El Cuento de los Crímenes Quesones del Ascensor #QUESO
La noche en Big City era un mosaico de luces parpadeantes y ruidos distantes. El edificio Zenith, con sus 60 pisos de vidrio y acero, se alzaba como un titán en el corazón de la metrópoli. Dentro, en el vestíbulo reluciente, Sofía, una estudiante de filosofía de 22 años, esperaba el ascensor. Su cabello castaño caía en ondas sobre su chaqueta de cuero, y sus ojos, siempre curiosos, escaneaban un libro de Nietzsche que sostenía entre las manos. Había pasado el día en la biblioteca de la universidad, perdida en debates sobre la existencia, y ahora solo quería llegar a su apartamento en el piso 45.
El ascensor llegó con un ding suave. Las puertas se abrieron, y Sofía entró, presionando el botón de su piso. Justo cuando las puertas comenzaban a cerrarse, una figura alta y desgarbada se deslizó dentro. Era un joven, fácilmente de dos metros, con una sudadera gris raída y unos zapatones gastados que parecían demasiado grandes incluso para él. El aire del ascensor se llenó de un olor penetrante, como a sudor rancio mezclado con algo indefiniblemente agrio. Sofía arrugó la nariz, intentando ignorarlo.—Soy Carlos —dijo él, con una voz grave que resonó en el pequeño espacio. Su sonrisa era torcida, casi infantil, pero sus ojos tenían un brillo extraño, como si guardaran un secreto que ella no quería descifrar.
—Hola —respondió Sofía, cortés pero tensa, apretando el libro contra su pecho. Intentó enfocarse en las luces parpadeantes del panel del ascensor, que marcaban los pisos: 5, 6, 7... Pero el olor era imposible de ignorar. Se colaba en sus fosas nasales, invasivo, casi tangible. Miró de reojo a Carlos, que ahora estaba detrás de ella, inmóvil, con las manos en los bolsillos. Sus zapatones, pensó, debían ser la fuente de ese hedor. El ascensor seguía subiendo. 20, 21, 22... Sofía sintió un escalofrío. Había algo en la presencia de Carlos que la ponía nerviosa, pero no podía precisar qué. Tal vez era su silencio, o la manera en que su sombra parecía alargarse en el reflejo de las puertas metálicas. Intentó distraerse, pero el olor... Dios, ese olor. Era repulsivo, y sin embargo, algo en su cerebro comenzó a traicionarla. Una curiosidad morbosa se encendió en su interior, como si una parte de ella quisiera acercarse, explorar, entender. —¿Te molesta? —preguntó Carlos de repente, rompiendo el silencio. Su voz era tranquila, pero había un matiz juguetón en ella. —¿Qué? —Sofía se giró ligeramente, fingiendo confusión, aunque sabía exactamente a qué se refería.
—El olor. Mis pies. Sé que es... fuerte —dijo, y se rió, un sonido grave que hizo vibrar el aire. Sacó una mano del bolsillo, y Sofía notó que llevaba guantes negros de cuero, algo inusual para una noche cálida como aquella.—No, está... está bien —mintió ella, sintiendo cómo su rostro se calentaba. Pero no estaba bien. El olor era abrumador, y sin embargo, esa repulsión inicial comenzaba a transformarse en algo más. Algo que la avergonzaba. Era como si el hedor hubiera despertado una fascinación prohibida, un impulso que desafiaba toda lógica. Carlos se agachó lentamente, desatando uno de sus zapatones con un movimiento deliberado. El olor se intensificó, y Sofía sintió que su cabeza daba vueltas. —¿Quieres... verlo? —preguntó él, levantando un pie descalzo, los dedos largos y pálidos asomando como criaturas extrañas. Sofía tragó saliva. Su mente gritaba que se detuviera, que saliera de ahí, pero su cuerpo no obedecía. Había algo hipnótico en la situación, en la transgresión de lo que estaba a punto de hacer. Asintió, apenas un movimiento de cabeza, y Carlos sonrió más ampliamente.
