el Relato Quesón Star de Carla Romanini y Carlos Matías Sandes #QUESO
Estimados Fans de los Relatos Quesones: les ofrezco este megapost (un Relato Quesón Star) con dos grandes personajes del blog, Carla Romanini y Carlos Matías Sandes, una suerte de reboot del post EL QUESO DE CARLA ROMANINI Y CARLOS MATÍAS SANDES, o secuela de los posts EL ASESINO DE MARU SANDES y LOS ASESINOS DE MARU SANDES, es canón pero en un Universo alterno a otros cuentos, una línea temporal alterna
ERASE UNA VEZ UNA QUESONA ASESINA
En las sombras de la Gran Ciudad, donde las luces de neón parpadeaban como ojos nerviosos, Carla, conocida como la Quesona Asesina, acechaba. Su melena rubia brillaba bajo la luna, sus ojos verdes destellaban con una mezcla de seducción y peligro. La Quesona Asesina no solo asesinaba: ella Quesoneaba.
Carla tenía un modus operandi peculiar. Sus víctimas, casi siempre hombres atléticos, deportistas de cuerpos esculpidos, caían bajo su encanto antes de enfrentar su destino. Primero los seducía, los envolvía en un juego de miradas y sonrisas, amor, sexo, romance, fuego y pasión, un ritual al que ningún hombre (ni siquiera algunos que se auto percibían gays) parecía escapar, pero todos terminaban asesinados y con un Queso sobre su cadáver.
Por ejemplo, Pablo Matera, el capitán de los Pumas, a quien no tuvo problemas de llevarlo a su cama, tras seducirlo en un primer tiempo. En la penumbra de su dormitorio, el cuerpo musculoso de Pablo estaba relajado tras un partido, pensando que iba a disfrutar de una noche repleta de sexo con Carla.
La medianoche envolvía la habitación en un silencio roto solo por el crujido de las tablas bajo sus pasos sigilosos. Los guantes negros de Carla, fríos al tacto, acariciaron los pies talla 48 de Matera, oliendo el sudor mezclado con el césped del estadio. Ella se inclinó, lamiendo la planta de sus pies con una devoción enfermiza, saboreando la sal de su esfuerzo. —Pablo, serás un Quesoneado glorioso —susurró, su voz un veneno dulce.
Carla, la Quesona Asesina, se sumergió en una fantasía ardiente y salvaje, una relación sexual desenfrenada con Pablo Matera, el capitán de los Pumas. La cama crujía bajo el peso de sus cuerpos entrelazados, las sábanas de seda negra arrugándose con cada movimiento frenético. Carla, con sus guantes negros aún puestos, se movía con una ferocidad animal, sus caderas golpeando contra las de Pablo en un ritmo violento, sus uñas arañando su pecho musculoso, dejando marcas rojas que brillaban bajo la luz tenue de la luna. Sus risas sádicas resonaban mientras tomaba cubos de Queso Gruyere, blandos y pegajosos, y los lanzaba con fuerza contra el torso sudoroso de Matera, el Queso explotando en pedazos cremosos que se deslizaban por su piel, mezclándose con el sudor y el calor de la pasión. Cada impacto era un estallido de su deseo retorcido, sus ojos brillando con un deleite cruel mientras lo montaba con furia, sus movimientos sincronizados con los jadeos entrecortados de él, atrapado en su danza macabra. El aroma del Queso saturaba el aire, un cómplice silencioso de su éxtasis, mientras ella preparaba el momento en que, en el clímax de su frenesí, sacaría su cuchillo para sellar su destino como Quesoneado, la sangre y el Queso fusionándose en un cuadro grotesco de su victoria.
Sacó entonces un cuchillo de hoja serrada de cincuenta centímetros, su filo destellando bajo un rayo de luna que se colaba por la ventana. Lo montó, sus piernas aprisionando su torso, y hundió el cuchillo en su pecho con un golpe seco. La sangre brotó como un géiser, caliente y espesa, salpicando su rostro mientras apuñalaba una y otra vez, cada corte un estallido de éxtasis. El cuerpo de Matera convulsionó, sus ojos abiertos en un grito mudo, hasta que se quedó inmóvil. Carla, con una risa sádica, tiró el Queso Gruyere sobre su pecho destrozado, reluciendo como un sello macabro. La habitación, ahora un lienzo de sangre, olía a muerte y Queso.
- Queso. Pablo Matera.
UN NUEVO DESAFÍO PARA CARLA
Un par de semanas después, la noche envolvía Buenos Aires como un manto de terciopelo negro, su abrazo frío y denso amplificando cada sombra y susurro. Carla, la Quesona Asesina, se movía en su elemento, una depredadora en un mundo de presas. Su atuendo negro —un traje ceñido que parecía devorar la luz, guantes de cuero que ocultaban cualquier huella, y tacones que resonaban como tambores de guerra en el suelo de mármol— la convertía en una silueta letal. Esa noche, se deslizó hacia un bar clandestino en las afueras de la ciudad, un tugurio olvidado donde el olor a whisky rancio se mezclaba con el hedor de la desesperación.
Era el escenario perfecto para el encuentro que cambiaría el rumbo de su cacería.
En una mesa apartada, iluminada apenas por una lámpara parpadeante, la esperaban tres mujeres. Eran las amigas de María Eugenia Ortega, conocida como Maru, una mujer cuya vida había sido arrancada con una brutalidad que aún resonaba en los titulares. Sus rostros, marcados por el dolor y la furia, parecían tallados en piedra. Julieta, la líder, una mujer de rostro anguloso y ojos que ardían como brasas, fue la primera en hablar cuando Carla se acercó.
—Sabemos quién sos —dijo Julieta, su voz temblando de rabia contenida, pero firme como el acero—. Sabemos lo que haces. Y queremos que lo hagas por nosotras.
Carla se sentó con una elegancia felina, cruzando las piernas con un movimiento que parecía coreografiado para intimidar. Sus guantes negros brillaron bajo la luz tenue, reflejando destellos que parecían promesas de sangre. Apoyó las manos en la mesa, sus dedos tamborileando un ritmo lento, casi hipnótico. —Hablen —respondió, su voz fría como el filo de su katana, pero con un trasfondo de curiosidad que no podía ocultar.
Julieta deslizó una carpeta sobre la mesa, sus manos temblando ligeramente, no por miedo, sino por la intensidad de su propósito. Dentro había fotos granuladas, recortes de periódico amarillentos y un informe policial sellado con cinta adhesiva. Todo apuntaba a un solo hombre: Carlos Matías Sandes, un basquetbolista de 2,02 metros, una montaña de músculo cuya presencia imponía tanto respeto como temor. Sus pies, calzando 55, eran legendarios no solo por su tamaño, sino por un olor a Queso tan intenso que, según los rumores, podía vaciar una habitación en segundos. Pero no era su estatura ni su hedor lo que lo convertía en el objetivo. Era el crimen atroz que cargaba sobre sus hombros: el asesinato de su esposa, Maru.
