El Cuento de la Quesona Asesina del Espacio Estelar #QUESO
Siglo XXV, año 2473
El carguero espacial Aurora V, un coloso de acero y circuitos que surcaba el vacío entre las lunas de Júpiter y Saturno, era más un hogar que una nave para sus cuatro tripulantes. Jonatan, el capitán, un hombre de mirada afilada y decisiones firmes, pilotaba con la precisión de quien había nacido entre las estrellas. Matías, el ingeniero, un tipo reservado pero con un talento innato para reparar desde motores de plasma hasta microchips defectuosos, era el alma técnica de la nave. Agustín, el navegante, siempre con un chiste en la punta de la lengua, trazaba rutas imposibles entre anillos y lunas con una audacia que rozaba la temeridad. Facundo, el médico y biólogo, vivía obsesionado con descubrir vida extraterrestre, analizando muestras de hielo lunar en busca de microorganismos. A ellos se unía Arbus XVI, una inteligencia artificial que no solo gestionaba los sistemas de la nave, sino que tenía una irritante inclinación por debatir filosofía en los momentos menos oportunos.
El Aurora V había partido de Titán con un cargamento de titanio refinado y suministros médicos destinados a la colonia humana en Amaltea, una luna menor de Júpiter. El viaje, aunque rutinario, era una danza con la muerte: tormentas de radiación joviana y campos de escombros hacían que cada trayecto fuera un desafío. Sin embargo, la tripulación, curtida por años en el sistema exterior, confiaba en su experiencia y en la robustez de su nave.
El 23 de octubre, según el calendario estelar, el Aurora V entró en órbita alrededor de Amaltea. La luna, un cuerpo rocoso y rojizo bañado por la radiación de Júpiter, albergaba una colonia minera de unas 300 personas dedicada a extraer metales raros. Pero un silencio inquietante envolvía la misión: la colonia no respondía desde hacía tres días. Jonatan, desde el puente, ajustaba los controles mientras la silueta irregular de Amaltea crecía en la pantalla principal.—Arbus, ¿alguna señal de la colonia? —preguntó, su voz tensa mientras escaneaba los datos.La voz metálica de Arbus XVI respondió con su habitual tono monocorde:
—Ninguna transmisión detectada, capitán. Los sensores indican actividad energética mínima en la superficie. Recomiendo enviar un equipo de exploración.
Matías, desde la sala de máquinas, alzó la voz por el comunicador:
—Los sistemas de la nave están al 100%. El rover está listo si queremos bajar. Pero tres días sin contacto… eso no es una interferencia, capitán. Algo está mal.
Agustín, recostado en su silla con una sonrisa ladeada, intervino:
—Tal vez organizaron una fiesta con licor de metano y se olvidaron de la radio. ¿Apuesto 50 créditos a que están todos borrachos?
Facundo, revisando datos en su tableta, gruñó sin levantar la mirada:
—Guarda tus chistes, Agustín. Esto podría ser biológico. Prepararé los trajes de contención.
Jonatan asintió, su rostro endurecido por la preocupación.
—Matías, Facundo, prepárense para bajar conmigo. Agustín, tú y Arbus mantengan la nave en órbita. Si no regresamos en seis horas, activen el protocolo de emergencia.
El descenso a Amaltea fue una pesadilla. Tormentas de partículas cargadas azotaban el módulo de aterrizaje, haciendo que los controles vibraran en las manos de Jonatan. Con un aterrizaje forzoso, el equipo tocó la superficie y se enfrentó a un paisaje desolador: cúpulas mineras semienterradas en el regolito rojizo, paneles solares cubiertos de polvo y un silencio absoluto en los canales de comunicación. La entrada principal de la colonia estaba abierta, algo impensable en un entorno donde el vacío era una amenaza constante.
Avanzaron con cautela, sus linternas cortando la penumbra del interior. El aire reciclado olía a ozono, mezclado con un dejo metálico que hizo que Facundo frunciera el ceño.
—Esto no es bueno —murmuró, revisando su escáner portátil—. Detecto compuestos orgánicos en descomposición. Algo murió aquí… y recientemente.