El ascensor llegó al piso 60 con un ding final, pero las puertas no se abrieron. Algo en el mecanismo parecía haberse trabado, dejándolos atrapados en esa caja metálica. Sofía no lo notó. Estaba demasiado absorta, inclinándose hacia el pie de Carlos, inhalando profundamente. El olor era asfixiante, pero en su delirio, era como si cada molécula de ese hedor estuviera tejiendo un hechizo. Se arrodilló, sin saber por qué, y sus labios rozaron la piel áspera de los dedos de Carlos. Primero un beso, luego un lamido tímido, después algo más... voraz. Carlos la observaba, inmóvil, con esa sonrisa que ahora parecía menos infantil y más predadora. Sus manos enguantadas permanecían quietas, pero sus ojos brillaban con una intensidad que Sofía no vio. El ascensor, detenido en el último piso, era un mundo aislado, un escenario donde las reglas de la realidad se desmoronaban.
Lo que siguió fue un torbellino de sensaciones. Sofía, perdida en su trance, se dejó llevar por un encuentro íntimo que desafiaba toda razón. Carlos era torpe pero dominante, y ella, atrapada en su propia fascinación, se rindió por completo. Cuando todo terminó, ella yacía en el suelo del ascensor, exhausta, con una sonrisa de satisfacción. El mundo parecía lejano, como si el ascensor fuera un universo propio.
Entonces, Carlos se puso de pie. Sus movimientos eran lentos, calculados. Sacó algo de su sudadera: un cuchillo enorme, con una hoja que reflejaba la luz fluorescente del ascensor. Sofía apenas tuvo tiempo de registrar el destello antes de que él, con un movimiento rápido y preciso, le cortara el cuello. La sangre brotó como una cascada, tiñendo el suelo metálico. Ella intentó gritar, pero solo salió un gorgoteo. Sus ojos, llenos de incredulidad, se encontraron con los de Carlos, que la miraba sin emoción alguna.
De su mochila, Carlos extrajo un objeto extraño: un Queso enorme, lleno de agujeros, como un suizo grotescamente grande. Lo dejó caer junto al cuerpo de Sofía, que aún se estremecía. —Queso —dijo, con una voz fría, casi ritual. Luego, se puso sus zapatones, presionó un botón en el panel, y las puertas del ascensor se abrieron. Sin mirar atrás, salió y tomó el otro ascensor, que lo esperaba como un cómplice silencioso.
Horas después, un guardia de seguridad encontró el cuerpo de Sofía. La escena era surrealista: una joven degollada, un charco de sangre, y un Queso gigante a su lado, como una ofrenda macabra. El grito del guardia resonó por el edificio, y pronto la conmoción se apoderó de Big City. Nadie entendía qué había pasado, ni por qué. Pero en las sombras, Carlos ya estaba lejos, sus zapatones resonando en alguna callejuela, mientras el olor de sus pies se desvanecía en la noche.
La noticia del Crimen Quesón del Ascensor, como lo bautizó la prensa sensacionalista de Big City, se propagó como un incendio. Los titulares gritaban: "¡Horror en el Zenith! Estudiante degollada y un Queso como firma macabra". Los programas de televisión matutinos especulaban sin cesar, mostrando imágenes pixeladas del cuerpo de Sofía y del Queso suizo gigante, mientras "expertos" debatían si se trataba de un culto, un psicópata o incluso una broma retorcida.
Las redes sociales en X estallaron con teorías conspirativas: algunos decían que el Queso era un mensaje codificado, otros que el asesino era un fetichista de pies con un fetiche por lácteos. Los memes no se hicieron esperar, con imágenes de Quesos suizos y ascensores circulando junto a hashtags como #QuesónKiller y #BigCityTerror.