—Maru era nuestra hermana, nuestra amiga —continuó Julieta, su voz quebrándose como vidrio al pronunciar el nombre—. La encontraron decapitada en su propia casa, con un machete. Y sobre su cuerpo… un Queso. Un maldito Queso Gruyère, del tamaño de una rueda de tractor, como si fuera una broma enferma. —Sofía y Clara, las otras dos mujeres, asintieron, sus rostros endurecidos por el dolor, sus manos apretadas en puños. Las fotos en la carpeta mostraban la escena: el cuerpo de Maru, la sangre, y ese Queso grotesco, una parodia cruel que resonaba con la firma de Carla.
Carla hojeó las imágenes con una calma gélida, sus ojos verdes escaneando cada detalle. La escena era grotesca, pero familiar, un eco distorsionado de su propio ritual. El Queso, enorme y fuera de lugar, no era solo un insulto a Maru, sino una afrenta directa a su legado como la Quesona Asesina. Según el informe, Sandes era el principal sospechoso, pero su riqueza, sus conexiones con figuras poderosas y un sistema corrupto le habían asegurado una impunidad que quemaba como ácido. Los rumores en los bajos fondos lo señalaban como un Quesón, un término susurrado con miedo, que evocaba un culto oscuro donde la violencia y el Queso se entrelazaban en un ritual macabro. Ser un Quesón no era solo asesinar; era profanar, burlarse, desafiar. Y eso, para Carla, era personal.
—¿Por qué yo? —preguntó, cerrando la carpeta con un movimiento preciso, sus dedos enguantados dejando un leve crujido en el aire.
—Porque vos sos la Quesona Asesina —respondió Sofía, inclinándose hacia adelante, sus ojos brillando con una mezcla de esperanza y desesperación—. Nadie más puede hacer justicia. Nadie más entiende el mensaje de ese Queso. Solo vos podés enfrentarlo, destruirlo, Quesonearlo. Solo una mujer puede acabar con este monstruo, con el asesino de nuestra amiga. Y esa mujer sos vos.
Carla arqueó una ceja, sus labios dibujando una sonrisa peligrosa que no llegó a sus ojos. En ese momento, su mente retrocedió a los orígenes de su cruzada. Décadas atrás, los Quesones habían sembrado el terror, asesinando a cientos de mujeres cada año, hasta quinientas según las leyendas urbanas. Sus crímenes, marcados por Quesos grotescos, eran una burla al dolor de sus víctimas. Fue entonces cuando Carla decidió convertirse en la Quesona Asesina, una fuerza vengadora nacida del sufrimiento colectivo. Cada Queso que dejaba sobre sus víctimas era un desafío, un grito de guerra contra los Quesones. Pero asesinar a un Quesón como Sandes no era solo una misión; era la prueba final, el rito que la consagraría como la reina definitiva, capaz de derrocar el reinado de los Quesones y reclamar el trono de las Quesonas.
—¿Cuánto? —preguntó, aunque el dinero era lo de menos. La venganza, la justicia, el poder de reescribir las reglas del juego: eso era su verdadera moneda.
—Todo lo que tenemos —dijo Clara, empujando un sobre abultado lleno de billetes, su voz cargada de determinación—. Y más, si lo necesitás. Pero hacelo sufrir. Que pague por Maru. Que pague por todas.
Carla tomó el sobre sin abrirlo, sus ojos verdes clavándose en las tres mujeres como dagas. Las evaluó en silencio, viendo en ellas el mismo fuego que la había consumido años atrás, cuando aún era solo Carla, una joven que escuchaba, noche tras noche, las noticias de mujeres Quesoneadas, asesinadas por Quesones sin rostro, sus cuerpos profanados con Quesos como trofeos. Ese dolor colectivo la había forjado, la había convertido en un arma viviente.
— Carlos Matías Sandes será Quesoneado —dijo finalmente, su voz un susurro letal que cortó el aire como una hoja afilada—. Y cuando caiga, sabrá que Maru ha sido vengada. Que todas han sido vengadas. Será el primero, luego habrá más. Yo asesinaría a todos los hombres, porque todos son unos Quesos, pero no puedo, pero sí me dedicaré a los Quesones, a todos estos Carlos.
Las mujeres intercambiaron miradas de alivio, aunque el miedo aún las acechaba como una sombra. Carla se puso de pie, su silueta fundiéndose con la penumbra del bar, el eco de sus tacones resonando como un presagio. Mientras salía al frío de la noche, su mente ya trazaba el plan. Carlos Matías Sandes no era solo un objetivo; era un símbolo, un gigantón arrogante que creía que su poder y su impunidad lo protegerían. Pero nadie escapaba de la Quesona Asesina. Esta vez, el Queso que dejaría sobre su cuerpo no sería solo una firma: sería una declaración de victoria, el fin de un Quesón y el amanecer de su reinado.
PASADO Y FUTURO DE CARLA
Carla estaba sentada frente a su escritorio, en un apartamento que era más un santuario que un hogar. Las paredes estaban repletas de fotos de sus víctimas y de cuadros de sus asesinatos, parecían absorber la luz, salvo por un espejo antiguo que colgaba como un ojo vigilante. En su reflejo, Carla veía su rostro pálido, los ojos verdes brillando con una frialdad que rivalizaba con el acero de sus armas. Sus guantes negros, siempre puestos, descansaban sobre la madera pulida del escritorio, sus dedos tamborileando un ritmo lento, casi ritual, como si convocaran los fantasmas de sus víctimas. Frente al espejo, no solo se veía a sí misma: veía su legado, un mosaico de sangre, Queso y nombres que resonaban en su mente como ecos de un multiverso torcido, un tapiz de violencia que ella había tejido con precisión quirúrgica.
En un raro momento de introspección, Carla permitió que su mente vagara por los recuerdos que la habían forjado en la Quesona Asesina. Cada asesinato era un pincelazo en su obra maestra, cada Queso un sello que desafiaba el reinado de los Quesones. Recordó a Matías Fioretti, el basquetbolista de pies sucios, cuya arrogancia se desvaneció bajo su machete en una masacre que dejó el suelo como un lienzo carmesí, el aire impregnado del olor metálico de la sangre. Matías Solanas, otro basquetbolista, recibió un machetazo limpio en el cuello, su grito silenciado para siempre mientras el Queso caía sobre su pecho como una corona fúnebre. Matías Candia, el youtuber, fue apuñalado con dos cuchillos en un frenesí que aún le arrancaba una sonrisa sádica; aunque, en un rincón oscuro de su mente, juraba haberlo visto resurgir en otro universo como TooYugan, un rapero de rimas afiladas, como si el multiverso se burlara de su justicia.
