que rajar ya!
Gabriel Fernández miró las cajas, los Quesos brillando bajo la luz. —Esos Quesos… son como los que dejó en todos sus crímenes. ¡Es una psicópata asesina!
Martín Darío Leiva, el más corpulento, intentó abrir la puerta principal, pero estaba cerrada con candado. —¡Maldita sea! ¡Estamos atrapados! —gritó, su voz resonando.
Antes de que pudieran organizarse, un grito escalofriante cortó el aire. Carla reapareció en la puerta, sus guantes negros reluciendo, su sonrisa más amplia y aterradora que nunca. Levantó los brazos, como una reina proclamando su dominio, y su voz resonó en la cancha vacía:
—¡Quesoneados, ahí estoy con ustedes, para Quesonearlos!
Los ocho basquetbolistas se quedaron paralizados, el terror grabado en sus rostros, mientras los Quesos en las cajas parecían observarlos, esperando el destino que la Quesona Asesina tenía preparado.
LA FIESTA DE LOS QUESONEADOS
—¿Creían que solo vine a asesinarlos, mis queridos Quesoneados? —dijo, guiñando un ojo mientras se despojaba lentamente de la chaqueta de su traje de empresaria, revelando un vestido negro ceñido que abrazaba cada curva de su cuerpo como una caricia. Su voz era un susurro seductor, cargado de promesas—. ¡Vamos, chicos, la noche es joven! ¡Esto es una fiesta!
Los basquetbolistas, aún estremecidos por las cajas de Queso Gruyere marcadas con pelotas ensangrentadas y la palabra "QUESO", intercambiaron miradas de desconcierto. Alejandro Montecchia), Pablo Prigioni, Luca Vildoza, Tayavek Gallizzi, Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel Fernández y Martín Darío Leiva estaban atrapados entre el miedo y la fascinación. Pero la música, pegajosa y envolvente, y el carisma irresistible de Carla comenzaron a derretir sus defensas. La idea de la Quesona Asesina, con sus relatos de Ginóbili baleado, Oberto degollado, Scola asfixiado, y otros como Garino, Nocioni, Brussino, Fjellerup, Campazzo, Fioretti y Solanas, todos Quesoneados, se desvaneció bajo el hechizo de Carla.
Ella dio un paso adelante, moviendo las caderas al ritmo del cuarteto, su vestido deslizándose como una segunda piel. Con un movimiento lento y provocador, comenzó un streap tease que dejó a los ocho gigantes boquiabiertos. La tela caía como pétalos, revelando lencería negra de encaje que parecía absorber la luz, sus curvas resaltadas bajo los focos. Sus guantes negros recorrían su cuerpo, invitando a los hombres a seguirla con la mirada. —¡Vamos, mis campeones, no sean tímidos! —gritó, su risa cantarina mezclándose con la cumbia.
Uno por uno, los basquetbolistas, como si un hechizo los poseyera, se arrodillaron ante ella, sus ojos fijos en la Quesona. Carla se acercó primero a Alejandro Montecchia, sus manos enguantadas acariciando sus pies talla 45, compactos y ágiles. Los olió con deleite, su nariz rozando los dedos, luego los besó, lamió y chupó con una intensidad que hizo jadear a Vandro, sus mejillas enrojeciendo. —Qué delicia, Alejandro —susurró, su lengua trazando círculos en sus plantas.
Luca Vildoza, con sus pies talla 46, largos y definidos, fue el siguiente. Carla jugó con sus dedos, sus uñas negras arañando suavemente, oliendo el aroma a sudor y cuero antes de lamer cada centímetro, sus ojos clavados en los de él. Luca temblaba, atrapado en un torbellino de deseo y confusión. Pablo Prigioni, con pies talla 45, anchos y fuertes, recibió caricias lentas, besos en los talones y lamidas que lo hicieron estremecerse. —Tan fuertes, Pablo —murmuró Carla, su aliento cálido contra su piel.
Marcos Mata, pies talla 50, nervudos y largos, sintió los labios de Carla explorando cada rincón, sus guantes negros trazando patrones sensuales. Tayavek Gallizzi, con pies talla 51, robustos y callosos, jadeó mientras ella lamía y chupaba, su mirada sádica disfrazada de seducción. Gabriel Fernández, pies talla 50, fuertes y arqueados, se rindió a sus besos y caricias. Leonardo Gutiérrez, pies talla 50, endurecidos por años en la cancha, tembló bajo su lengua. Martín Darío Leiva, con pies talla 52, enormes y pesados, sintió su adoración como un ritual, Carla susurrando su nombre mientras lamía sus dedos con devoción.
La atmósfera se cargó de una energía ardiente. Carla, con una maestría seductora, llevó a cada basquetbolista a un rincón oscuro de la cancha, donde las sombras ocultaban sus encuentros. Cada uno vivió un momento sexual íntimo con ella, cargado de una pasión cruda y elegante.
Primero Alejandro Montecchia, fue un torbellino de besos profundos, sus cuerpos entrelazados en una danza frenética, su respiración acelerada mientras exploraban cada rincón con caricias ardientes.
Luca Vildoza sucumbió a un juego de susurros y miradas, sus manos recorriendo su piel mientras ella lo guiaba en un encuentro lento y sensual, sus gemidos resonando en la penumbra.
Pablo Prigioni experimentó una danza íntima, sus cuerpos moviéndose al ritmo del cuarteto, sus dedos enredándose en el cabello de Carla mientras ella lo provocaba con roces calculados.