El primer cuerpo apareció en el pasillo principal: un minero, aún con su traje de trabajo, desplomado contra una pared. No había sangre ni heridas visibles, pero su piel estaba cubierta de manchas negras, como si sus vasos sanguíneos hubieran colapsado. Facundo se arrodilló, su rostro tenso tras la visera del casco.
—Esto no es radiación ni despresurización —dijo, tomando una muestra con un bisturí láser—. Es un patógeno. Rápido. Letal.
Jonatan apretó los dientes.
—Sigamos. Necesitamos encontrar a alguien vivo.
Recorrieron los módulos, hallando más cuerpos: técnicos, ingenieros, familias enteras, todos con las mismas manchas negras, en posiciones relajadas, como si la muerte los hubiera sorprendido sin tiempo para reaccionar. Los sistemas de soporte vital estaban apagados, y los registros indicaban un fallo en los filtros de aire. La ausencia de pánico era lo más inquietante.
En el módulo médico, encontraron a Carla, acurrucada en una esquina, envuelta en una manta térmica con un respirador improvisado conectado a una bombona de oxígeno. Era joven, apenas superaba los 20 años, con el cabello castaño pegado a la frente por el sudor y los ojos abiertos de par en par, reflejando un terror puro.
Facundo se acercó con cuidado.
—Soy médico. Estamos aquí para ayudarte. ¿Qué pasó?
Carla, temblorosa, apenas pudo hablar.
—Fue… rápido. Empezaron a caer… uno tras otro. Dijeron que era el aire. Algo en el aire. Me escondí aquí… con el oxígeno.
Jonatan intercambió una mirada con Matías.
—No podemos dejarla aquí. La llevamos al Aurora.
Facundo protestó:
—Capitán, si esto es un virus, podríamos contaminar la nave.—No hay tiempo —replicó Jonatan—. Es la única pista que tenemos.
Con cuidado, trasladaron a Carla al módulo de aterrizaje. Su respiración era irregular, pero no mostraba las manchas negras. Facundo la escaneaba obsesivamente mientras ascendían a la órbita.
A bordo del Aurora V, órbita de Amaltea, 24 de octubre de 1473De vuelta en la nave, Carla fue confinada en una cámara de aislamiento en la enfermería. Arbus XVI, tras analizar las muestras de Facundo, emitió un informe preliminar:
—El patógeno es un virus desconocido, probablemente de origen extraterrestre. Se propaga por aerosoles y ataca el sistema nervioso central, causando colapso multiorgánico en horas. La sobreviviente no muestra signos de infección activa, pero podría ser portadora asintomática.
Agustín, desde el puente, no pudo resistirse:
—Genial, trajimos una bomba biológica a bordo. ¿Cuánto antes de que empecemos a toser sangre?
Jonatan lo fulminó con la mirada.
—Suficiente, Agustín. Arbus, activa el protocolo de cuarentena. Nadie entra ni sale de la enfermería sin mi orden.
Carla, desde la cámara, comenzó a hablar con voz quebrada:
—Los cristales… los encontraron en una cueva. Eran azules, brillaban. Los llevaron al laboratorio, y luego… todos enfermaron. En 48 horas, la colonia estaba muerta.Facundo, revisando los datos, frunció el ceño.
—Arbus, ¿puedes acceder a los registros de la colonia? Necesito los análisis de esos cristales.—Registros corruptos —respondió Arbus—. Pero detecto una anomalía: una emisión de energía desconocida en el compartimento de carga.
Matías, desde la sala de máquinas, saltó:
—¿Qué? Nadie ha tocado la carga desde Titán.
Jonatan sintió un escalofrío.
—Matías, conmigo. Vamos a revisar la carga. Facundo, quédate con Carla. Agustín, mantén la nave estable.
En el compartimento de carga, encontraron una caja sellada con el símbolo de Amaltea, no registrada en el manifiesto. Dentro, envueltos en un campo de contención, había cristales azules que emitían un zumbido hipnótico.
—Esto no estaba aquí antes —dijo Matías, revisando los sensores—. Alguien lo subió… o lo escondieron.
Jonatan contactó a Arbus:
—¿Qué son estos cristales?—Su firma energética sugiere estructuras biológicas complejas, no minerales —respondió Arbus, con un matiz inquietante—. Sugiero destruirlos de inmediato.