Los Matías eran su obsesión, una galería de trofeos que marcaban su ascenso. Matías Spano, el tiktokker, cuya garganta cortó con un tajo tan preciso que su último video quedó sin publicar, el Queso rodando junto a su cuerpo como un comentario final. Los rugbiers Matías Alemanno y Matías Moroni cayeron apuñalados por la espalda, sus cuerpos desplomándose como torres derribadas, el eco de sus alaridos resonando en su memoria. Matías Criolani, el novio traidor de una amiga, sintió el frío de su puñal como un castigo personal. Matías Arado, el fotógrafo de modelos, y Matías Cantoni, el modelo, fueron destrozados por su machete, mientras que Matías Almeyda, el mítico exfutbolista de River Plate, fue atravesado por su katana en un duelo que aún le aceleraba el pulso, el Queso cayendo sobre su cuerpo como un epitafio. Y el célebre Matías Alé, decapitado.
Pero no todo eran Matías. Agustín Bernasconi, del dúo MYA, pagó con un cuchillo en la espalda por su voz melosa que irritaba a Carla. El polista Adolfo Cambiaso, degollado en una caballeriza. El modisto gay Santiago Artemis, cocido a cuchillazos. Pablo Sinema, productor de los programas de Guido Kafka, fue masacrado a balazos, el Queso brie sobre su cadáver como una burla a su vida ostentosa. Federico Grabich y Martín Naidich, nadadores, apuñalados salvajemente en una piscina, el agua tiñéndose de rojo mientras ella los miraba sin parpadear, el Queso flotando como un trofeo acuático. Bautista Araneo, el modelo, sucumbió bajo una ráfaga de cuchillazos con su cuchillo favorito de 50 cm, cada corte un desahogo de su furia contenida.
Algunos recuerdos, sin embargo, eran difusos, como si pertenecieran a un sueño o a un plano fracturado. Creía haber decapitado a Marcos Milinkovic y a Facundo Conte, voleibolistas, con un golpe limpio de su espada, el Queso rodando junto a sus cabezas. También juraba haber atravesado el cuello de Agustín Loser con su katana, disfrutando del terror que tenía el voleibolista mientras esperaba el katanazo, haber apuñalado a un voleibolista gay como Facundo Imnhof, o a otros voleibolistas, aunque a veces dudaba si esas muertes eran reales o fantasías de una mente que había cruzado demasiados límites. El multiverso, con sus ecos y sombras, parecía jugar con ella, pero no importaba: cada asesinato, real o imaginado, era un ladrillo en el altar de su legado.
Sus recuerdos se mezclaban, sin saber ya que asesinatos eran suyos o de otras Quesonas, si es que estas existían, creía haber asesinado a varios basquetbolistas, principalmente estrangulando a Luis Scola, Andrés Nocioni, Nicolas Brussino, Leonardo Gutierrez o Gabriel Fernández; de haber degollado a Fabricio Oberto y de haber acribillado a balazos a Emanuel Ginóbili simulando un duelo en el Oeste, pero ¿Había sido ella?
CARLOS MATÍAS SANDES, NUEVO OBJETIVO DE CARLA
En este orden de cosas, Carlos Matías Sandes representaba un puente, un punto de inflexión entre los Matías del pasado y los Carlos del futuro. Él no era solo un Quesón, un asesino de mujeres que profanaba con Quesos grotescos; era el símbolo de todo lo que Carla había jurado destruir. Los Quesones llevaban décadas sembrando el terror, asesinando a cientos de mujeres cada año, hasta quinientas según las leyendas susurradas en los callejones. Cada Queso dejado sobre sus víctimas era una burla, un desafío a la justicia. Carla se había convertido en la Quesona Asesina para revertir esa marea de sangre, para transformar el Queso de un trofeo macabro en un arma de venganza. Asesinar a Sandes no era solo una misión: era la culminación de su cruzada, el momento en que las Quesonas derrocarían a los Quesones y reclamarían el trono.
Carla se puso los guantes negros, ajustándolos con un movimiento casi ceremonial, como si se preparara para un ritual sagrado. Sobre el escritorio, sus armas descansaban como reliquias: un cuchillo de 50 cm, afilado como la venganza; una katana que susurraba promesas de sangre; un machete robusto, perfecto para destrozar; un puñal antiguo, herencia de un pasado que no compartía con nadie; una pistola con silenciador, para los momentos de discreción; y una soga, aunque esta última la miraba con desprecio, recordándole a Carlota Monzón, la estranguladora de basquetbolistas que prefería la soga al acero. Cada arma era una extensión de su voluntad, un instrumento para escribir el próximo capítulo de su legado.
Mientras tomaba sus armas, una a una, sintió el peso de su misión como un yugo glorioso. Carlos Matías Sandes, con su machete y su Queso Gruyère, había profanado su ritual al asesinar a Maru. Pero no era solo por Maru. Era por todas las mujeres Quesoneadas, cuyas vidas habían sido segadas por los Quesones en un ciclo interminable de violencia. Era por ella misma, por la Carla que había jurado que el Queso sería un símbolo de justicia, no de burla.
Se miró una última vez en el espejo, sus labios curvándose en una sonrisa afilada. “Por Maru, por todas las Quesoneadas, y por mí,” susurró, su voz un juramento que resonó en el silencio del apartamento. “Por el advenimiento del reino de las Quesonas. Los Quesones serán Quesoneados, y las Quesonas reinaremos.”
Con sus armas listas y su mente afilada como una hoja, Carla salió al frío de la noche, lista para cazar al hombre que había desafiado su legado. Carlos Matías Sandes sería el primero de muchos Carlos, el primer paso hacia un nuevo orden. La Quesona Asesina estaba en camino, y el reinado de los Quesones estaba a punto de desmoronarse.
UNA NOCHE DE QUESO, SEXO Y SANGRE
El Hotel Imperial de Puerto Madero se alzaba como un titán de cristal y acero, sus luces reflejándose en las aguas oscuras del río como un faro de opulencia. En la Suite Imperial Carlos V, en el piso más alto, Carla había preparado el escenario perfecto para su trampa. La habitación era un derroche de lujo: paredes de mármol blanco pulido, una cama con dosel digna de un rey, y ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad, un telón de fondo que contrastaba con el propósito letal de Carla. Ella no estaba allí para admirar la vista; estaba allí para cazar, para cumplir la promesa hecha a las amigas de Maru y consolidar su reinado como la Quesona suprema.
Carlos Matías Sandes había caído en su red con una facilidad casi insultante. Una invitación susurrada en un bar exclusivo del centro, un roce calculado de su mano enguantada contra la suya, y el gigantón había aceptado reunirse con ella en la suite, intrigado por la leyenda de la Quesona Asesina. Carla sabía que su presa era arrogante, confiada en la impunidad que su riqueza y conexiones le otorgaban, pero también fascinada por el aura de peligro que ella proyectaba. Lo que Sandes no sospechaba era que Carla había escondido su arsenal estratégicamente en la habitación: un machete bajo el sofá, una katana detrás de las cortinas, una pistola con silenciador en un cajón, y un puñal antiguo en su bota, listos para el momento en que la seducción diera paso a la sangre, y al QUESO.
