El Cuento Quesón de la China de la Dinastía Ming #QUESO
En los días dorados de la Dinastía Ming, bajo el reinado del emperador Yongle, Zhu Di, cuando los templos ardían con incienso y los dragones de jade vigilaban los tejados de la Ciudad Prohibida, vivía un filósofo errante llamado Ju Chun Mi. Este venerable anciano, de barbas plateadas como hilos de luna y ojos que parecían contener la sabiduría de mil vidas, recorría los caminos polvorientos de China con un bastón de bambú y un zurrón lleno de pergaminos. Ju Chun Mi era un alma singular, un tejedor de ideas que entrelazaba las enseñanzas de Buda, Confucio y Lao Tsé con una chispa extraña: ciertos preceptos cristianos que había aprendido de un mercader veneciano, un hombre de nariz aguileña y risa estruendosa que alguna vez cruzó las rutas de la seda.
Ju Chun Mi predicaba en aldeas y ciudades, desde las orillas del Yangtsé hasta las montañas de Yunnan, hablando de armonía, piedad filial y el equilibrio del yin y el yang, pero también de un amor universal que desconcertaba a los eruditos confucianos más ortodoxos. Su voz, grave y cálida, atraía a campesinos, monjes y hasta bandidos arrepentidos, quienes se sentaban a sus pies bajo sauces llorones para escuchar sus parábolas. Decían que su sonrisa podía apaciguar a un tigre y que sus palabras hacían florecer los corazones marchitos. Pero no todos lo veían con buenos ojos. En las sombras de la corte, algunos susurraban que su mezcla de doctrinas era una herejía, un desafío a la pureza de la tradición Ming.
Una noche de otoño, cuando las hojas caían como monedas de cobre y la luna se alzaba redonda sobre las colinas, Ju Chun Mi llegó exhausto a un albergue en las afueras de Nanjing. El lugar, conocido como la Posada del Loto Marchito, era un refugio humilde pero acogedor, con faroles de papel que titilaban en la brisa y un aroma a sopa de jengibre flotando en el aire. Allí, tres jóvenes damas, de belleza etérea y modales refinados, lo recibieron con reverencias. Se presentaron como las hermanas Yuan: Mei Lin, Mei Hua y Mei Xue, descendientes de la antigua dinastía mongola que había gobernado China un siglo antes. Sus rostros eran pálidos como la porcelana, y sus cabellos, negros como la noche, caían en cascadas sobre sus túnicas de seda bordadas con flores de loto. Ofrecieron al filósofo té de jazmín y un cuenco de arroz con cerdo asado, y él, confiado en la bondad humana, aceptó con gratitud.
Pero algo oscuro se cernía en el aire. Mientras Ju Chun Mi hablaba de la unidad del cosmos, las hermanas intercambiaban miradas furtivas. Cuando el anciano bebió el té, su rostro palideció, sus manos temblaron y, con un suspiro que pareció llevarse su alma, cayó muerto sobre la mesa. El albergue se llenó de gritos. Las hermanas Yuan, con lágrimas fingidas, juraron que el filósofo había sucumbido a una dolencia repentina, pero el olor amargo del té traicionó su mentira. Alguien había vertido un veneno mortal, un extracto de belladona traído de tierras lejanas, en la taza del venerable.
La noticia del asesinato llegó a oídos del emperador Yongle, un hombre de voluntad férrea y mirada de halcón, que gobernaba con puño de hierro y corazón devoto. Indignado por la muerte de un hombre tan sabio, ordenó una investigación inmediata y colocó una recompensa de mil taeles de plata por la captura de los culpables. La proclama resonó por todo el imperio, desde las murallas de Pekín hasta los puertos de Cantón, y pronto un guerrero singular respondió al llamado.
Se hacía llamar Carlos, un nombre extraño que desentonaba con las tierras de Han. Alto como un pino, con pies grandes que parecían aplastar la tierra al caminar, Carlos era un wei suo, un soldado de las guarniciones militares Ming, conocido por su fuerza descomunal y su lealtad inquebrantable. Su nombre, según contaban, era un homenaje a los mercaderes venecianos y portugueses que había conocido en su juventud, cuando servía en los puertos del sur. Carlos no era un hombre común: portaba una espada gigantesca, forjada en los hornos de Shanxi, tan ancha como el torso de un hombre y decorada con dragones entrelazados. Pero su arma más peculiar no era de acero, sino de Queso. Sí, Queso: un Queso gigante, duro como piedra, lleno de agujeros como los cráteres de la luna, que Carlos había aprendido a fabricar siguiendo las recetas de los extranjeros. Nadie sabía cómo un guerrero chino había adoptado tan extraña costumbre, pero decían que ese Queso, cuando se lanzaba con la fuerza de sus brazos, podía derribar a un hombre como si fuera una catapulta.
Carlos llegó a la Posada del Loto Marchito al amanecer, su figura imponente recortada contra el sol naciente. Interrogó a los aldeanos, olfateó el aire como un lobo y examinó el cuerpo de Ju Chun Mi. Encontró restos del veneno en la taza y, con la astucia de un zorro, siguió las pistas hasta las hermanas Yuan. Las tres mujeres, al verse acorraladas, intentaron seducirlo con promesas de riqueza y placer, pero Carlos, con el corazón puro y la mente afilada, no cayó en sus trampas. “La justicia del emperador no se doblega ante la belleza”, dijo, desenvainando su espada.
