El Cuento de Carla, la Princesa Quesona y Asesina #QUESO
En el reino de Valdenor, en el corazón de Europa en el año 1473, las campanas resonaban con un júbilo ensordecedor, anunciando la boda del Príncipe Matías, heredero del trono, con la Princesa Carla, una joven de belleza hipnótica del reino vecino de Albricia. Los viñedos dorados y los campos de Valdenor brillaban bajo un sol otoñal, mientras las calles de la capital bullían con guirnaldas de flores, banderolas de seda y el fervor de nobles y plebeyos celebrando la unión. Esta alianza prometía sellar la paz entre dos reinos tras décadas de conflictos, pero bajo la superficie de la algarabía, una tormenta de venganza se gestaba en el corazón de Carla.
El castillo de Valdenor, una fortaleza de piedra gris con torres que parecían desafiar al cielo, estaba adornado con tapices dorados y mesas rebosantes de manjares: venado asado, truchas cocidas en vino tinto, hogazas de pan crujiente y, en el centro del gran salón, un Queso gigante, un coloso lácteo de casi dos metros de diámetro, esculpido con grabados de vides y coronas. Este Queso, obra maestra de los queseros reales, era el símbolo ancestral de prosperidad en Valdenor, un augurio de abundancia y fertilidad para los novios. La multitud lo admiraba, ignorante de que pronto se convertiría en un emblema de muerte.
La ceremonia fue un derroche de opulencia. Matías, de porte noble, con cabello castaño ondulado y ojos verdes que destellaban optimismo, vestía una túnica de terciopelo azul con hilos de plata. Carla, radiante, llevaba un vestido de seda blanca con encajes que parecían tejidos por manos celestiales, su melena rubia cayendo en cascada. Sus ojos azules, aunque cálidos en apariencia, ocultaban un brillo frío, una chispa de furia que nadie percibió entre los cánticos de trovadores, los malabares de juglares y las danzas ebrias del pueblo en las plazas.
Tras el banquete, los novios fueron conducidos entre risas y vítores a la cámara nupcial, una estancia de paredes tapizadas en rojo carmesí, con un lecho cubierto de pieles y pétalos de rosa. El Queso gigante, transportado con gran esfuerzo por los sirvientes, reposaba en un rincón, su aroma terroso impregnando el aire. La puerta se cerró, dejando a la pareja en la intimidad.
En la penumbra de la alcoba, la luz titilante de las velas arrojaba un resplandor dorado sobre los cuerpos de Matías y Carla. El aire estaba cargado de una tensión eléctrica, impregnado del aroma dulce de la cera derretida y un toque de jazmín que emanaba de la piel de Carla. Matías tomó su mano con suavidad, sus dedos cálidos entrelazándose con los de ella, y la miró con una intensidad que hizo que el corazón de Carla latiera con fuerza.—Eres tan hermosa esta noche —susurró Matías, su voz grave y cargada de deseo mientras acercaba sus labios a los de ella.
Carla sonrió, sus ojos brillando con un destello juguetón. —Solo esta noche? —respondió, su tono provocador mientras inclinaba la cabeza, dejando que sus labios rozaran los de él en un desafío silencioso.
El beso comenzó suave, un roce delicado que pronto se transformó en un torrente de pasión. Los labios de Matías se movían con hambre, explorando los de Carla, mientras sus lenguas se encontraban en un baile lento y ardiente. Ella respondió con igual fervor, sus manos deslizándose por el pecho de Matías, sintiendo la firmeza de sus músculos bajo la camiseta ajustada. Él dejó escapar un gemido bajo, sus manos encontrando la curva de la cintura de Carla, atrayéndola más cerca hasta que no quedó espacio entre sus cuerpos.—Te deseo tanto... —murmuró Matías contra su boca, sus palabras entrecortadas por la urgencia de sus besos. Sus manos subieron lentamente por la espalda de Carla, desabrochando con dedos temblorosos el delicado vestido que se deslizó hasta el suelo, dejando al descubierto la piel suave y cálida de su cuerpo.
Carla lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y desafío. —Entonces demuéstramelo —susurró, su voz un ronroneo seductor mientras tiraba de la camiseta de Matías, arrancándosela con un movimiento rápido. Sus manos recorrieron los contornos de su torso, sus uñas trazando líneas suaves que hicieron que él se estremeciera.
La habitación parecía desvanecerse, dejando solo el calor de sus cuerpos y el ritmo acelerado de sus respiraciones. Matías la levantó con facilidad, sus manos firmes bajo los muslos de Carla, y la llevó hasta la cama, donde las sábanas de satén se arrugaron bajo su peso. La besó con más intensidad, sus labios descendiendo por el cuello de Carla, dejando un rastro de besos húmedos que la hicieron arquearse contra él.—Matías... —gimió ella, su voz temblorosa mientras sus manos se enredaban en su cabello, guiándolo más abajo. —No pares... por favor.