Cuando Carlos Matías entró, llenó la suite con su presencia imponente. Su cabello oscuro estaba desordenado, y su casaca de basquetbolista apenas contenía su musculatura de atleta. En sus manos llevaba un gran paquete envuelto en papel dorado, una sonrisa torcida en el rostro que delataba su seguridad. Carla, vestida con un vestido negro que abrazaba cada curva de su cuerpo como una segunda piel, lo recibió con una mirada que era mitad seducción, mitad amenaza. En sus manos, ella también sostenía un paquete similar, un eco deliberado del ritual que ambos compartían.
—¿Un regalo para mí? —preguntó Carla, arqueando una ceja mientras señalaba el paquete de Carlos, su voz un susurro que cortaba el aire como una hoja afilada.
—Solo si vos tenés uno para mí —respondió él, su voz grave resonando en la suite como un tambor. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Carla, deteniéndose en sus botas altas, que ocultaban el puñal que siempre llevaba consigo.
Intercambiaron los paquetes con una ceremonia casi ritual, un reconocimiento tácito del juego mortal que estaban jugando. Al desenvolverlos, ambos rieron, una risa cargada de desafío: dentro de cada paquete había un Queso Gruyère gigantesco, del tamaño de una rueda de tractor, idéntico al que Sandes había dejado sobre el cuerpo de Maru. Era una burla mutua, un duelo de símbolos. Para Carla, el Queso era su firma de justicia, un recordatorio de su cruzada contra los Quesones. Para Sandes, era una provocación, una declaración de su estatus como Quesón. Los Quesos quedaron en el centro de la habitación, como altares de un culto extraño, testigos silenciosos de la batalla que se avecinaba.
—Carla, Carlos… Matías —dijo él, sentándose en un sofá de cuero y cruzando una pierna, dejando a la vista sus enormes pies descalzos, calzando 55, que emanaban un olor a Queso rancio que ya comenzaba a impregnar el aire—. Qué casualidad, ¿no? Nuestros nombres. Como si estuviéramos destinados a esto.
Carla se acercó, quitándose las botas con un movimiento lento y deliberado, revelando sus pies, que calzaban un 42, inusualmente grande para una mujer, pero elegantes, con uñas pintadas de negro. —No creo en el destino, Carlos —respondió, sentándose frente a él, su voz un equilibrio perfecto entre seducción y amenaza—. Pero sí creo en los pies. Los tuyos… dicen mucho de vos.
Él rió, un sonido profundo que retumbó en la suite como un trueno. —Mis pies son leyenda. Tamaño, olor… todo el mundo habla de ellos. —Se inclinó hacia adelante, su mirada fija en los pies de Carla—. Pero los tuyos… son una sorpresa. ¿A qué huelen, Quesona?
Carla sonrió, levantando un pie y acercándolo a él con una lentitud provocadora. —A perfume francés. Chanel N°5, para ser exacta. —El aroma era embriagador, una mezcla de sofisticación y peligro que contrastaba con el olor intenso, casi abrumador, de los pies de Carlos, que evocaban el Queso apestoso que ambos habían traído.
Lo que comenzó como un juego de provocación se transformó rápidamente en algo más, un torbellino de deseo retorcido que los envolvió como una niebla. Carlos tomó el pie de Carla entre sus manos, sus dedos fuertes acariciando la piel suave con una reverencia inesperada, como si tocara una reliquia. Ella, por su parte, se inclinó hacia él, dejando que sus manos exploraran los pies enormes de Carlos, masajeándolos con una mezcla de curiosidad y fascinación mórbida. El aire se cargó de una tensión extraña, un fetichismo compartido que los unía en una intimidad tan peligrosa como adictiva. El olor de los pies de Carlos, un eco del Queso que marcaba sus crímenes, se mezclaba con el perfume de Carla, creando una danza olfativa que los llevaba al borde de la locura.
—Tus pies… son perfectos —murmuró Carlos, besando suavemente los dedos de Carla, su lengua rozando la piel con una devoción que rayaba en lo sagrado. Ella respondió oliendo sus pies, el olor a Queso fuerte llenando sus sentidos, pero en lugar de repelerla, la excitó. Era como si el aroma de Carlos fuera una extensión de su propia obsesión, un reflejo distorsionado de los Quesos que ella dejaba como trofeos.
Carla lamió lentamente uno de los dedos de Carlos, sus ojos verdes fijos en los de él, mientras él chupaba con delicadeza los suyos, sus manos apretando con una fuerza contenida que prometía violencia. Las caricias se volvieron más intensas, los besos más urgentes, los aromas mezclándose en un frenesí que los consumía. Los pies de ambos se convirtieron en el centro de su universo, un fetiche que los unía en una danza retorcida, un preludio al choque entre la Quesona y el Quesón.
El encuentro escaló a un nivel salvaje. Carla se levantó, tirando de Carlos hacia la cama con dosel con una fuerza que desmentía su figura esbelta. Sus cuerpos se entrelazaron en un frenesí de pasión, sus manos y bocas explorando no solo sus pies, sino cada rincón de sus cuerpos, como si quisieran devorarse mutuamente. La suite se llenó de susurros, gemidos y el crujido de las sábanas, el lujo del entorno contrastando con la brutalidad de su deseo. Mientras sus cuerpos se movían al unísono, con los Quesos Gruyère observándolos desde el centro de la habitación como altares de un culto pagano.
Carla, con una fuerza que desmentía su figura esbelta, se levantó del sofá de cuero, sus guantes negros brillando bajo la luz tenue de los candelabros. Tomó la mano de Carlos, tirando de él hacia la cama con dosel, un trono de sábanas blancas que parecía esperar el clímax de su enfrentamiento. Sus cuerpos se entrelazaron en un frenesí de pasión, como dos tempestades chocando en el horizonte, sus movimientos guiados por una urgencia primal que borraba la línea entre placer y peligro.
Sus manos, ella con guantes de cuero que rozaban como un susurro oscuro, él con dedos fuertes que parecían esculpir cada curva, exploraban no solo sus pies, sino cada rincón de sus cuerpos, como si quisieran cartografiarse mutuamente antes del inevitable desenlace. Los pies de Carla, perfumados con Chanel N°5, danzaban sobre la piel de Carlos, mientras los de él, impregnados de un aroma a Queso que evocaba los altares en el centro de la habitación, respondían con una intensidad que era tanto desafío como rendición. Cada caricia era una metáfora de su duelo, un roce que prometía tanto éxtasis como destrucción.