Marcos Mata se perdió en un frenesí de deseo, sus cuerpos chocando con una intensidad que rayaba en lo salvaje, Carla guiándolo con una mezcla de ternura y dominio.
Tayavek Gallizzi se rindió a una entrega brutal, sus cuerpos fundiéndose en un abrazo apasionado, sus alientos mezclándose en la oscuridad.
Gabriel Fernández vivió un romance casi onírico, Carla susurrando promesas mientras sus manos exploraban cada músculo, cada curva.
Leonardo Gutiérrez fue consumido por una conexión feroz, sus cuerpos colisionando con una pasión que parecía incendiar la cancha.
Martín Darío Leiva, con su imponente físico, fue seducido con una mezcla de dulzura y poder, Carla explorando su cuerpo con una intensidad que lo dejó sin aliento, sus manos enguantadas marcando su piel.
Cada encuentro fue único, ella fue penetrada por los ocho, en una relación sexual múltiple que a cualquiera hubiera destruido, pero no a ella, a medida que avanzaba parecía querer más y más, como un depredadora en búsqueda de más presas pero ellos, todos, sin excepción terminaron exhaustos, rendidos ante la Quesona. Agotados, pero plenos de gozo y satisfacción.
Los basquetbolistas, ahora alegres y contentos, reían y se miraban con complicidad, convencidos de que el peligro había sido solo una fantasía. —¡Esto es una locura, pero qué mujer! —dijo Luca Vildoza, sonriendo mientras se pasaba una mano por el cabello. Pablo Prigioni asintió, riendo. —Pensé que éramos hombres muertos, pero esto… ¡esto es vida!
Carla reapareció en el centro de la cancha, su vestido nuevamente puesto, los guantes negros brillando como obsidiana. —¡Vieron que solo quería una clínica de básquet, ja, ja! —dijo, su risa cantarina llenando el aire. Los hombres rieron, aliviados, sus miedos disueltos por la euforia de la noche.
—¡Un brindis por Los Ases Basquet Club! —proclamó Carla, presentando una bandeja con ocho copas de champagne que parecían materializarse de la nada. El líquido dorado burbujeaba bajo la luz. —Por nuestra nueva alianza, mis queridos Quesoneados.
Los ocho tomaron las copas, sus risas resonando en la can- cha. —¡Por el club! —gritó Alejandro Montecchia, levantando su copa. Los demás lo imitaron, bebiendo de un trago, celebrando con entusiasmo, seguros de que la pesadilla había sido solo un malentendido.
Pero uno por uno, comenzaron a tambalearse. Alejandro se llevó la mano a la cabeza, sus ojos vidriosos. Pablo cayó de rodillas, murmurando. Marcos se desplomó contra una caja de Queso. Tayavek y Gabriel se aferraron el uno al otro, sus párpados cayendo. Leonardo, Martín Darío y Luca colapsaron casi al unísono, sus cuerpos inertes en el suelo. Carla los observó, su sonrisa fría como el hielo, girando una copa vacía en su mano.
—Pobres ilusos —susurró—. El champagne tenía un somnífero capaz de dormir a un elefante. Ahora, mis queridos Quesoneados, comienza el verdadero espectáculo.
La cancha quedó en silencio, los ocho gigantes tendidos entre las cajas de Queso Gruyere, mientras la Quesona Asesina, con sus guantes negros, planeaba el próximo acto de su macabro ritual.
OCHO BASQUETBOLISTAS DUERMEN COMO ELEFANTES
La cancha abandonada de Los Ases Basquet Club estaba envuelta en un silencio sepulcral, roto solo por el eco menguante de la cumbia que aún vibraba desde un parlante oxidado en una esquina. Los ocho basquetbolistas —Alejandro Montecchia, Pablo Prigioni, Luca Vildoza, Tayavek Gallizzi, Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel Fernández y Martín Darío Leiva— yacían inmóviles, víctimas del somnífero en el champagne, sus cuerpos desparramados como muñecos rotos entre las cajas de Queso Gruyere, cada una marcada con una pelota ensangrentada y la palabra "QUESO".
Con un cuidado casi ceremonial, Carla sacó un rollo de soga gruesa de su bolsa de lona negra, sus manos enguantadas manejando la cuerda con la destreza de una experta. Sus movimientos eran metódicos, cada paso calculado, mientras preparaba a sus Quesoneados para su destino final.
Primero se acercó a Luca Vildoza y lo levantó con esfuerzo, sus guantes negros aferrando su cuerpo inerte, y lo llevó al baño del club, un lugar húmedo y oscuro con azulejos rotos y un olor penetrante a moho. Lo dejó tendido en el suelo frío, cerca de un sanitario agrietado, sus pies descalzos expuestos como una ofrenda. —Aquí estarás bien, Luca —susurró, ajustándose los guantes—. El baño es… íntimo para lo que viene.
Luego fue por Pablo Prigioni y lo arrastró al callejón trasero del club, un lugar estrecho y sucio iluminado por una farola rota que parpadeaba intermitentemente. Lo recostó contra un contenedor de basura, sus pies expuestos al aire frío de la noche. —Un callejón para un guerrero como tú, Pablo —dijo Carla, riendo suavemente mientras aseguraba su posición.