Él sonrió contra su piel, sus dientes rozando suavemente la curva de su clavícula antes de descender hacia sus pechos. Sus labios encontraron un pezón, succionándolo con delicadeza mientras su mano libre exploraba la suavidad de su vientre, descendiendo hasta la unión de sus muslos. Carla jadeó, su cuerpo respondiendo a cada caricia, cada roce, como si estuviera hecho para él.—Dime qué quieres —susurró Matías, su aliento cálido contra su piel mientras sus dedos se deslizaban con una lentitud torturante, explorando su calor húmedo.—Te quiero... dentro de mí —respondió Carla, su voz entrecortada, sus caderas moviéndose instintivamente hacia él. —Ahora, Matías. No me hagas esperar.
El deseo en su voz fue suficiente para deshacerlo. Matías se deshizo de los restos de su ropa, su cuerpo fuerte y definido brillando bajo la luz de las velas. Se posicionó sobre ella, sus ojos encontrándose con los de Carla en un momento de conexión cruda, casi animal. Entró en ella lentamente, saboreando cada centímetro, cada suspiro que escapaba de los labios de Carla. Ella se aferró a sus hombros, sus uñas clavándose en su piel mientras sus cuerpos comenzaban a moverse en un ritmo perfecto, como si estuvieran hechos el uno para el otro.—Dios, Carla... eres perfecta —jadeó Matías, su voz ronca mientras aceleraba el ritmo, sus movimientos profundos y deliberados. Las sombras en las paredes danzaban al compás de sus cuerpos, un torbellino de pasión que llenaba la habitación de gemidos y susurros.
Carla se arqueó bajo él, sus manos recorriendo su espalda, instándolo a ir más rápido, más profundo. —Más... —susurró, su voz quebrándose en un gemido mientras el placer la envolvía. —Matías, no te detengas...La noche se convirtió en una sinfonía de sensaciones: el roce de la piel contra la piel, el calor de sus cuerpos entrelazados, los sonidos de sus respiraciones entrecortadas y los gemidos que escapaban sin control. Cada caricia, cada movimiento, era una declaración de deseo, una danza febril donde el amor y la lujuria se entrelazaban sin límites.
Pero en medio de la pasión, Matías no notó el cambio sutil en los ojos de Carla. Donde antes había dulzura y entrega, ahora brillaba una chispa de determinación fría, un destello que contrastaba con el calor de sus cuerpos. Mientras él se perdía en ella, Carla parecía estar calculando, su mente moviéndose en una dirección que Matías, cegado por el deseo, no podía siquiera imaginar.
El clímax los había dejado exhaustos, sus cuerpos aún temblando por la intensidad de su unión. Matías yacía sobre las sábanas de satén, su pecho subiendo y bajando con una respiración entrecortada, una sonrisa soñadora curvando sus labios. La luz de las velas danzaba sobre su piel sudorosa, proyectando sombras que parecían acariciar la alcoba. —Te amo, mi reina —murmuró, su voz suave, cargada de una vulnerabilidad que lo hacía parecer casi infantil, ajeno por completo al abismo que se abría frente a él.
Carla, en cambio, se deslizó fuera de la cama con una calma inquietante, su cuerpo desnudo moviéndose con la gracia de un felino que acecha. Sin decir una palabra, caminó hacia un arcón de madera oscura al pie de la cama, sus movimientos precisos, deliberados. Abrió la tapa con un chasquido seco y extrajo unos guantes de cuero negro, ajustándolos a sus manos con una lentitud casi ceremonial, como si estuviera preparándose para un ritual. Luego, de un compartimento oculto en el arcón, sacó una espada de hoja ancha, forjada en las fraguas de Albricia. El acero relucía bajo la luz de las velas, su filo tan afilado que parecía cortar el mismo aire. El mango, grabado con un halcón alado, era un símbolo de su linaje perdido, un recordatorio de las cenizas de su pasado.
Matías, aturdido por la pasión y el vino, se incorporó lentamente, apoyándose en los codos. Su sonrisa se desvaneció al ver la espada en las manos de Carla. —¿Carla? ¿Qué haces? —balbuceó, su voz temblorosa, atrapada entre la confusión y un instinto creciente de temor. Sus ojos recorrieron el cuerpo de ella, buscando una explicación, pero solo encontraron la frialdad de su mirada.