La suite se llenó de susurros, gemidos contenidos y el crujido de las sábanas, un coro que contrastaba con el lujo frío del entorno. Los ventanales reflejaban sus siluetas entrelazadas, como sombras de un cuadro barroco pintado con deseo y peligro. Los cuerpos de Carla y Carlos se movían al unísono, un ballet de luces y sombras donde cada roce era una nota en una sinfonía prohibida. Sus respiraciones se mezclaban, rápidas y entrecortadas, como olas rompiendo contra un acantilado, mientras el calor de sus pieles convertía la habitación en un crisol de sensaciones.
Sus labios se encontraron en un choque de voluntades, un duelo de lenguas que exploraban con una avidez que rayaba en la reverencia. Las manos de Carla trazaban senderos sobre el pecho de Carlos, cada músculo una cordillera que ella escalaba con dedos expertos, mientras él, con una delicadeza sorprendente para su tamaño, recorría las líneas de su cuerpo como si memorizara un mapa sagrado. El aroma del Queso y el perfume francés se entrelazaban en el aire, una alquimia olfativa que los envolvía como un hechizo, llevándolos al borde de un abismo donde el placer y la muerte eran uno solo.
El encuentro alcanzó su cénit en un crescendo de movimientos fluidos, sus cuerpos fundiéndose en una unión que era tanto un acto de creación como de destrucción. La cama con dosel crujía bajo el peso de su intensidad, las sábanas blancas arrugándose como pergaminos que guardaban secretos antiguos. Cada roce, cada suspiro, era un verso en un poema escrito con fuego, un ritual que los conectaba a los Quesones y Quesonas que habían venido antes, a los altares de Queso que marcaban sus legados.
LA HORA DEL QUESO
La Suite Imperial Carlos V aún vibraba con los ecos de la pasión desenfrenada. Carlos Matías Sandes yacía desparramado en la cama con dosel, su cuerpo de 2,02 metros ocupando casi todo el colchón. Sus pies gigantescos, calzando 55, colgaban del borde, emanando un olor a Queso rancio que llenaba la habitación como una niebla invisible. Carla, todavía jadeante, se levantó de la cama, su mente nublada por el frenesí fetichista y el encuentro salvaje. Pero al mirarse en el espejo, sus ojos verdes se endurecieron. Recordó su misión: vengar a Maru, eliminar al Quesón. La Quesona Asesina había perdido el foco, pero ahora estaba de vuelta.
Se puso sus guantes negros con un chasquido teatral, como una villana de telenovela, y tomó su machete, un arma robusta que había destrozado a Matías Fioretti en el pasado. Lo levantó con ambas manos, lista para descargar un golpe brutal sobre el pecho de Carlos. Pero justo cuando iba a asestarlo, uno de los pies gigantescos de Carlos se movió en un espasmo de sueño, golpeando una botella de champagne que rodó por el suelo. Carla tropezó con la botella, el machete voló de sus manos y se incrustó en el cabezal de la cama, a centímetros de la cabeza de Carlos. Él abrió un ojo, murmuró “¿Qué fue eso, nena?” y volvió a roncar, ajeno al desastre. Carla, furiosa, arrancó el machete, pero el mango se le resbaló por el sudor de sus guantes y cayó al suelo con un clang ensordecedor. Carlos ni se inmutó.
Frustrada, Carla decidió usar su katana, la misma que había atravesado a Matías Almeyda con elegancia letal. Se posicionó junto a la cama, la hoja brillando bajo la luz de los candelabros. Con un movimiento dramático, alzó la katana para decapitar a Carlos. Pero, en un giro absurdo, el ventilador de techo, que nadie había notado que estaba encendido, atrapó la punta de la katana. La espada salió disparada, girando como un boomerang, y se clavó en una pared, derribando un cuadro de un gaucho que cayó con un estruendo. Carlos se rascó un pie, murmuró algo sobre “moscas molestas” y siguió durmiendo. Carla, con la cara roja de ira, recuperó la katana, pero ahora tenía una muesca en la hoja. “¡Maldito ventilador!” exclamó.
Carla, cada vez más exasperada, optó por su cuchillo de 55 cm, un arma tan grande que parecía sacada de una película de Rambo. Lo blandió con furia, decidida a apuñalar a Carlos en el corazón. Pero al acercarse, pisó una de las zapatillas gigantes de Carlos, que olía como un Queso olvidado en el sol. El olor la hizo estornudar violentamente, y el cuchillo se le escapó, cayendo de punta… directamente en uno de los dedos gordos de Carlos. Increíblemente, el dedo era tan calloso que el cuchillo rebotó como si hubiera golpeado una armadura. Carlos gruñó, se rascó el pie y murmuró: “Malditas pulgas de hotel”. Carla, boquiabierta, recogió el cuchillo, que ahora estaba doblado como un gancho.
Ya al borde de un colapso, Carla tomó su pistola larga con silenciador, un arma que había despachado a Pablo Sinema con precisión quirúrgica. Apuntó a la cabeza de Carlos, sus manos temblando de frustración. Apretó el gatillo… y solo se oyó un clic patético. ¡La pistola estaba descargada! En su distracción fetichista, había olvidado cargarla. Carlos, en su sueño, soltó un ronquido tan fuerte que pareció burlarse de ella. Carla arrojó la pistola al suelo, maldiciendo en voz baja.
Desesperada, Carla decidió probar la soga, un método que no le gustaba, pero que Carlota Monzón habría aplaudido. Se acercó sigilosamente, enrolló la soga alrededor del cuello de Carlos y tiró con fuerza. Pero los brazos musculosos de Carlos, moviéndose en un sueño inquieto, se enredaron con la soga, convirtiéndola en un nudo marinero imposible. Cuanto más tiraba Carla, más se apretaba la soga… ¡alrededor de su propia muñeca! Tuvo que cortar la cuerda con el puñal antiguo para liberarse, dejando a Carlos roncando plácidamente, con un trozo de soga colgando de su brazo como una pulsera improvisada.
Como último recurso, Carla decidió usar el arma definitiva: el Queso Gruyère de 10 kilos que había traído, previamente tratado con un veneno indetectable. Lo levantó con esfuerzo, lista para estrellarlo contra la cabeza de Carlos y dejar que el veneno hiciera su trabajo. Pero al alzarlo, el Queso, resbaladizo por la condensación, se le escapó de las manos y rodó por la habitación, chocando contra la pared con un ¡plaf! que sonó como un gong. Carlos se despertó de golpe, miró el Queso rodante y soltó una carcajada. “¡Jajaja, qué manera de cerrar la noche, nena! ¡Un Queso volador!” Se levantó, tomó el Queso, lo olió y, para horror de Carla, arrancó un pedazo y lo comió. “¡Riquísimo! ¿Dónde compraste esto?” El veneno, al parecer, había sido neutralizado por el olor abrumador de sus propios pies, un fenómeno que desafiaba toda lógica.