Marcos Mata, fue el siguiente. Carla lo arrastró con sorprendente fuerza hasta una silla oxidada en un rincón de la cancha, atándolo con nudos apretados que inmovilizaban sus brazos y piernas. La soga crujía mientras ella ajustaba cada vuelta, sus guantes negros rozando los pies de Mata, aún impregnados de su aroma tras el ritual fetichista. —Duerme tranquilo, Marcos —susurró, dando un último tirón a la soga—. Pronto serás un Quesoneado inolvidable.
Leonardo Gutiérrez fue llevado a otra silla. Carla lo ató con precisión, sus guantes negros acariciando brevemente los dedos de sus pies mientras ajustaba los nudos. —Tú, leyenda, tendrás un final digno de un Queso —murmuró, sonriendo.
Gabriel Fernández fue atado a una tercera silla. Carla trabajó con calma, disfrutando del control absoluto, sus manos enguantadas asegurando cada nudo. —Tan fuerte, Gabriel, pero no lo suficiente para mí —dijo, retrocediendo para admirar su obra.
Tayavek Gallizzi, fue arrastrado a una cuarta silla. La soga se tensó alrededor de su cuerpo, y Carla se permitió un momento para oler sus pies una vez más, sus labios curvándose en una sonrisa sádica. —Perfecto, Tayavek. Un Queso Gruyere te espera —susurró.
Martín Darío Leiva, recibió un trato diferente. Carla lo llevó a una habitación contigua, un cuarto polvoriento con paredes descascaradas y una sola bombilla colgando. En lugar de atarlo, lo sentó en un sillón viejo, su cuerpo inerte desplomado como una estatua caída. Sus pies descalzos descansaban en el suelo, y Carla los acarició brevemente con sus guantes negros. —Tú, mi coloso, esperarás aquí, relajado… por ahora —dijo, su voz cargada de promesas oscuras.
Finalmente, Carla se acercó a Alejandro Montecchia, “Vandro”, base retirado de 1,80 m, 82 kg, con pies talla 42, compactos y ágiles, ex Tau Cerámica. Lo arrastró fuera de la cancha, cruzando la puerta chirriante del club hasta el estacionamiento, un terreno agrietado lleno de maleza y autos abandonados. Lo dejó apoyado contra una pared de cemento, sus pies descalzos rozando el asfalto húmedo. —El aire libre te sentará bien, Alejandro —susurró, su voz goteando con intenciones siniestras.

LA ASESINA DE ALEJANDRO MONTECCHIA
El estacionamiento del viejo Los Ases Basquet Club era un cementerio de sombras, iluminado apenas por la luz mortecina de una farola rota. Alejandro Montecchia, se despertó con un jadeo, su cabeza palpitando, el sabor amargo del champagne traicionero todavía en su boca. Sus ojos se ajustaron a la penumbra, y lo primero que vio fue el Queso…
—¿Qué… qué es esto? —murmuró, su voz ronca, mientras sus manos temblorosas alcanzaban el Queso. Lo levantó, su peso sorprendentemente pesado, los agujeros del Gruyere como ojos que lo observaban. Se puso de pie, tambaleándose, su corazón acelerado mientras miraba alrededor, buscando una salida en el estacionamiento desierto, rodeado de autos oxidados y maleza.
Un taconeo lento y deliberado rompió el silencio. Carla Monzón, la Quesona Asesina, emergió de las sombras, sus guantes negros reluciendo bajo la luz tenue, su traje negro ajustado como una segunda piel. En su mano derecha sostenía un rifle de asalto con silenciador, el cañón largo y oscuro apuntando al suelo.
—Vandro, qué sorpresa verte despierto —dijo Carla—. ¿Te gusta mi Queso? Lo elegí especialmente para ti.
Alejandro retrocedió, el Queso aún en sus manos, sus pies descalzos resbalando en el asfalto húmedo. —¡Estás loca! ¡Esto es una maldita pesadilla! —gritó, su voz quebrándose—. ¡Déjame ir, por favor!
Carla inclinó la cabeza, como si considerara su súplica, pero su risa estalló, un sonido que heló la sangre del basquetbolista. —Oh, Alejandrito, ¿crees que esto es un juego? —Avanzó un paso, el rifle balanceándose en su mano—. Déjame contarte algo. A Manu Ginóbili lo asesiné así, ¿sabes? Un duelo, balazos, y un Queso Emmental sobre su pecho. Igual que tú, pensó que podía escapar. Igual que todos mis Quesoneados.
—¡No soy como ellos! —espetó Montecchia, alzando el Queso como si fuera un escudo—. ¡No me toques, maldita asesina!
Antes de que Montecchia pudiera correr, Carla apretó el
gatillo. El rifle, equipado con un silenciador, emitió un siseo mortal, y una
ráfaga de balas perforó el aire. La primera impactó en el pecho de Montecchia,
haciéndolo retroceder con un grito ahogado. La segunda le atravesó el hombro,
la tercera el abdomen. Sus piernas cedieron, y cayó de rodillas, la sangre
brotando de sus heridas, tiñendo el asfalto de un rojo oscuro. Intentó
arrastrarse, sus manos arañando el suelo, pero otra bala le alcanzó la espalda,
y su cuerpo se desplomó, inmóvil.
La asesina agarró el Queso y lo tiró sobre el cadáver de Alejandro Montecchia —
Queso, Alejandro Montecchia — dijo en voz alta, llevandose como trofeo las
zapatillas talle 45 del basquetbolista asesinado.