La policía de Big City, sin embargo, estaba en un caos absoluto. El comisario Ramírez, un hombre de mediana edad con una calvicie mal disimulada y un bigote que parecía pegado con cinta adhesiva, lideraba la investigación con más entusiasmo que competencia. Durante una conferencia de prensa, Ramírez declaró: "Estamos siguiendo todas las pistas, incluido el... eh... el elemento del Queso". Cuando un periodista le preguntó si tenían sospechosos, tartamudeó y dijo que estaban "analizando las cámaras de seguridad", aunque olvidó mencionar que las cámaras del edificio Zenith estaban averiadas desde hacía meses. La prensa se burló sin piedad: el diario El Clarín de Big City publicó un editorial titulado "La policía y el Queso: un agujero en la investigación".
Los detectives asignados al caso no estaban en mejor forma. El detective Gómez, un novato con aires de grandeza, insistió en que el asesino era un chef frustrado, y gastó tres días interrogando a todos los vendedores de Queso de la ciudad. Mientras tanto, la detective Salazar, la única con algo de sentido común, intentó analizar el perfil psicológico del asesino, pero sus colegas la ignoraron, prefiriendo teorías absurdas sobre un "maníaco del Queso". La única pista concreta —huellas de zapatones talla 46 en el ascensor— fue descartada porque, según Ramírez, "cualquiera puede tener pies grandes". La ciudad vivía en un estado de paranoia, y los ascensores de Big City comenzaron a vaciarse, con la gente prefiriendo subir escaleras aunque fueran 50 pisos.
Una semana después, el horror golpeó de nuevo, esta vez en el Edificio Pereyra Lucena, una torre antigua de 45 pisos con fachada de piedra tallada y un aire gótico que contrastaba con la modernidad de Big City. Lorena, una empleada bancaria de 30 años, terminaba su turno en una sucursal del piso 38. Era una mujer práctica, de cabello corto y oscuro, con una rutina estricta que incluía tomar el ascensor de servicio a las 9 p.m. para evitar las multitudes.
Esa noche, mientras esperaba en el pasillo tenuemente iluminado, el ascensor llegó con un chirrido metálico. Las puertas se abrieron, y Lorena entró, presionando el botón de la planta baja. Justo antes de que las puertas se cerraran, una figura alta y desgarbada se coló dentro.
—Soy Carlos —dijo el hombre, con una voz grave que hizo que Lorena diera un respingo. Era él: sudadera gris, zapatones gastados, y ese olor... ese olor nauseabundo que llenó el ascensor como una niebla invisible. Lorena lo reconoció de inmediato. Había leído sobre el Crimen Quesón, y aunque los detalles eran vagos, el instinto le gritó que corriera. Miró el panel del ascensor: piso 35, 34, 33... Intentó presionar el botón de emergencia, pero sus manos temblaban.
—No hagas eso —dijo Carlos, colocándose detrás de ella. Sus guantes negros brillaron bajo la luz del ascensor cuando levantó un pie y lo apoyó contra la pared, bloqueando el acceso al panel. El olor era insoportable, una mezcla de sudor rancio y algo más, algo que parecía podrido, vivo, hipnótico. Lorena retrocedió, presionándose contra la esquina del ascensor. —Déjame salir —susurró, su voz quebrándose. Intentó alcanzar la puerta, pero Carlos, con una agilidad sorprendente para su tamaño, movió su pie descalzo hacia ella. El hedor la golpeó como una ola, y aunque su mente gritaba que huyera, sus piernas no respondían. Había algo en ese olor, algo que la paralizaba, que la hacía querer... quedarse. —No tengas miedo —dijo Carlos, con esa sonrisa torcida que no llegaba a sus ojos.
Se quitó el otro zapatón, dejando ambos pies desnudos, y el aire se volvió aún más denso. Lorena sintió náuseas, pero también una fascinación que no podía explicar. Era como si el olor hubiera hackeado su cerebro, apagando su instinto de supervivencia. Carlos se acercó, y ella, en un acto de desesperación, intentó empujarlo, pero él la sujetó con fuerza, usando sus pies para inmovilizarla contra el suelo.