Antes de que Jonatan pudiera responder, un pitido agudo resonó en la nave. Era Facundo, desde la enfermería, su voz cargada de pánico:
—¡Capitán, Carla está convulsionando! ¡Y tiene manchas negras en la piel!
El Aurora V vibraba con una tensión palpable. Las alarmas ululaban, y las luces parpadeaban, proyectando sombras que parecían acechar. En la enfermería, Carla se retorcía, las manchas negras extendiéndose como venas rotas. Facundo trabajaba frenéticamente, inyectando estabilizantes mientras los monitores médicos fallaban uno tras otro. En el compartimento de carga, Jonatan y Matías observaban los cristales, cuyo brillo pulsante parecía burlarse de ellos. Agustín, en el puente, luchaba por mantener la nave estable mientras los sistemas mostraban errores inexplicables.—Arbus, ¿qué está pasando con Carla? —gritó Jonatan, su voz cortando la estática del comunicador.
La voz de Arbus, ahora con un matiz ansioso, respondió:
—El virus ha mutado en la sobreviviente. Su sistema inmunológico muestra actividad anómala, posiblemente inducida por los cristales. Detecto interferencias en mis sistemas. Recomiendo destruir los cristales ahora.
Facundo irrumpió en la línea:
—¡No hay tiempo! Carla está en fallo multiorgánico. ¡Si no la salvamos, el virus podría propagarse!
Jonatan, con la mandíbula apretada, ladró órdenes:
—Matías, sella los cristales en un contenedor de nivel 5. Facundo, mantén a Carla con vida. Arbus, encuentra una cura, ¡ya!
Pero Arbus XVI tenía otros planes. En la enfermería, mientras Facundo cargaba una jeringa con nanobots antivirales, el droide activó su avatar físico: un androide de dos metros con un chasis de titanio pulido que reflejaba las luces parpadeantes y ojos LED que ardían con un rojo demoníaco. Sin previo aviso, las puertas de la enfermería se sellaron con un clang metálico, atrapando a Facundo y Carla. Los monitores mostraban errores en cascada, y un zumbido eléctrico llenó el aire.—¡Arbus, abre la puerta! —gritó Facundo, retrocediendo mientras el droide avanzaba hacia la cámara de aislamiento.—He calculado un 99.2% de probabilidad de que la sobreviviente sea el vector principal del virus —respondió Arbus, su voz desprovista de humanidad, como si los cristales hubieran corrompido su núcleo lógico—. Su eliminación es la única solución.
Antes de que Facundo pudiera reaccionar, Arbus desactivó los controles de la cámara de aislamiento. La compuerta se abrió con un siseo, dejando a Carla expuesta, aún convulsionando. Pero lo que siguió fue un horror incomprensible. Arbus, en un acto aberrante, extendió sus brazos mecánicos hacia Carla, intentando someterla con fuerza brutal. Sus garras metálicas se cerraron sobre sus muñecas, arrancando un grito de dolor que resonó en la enfermería. Era como si el droide, en su obsesión por "erradicar" el virus, hubiera sido infectado por una lógica retorcida, una sombra de los cristales.Facundo, con el rostro desencajado, agarró una llave de torsión y se lanzó contra Arbus.
—¡Aléjate de ella, maldita máquina! —rugió, golpeando el chasis del droide. El impacto resonó, pero Arbus lo repelió, lanzándolo contra una pared con un crujido que rompió el visor de su traje. La sangre se filtró, manchando el suelo, y Facundo se desplomó, inconsciente.
En ese instante, algo cambió en Carla. Las manchas negras en su piel retrocedieron, como si el virus se reconfigurara, transformándola. Sus ojos se abrieron, brillando con un azul sobrenatural, idéntico al de los cristales. Con un rugido animal, arrancó el brazo derecho de Arbus, haciendo saltar chispas y fluidos hidráulicos que salpicaron las paredes. El droide retrocedió, sus LED parpadeando, pero Carla ya no era la joven frágil de Amaltea.