LA ASESINA DE PABLO PRIGIONI
El callejón tras el viejo Los Ases Basquet Club era un abismo de oscuridad, iluminado apenas por el parpadeo intermitente de una farola rota. El aire olía a basura y humedad, y el silencio se rompía solo por el goteo de un caño roto. Pablo Prigioni, se despertó con un sobresalto, su cuerpo aún entumecido por el somnífero del champagne.
Pablo, con el rostro pálido, se puso de pie tambaleándose, sus zapatillas talla 47 crujiendo contra el pavimento lleno de escombros. Sus manos temblorosas alcanzaron el Queso, levantándolo con esfuerzo, su peso sólido y frío entre sus dedos. —¡Maldita sea, esto no puede ser real! —masculló, su voz quebrada por el pánico mientras miraba el grabado de la pelota ensangrentada—. ¡Esa loca está jugando con nosotros!
Un taconeo lento y deliberado resonó en el callejón, cortando el aire como un cuchillo. Carla Monzón, la Quesona Asesina, emergió de las sombras, sus guantes negros reluciendo como obsidiana bajo la luz de la farola. En su mano derecha sostenía el mismo rifle de asalto con silenciador que había usado con Montecchia, el cañón apuntando al suelo con una calma inquietante.
—Pablo, mi querido, ¿despertaste? —dijo, su voz suave pero cargada de veneno, mientras se acercaba lentamente—. Ese Queso te queda bien. ¿No te parece… poético?
Prigioni retrocedió, el Queso aún en sus manos, sus zapatillas raspando el pavimento. —¡Aléjate de mí, psicópata! —gritó, su voz resonando en el callejón—. ¡No sé qué quieres, pero no voy a ser parte de tus juegos sádicos!
Carla soltó una risa baja, un sonido que parecía arrastrarse por las paredes del callejón. —Oh, Pablito, no es un juego —respondió, inclinando la cabeza como si evaluara una obra de arte—. Es un ritual. ¿Recuerdas lo que te conté? Manu Ginóbili, acribillado en un duelo, con un Queso Emmental sobre su pecho. Fabricio Oberto, degollado con mi katana. Luis Scola, estrangulado y asfixiado. Recién asesiné a Alejandro Montecchia, balazos y Queso. Todos mis Quesoneados, y tú… tú serás el próximo.
Prigioni apretó el Queso contra su pecho, como si pudiera protegerlo. —¡Soy Pablo Prigioni, jugué en la NBA, enfrenté a los mejores! ¡No voy a dejar que una loca como tú me asesine!
Cuando Prigioni terminó de decir esas cosas, el rifle emitió un siseo letal. Una ráfaga de balas salió del cañón silenciado, la primera perforando su pecho, haciendo que su cuerpo se arqueara hacia atrás. La segunda le atravesó el estómago, y la tercera le destrozó el hombro derecho. Prigioni soltó un grito ahogado, cayendo de rodillas, la sangre brotando de sus heridas y tiñendo el pavimento de un rojo oscuro que reflejaba la luz de la farola. Intentó arrastrarse, sus manos arañando el suelo, pero otra bala le alcanzó la espalda, y su cuerpo colapsó, inmóvil, con un último jadeo escapando de sus labios.
Carla se acercó y con un movimiento lento, tomó uno de sus pies, quitándole la zapatilla talla 47 con cuidado, como si fuera un trofeo. Olió la zapatilla, inhalando profundamente, y luego la guardó en su bolsa de lona negra. —Un recuerdo de ti, Pablito —susurró, antes de besar los dedos de su pie descalzo, dejando una marca de lápiz labial rojo.
—Queso, Pablo Prigioni —declaró Carla, tirando el Queso sobre el cadáver de Pablo Prigioni. Cumplido su segundo objetivo, Carla ahora iba por el tercero.
LA ASESINA DE LUCA VILDOZA
El sanitario del viejo Los Ases Basquet Club era un antro de pesadilla: azulejos rotos, un lavabo agrietado goteando agua turbia, y un hedor a moho que se pegaba a la garganta. Luca Vildoza, estaba ya despierto, apoyado contra la pared. El somnífero del champagne había perdido efecto, y el pánico lo mantenía alerta.
Un taconeo resonó en el pasillo, y Carla Monzón, la Quesona Asesina, apareció en la puerta. Sus guantes negros brillaban bajo la luz intermitente, el rifle de asalto con silenciador colgando de su hombro, las zapatillas de Pablo Prigioni balanceándose en su mano izquierda. Su sonrisa era una mezcla de diversión y fatalidad, sus ojos clavados en Vildoza como si ya lo viera como un Quesoneado.
—Luca, pequeño rebelde, ¿despierto tan pronto? —dijo, su voz melosa cortando el aire húmedo—. Ese Queso te sienta bien. ¿Ya adivinaste lo que viene?
Vildoza apretó el Queso contra su pecho, sus nudillos blancos. —¡Maldita asesina! —escupió, su voz temblando de furia y miedo—. ¡Asesinaste a Pablo, a Alejandro, ¿verdad? ¡No vas a tocarme, asesina!
Carla rió, un sonido que rebotó en los azulejos como un eco maligno. —Serás un Quesoneado digno, como Manu, como todos. Solo me queda una bala — se burló, levantando el rifle con una mano, el cañón apuntando directo a su frente—. Adiós, Luca.
Antes de que Vildoza pudiera moverse, el rifle siseó. Una bala precisa atravesó su cráneo, entrando por la frente y saliendo por la nuca, salpicando los azulejos de rojo. Su cuerpo se desplomó instantáneamente, deslizándose por la pared hasta quedar sentado en el suelo húmedo, los ojos abiertos en una expresión de sorpresa eterna.