Carla se giró hacia él, su rostro transformado en una máscara de desprecio. Sus labios se curvaron en una sonrisa cruel, y cuando habló, su voz cortó como el filo que sostenía. —Tu pueblo destruyó Albricia, Matías —siseó, cada palabra impregnada de un veneno que había fermentado durante dos décadas—. Hace veinte años, tus soldados quemaron nuestras aldeas, masacraron a mi familia, arrasaron mi hogar. Vi a mi madre suplicar mientras la degollaban. Vi a mi hermano pequeño arder en nuestra casa. Me crié entre cenizas, jurando venganza. Esta boda —hizo una pausa, su mirada perforando la de él— fue mi puerta a tu mundo. Y ahora, pagarás con tu sangre.
El rostro de Matías palideció, sus ojos se abrieron de par en par mientras el horror se apoderaba de él. Intentó hablar, pero las palabras se atoraron en su garganta. —Carla, no... por favor... —suplicó, su voz quebrándose mientras intentaba arrastrarse hacia el borde de la cama. Pero el pánico lo volvía torpe, sus manos resbalaban en las sábanas húmedas de sudor y ahora de miedo.
Antes de que pudiera reaccionar, Carla alzó la espada con ambas manos, sus músculos tensándose bajo la piel. El primer golpe fue un tajo brutal, un arco descendente que atravesó el pecho de Matías con un crujido espeluznante de costillas rotas. La sangre brotó como un torrente, salpicando las sábanas y el rostro de Carla, quien no se inmutó. Matías soltó un alarido desgarrador, un grito que parecía arrancado de lo más profundo de su alma, resonando en la alcoba como un eco de su agonía. Sus manos se alzaron, temblorosas, intentando detener la hemorragia, pero la sangre se deslizaba entre sus dedos, cálida y viscosa.—¡Carla, no! ¡Por favor! —gritó, su voz rota por el dolor y el terror. Sus ojos, llenos de lágrimas, buscaban desesperadamente una chispa de piedad en ella, pero solo encontraron un brillo sádico, una satisfacción cruel que parecía alimentar cada uno de sus movimientos.
Carla inclinó la cabeza, como si saboreara su sufrimiento. —Esto es por mi madre —siseó, alzando la espada de nuevo. El segundo corte fue aún más feroz, un golpe diagonal que abrió el abdomen de Matías como si fuera pergamino. Sus entrañas se derramaron sobre las sábanas, un espectáculo grotesco que arrancó un gemido gutural de su garganta. Intentó arrastrarse, sus manos resbalando en el charco de sangre que crecía bajo él, pero cada movimiento era una agonía, una lucha inútil contra la muerte que lo reclamaba.—No... no... —sollozó, su cuerpo temblando incontrolablemente mientras el pánico lo consumía. Su respiración era un jadeo desesperado, cada inhalación acompañada de un gorgoteo húmedo. La alcoba, que momentos antes había sido un santuario de pasión, ahora olía a sangre y miedo, el aire cargado con el hedor metálico de la carnicería.
Carla se acercó, sus pasos lentos, deliberados, como una cazadora jugando con su presa. —Y esto es por mi hermano —dijo, su voz baja y cargada de odio. El tercer golpe fue un acto de pura crueldad, la espada cayendo sobre el hombro derecho de Matías con un crujido nauseabundo que destrozó hueso y tendón. Su brazo quedó colgando, inútil, mientras él se retorcía en la cama, sus gritos convirtiéndose en alaridos incoherentes. La sangre salpicaba las paredes, pintando las sombras de las velas con un rojo oscuro.—¡PARA! ¡POR DIOS, PARA! —suplicó Matías, sus ojos vidriosos, su rostro contorsionado por el terror y el dolor. Pero Carla no se detuvo. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida, sus manos apretando el mango de la espada con una fuerza alimentada por años de rencor.
El cuarto golpe fue un espectáculo de sadismo. La espada descendió con un silbido, cercenando casi por completo el brazo izquierdo de Matías. El miembro cayó al suelo con un sonido húmedo, dejando un rastro de sangre que se mezcló con el charco viscoso que cubría las sábanas. Matías apenas pudo emitir un gemido, su cuerpo al borde del colapso, su mente atrapada en una vorágine de pánico y desesperación. La habitación giraba a su alrededor, las velas parpadeando como si se burlaran de su sufrimiento.—¿Por qué...? —susurró, su voz un hilo frágil, apenas audible, mientras la vida se le escapaba. La pregunta flotaba en el aire, cargada de una incomprensión que nunca sería respondida.