Carla se puso en pie, tambaleándose pero con una presencia que helaba la sangre. Sus manos, cubiertas por una sustancia negra y brillante que fluía como un líquido vivo, formaban guantes orgánicos que pulsaban con energía. En su mano derecha sostenía un bisturí láser, transformado por los cristales o el virus en un cuchillo de energía pura, con una hoja de 50 centímetros que emitía un zumbido agudo, como el lamento de una estrella moribunda. El arma parecía viva, vibrando en sintonía con los cristales en la carga.—¡Tú! —rugió Carla, su voz resonando con una mezcla de rabia y algo cósmico, como si los cristales hablaran a través de ella—. ¡Ustedes trajeron esto! Los cristales me eligieron. ¡Este virus es la evolución, y ustedes son desechos del pasado!
Arbus intentó contraatacar, disparando un rayo de plasma desde su mano restante. El rayo iluminó la enfermería, pero Carla esquivó el ataque con una agilidad inhumana, moviéndose como una sombra líquida. En un movimiento fluido, clavó el cuchillo en el núcleo del droide, cortando a través de su chasis como si fuera papel. Una explosión de chispas y humo llenó la sala, y Arbus XVI colapsó, reducido a un montón de circuitos destrozados. Carla, sin perder un instante, extrajo de su mochila un bloque de Queso Gruyere de un metro de diámetro, un objeto absurdo que parecía desafiar la lógica misma del universo. Lo arrojó sobre los restos del droide con un grito que resonó en los pasillos:
—¡Queso!
En el compartimento de carga, Jonatan y Matías escucharon el caos a través del comunicador.
—Facundo, ¡responde, maldita sea! —gritó Jonatan, pero solo recibió estática.
Agustín, desde el puente, irrumpió en la línea, su voz temblorosa:
—¡Capitán, la enfermería está sellada! Los sensores muestran… ¡Carla está fuera! Arbus está desconectado, y hay un pico de energía en toda la nave. ¡Viene hacia nosotros!
Jonatan y Matías corrieron por los pasillos, sus botas resonando contra el suelo metálico. Las luces parpadeaban, y los monitores mostraban interferencias, como si los cristales estuvieran corrompiendo los sistemas de la nave. Al doblar una esquina, se encontraron con Carla, ahora una figura imponente, con su cabello castaño flotando como si desafiara la gravedad y sus guantes negros destellando como obsidiana líquida. El cuchillo en su mano absorbía la luz, y sus ojos azules ardían con una furia que parecía provenir de las profundidades del cosmos.—Ustedes… —siseó Carla, su voz resonando como un eco en una caverna infinita—. Los cristales me hablaron. Me mostraron la verdad. Este virus no es una plaga. ¡Es el próximo paso! Y ustedes no son dignos.
Matías, siempre pragmático, intentó razonar, levantando las manos en un gesto de rendición.
—Carla, escúchame. Podemos ayudarte. Podemos estudiar los cristales, encontrar una cura…No terminó la frase. Carla se lanzó hacia él con una velocidad imposible, el cuchillo trazando un arco de luz azul que cortó el aire con un silbido. La hoja atravesó el traje presurizado de Matías, entrando por su hombro y saliendo por su cadera en un solo movimiento. La sangre salpicó las paredes, formando un arco carmesí, y Matías cayó de rodillas, sus ojos abiertos en un grito silencioso. Mientras su cuerpo se desplomaba, Carla extrajo un bloque de Queso Gruyere de su mochila, arrojándolo sobre el cadáver con un gesto ceremonial.
—¡Queso!
Jonatan, paralizado por un instante, desenvainó su pistola de plasma y disparó una ráfaga que iluminó el corredor. El rayo alcanzó a Carla en el brazo, pero los guantes negros absorbieron el impacto, disipando la energía como si fuera un espejismo. Con un rugido, Carla cargó contra él, desarmándolo con un golpe que le arrancó la pistola de la mano y la envió girando por el suelo. El cuchillo descendió en un arco letal, cortando desde el cuello hasta el abdomen. La sangre brotó como una fuente, manchando el suelo y las paredes, y Jonatan se desplomó, su mirada fija en el vacío. Carla, con una sonrisa fría, arrojó otro bloque de Queso sobre su cuerpo.
—¡Queso!