Se agachó, sus guantes negros rozando el rostro de Vildoza. Con cuidado, le quitó las zapatillas talla 44, oliéndolas con deleite antes de guardarlas en su bolsa de lona junto a las de Prigioni.
—Queso, Luca Vildoza —declaró Carla, su voz solemne, cargada de ritual, mientras tiraba el Queso y agregó —Me estoy divirtiendo mucho, pero ahora viene lo mejor.
LA ASESINA DE MARCOS MATA
Carla se acercó primero a Marcos Mata, “El Flaco”, alero de 2,01 m, 98 kg, con pies talla 50, nervudos y largos, aún calzados con zapatillas impregnadas del sudor de la noche. Mata comenzaba a despertar, sus párpados temblando, un gemido débil escapando de su garganta mientras el somnífero cedía. Carla se agachó frente a él, sus guantes negros acariciando las zapatillas antes de quitárselas con un tirón lento, oliéndolas con un gemido de placer. El aroma a cuero y sudor la hizo cerrar los ojos por un instante antes de guardarlas en su bolsa.
—Despierta, Marcos —susurró, su voz melosa pero cargada de veneno—. Quiero que sientas esto, como lo sintió Luifa Scola cuando mi soga lo silenció. Tus pies… tan perfectos, los lamí en la fiesta, ¿recuerdas?
Mata abrió los ojos, el pánico grabado en su rostro al ver la soga en las manos de Carla. —¡No, por favor! —jadeó, forcejeando contra las ataduras, los nudos mordiendo su piel—. ¡No soy nada para ti, déjame vivir! ¡Tengo una vida, maldita!
Carla rió, un sonido cruel que resonó en la cancha como un eco maligno. —Oh, Marcos, eres todo para mí. Como Patricio Garino, suplicando mientras mi soga apretaba. Como Nocioni, ahogado con sus propias medias. —Colocó la soga alrededor de su cuello, ajustándola lentamente, dejando que la cuerda raspara su piel—. Esto es arte, y tú eres mi lienzo.
Mata gritó, un alarido desesperado que se ahogó cuando Carla tiró de la soga con ambas manos, sus guantes negros crujiendo por la tensión. La cuerda se hundió en su cuello, dejando surcos rojos, mientras sus piernas se agitaban, sus pies descalzos golpeando el parquet con un ritmo frenético. Carla, con una sonrisa sádica, se inclinó cerca de su rostro, sus labios rozando su oreja. —Lucha, pequeño, lucha como lo hizo Nicolás Brussino —susurró, antes de colocar la bolsa plástica sobre su cabeza, sellándola con fuerza. El plástico se pegó a su rostro con cada inhalación desesperada, sus ojos desorbitados brillando bajo la luz. Mata convulsionó, sus manos atadas arañando el aire, hasta que su cuerpo se desplomó, flácido, la bolsa adherida como una máscara grotesca.
Carla soltó la soga, dejando la bolsa en su lugar, y se agachó para besar los dedos de sus pies inertes, dejando una marca de lápiz labial rojo. Tomó el Queso Gruyere de la caja más cercana, su grabado de pelota ensangrentada reluciendo, y lo arrojó sobre el pecho de Mata, el golpe sordo resonando como un tambor. —QUESO, Marcos Mata —declaró, su voz solemne, cargada de triunfo.
LA ASESINA DE LEONARDO GUTIERREZ
Carla pasó a Leonardo Gutiérrez, “Leo”, ala-pívot de 2,00 m, 100 kg, con pies talla 49, endurecidos por años en Peñarol. Estaba despierto, sus ojos fieros pero llenos de terror, su respiración pesada mientras forcejeaba contra las sogas. Carla se acercó, quitándole las zapatillas talla 49 con un movimiento lento, oliéndolas profundamente, el aroma a sudor y esfuerzo haciéndola sonreír. Las guardó en su bolsa, sus guantes negros jugando con los dedos de sus pies, evocando el ritual fetichista de la fiesta.
—Leo, mi leyenda —dijo, su voz goteando sadismo—. Luis Scola se veía así, aterrado, suplicando, mientras mi soga lo apagaba. Tus pies, talla 45, tan fuertes… los chupé antes, y ahora serán míos para siempre.
Gutiérrez rugió, las sogas crujiendo bajo su fuerza. —¡Maldita asesina! —escupió, su voz grave resonando—. ¡No vas a salirte con la tuya! ¡Alguien te detendrá, loca!
Carla soltó una carcajada desquiciada, sus ojos brillando con crueldad. —Eso dijo Máximo Fjellerup antes de que lo asfixiara. Nadie me detiene, Leo. Soy la Quesona. —Colocó la soga en su cuello, apretándola con deleite, pero esta vez añadió un giro: enrolló la cuerda dos veces, creando una presión más intensa, casi ceremonial. —Esto es por todos los Quesoneados que vinieron antes —dijo, tirando con fuerza.
Los músculos de Leo Gutiérrez se tensaron, su rostro enrojeciendo mientras la soga cortaba su piel, gotas de sangre perlando su cuello. Sus pies descalzos patearon el aire, buscando un apoyo inexistente. Carla, con una sonrisa sádica, deslizó la bolsa plástica sobre su cabeza, pero antes de sellarla, le arrancó un mechón de cabello, guardándolo como un trofeo adicional. —Como Andrés Nocioni, luchando contra sus propias medias —se burló, sellando la bolsa. El plástico se adhirió a su rostro, sus jadeos convirtiéndose en un gorgoteo agónico. Gutiérrez convulsionó, sus ojos vidriosos, hasta que su cuerpo se rindió, inmóvil.