El ascensor se detuvo abruptamente en el piso 45, las puertas permanecieron cerradas. Lorena gritó, pero el sonido se perdió en el espacio sellado. Carlos, sin soltarla, sacó un cuchillo enorme de su sudadera. La hoja relucía, afilada y cruel. Lorena forcejeó, pero los pies de Carlos, pesados y húmedos, la mantenían atrapada. El ritual fue rápido. Un corte preciso en el cuello, un chorro de sangre que salpicó las paredes metálicas. Lorena colapsó, sus ojos abiertos en una expresión de terror y confusión. Carlos, imperturbable, sacó un Queso suizo gigante de su mochila y lo dejó caer junto al cuerpo. —Queso —dijo, con la misma frialdad que antes. Presionó un botón, y el ascensor volvió a la vida, llevándolo hacia la planta baja. Cuando las puertas se abrieron, Carlos desapareció en la noche, sus zapatones resonando en el pavimento.
El cuerpo de Lorena fue descubierto a la mañana siguiente por un conserje. La conmoción fue inmediata. Los titulares ahora hablaban de un "asesino en serie", y el pánico se apoderó de Big City. La policía, aún más ridiculizada, prometió redoblar esfuerzos, pero Ramírez solo logró balbucear en otra conferencia de prensa que "el Queso es claramente un símbolo, pero aún no sabemos de qué". Mientras tanto, en las sombras, Carlos planeaba su próximo movimiento, sus zapatones dejando huellas que nadie seguía.
El Crimen Quesón del Ascensor se había convertido en la obsesión de Big City. Los titulares de los diarios, como El Eco de la Ciudad, gritaban: "¡El Asesino del Queso ataca de nuevo! ¿Quién detendrá esta pesadilla?". Los programas de televisión nocturnos invitaban a supuestos expertos que especulaban sobre el significado del Queso suizo, desde teorías sobre mensajes satánicos hasta comparaciones con asesinos en serie históricos. En X, el hashtag #QuesónKiller se volvió viral, con usuarios compartiendo fotos de Quesos con agujeros y memes crueles sobre los ascensores de la ciudad. Una cuenta anónima, @QuesoSiniestro, comenzó a publicar mensajes crípticos como: "Los agujeros del Queso ven todo", avivando aún más el pánico.
Las mujeres de Big City evitaban los ascensores a toda costa. En los edificios altos, las escaleras se convirtieron en rutas abarrotadas, con filas de oficinistas sudando y maldiciendo mientras subían decenas de pisos. Algunas empresas instalaron guardias armados en los vestíbulos, pero el miedo era incontrolable. Las ventas de spray de pimienta y alarmas personales se dispararon, y los fabricantes de ascensores comenzaron a recibir demandas para instalar botones de pánico más visibles. La ciudad estaba al borde de la histeria.
La policía, mientras tanto, seguía hundida en su propia ineptitud. El comisario Ramírez, ahora apodado "el Rey del Queso" por la prensa, apareció en una conferencia de prensa con una mancha de café en la camisa y anunció que estaban "cerca de atrapar al culpable". Cuando un periodista le preguntó por qué no habían analizado las huellas de los zapatones talla 46 encontradas en ambos crímenes, Ramírez respondió: "Estamos investigando todas las zapaterías de la ciudad". La detective Salazar, cada vez más frustrada, intentó proponer un perfil psicológico del asesino —un hombre joven, posiblemente con un fetiche extremo y un ritual obsesivo—, pero sus colegas la ignoraron, prefiriendo perseguir pistas absurdas como un supuesto contrabando de Quesos importados. El detective Gómez, en un momento de genialidad dudosa, sugirió que el asesino podría ser un mimo callejero, porque "los mimos siempre actúan raro". La prensa se cebó con estas torpezas, y un titular de Big City Times rezaba: "La policía busca al asesino en el supermercado equivocado".