Carla, jadeando y al borde de la histeria, se quedó mirando a Carlos, que ahora estaba sentado en la cama, comiendo Queso y rascándose un pie con aire despreocupado. Cada intento había sido un desastre, una parodia de su reputación como la Quesona Asesina. Carlos, ajeno a su destino, le guiñó un ojo y dijo: “Vení, rubia, sigamos con lo nuestro. Estos pies no se lamen solos”.
Carlos se incorporó con una agilidad sorprendente para su tamaño. Sus ojos, antes somnolientos y burlones, ahora brillaban con una malicia que heló la sangre de Carla. De un compartimento oculto en su maletín, sacó un par de guantes negros idénticos a los de ella, se los puso con un chasquido deliberado y tomó el Queso Gruyère de 10 kilos, del tamaño de una rueda de tractor, que aún rodaba por el suelo tras el fiasco anterior. Con un rugido, lo alzó sobre su cabeza y lo lanzó contra Carla con una fuerza brutal.
El Queso impactó contra el pecho de Carla como un meteorito, derribándola al suelo con un ¡plaf! que resonó en la suite. El suelo de mármol vibró, y ella, aturdida, intentó levantarse, pero Carlos ya estaba sobre ella. Sus pies gigantescos, calzando 55, apestando a un olor que combinaba Queso rancio y sudor de gimnasio, descargaron una serie de patadas salvajes. Cada golpe era un martillo, aplastando las costillas de Carla, que jadeaba, atrapada bajo el peso de su propia arrogancia.
Carlos no se detuvo. Con un movimiento teatral, plantó uno de sus pies enormes sobre el rostro de Carla, forzándola a inhalar el olor abrumador. Era como si el mismísimo Queso Gruyère hubiera cobrado vida para asfixiarla. “¿En serio creías que ibas a asesinarme, Quesona?” rugió, su voz resonando como un trueno. “¡Yo soy un Quesón! No solo asesiné a mi esposa, Maru. ¡He asesinado a cientos de mujeres! Wanda Nara, Luisana Lopilato, Vicky Xipolitakis, Alina Moine, Laurita Fernández, Natalia Oreiro, Cynthia Fernández… ¡y podría darte cientos de nombres más, ja, ja, ja! Somos muchos, Quesona, pero yo soy uno de los Quesones Top!”
Carla, aplastada bajo el pie de Carlos, intentó alcanzar su puñal, pero el dolor y el olor la tenían inmovilizada. Sus ojos se abrieron de par en par al escuchar los nombres, cada uno un puñetazo a su orgullo. Había subestimado a su presa, y ahora pagaba el precio. Carlos, como si leyera su derrota, levantó el pie y retrocedió un paso, solo para tomar el machete de un metro de largo que había escondido bajo la cama. La hoja brillaba con un filo mortal, manchada con recuerdos de sangre seca.
“No usaré una katana, eso se lo dejo a Carlos Delfino,” dijo, blandiendo el machete con una sonrisa sádica. “Tampoco un cuchillo de 50 cm, eso es para Carlos Bossio. ¿Cuchillo de caza? Eso es de Carlos Fernández Lobbe. ¿Revólver? El método de Carlos Reich. ¿Estrangulaciones? Para eso está Carlos Elder. ¿Espada de espadachín? Carlos Eisler. ¿Puñal? Carlos Izquierdoz. ¿Hacha? Carlos Quintana. ¡Yo soy el hombre del machete, nena! ¡Con este machete decapité a Maru, y ahora es tu turno, Carla!”
Antes de que Carla pudiera reaccionar, Carlos descargó el primer golpe. El machete cortó el aire con un silbido, abriendo una herida profunda en el brazo de Carla. “¡Esto es por Matías Fioretti!” gritó, mientras la sangre salpicaba el mármol. Un segundo golpe le rasgó el muslo. “¡Por Matías Solanas!” Otro corte, esta vez en el hombro. “¡Por Matías Candia, o TooYugan, o quien sea que era!” Cada herida era un nombre, un eco de los asesinatos de Carla: Matías Spano, Matías Alemanno, Matías Moroni, Matías Criolani, Matías Arado, Matías Cantoni, Matías Almeyda. Una docena de cortes, cada uno más brutal que el anterior, acompañados por los nombres de sus víctimas, como si Carlos hubiera estudiado su legado para destruirlo.
Carla, bañada en su propia sangre, intentó arrastrarse hacia la puerta, pero sus fuerzas se desvanecían. Carlos, implacable, alzó el machete una última vez. “Y esto, Quesona, es por mí,” susurró, antes de descargar un golpe final que cortó limpiamente la cabeza de Carla. Su cuerpo se desplomó, inerte, mientras su cabeza rodaba por el suelo, los ojos verdes aún abiertos en una expresión de incredulidad.
Carlos, jadeando, tomó el Queso Gruyère que había arrojado antes y lo colocó con un golpe seco sobre el cuerpo decapitado de Carla. “¡QUESO!” rugió, su voz resonando en la suite como un grito de victoria. La Quesona Asesina, la reina del Queso, había caído ante un Quesón, y la suite Imperial Carlos V era ahora el mausoleo de su derrota.
El basquetbolista se quitó los guantes negros, los arrojó junto al cuerpo y salió de la habitación, dejando tras de sí un rastro de olor a Queso y sangre. La leyenda de la Quesona había terminado, pero la del Quesón apenas continuaba.
Carlos, con el rostro iluminado por una sonrisa sádica, mantuvo sus guantes negros puestos, sus dedos apretándolos como si fueran una extensión de su poder. Se inclinó sobre el cadáver de Carla, sus ojos recorriendo la escena con una mezcla de satisfacción y desdén. “Creíste que podrías vencerme, Quesona,” murmuró, su voz baja pero cargada de un veneno que cortaba el aire “Se quienes te enviaron hacia aca, voy por ellas ahora, ja, ja, Porque los Quesones somos eternos. Maru fue solo una más en una larga lista. Wanda Nara, Luisana Lopilato, Vicky Xipolitakis, Alina Moine… y vos, Carla, solo un obstáculo más en nuestro camino.” Su risa, un eco grave y cruel, llenó la suite, como si las paredes mismas reconocieran su supremacía.
LA VENGANZA DEL QUESÓN
La noche en Buenos Aires era un manto de nubes negras, un cielo que parecía conspirar con el Quesón. Julieta, Sofía y Clara, todas jugadoras de voleibol amateur, se habían refugiado en un gimnasio destartalado de algún barrio porteño, donde practicaban en un intento desesperado de mantener la mente ocupada tras el asesinato de Maru. La cancha, iluminada por focos parpadeantes, olía a sudor y madera vieja, las redes colgando como telarañas en un lugar olvidado. Las tres mujeres, con sus uniformes deportivos empapados de esfuerzo, golpeaban la pelota con furia contenida, sus rostros marcados por el dolor y el miedo, cuando la puerta del gimnasio se abrió con un estruendo que hizo temblar las paredes.