Carla dejó la bolsa en su lugar, recogió un Queso Gruyere y lo arrojó sobre su pecho, el impacto resonando como un trueno. —QUESO, Leonardo Gutiérrez —proclamó, besando sus pies inertes, su lápiz labial marcando la piel.
LA ASESINA DE GABRIEL FERNÁNDEZ
Gabriel Fernández, “Gaby”, pívot de 2,04 m, 110 kg, con pies talla 51, fuertes y arqueados, estaba semi despierto, murmurando incoherencias, su cuerpo temblando. Carla le quitó las zapatillas talla 51, oliéndolas con un gemido de placer, el aroma a cuero gastado llenando sus sentidos. Las guardó en su bolsa, sus guantes negros acariciando sus pies, recordando la cumbia y el streap tease.
—Gabi, mi gigante —susurró, su voz cargada de crueldad—. Patricio Garino se veía así, débil, antes de que mi soga lo apagara. Tus pies, tan perfectos… los lamí, los besé, y ahora te llevaré conmigo.
Fernández abrió los ojos, el terror grabado en su rostro. —¡No, por Dios, no! —suplicó, su voz rota—. ¡Tengo familia, por favor! ¡No hagas esto!
Carla rió, un sonido que heló el aire. —Luifa Scola también suplicó, y mira dónde está: bajo un Queso. —Colocó la soga en su cuello, pero esta vez la anudó con un nudo corredizo, diseñado para apretar con cada movimiento de la víctima. —Esto es por mis Quesoneados, Gabi —dijo, tirando con una lentitud deliberada, dejando que el pánico creciera.
Los ojos de Fernández se desorbitaron, su rostro amoratándose mientras la soga se clavaba en su piel. Sus pies descalzos se agitaron, golpeando la silla con un ritmo desesperado. Carla, con un brillo sádico, colocó la bolsa plástica sobre su cabeza, pero antes susurró en su oído: —Cada jadeo es música para mí. —Selló la bolsa, el plástico adhiriéndose a su rostro, sus pulmones luchando por aire. Fernández convulsionó, su cuerpo arqueándose violentamente antes de colapsar, inmóvil.
Carla arrojó un Queso Gruyere sobre su pecho, el grabado ensangrentado brillando bajo la luz. —QUESO, Gabriel Fernández —declaró, besando sus pies y dejando una marca de lápiz labial.
LA ASESINA DE TAYAVEK GALLIZZI
Tayavek Gallizzi, “Taya”, pívot de 2,05 m, 105 kg, con pies talla 52, robustos y callosos, estaba despierto, sus ojos llenos de desafío. Carla le quitó las zapatillas talla 52, oliéndolas con un suspiro de éxtasis, el aroma intenso haciéndola sonreír. Las guardó en su bolsa, sus guantes negros jugando con sus pies, evocando la fiesta anterior.
—Tayavek, mi fortaleza —dijo, su voz sádica—. Máximo Fjellerup luchó así, pero mi soga siempre gana. Tus pies, tan grandes… los adoré antes, y ahora serán mi trofeo final. Qué nombre raro, Taya, ¿turco, tal vez? —rió, burlona.
Gallizzi rugió, forcejeando con furia. —¡No eres nada, loca! —gritó—. ¡Voy a romperte!
Carla sonrió, su crueldad desbordándose. —Eso dijo Luis Scola, y ahora es un Quesoneado. —Colocó la soga en su cuello, pero esta vez la impregnó con un líquido viscoso que olía a almendras amargas, un toque teatral para intensificar el terror. —Último acto, Tayavek —dijo, tirando con sadismo.
La soga se hundió en su piel, el líquido irritando las heridas que se formaban. Gallizzi pateó con furia, sus pies descalzos golpeando el suelo, su rostro hinchándose mientras la cuerda cortaba su carne. Carla colocó la bolsa plástica, sellándola con un movimiento lento, y se inclinó para lamer una gota de sangre que corría por su cuello. —Como todos mis Quesoneados —susurró, observando cómo el plástico se pegaba a su rostro, sus convulsiones apagándose. Gallizzi colapsó, su cuerpo inmóvil.
Carla arrojó el último Queso Gruyere sobre su pecho, el impacto resonando como un eco final. —QUESO, Tayavek Gallizzi —proclamó, besando sus pies inertes, dejando una marca de lápiz labial.
Solo quedaba Martín Darío Leiva, sentado en el sillón de la habitación contigua, su destino aún pendiente en el plan macabro de la Quesona Asesina.
LA ASESINA DE MARTÍN DARÍO LEIVA
La habitación contigua a la cancha abandonada de Los Ases Basquet Club era un mausoleo de polvo y sombras, iluminada solo por una bombilla desnuda que colgaba del techo, parpadeando como un corazón moribundo. Martín Darío Leiva estaba despierto, sus ojos desorbitados por el terror, su respiración agitada mientras el somnífero se desvanecía.