Carla se inclinó sobre él, su rostro a centímetros del suyo, sus ojos brillando con un fuego gélido. —Porque tu mundo debe arder como el mío —respondió, su voz un susurro venenoso. Con un movimiento final, alzó la espada y la hundió directamente en el corazón de Matías. El golpe fue preciso, letal, atravesando carne y hueso con un sonido sordo. El cuerpo de Matías se convulsionó una última vez, un espasmo final antes de desplomarse, inerte, sobre el lecho que aún conservaba el calor de su pasión.
El silencio que siguió fue opresivo, roto solo por la respiración jadeante de Carla. Limpió la espada en las sábanas, el acero dejando un rastro rojo sobre el tejido arruinado. Sus ojos se posaron en el cuerpo destrozado de Matías, pero no había remordimiento en su mirada, solo una satisfacción oscura, como si hubiera arrancado un peso de su alma.
Entonces, su atención se volvió hacia el queso gigante, una mole amarilla y absurda que dominaba un rincón de la alcoba como un monumento grotesco. Con un gruñido de esfuerzo, Carla lo empujó, sus músculos temblando mientras la rueda comenzaba a rodar. Cayó sobre el cadáver de Matías con un crujido repugnante, aplastando lo que quedaba de su cuerpo bajo su peso. La sangre se filtró por los bordes, mezclándose con la corteza cerosa, creando una imagen macabra que parecía desafiar toda lógica.
Carla se enderezó, su pecho subiendo y bajando con cada respiración. Alzó la cabeza y soltó un grito primal, un rugido que resonó en la cámara como una declaración de victoria. —¡QUESO! —bramó, su voz cargada de un triunfo salvaje, como si el acto de destruir a Matías y profanar su cuerpo con aquella rueda absurda fuera el sello final de su venganza.
La alcoba, ahora un altar de sangre y caos, vibraba con la intensidad de su grito. Las velas parpadeaban, sus llamas reflejándose en el acero de la espada y en los ojos de Carla, que brillaban con la furia de una mujer que había reclamado su justicia.
He intensificado el sadismo de Carla, destacando su motivación vengativa y su placer en el sufrimiento de Matías, mientras profundizo en el pánico de este último con descripciones vívidas de su terror y desesperación. El contexto de Albricia se mantiene como el núcleo de su odio, y el elemento del queso se conserva como un toque surrealista que refuerza la atmósfera grotesca. Si deseas más ajustes, un enfoque diferente en el tono o mayor énfasis en algún aspecto, no dudes en indicármelo.
Antes de que pudiera escapar, un estruendo sacudió la puerta. Seis guardias reales, alertados por los gritos de Matías, irrumpieron en la cámara, sus espadas desenvainadas y sus armaduras reluciendo bajo las velas. “¡Princesa! ¿Qué ha sucedido?” exclamó el capitán, un hombre corpulento de barba recortada, al ver el cuerpo destrozado de Matías bajo el Queso.
Carla, con la espada aún en la mano, no titubeó. “Vuestros pecados os han alcanzado, Quesudos,” siseó, su voz impregnada de desprecio. Antes de que los guardias pudieran reaccionar, se lanzó hacia ellos con una agilidad felina. El primer guardia, sorprendido, recibió un tajo en la garganta, cayendo con un gorgoteo. Carla giró sobre sí misma, esquivando una estocada, y hundió su espada en el pecho del segundo, atravesando su cota de malla. “¡QUESO!” gritó, empujando un pequeño Queso ceremonial, colocado en una mesa cercana, sobre el cuerpo del hombre.
El tercer guardia intentó atacarla por la espalda, pero Carla, anticipándose, lo derribó con un golpe en la rodilla y remató su cuello con un corte limpio. “¡QUESO!” exclamó, arrojando otro Queso sobre su cadáver. El cuarto y quinto guardias, en pánico, atacaron al unísono, pero Carla, moviéndose como una sombra, esquivó sus golpes y los apuñaló en rápida sucesión: uno en el corazón, el otro en el abdomen. “¡QUESO! ¡QUESO!” gritó, lanzando Quesos sobre ambos cuerpos, cada uno acompañado de su grito de guerra.
El capitán, el último en pie, rugió y cargó contra ella. Carla, con una calma mortal, paró su espada y, con un movimiento preciso, le cortó la mano que sostenía el arma. Mientras el hombre aullaba, ella lo decapitó de un solo golpe. “¡QUESO!” proclamó, empujando el Queso gigante, que aún goteaba sangre de Matías, sobre el cuerpo del capitán. Los seis guardias yacían muertos, cada uno Quesoneado con un Queso sobre su cadáver, la cámara convertida en un matadero.