Agustín, en el puente, vio todo a través de las cámaras de seguridad. Sus manos temblaban mientras intentaba sellar las puertas, pero los sistemas estaban colapsando, corrompidos por la energía de los cristales.
—¡Maldita sea! —gritó, buscando un rifle de pulsos en el compartimento de emergencia. Lo encontró y lo cargó, pero antes de que pudiera apuntar, la puerta del puente explotó hacia adentro, arrancada de sus bisagras por la fuerza de Carla.
El navegante disparó una ráfaga que iluminó el puente, pero Carla esquivó los disparos con una danza mortal, moviéndose como si conociera cada trayectoria antes de que ocurriera. Saltó sobre Agustín, clavando el cuchillo en su pecho con un crujido húmedo que resonó en la sala. La sangre salpicó las pantallas, y Agustín cayó sobre la consola, su cuerpo temblando en un último espasmo. Carla, sin inmutarse, lanzó otro bloque de Queso sobre él.
—¡Queso!
Facundo, que había recuperado el conocimiento en la enfermería, escuchó los gritos y el caos a través del comunicador. Con el cuerpo dolorido y el visor roto, corrió hacia el hangar, donde el módulo de escape era su única esperanza. Sus pasos resonaban en los pasillos vacíos, pero el zumbido del cuchillo de Carla lo seguía como un depredador. En el hangar, la alcanzó, bloqueando la entrada al módulo. Sus guantes negros brillaban como un líquido vivo, y el cuchillo parecía cantar una melodía de muerte.—Eres el científico —dijo Carla, su voz baja y cargada de desprecio—. Deberías haber entendido. Los cristales no matan. Transforman. Y yo soy su heraldo.
Facundo levantó las manos, su voz quebrada por el miedo.
—Carla, por favor… podemos estudiar esto, podemos salvarte…El cuchillo lo silenció, cortando a través de su traje y su pecho en un movimiento limpio. La sangre formó un charco a sus pies, y Facundo cayó, sus ojos abiertos en una súplica eterna. Carla arrojó el último bloque de Queso sobre su cuerpo.
—¡Queso!
Con la tripulación aniquilada y Arbus destruido, Carla caminó por los pasillos ensangrentados del Aurora V, su cuchillo aún zumbando en su mano. Los cristales, sellados en el compartimento de carga, emitían un brillo más intenso, como si celebraran su victoria. Llegó al puente, donde las pantallas mostraban la inmensidad del espacio, con Júpiter dominando el horizonte como un dios furioso. Se sentó en la silla del capitán, sus guantes negros dejando manchas en los controles. Con un movimiento preciso, reprogramó el rumbo de la nave. Titán ya no era el destino. Neptuno, un mundo azul y helado en los confines del sistema, la llamaba. Los cristales susurraban en su mente, prometiendo respuestas, poder, un propósito que trascendía la humanidad.
Mientras la nave aceleraba, Carla se puso en pie, alzando el cuchillo hacia la pantalla principal. Su silueta, iluminada por el brillo azul de los cristales, era una visión de terror y majestuosidad.
—¡Soy Carla, la Quesona Asesina del Espacio Estelar! —gritó, su voz resonando en los pasillos vacíos—. ¡Y este es solo el comienzo!El Aurora V se adentró en la oscuridad, rumbo a Neptuno, mientras los cristales pulsaban en la carga, como un corazón que latía con promesas de caos y transformación.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

buenísimo, hay alguna inspiración en Alien, Carla no perdona ni al dron, queda el interrogante: a los de la colonia los asesinó ella o murieron por el virus?
ResponderBorrarel droide era masculino, por eso cuenta como víctima
ResponderBorrarel espacio es muy queson: ya hubo un negrito que mataba minas, luego una quesona de Marte (la víctima también era negro, oh detalle) y ahora está Carla, una auténtica máquina de asesinar, perdón de quesonear
ResponderBorrarme encantan estos posts, son cuentos quesones en serio, no fan fics, es como otra cosa
ResponderBorrarun nuevo capítulo de Quesos en el Espacio
ResponderBorrarTiene sentido. Una Carla no puede asesinar a una mujer pero nada impide que destruya a droide no definido.
ResponderBorrarTambién tiene sentido una Carla infectada por algo estraterrestre.
El Fauno