Carla Monzón entró en la habitación, sus guantes negros reluciendo bajo la luz tenue, su katana colgando de una mano con una elegancia letal. Su vestido negro abrazaba sus curvas, y su sonrisa era una mezcla de seducción y sadismo. La bolsa de lona a su lado estaba abultada con las zapatillas de los siete Quesoneados anteriores, y sus ojos brillaban con una euforia que superaba incluso su hazaña de la semana pasada, cuando había asesinado a seis voleibolistas —Facundo Conte, Agustín Loser, Facundo Imhoff, Joaquín Gallego, Ezequiel Palacios, Santiago Danani— con la misma crueldad ritualística, coronándolos con Quesos.
Martín Darío Leiva, preso del pánico, intentó levantarse del sillón, pero sus piernas temblaban. —¡No, por favor! —gritó, su voz grave quebrándose—. ¡Sé quién eres! ¡La Quesona! ¡Asesinastes a Manu, a Scola, a todos! ¡No me toques!
Carla rió, un sonido que cortó el aire como una cuchilla. —Oh, Martín, mi flaco —dijo, su voz melosa goteando crueldad—. Qué miedo tan delicioso. Igual que Agustín Loser, suplicando antes de que mi katana lo silenciara. —Se acercó lentamente, levantando el Queso Gruyere y con un movimiento teatral, lo arrojó contra el pecho de Leiva, el impacto haciéndolo retroceder en el sillón.
—¡Para, maldita asesina! —rugió Martín Darío Leiva, sus manos intentando apartar el Queso, pero Carla fue más rápida. En un instante, saltó sobre él, montándolo a horcajadas, sus rodillas clavándose en los muslos del gigante. La katana relució en su mano, la hoja afilada brillando bajo la bombilla.
—Qué pies tan grandes, talla 52 —susurró, inclinándose hasta que su rostro estuvo a centímetros del suyo—. Los lamí en la fiesta, ¿recuerdas? Tan fuertes, tan… míos. —Levantó la katana, amagando con un movimiento rápido hacia su cuello, como si fuera a decapitarlo. Leiva gritó, su cuerpo temblando, pero la hoja se detuvo a milímetros de su piel.
—¡No, no, no! —suplicó, lágrimas corriendo por su rostro—. ¡No me asesines, por favor!
Carla rió, su sadismo desbordándose. —Tranquilo, Gordo, solo juego —dijo, inclinando la katana para rozar su garganta, amagando un degüello lento. La hoja presionó lo justo para rasgar la piel, una gota de sangre perlando la superficie, pero se detuvo de nuevo. —Como con Facundo Conte, lo hice temblar antes de decapitarlo —susurró, sus ojos brillando con placer.
Leiva sollozó, su cuerpo masivo temblando bajo ella. —¡Por Dios, déjame vivir! —gimió, pero Carla ya no escuchaba. Con un movimiento súbito, enarboló la katana con ambas manos, los guantes negros apretando el mango, y la clavó en el cuello de Leiva. La hoja atravesó carne y hueso con un crujido húmedo, entrando por un lado y saliendo por el otro, la sangre brotando en un chorro que salpicó el sillón y el suelo. Leiva jadeó, sus ojos desorbitados, sus manos arañando el aire mientras la vida lo abandonaba. Su cuerpo convulsionó brevemente antes de colapsar, inmóvil, la katana aún incrustada en su cuello.
Carla extrajo la hoja con un movimiento lento, limpiándola en el brazo del sillón. Se agachó, quitándole las zapatillas talla 48 con reverencia, oliéndolas profundamente, el aroma a sudor y cuero llenando sus sentidos. Las guardó en su bolsa, junto a las de los demás, y besó los dedos de sus pies inertes, dejando una marca de lápiz labial rojo. Luego, tomó el Queso Gruyere que había arrojado antes, aún intacto, y lo tiró sobre el pecho ensangrentado de Leiva.
—QUESO, Martín Darío Leiva —proclamó, su voz resonando con un triunfo eufórico.
LA COLECCIÓN DE LA QUESONA
El amanecer bañaba el cielo en tonos carmesí cuando Carla Monzón, la Quesona Asesina, dejó atrás la cancha abandonada de Los Ases Basquet Club. Los cadáveres de los ocho basquetbolistas —Alejandro Montecchia, Pablo Prigioni, Luca Vildoza, Tayavek Gallizzi, Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel Fernández, y Martín Darío Leiva— yacían como ofrendas macabras, cada uno coronado con un Queso Gruyere grabado con una pelota ensangrentada y la palabra "QUESO", sellando su destino como Quesoneados.
Carla, con sus guantes negros reluciendo, caminaba con la cabeza en alto, su sonrisa afilada saboreando el triunfo de su cacería más ambiciosa. Había superado su hazaña de la semana anterior, cuando seis voleibolistas —Facundo Conte decapitado, Agustín Loser atravesado por su katana, Facundo Imhoff apuñalado, Joaquín Gallego destrozado a machetazos, Ezequiel Palacios estrangulado, y Santiago Danani baleado— cayeron bajo su ritual, cada uno con su Queso y sus zapatillas sumadas a su colección.
En su apartamento, un santuario impregnado del aroma de Queso, Queso que jamás comía, para ella era un símbolo, un trofeo, no un alimento, Carla depositó su bolsa de lona llena de trofeos: las zapatillas de Montecchia (talla 45, compactas), Prigioni (talla 47, anchas), Vildoza (talla 46, definidas), Mata (talla 50, nervudas), Gutiérrez (talla 49, endurecidas), Fernández (talla 51, arqueadas), Gallizzi (talla 52, robustas), y Leiva (talla 51, pesadas).