Una semana después del asesinato de Lorena, el terror golpeó de nuevo, esta vez en la Torre Gómez, un edificio decrépito de 35 pisos en el lado más oscuro de Big City. La torre, con su fachada desconchada y pasillos llenos de grafitis, era un refugio para drogadictos, traficantes y otros personajes de mala vida. Roberta de las Rodolfas, una actriz de 28 años conocida por sus papeles en películas de bajo presupuesto y su vida escandalosa, vivía en el piso 30. Su cabello teñido de rojo chillón y su ropa ajustada la hacían inconfundible, aunque su fama estaba más ligada a titulares de chismes que a talentos artísticos.
Esa noche, Roberta, algo ebria tras una fiesta en un bar cercano, entró tambaleándose al ascensor de la Torre Gómez. El aire olía a humedad y orina, pero ella estaba demasiado distraída revisando su teléfono para notarlo. Presionó el botón del piso 30, tarareando una canción pop. Cuando las puertas comenzaron a cerrarse, una figura alta se coló dentro con un movimiento rápido.
—Soy Carlos —dijo el hombre, su voz grave cortando el aire como un cuchillo. Roberta levantó la vista, sorprendida, y de inmediato sintió el olor: un hedor fétido, como a pies sudados y algo más, algo que parecía arrastrarse desde un lugar oscuro. Carlos, con su sudadera gris y sus zapatones gastados, la miró con esa sonrisa torcida que no llegaba a sus ojos.
Roberta, a pesar de su vida caótica, tenía un instinto de supervivencia afilado. Reconoció el peligro al instante, gracias a los titulares sobre el Crimen Quesón. Intentó presionar el botón de emergencia, pero Carlos fue más rápido. Levantó un pie descalzo y lo apoyó contra el panel, bloqueándolo. El olor la golpeó como un puñetazo, y Roberta retrocedió, tropezando con sus propios tacones.
—¡Aléjate, enfermo! —gritó, buscando algo en su bolso, tal vez un spray de pimienta. Pero el olor era abrumador, una presencia casi física que nublaba su mente. Intentó correr hacia las puertas cuando el ascensor llegó al piso 35, el último, pero Carlos la agarró del brazo con una fuerza sorprendente. Las puertas se abrieron, pero antes de que Roberta pudiera salir, él la empujó de vuelta al ascensor y presionó el botón para cerrarlas.
—No tan rápido —dijo, quitándose el otro zapatón. El hedor se intensificó, y Roberta, atrapada en ese espacio claustrofóbico, sintió que su resistencia se desmoronaba. Había algo en ese olor, algo que la paralizaba, que despertaba una fascinación retorcida. Intentó luchar, pero Carlos usó sus pies para inmovilizarla, presionándolos contra sus piernas, su pecho, como si fueran una extensión de su voluntad. Ella gritó, pero los pasillos de la Torre Gómez estaban acostumbrados a los gritos, y nadie vino.
El ritual fue el mismo. Roberta, atrapada en un trance de repulsión y fascinación, se rindió al olor, a los pies, a la presencia de Carlos. El encuentro fue breve, brutal, y cuando terminó, Roberta yacía en el suelo del ascensor, jadeando, con una mezcla de terror y confusión en los ojos. Entonces, Carlos sacó su cuchillo, la hoja destellando bajo la luz parpadeante. Un corte limpio, un chorro de sangre, y Roberta colapsó, su cabello rojo mezclándose con el charco carmesí.
Carlos, impasible, sacó un Queso suizo gigante de su mochila y lo dejó caer junto al cuerpo. —Queso —dijo, con la misma frialdad ritual. Presionó el botón del ascensor, que lo llevó a la planta baja. Cuando las puertas se abrieron, desapareció en la noche, sus zapatones resonando en el pavimento sucio de la Torre Gómez.