Carlos Matías Sandes irrumpió como un titán, su silueta llenando el marco de la puerta. Sus guantes negros relucían bajo la luz, y el machete en su mano parecía absorber las sombras. Sus pies, descalzos y gigantescos, calzando 55, desprendían un olor a Queso rancio que invadió el gimnasio como una niebla tóxica, haciendo que las jugadoras retrocedieran instintivamente. Las tres mujeres se congelaron, la pelota cayendo al suelo con un rebote sordo que resonó como un presagio.
“¿Creían que podían esconderse de mí?” rugió Carlos, su voz resonando en la cancha como un trueno. “¿Creían que esa Quesona podría detenerme? ¡Soy Carlos Matías Sandes, el Quesón supremo!”
Julieta, la líder, dio un paso adelante, su rostro pálido pero desafiante, el sudor goteando por su frente. “¡Asesino! ¡Asesinaste a Maru! ¡Pagarás por esto!” gritó, su voz temblando pero cargada de furia, sus manos apretando una pelota como si fuera un arma.
Carlos soltó una risa cruel, un sonido que heló la sangre y reverberó en las paredes. “¿Pagar? ¡Soy yo quien cobra, Julieta! Vosotras tres sellaron su destino al enviar a Carla contra mí.” Avanzó, sus pasos haciendo crujir el suelo de madera. “¿Querían justicia? ¡Les daré el sabor del Queso!”
Sofía intentó correr hacia la salida, sus zapatillas chirriando contra el suelo, pero Carlos fue más rápido. Con un movimiento brutal, la atrapó por el brazo y la arrojó al suelo con un golpe que resonó como un trueno. Plantó uno de sus pies gigantescos sobre su rostro, el hedor a Queso apestoso invadiendo sus fosas nasales, haciéndola jadear y toser mientras lágrimas de terror y náusea corrían por sus mejillas. “¡Huele el poder del Quesón!” gruñó Carlos, su sadismo destilando en cada palabra, inclinándose para disfrutar del pánico en los ojos de Sofía, que arañaba el suelo en un intento inútil de liberarse.
Clara, paralizada por el terror, balbuceó entre sollozos: “¡Por favor, no! ¡Solo queríamos justicia para Maru!” Su voz se quebró, sus manos temblorosas levantándose en un gesto de súplica, pero sus palabras solo avivaron la crueldad de Carlos. La empujó contra la red de voleibol, enredándola como una presa atrapada, y dejó que su pie apestoso rozara su cara, el olor insoportable haciendo que sus ojos se llenaran de lágrimas y su cuerpo se convulsionara de asco. “Justicia,” se burló, su voz cargada de desprecio, acercando su rostro al de Clara para saborear su miedo. “No hay justicia contra los Quesones. Solo sangre y Queso, Yo soy la Justicia, la Justicia del Queso.”
Julieta, con un grito de rabia, intentó atacarlo con un palo de madera que encontró en un rincón, su cuerpo temblando de adrenalina. “¡Te asesinaremos, monstruo!” gritó, pero Carlos esquivó el golpe con una agilidad sobrenatural, arrancándole el palo con una mano enguantada y aplastándola contra el suelo con su pie. El olor a Queso era una tortura, una nube venenosa que la hacía jadear y retorcerse, su rostro contorsionado por el pánico y el asco. “¡Valiente!” rió Carlos, su sadismo brillando en sus ojos mientras presionaba más fuerte, disfrutando de cada gemido, cada lágrima, como si fueran ofrendas a su culto.
Con las tres mujeres debilitadas y temblando bajo el peso de su humillación, Carlos blandió su machete de un metro de largo, la hoja que había decapitado a Maru y a Carla, ahora ansiosa por reclamar más vidas. “¿Saben cuántas han caído antes que ustedes?” siseó, su voz un susurro mortal mientras paseaba la punta del machete por el aire. “Cientos, miles, Quesoneadas por los Quesones. Y esta semana, el mundo sabrá lo que significa que cientos de mujeres sean Quesoneadas en una misma semana.”
El primer golpe fue para Julieta. El machete cortó el aire con un silbido ensordecedor, abriendo un tajo profundo en su pecho, la piel rasgándose como tela vieja mientras la sangre brotaba en un arco carmesí que salpicó las paredes y el suelo. “¡Por Wanda Nara!” rugió Carlos, su voz vibrando de placer sádico, mientras Julieta caía de rodillas, su grito ahogado por la sangre que llenaba su garganta, sus ojos vidriosos reflejando un terror absoluto antes de desplomarse. El segundo corte, un golpe brutal en su abdomen, desgarró músculos y órganos, dejando su cuerpo convulsionando en un charco rojo.
Sofía fue la siguiente. Carlos la levantó por el cabello, su mano enguantada tirando con fuerza mientras ella gritaba, su voz un eco de desesperación. El machete descendió con una fuerza devastadora, cortando desde el hombro hasta la cadera, la hoja atravesando hueso y carne con un crujido húmedo. “¡Por Luisana Lopilato!” gritó, su risa mezclándose con el sonido de la sangre salpicando la red de voleibol. Sofía se desplomó, su cuerpo partido en un ángulo grotesco, los ojos abiertos en una expresión de horror congelada, mientras la vida se le escapaba en un gorgoteo final.
Clara, sollozando y arrastrándose, intentó alcanzar la puerta, sus uñas rasgando la madera, pero Carlos la atrapó con facilidad. La levantó como si fuera una muñeca rota, su mano enguantada apretando su garganta hasta que sus ojos se desorbitaron. “¡Por Vicky Xipolitakis!” rugió, asestando una docena de cortes salvajes: uno en el cuello, otro en el pecho, un tercero en el brazo que lo arrancó de cuajo, la sangre rociando el aire como una fuente. “¡Alina Moine! ¡Laurita Fernández! ¡Natalia Oreiro! ¡Cynthia Fernández!” Cada nombre era un golpe, cada corte una exhibición de sadismo, hasta que Clara cayó, su cuerpo destrozado en un montón de carne y sangre, su rostro congelado en un grito silencioso.
El gimnasio se transformó en un matadero, el suelo de madera ahora un lienzo de sangre, sudor y terror, las redes colgando como testigos mudos de la carnicería. Carlos, jadeando, su sadismo alimentado por cada grito sofocado, tomó tres Quesos Gruyeres gigantes que había traído en una bolsa de lona, cada uno del tamaño de una rueda de tractor, pesados y apestosos. Con un movimiento teatral, los alzó uno por uno.
“¡QUESO!” gritó, lanzando el primero sobre el cuerpo de Julieta, el ¡plaf! resonando como un tambor fúnebre, el Queso Suizo aplastando su pecho destrozado, su superficie agujereada goteando sangre. “¡QUESO!” rugió de nuevo, arrojando el segundo sobre Sofía, el impacto hundiéndose en su abdomen abierto, el olor a Queso mezclándose con el hedor metálico de la sangre. “¡QUESO!” bramó por tercera vez, lanzando el último sobre Clara, el Queso Suizo cubriendo su rostro destrozado, un sello grotesco que sellaba su destino.