Frente a una Queso rueda de Gruyere en su mesa, se dirigió a un mueble de madera tallada, su altar de zapatillas. Allí reposaban las de Manu Ginóbili (baleado), Fabricio Oberto (degollado), Luis Scola (estrangulado), Patricio Garino, Andrés Nocioni, Nicolás Brussino, Máximo Fjellerup (asfixiados), Juan Pedro Gutiérrez (decapitado), y las internacionales de Shaquille O’Neal, Tim Duncan, Lebron James, Matías Fioretti, y Matías Solanas (machetazos), y sus cientos de víctimas. Cada par, etiquetado con nombre y número de calzado, era un testimonio de su reinado.
Con reverencia, Carla colocó las nuevas zapatillas. Las de Montecchia evocaron el estacionamiento, las balas silenciadas perforando su pecho, el Queso cayendo. —Alejandro, tan frágil —susurró, oliéndolas. Las de Prigioni trajeron el callejón, la ráfaga mortal, el Queso sellándolo. —Pablito, tan valiente —dijo, riendo. Las de Vildoza recordaron el baño, el disparo en la frente, sangre en los azulejos. —Luca, tan joven —murmuró, besándolas. Las de Mata, Gutiérrez, Fernández, y Gallizzi revivieron las sogas mordiendo cuellos, bolsas asfixiantes, forcejeos inútiles. —Marcos, Leo, Gabi, Taya… todos míos —susurró. Las de Leiva, con el eco de la katana atravesando su cuello, completaron el altar. —Martín, mi coloso —dijo, acariciándolas.
Carla retrocedió, su pecho hinchado de orgullo, su mente danzando entre los recuerdos de Ginóbili, Scola, Oberto, y los voleibolistas de la semana pasada. Pero su hambre no tenía fin. —Seguiré quesoneando —juró, su voz resonando en la penumbra—. Más Quesoneados llevarán mi Queso.
Carla alzó el Queso Gruyere de su mesa como un cetro, sus ojos ardiendo con furia sádica. —¡Mi legado es eterno! —gritó—. ¡Más Quesoneados, más Quesos! —Con un grito final, proclamó:
—¡QUESO, QUESONEADOS!
OTRA OBRA MAESTRA DEL ARTE QUESERO CON ESTA VALERIA CARLISA O CARLERIA, JA, JA, JA, CARLAVALE QUESA
ResponderBorrarqueda alguno vivo de la Generación Dorada, exceptuando Carlos Delfino? Al final fue la Generación Quesoneada
ResponderBorrarsiempre lo mismo, pero como me gustan estos Quesos
ResponderBorrarque Valeria Mazza se transforma en Carla es coherente con los cuentos, pero el ensañamiento con los basquetbolistas, es porque Carlos Delfino es su asesino?
ResponderBorrarlos Relatos Quesones siempre son un lujo, que próximos asesinatos múltiples nos van a dar las Quesonas? porque no uno de nadadores?
ResponderBorrarotro gran megapost, parece que las historias de Quesonas entran como en un universo distinto, donde se respetan los pasados, pero ahora son como espectros o fantasmas que aparecen en ciertos lugares, estilo Freddie Kruger, Jason de Friday 13th o Michael Myers, excelente relato, como los voleibolistas, los basquetbolistas saben que serán Quesoneados, pero igual prueban el Queso
ResponderBorrarningún Matías Quesoneado en esta tanda, esta vigente un nuevo pacto
ResponderBorrarlos basquetbolistas la ven a Valeria Mazza y ya quedan aterrados, si estaba en los estadios, no ganarían nada
ResponderBorraros vais a quedar sin deportistas para competir, la Quesona los esta asesinando a todos
ResponderBorrarotra obra sublime del arte Quesón, este post y el otro de los voleibolistas serían unas películas de terror buenísimas si se llevaran al cine
ResponderBorrarsi no te quesonea una Carla, mejor no jugues al basquet
ResponderBorrarsublime la asesina, como siempre, como goza cuando estrangula y ahorca a los chabones, es increíble, no perdona a nadie, excelente cuento
ResponderBorrarla verdadera Valeria Mazza se desviviría por ser Carla en alguna serie de Netflix, ahora esta media veterana, pero con unos buenos filtros queda joven
ResponderBorrarahora Valeria y Carla son una misma persona? Y si las dos están muertas (asesinadas por Quesones) y estos son espectros, horrocruxes como los de Harry Potter, ya se deslizo esta teoría en algunos cuentos
ResponderBorrarEstá claro que se trata de Carla Romanini, que se atribuyó los quesoneamientos de Ravelia.
BorrarY no fueron asesinadas.
El Fauno.
Rectifico. Es Ravelia Zamas, quien usa pseudónimo por su parecido con Valeria Mazza. Su verdadero nombre es Carla Monzó. Por eso es unaa quesona
BorrarAmtes un relato de Carla Romanini y ahora uno de Carla Monzó, mayormente conocida como Ravelia Zamas. Quien creo que le quiso competir a Romanini, asesinando dos deportistas más-
ResponderBorrarDe no haberse atemorizado, los basquetbolistas podrían haberla doblegado, sometido. Y mantenerla prisionera. Entonces, tal vez habría intervenido su hija, la Ravelia tatuada.
Pero supo manejar la seducción, como ser representante de la Fundación Dumitrescu. Y entregarse a los ocho.
"No me toques, maldita asesina". "No me vas a tocar asesina"". Un pedido y una predicción que se cumplieron. Ravelia no los tocó para quesonearlos.
El Fauno