El cuerpo de Roberta fue encontrado al amanecer por un vecino que, al principio, pensó que era otra víctima de una sobredosis. Pero el Queso, ese maldito Queso, lo cambió todo. La prensa estalló con titulares aún más histéricos: "¡El Quesón ataca de nuevo! Actriz asesinada en la Torre Gómez". La policía, ahora bajo una presión insostenible, prometió resultados, pero sus esfuerzos seguían siendo un desastre. Mientras tanto, Carlos, en algún rincón oscuro de Big City, planeaba su próximo movimiento, sus guantes negros y sus zapatones listos para el siguiente ascensor.
Un mes después del asesinato de Roberta de las Rodolfas, Big City comenzó a respirar con algo de alivio. Los titulares sensacionalistas sobre el Crimen Quesón del Ascensor se diluyeron, reemplazados por noticias sobre escándalos políticos y el último drama de celebridades. En X, los memes sobre Quesos suizos y ascensores seguían circulando, pero con menos frenesí. La gente, agotada por el miedo, empezó a usar los ascensores de nuevo, aunque siempre con un ojo en las puertas y un dedo cerca del botón de emergencia. Las mujeres, especialmente, viajaban en grupos o llevaban navajas escondidas en los bolsos. La paranoia no había desaparecido, pero se había asentado como un zumbido constante en el fondo de la vida urbana.
La policía de Big City, sin embargo, no había avanzado ni un paso. El comisario Ramírez, ahora con ojeras profundas y un bigote aún más desaliñado, seguía dando conferencias de prensa vacías, prometiendo "progresos significativos" mientras esquivaba preguntas sobre las huellas de zapatones talla 46. El detective Gómez, en un nuevo arranque de genialidad, propuso que el asesino podría estar "escondido en una fábrica de Quesos", y convenció a Ramírez para enviar un equipo a registrar una lechería local, lo que resultó en nada más que un camión lleno de Gouda confiscado por error. La detective Salazar, cada vez más aislada, intentó rastrear patrones en los crímenes, pero sus superiores la relegaron a archivar informes, mientras la prensa seguía burlándose con titulares como: "¿El Quesón se derritió? La policía patina en el caso".
Entonces, el horror reapareció, pero no en Big City. Big Beach, la ciudad costera famosa por sus playas doradas, casinos relucientes y vida nocturna desenfrenada, fue el nuevo escenario. El Hotel Carlos V, un rascacielos de 45 pisos con vistas al océano y un interior de lujo decadente, era el orgullo de la ciudad. Allí, en el Casino Cooper, trabajaba Daniela, una bailarina de 26 años conocida por sus movimientos electrizantes y su carisma en el escenario. Daniela, con su cabello negro azabache y un tatuaje de una serpiente en el tobillo, era una figura conocida en Big Beach, aunque su vida privada estaba marcada por rumores de deudas y malas compañías.
Esa noche, tras un espectáculo en el casino, Daniela, agotada y con los pies doloridos por sus tacones de plataforma, tomó el ascensor privado del hotel hacia su habitación en el piso 40. El ascensor, con paredes de espejos dorados y un leve olor a perfume caro, era un contraste con los ambientes sórdidos de los crímenes anteriores. Daniela revisaba su teléfono, ignorando el ding del ascensor, cuando una figura alta se deslizó dentro justo antes de que las puertas se cerraran.
—Soy Carlos —dijo, con esa voz grave que parecía surgir de las profundidades. Daniela levantó la vista, y el olor la golpeó de inmediato: un hedor fétido, como a pies sudorosos mezclados con algo más oscuro, más vivo. Carlos, con su sudadera gris raída, sus zapatones gastados y sus guantes negros, llenaba el espacio con su presencia inquietante. Sus ojos brillaban bajo la luz tenue, y su sonrisa torcida era una advertencia que Daniela reconoció demasiado tarde.