Carlos, con sus guantes negros aún puestos, se enderezó, su figura llenando el gimnasio como un dios oscuro. La ciudad de Buenos Aires, visible a través de una ventana rota, parecía rendirle pleitesía, sus luces parpadeando como si celebraran su reinado. “¡Los QUESONES reinamos!” proclamó, su voz un rugido que atravesó la noche. “¡Carlos Delfino con su katana! ¡Carlos Bossio con su cuchillo! ¡Carlos Reich con su revólver! ¡Carlos Elder con su soga! ¡Carlos Fernández Lobbe con su cuchillo de caza! ¡Carlos Eisler con su espada! ¡Carlos Izquierdoz con su puñal! ¡Carlos Quintana con su hacha! ¡Carlos Luna con sus estrellas shuriken! ¡Carlos Schattmann con su ninjato! ¡Carlos Alcaraz, el tenista español, con su espada! ¡Carlos Sainz Vázquez de Castro, el piloto, con sus puñales! ¡Carlos Moyá con su daga! ¡Carlos Lampe con su cuchillo! ¡Carlos Palacios con su facón! ¡Carlos Buemo con su espada! ¡Carlos Repetto con su cuchillo de caza! ¡Carlos Machado con su puñal! ¡Carlos Melia con su pistola rosa con silenciador! ¡Cientos de Quesos caerán, y el mundo sabrá lo que significa que cientos de mujeres sean Quesoneadas en una misma semana!”
Se volvió hacia los cuerpos destrozados, su machete goteando sangre, y escupió sobre los Quesos Suizos que los cubrían. “Esto es solo el comienzo,” murmuró, su sonrisa sádica iluminada por la luz parpadeante. “La Era de los Quesones ha esta alcanzando el cenit y la plenitud. El Reinado de los Quesones comienza ahora, y con mis colegas, inundaremos el mundo de sangre y Queso.”
Con un último vistazo a la carnicería, salió del gimnasio, sus pasos resonando como un tambor de guerra. El olor a Queso rancio y sangre lo seguía, una estela que marcaba su camino hacia un futuro de dominio. En los bajos fondos, los rumores corrían como fuego: la Quesona Asesina había caído, sus aliadas habían sido masacradas, y Carlos Matías Sandes, el Quesón, había ascendido. El culto del Queso, impregnado de violencia y burla, se alzaba más fuerte que nunca, y Sandes, con su machete, sus guantes negros y su risa cruel, era su profeta. La puerta del gimnasio se cerró tras él, dejando atrás un silencio sepulcral roto solo por el eco de su grito final: “¡QUESO!” La ciudad, ajena al horror, siguió durmiendo, pero en las sombras, la Era y el Reinado de los Quesones se solidificaban, prometiendo un futuro de sangre, Queso y terror sin fin.
QUESO
he quedado anodado, es más de lo mismo, pero es buenisimo, sublime, fabuloso, es como ver una nueva película de Batman, Superman o Spiderman, ya sabemos lo que va a pasar, quien va a ganar y quien va a perder, pero nos gusta igual
ResponderBorrarsi siempre tendremos queso, siempre seremos felices, lo tire una Carla o un Carlos
ResponderBorrarun placer leer a la quesona y a Sandes, el basquetbolista la termina haciendo mierda, la moraleja de la quesona quesoneada, y que mal terminaron las amigas de Sandes
ResponderBorrarel blog parece haber entrado en nueva dimensión, con esto de los reboots, esta presentación, las imágenes, vamos los Relatos Quesones!
ResponderBorraren la lucha entre un Carlos y una Carla, siempre gana una Carla, aunque ella intentó asesinarlo muchas veces, un cuento magistral
ResponderBorrarque raro que no sale Dumitrescu, ahí fallo el autor, pero quiero más relatos quesones star
ResponderBorrarya mataste a todos tus personajes (salvo los quesones claro, que son intocables), o sea que la idea de reboots y remakes no esta mal, o sea que tenemos Quesos para rato
ResponderBorrarME VUELVO LOCOOOO CON EL CARLOS MATIAS Y LA CARLAAAAAAAA
ResponderBorrarsiempre retorcido Carlos Quesón, te diste el gusto de matarla a Carla, pero al mismo tiempo la pones en un reboot para que pueda aparecer en otros relatos, genio y figura hasta la sepultura, o mejor dicho hasta el queso
ResponderBorrarel rollo de los quesos, las carlas y los carlos continua
ResponderBorrarbien por la explicación del principio, porque era de lamentar que la Quesona terminará así, aunque en realidad se lo merece por haber sido tan cruel y sanguinaria con tantos Matías, y digamos al aceptar asesinar a un Carlos rompía con el equilibrio Quesón, excepcional cuento, una obra maestra, perfecto, el asesinato del rugbier, el encuentro con las amigas de Maru, el sexo de Sandes y Carla, los asesinatos finales, obra maestra del Mundo Quesón
ResponderBorrarCarla no debió haber aceptado el encargo, y que soretas las amigas de Maru, pero Sandes se encargo de hacer prevalecer la justicia
ResponderBorraruna nueva saga de “Relatos Quesones Star?” Un nuevo concepto de Quesones y Quesonas? Que sean tan buenos como este, pero que vuelva Dumitrescu
ResponderBorraral fin Matías Candia tuvo justicia, aunque ya había un cuento donde Sandes mataba a esta Carla, pero antes de que acuchillaran a Candia, se ve que hay varias líneas temporales
ResponderBorrareso es superior a cualquier boludez de Scream, Halloween o Martes 13, tenes que tener registrado, un día aparece un queso en esas películas y no va a poder registrar derechos de autor
ResponderBorrarSandes no parece arrepentido de haber quedado viudo, sino todo lo contrario
ResponderBorrary Carla merecía un castigo, pero Carlos Matías Sandes se la lleva de arriba, pero así parecen ser las reglas del queso
ResponderBorraruna metáfora del triunfo de la masculinidad sobre el casalarguismo feminoide
ResponderBorrarMe recordó a El honor de los Prizzi, por lo de asesino Vs asesina.
ResponderBorrarAunque entendí que pasa en un mundo alterno, habría preferido que hubiese triunfado Carla, que Sandes fuera la víctima.
Y en el mundo principal, Maru debería ser revivida por magia. A cambio de quesonamientes, evidentemente.
El Fauno
son buenas ideas que el autor debe tener en cuenta, en el honro de los Prizzi gana el asesino como aca (y se llama Charley!), queda la duda, Sandes tenía intención de asesinarla o solo lo hace como venganza? gran duda existencial
Borrarcasi una síntesis perfecta del mundo Quesón, obra maestra estimado Carlos Quesón
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