Carla, sabiendo que el tiempo apremiaba, se envolvió en una capa oscura y escapó por un pasadizo secreto que conducía a los muros exteriores del castillo. Emergió en los jardines, donde una patrulla de seis soldados, alertada por el caos, la interceptó. “¡Alto, princesa!” gritó el líder, levantando su lanza.
“No soy vuestra princesa, Quesudos,” respondió Carla, su voz un susurro letal. Con una velocidad inhumana, se lanzó contra ellos. El primer soldado cayó con un tajo en el pecho, su armadura inútil contra la espada de Albricia. “¡QUESO!” gritó, arrojando un Queso robado de un carro cercano sobre su cuerpo. El segundo intentó huir, pero Carla lo alcanzó, clavándole la espada en la espalda. “¡QUESO!” exclamó, lanzando otro Queso. Los terceros y cuartos soldados, armados con alabardas, atacaron juntos, pero Carla esquivó sus golpes, cortando las piernas de uno y el torso del otro. “¡QUESO! ¡QUESO!” resonó, mientras los cubría con más Quesos.
El quinto, un arquero, disparó una flecha que rozó el hombro de Carla, arrancándole un gruñido. Furiosa, corrió hacia él y le atravesó el estómago. “¡QUESO!” gritó, arrojándole un Queso en el rostro. El último soldado, temblando, soltó su arma y suplicó clemencia. “No hay piedad para los Quesoneados,” dijo Carla, degollándolo con un movimiento rápido. “¡QUESO!” proclamó, colocando el último Queso sobre su cuerpo.
Con los soldados muertos, Carla se desvaneció en la noche, corriendo hacia el Bosque de las Sombras, un lugar temido donde los árboles susurraban y las brumas ocultaban horrores antiguos. Nadie la siguió; el miedo ya se había apoderado de los guardias restantes.
La venganza de Carla fue el resultado de un trauma profundo. A los cinco años, presenció cómo los soldados de Valdenor quemaban su hogar y ejecutaban a su familia. Criada en un convento, bajo la tutela de una nodriza y un monje que le enseñaron a odiar a Valdenor, Carla canalizó su dolor en una obsesión por la justicia. El Queso, símbolo de la opulencia de Valdenor, se convirtió en su fetiche de venganza, una forma de ridiculizar a sus enemigos mientras honraba a su pueblo perdido. Cada grito de “¡QUESO!” era un acto de catarsis, una liberación de la furia que la consumía.
Psicológicamente, Carla era una mezcla de genialidad y locura. Su habilidad para infiltrarse en la corte, fingir amor y planificar cada detalle de su venganza demostraba una mente brillante. Sin embargo, su obsesión con Quesonear a sus víctimas sugería un desequilibrio, una necesidad de ritualizar su ira para mantener el control. Asesinar no bastaba; debía humillar, marcar a sus enemigos como Quesoneados, transformando el símbolo de Valdenor en un recordatorio de su derrota.
La masacre de Matías y los doce soldados conmocionó a Valdenor. El rey Gregorio II, destrozado, abdicó, y el reino cayó en el caos. El Queso gigante, antes un símbolo de prosperidad, fue prohibido en ceremonias, y los queseros fueron ostracizados. La alianza con Albricia se rompió, y el miedo a la Princesa Quesona se extendió como una plaga.
En el Bosque de las Sombras, Carla continuó su cruzada, atacando a nobles y soldados, siempre Quesoneándolos con un Queso y un grito de “¡QUESO!” Su figura dio origen a dos leyendas: la Princesa Quesona, una heroína trágica para los oprimidos, que vengó a Albricia con sangre y Queso; y la Quesona Asesina del Bosque, un espectro vengativo que acechaba a los Quesudos y Quesoneados. Los aldeanos dejaron ofrendas de Queso en el bosque, esperando apaciguar su ira, pero las desapariciones continuaron.
Nadie supo si Carla vivió o se convirtió en un espíritu del bosque. Pero en Valdenor, cada Queso abandonado en un camino, cada eco de “¡QUESO!” en la noche, hacía temblar a los vivos. “La Quesona ha vuelto,” susurraban, y el miedo aseguraba que su nombre nunca fuera olvidado.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

la precuela de la Quesona Asesina del Bosque
ResponderBorrarPodría ser.
BorrarLo que sería un motivos para más relatos con esta Carla-
El Fauno
un placer leer estas historias de Carla
ResponderBorrarsiempre dicen que las quesonas no huelen a queso sino a perfume francés pero me da que este si huele a queso
ResponderBorrarla princesa quesona es la mejor de las asesinas, debería haber más , de esta descendieron las demás quesonas
ResponderBorrar