Ella había oído hablar del Crimen Quesón, aunque en Big Beach las noticias de Big City sonaban como cuentos lejanos. Su instinto le gritó que actuara. Intentó presionar el botón de emergencia, pero Carlos fue más rápido, bloqueando el panel con un pie descalzo. El olor se intensificó, una nube invisible que parecía envolverla. Daniela retrocedió, su corazón latiendo con fuerza. —¡Quédate lejos! —gritó, buscando algo en su bolso, pero sus manos temblaban. Intentó golpear a Carlos, pero él la inmovilizó con una fuerza sorprendente, usando sus pies para presionarla contra la pared del ascensor. El hedor era abrumador, una mezcla de repulsión y una fascinación enfermiza que nublaba su mente. Daniela luchó, pateó, pero el ascensor, detenido en el piso 45 por un fallo que nadie explicó, se convirtió en su prisión.
El ritual fue idéntico. Daniela, atrapada en ese trance inexplicable, sucumbió al olor, a los pies de Carlos, a la transgresión de su presencia. El encuentro fue breve, frenético, y cuando terminó, Daniela yacía en el suelo, jadeando, con una mezcla de confusión y alivio. Entonces, Carlos sacó su cuchillo, la hoja destellando en los espejos dorados. Un corte rápido, un chorro de sangre que manchó el suelo impecable. Daniela colapsó, sus ojos abiertos en un grito silencioso.
Carlos, impasible, extrajo un Queso suizo gigante de su mochila y lo dejó caer junto al cuerpo. —Queso —dijo, con la misma frialdad ritual. Presionó un botón, y el ascensor cobró vida, llevándolo a la planta baja. Mientras las puertas se abrían, Carlos desapareció en la noche de Big Beach, sus zapatones resonando en el paseo marítimo, mezclándose con el sonido de las olas.
El cuerpo de Daniela fue encontrado al amanecer por un botones del hotel. La conmoción fue inmediata. Los titulares en Big Beach explotaron: "¡El Quesón llega a la costa! Bailarina asesinada en el Carlos V". En X, las teorías se multiplicaron: algunos decían que el asesino era un turista, otros que había una red de asesinos copiando el ritual. El pánico cruzó fronteras, y el mensaje quedó claro: el Quesón del Ascensor no se limitaba a Big City. Acechaba en cualquier lugar con un ascensor y un alma desprevenida.
La policía de Big Beach, tan inepta como la de Big City, se unió al circo. El jefe de policía local, un hombre pomposo llamado Vargas, declaró que el caso era "una leyenda urbana que se salió de control", intentando minimizar el desprestigio. Ramírez, desde Big City, apoyó la idea, sugiriendo en una entrevista que "el Quesón podría ser un mito creado por la prensa". La detective Salazar, ahora al borde de renunciar, intentó contactar a las autoridades de Big Beach para coordinar esfuerzos, pero fue ignorada. En su desesperación, la policía comenzó a vender la narrativa de una "leyenda urbana", esperando que el miedo se diluyera en folklore. Pero los Quesos, los cuchillos y la sangre eran demasiado reales.
Mientras tanto, en algún lugar entre Big City y Big Beach, Carlos seguía moviéndose, sus zapatones dejando huellas que nadie seguía, sus guantes negros listos para el próximo ascensor.
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el cuento es excelente, muy buena esta nueva serie de cuentos quesones, son algo distintos, pero muy buenos, el asesino se parece a Anakin Skywalker no?
ResponderBorrarauténtica obra maestra del terror, si fuera una película sería brillante
ResponderBorrarlas imágenes del Carlos degollando a la mina, son lo más, cada vez mejor la IA en eso
ResponderBorrarla leyenda de los ascensores quesones
ResponderBorraren el fondo a las tipas les gusta entrar a un ascensor y que entre un Carlos y las quesonee
ResponderBorrarUn efectivo relato aunque este quesón es de los genéricos, le dedica poco tiempo a sus víctimas. Siendo que podría haber jugado más con ellas, en lo sexual-
ResponderBorrarLa detective Salazar pudo haber sido una víctima más. Tal vez evitaba los ascensores o el quesón tuvo la precaución de no victimizar a una poliicia
El Fauno