Lo que siguió fue una danza macabra de muerte y Queso, un torbellino de violencia impregnado de un hedor grotesco. Las hermanas Yuan, maestras en las artes oscuras transmitidas por sus ancestros mongoles, tejían sombras con gestos precisos y lanzaban dagas envenenadas que silbaban como víboras en el aire. Pero Carlos, un coloso implacable, era un vendaval de furia y destreza. Sus pies, enormes y pestilentes, exudaban un olor tan abrumador que llenaba la sala como una niebla tóxica, un arma tan letal como su espada. Con un rugido que hizo temblar las vigas, Carlos blandió su espada, un relámpago plateado que cortó el aire con precisión quirúrgica. Mei Lin, la mayor de las hermanas, intentó invocar una sombra protectora, pero el hedor de los pies de Carlos la alcanzó primero. Aturdida, cayó de rodillas, su rostro contorsionado mientras olía el aire viciado, sus labios temblorosos rozando los dedos callosos de aquellos pies monstruosos en un acto de sumisión instintiva. Algunos dicen que, en su delirio, incluso lamió la piel áspera, besándola como si fuera un ritual de rendición. Pero no hubo clemencia: la espada de Carlos descendió, y la cabeza de Mei Lin rodó por el suelo, sus ojos aún abiertos en una mezcla de horror y éxtasis.
Mei Hua, la segunda hermana, intentó escapar, sus pasos rápidos resonando en el templo. Carlos, con una risa gutural, tomó un Queso gigante de su arsenal, una rueda inmensa y madura que desprendía un aroma casi tan nauseabundo como sus pies. Con un movimiento de titán, lo lanzó. El Queso surcó el aire como una bala de cañón, golpeando a Mei Hua en la espalda con un crujido espeluznante. La hermana cayó, atrapada bajo el peso del Queso, su rostro aplastado contra el suelo. Carlos se acercó, descalzo, y colocó un pie sobre su nuca.
El olor la envolvió, y en su desesperación, Mei Hua succionó el aire, sus labios rozando la planta del pie en un gesto de sumisión forzada, lamiendo la piel sudorosa mientras su cuerpo temblaba. Carlos, con un brillo cruel en los ojos, alzó su espada, el filo reluciendo bajo la luz tenue. Con un movimiento deliberado, descargó el arma en un arco perfecto, cortando el aire con un silbido. La hoja atravesó el cuello de Mei Hua, separando su cabeza del cuerpo en un instante. La sangre salpicó el pilar cercano, dejando un cráter en la madera donde la espada rozó tras el golpe, y el eco de un grito ahogado resonó en el aire.
Mei Xue, la más astuta, conjuró una niebla espesa, un hechizo que oscureció la sala y ocultó su figura menuda. Pero Carlos no necesitaba ver. El olor del veneno en su aliento, mezclado con el tufo insoportable de sus pies, era un faro en la penumbra. Caminó con pasos deliberados, cada pisada liberando una ráfaga de hedor que disipaba la niebla. Mei Xue, atrapada por el miasma, cayó de rodillas, tosiendo y jadeando. Sus manos, temblorosas, se aferraron a los pies de Carlos, besándolos y lamiéndolos en un intento fútil de apaciguar al monstruo. Pero él no se detuvo. Con un movimiento fluido, atravesó su pecho con la espada, el acero emergiendo por su espalda mientras un Queso gigante, rodando sin control, aplastaba sus talismanes en un estallido de pergaminos rotos y magia disipada. El templo quedó en silencio, salvo por el eco de los Quesos rodando y el hedor persistente de los pies de Carlos, un recordatorio de su victoria brutal. Las hermanas Yuan, maestras de las sombras, habían sido vencidas no solo por la espada, sino por el poder abrumador de un hombre que convertía el olor en arma y el Queso en instrumento de muerte.
Los aldeanos, asomados desde las ventanas, vitorearon al guerrero. Carlos, cubierto de polvo y sangre, alzó su espada al cielo y juró lealtad al emperador y a la memoria de Ju Chun Mi. La noticia de su hazaña corrió como el viento, y pronto el nombre de Carlos Que Son —el guerrero del Queso— se convirtió en leyenda. En las tabernas, los poetas cantaban sus proezas, y los niños jugaban a lanzar Quesos con agujeros, soñando con ser héroes. El emperador Yongle, complacido, lo recibió en la Ciudad Prohibida y le otorgó un título: “Guardián del Loto Justo”.
Y así, en la China Ming, donde los dragones aún susurraban en los ríos y los sabios iluminaban los corazones, Carlos Que Son se alzó como un símbolo de justicia, con su espada en una mano y un Queso gigante en la otra, recordando a todos que incluso en tiempos de veneno y traición, la verdad siempre encuentra su camino.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
el auténtico cuento chino quesón
ResponderBorrarMing no era el malo de Flash Gordon, el del planeta Mongo? no tiene nada que ver no?
ResponderBorrarun quesón japonés es creíble, pero un chino, si existiera sería un boludo
ResponderBorraryo creo que por mas que haya mil cien millones de chinos, no sale un queson bueno de ahi
ResponderBorrarpara esta epoca ya había habido contactos con Occidente, o sea que el nombre Carlos bien podría haber llegado esta ahí, las tipas eran unas asesinas, que mataron a un buen hombre, todos estos quesones asiaticos son justicieros, asesinan, pero a mujeres malvadas
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