El Cuento del Soldado Quesón de Invierno #QUESO
EL CUENTO DEL SOLDADO QUESÓN DE INVIERNO
En el año 2147, el mundo yacía en ruinas tras la Gran Colisión, un cataclismo que fusionó guerras nucleares, desastres climáticos y experimentos genéticos desastrosos. La humanidad, reducida a unos 500 millones, se aferraba a la existencia en ciudades-estado, fortalezas de acero y neón rodeadas por zonas salvajes donde la ley era un susurro olvidado. Las naciones se habían desvanecido, reemplazadas por estas urbes amuralladas y sus zonas de influencia, donde el crimen y la pobreza reinaban bajo una fachada de orden. Más allá de las murallas, las zonas salvajes eran un reino de caos, pobladas por clanes nómadas, saqueadores y comunidades semi-bárbaras que sobrevivían con violencia y astucia.
La naturaleza, liberada del yugo humano, había resurgido con una fuerza brutal. En las llanuras de África, manadas de elefantes marchaban como ejércitos, sus trompas alzadas como estandartes. En Sudáfrica, la cuaga, una cebra extinta que había vuelto a la vida, galopaba en manadas que desafiaban la razón. En Asia, los tigres habían reconquistado las junglas, sus rugidos resonando desde la India hasta Indonesia, mientras rinocerontes y leopardos dominaban vastos territorios. En el norte de África, los leones habían reclamado desiertos y estepas, sus rugidos llegando hasta Grecia e India. Pero las historias más increíbles venían de las tundras de la antigua Rusia, donde mamuts y rinocerontes lanudos, resurgidos de un pasado imposible, vagaban en manadas colosales. En los rincones más remotos de África, algunos hablaban de deinoterios, ancestros titánicos de los elefantes, pero nadie había regresado con pruebas, solo con relatos que avivaban las fogatas.
Este renacer animal no era solo un milagro; era una amenaza. Los depredadores, algunos mutados por la radiación o experimentos olvidados, acechaban a los humanos imprudentes. Lobos del tamaño de osos, felinos con garras como espadas y aves rapaces que oscurecían el cielo se habían convertido en los verdaderos amos de las zonas salvajes. Los humanos, relegados a un segundo plano, solo sobrevivían si eran los más fuertes, los más astutos o los más desesperados.
En este mundo fracturado, un hombre destacaba como una figura temida y enigmática: Carlos Karel, conocido en los bajos fondos como el Soldado Quesón de Invierno. Alto, con un físico que en el mundo antiguo lo habría hecho una estrella del voleibol o el baloncesto, Carlos era una presencia imponente, marcada por una peculiaridad grotesca: sus pies, desproporcionadamente grandes y con un olor que podía doblegar a cualquiera, eran su sello distintivo.
Como Quesón, un asesino con un código propio, Carlos cazaba a las mujeres más viles de este mundo: agentes de la CasaLarga, una organización de mujeres bellas y despiadadas que controlaban el comercio ilegal de tecnología y recursos. Sus crímenes eran teatrales: sometía a sus víctimas con el olor abrumador de sus pies, las eliminaba con su rifle de asalto reciclado y dejaba caer sobre sus cuerpos un Queso Gruyère del tamaño de una rueda de tractor, proclamando en voz alta: “Queso, una nueva víctima de Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno.” Aunque muchos lo veían como un villano, Carlos era un antihéroe, impulsado por un pasado que guardaba en secreto y un don único: podía “sentir” a los animales, una conexión que le permitía anticipar sus movimientos y calmarlos, incluso a las bestias mutadas que dominaban las zonas salvajes.
Una noche en Nova Aegis, mientras escapaba de una redada tras eliminar a una agente de la CasaLarga, Carlos encontró un mapa antiguo en un escondite abandonado. Garabateado con tinta desvaída, señalaba un lugar en las zonas salvajes conocido como “El Refugio”, un supuesto paraíso donde humanos y naturaleza coexistían sin miedo. Pero el camino estaba marcado con advertencias: manadas de depredadores mutados, ríos envenenados y clanes bárbaros. Entre las notas, una palabra destacaba: “Mamuts”. Si los rumores eran ciertos, El Refugio estaba en las tundras de la antigua Rusia. Cansado de la miseria de Nova Aegis, Carlos decidió arriesgarlo todo. Con el mapa en su mochila, su rifle colgado al hombro y un Queso Gruyère como amuleto irónico, abandonó la ciudad bajo una luna ensangrentada, dispuesto a enfrentar las zonas salvajes.
El primer día, Carlos atravesó una llanura donde la hierba alta ocultaba peligros. El sol abrasaba, pero un rugido grave lo alertó. Su don le reveló la presencia de una manada de lobos mutados, con pelajes grises y ojos que brillaban con un fulgor antinatural. Eran más grandes que los lobos del pasado, con colmillos como dagas. En lugar de enfrentarlos, Carlos usó su astucia. Escaló una roca alta y emitió un silbido grave que resonó en la llanura. Su don calmó a los lobos, que lo observaron con desconfianza antes de retroceder, sus aullidos desvaneciéndose en el viento. Carlos bajó, limpió el sudor de su frente y murmuró: “No hoy, chicos”.
En un bosque retorcido, donde los árboles parecían gritar en silencio, Carlos se encontró con una cuaga. La criatura, con sus rayas desvaídas, lo miró con curiosidad antes de desaparecer en la maleza. Pero la paz duró poco. Un tigre asiático, con rayas que brillaban bajo la luz filtrada, saltó desde la penumbra. Sus garras rasgaron el aire donde Carlos estaba un segundo antes. En lugar de disparar, Carlos corrió hacia un claro, trepó a un árbol con agilidad sorprendente para su tamaño y usó su don para proyectar calma, sus ojos fijos en los del tigre. La bestia, confundida, gruñó pero no atacó. Lentamente, retrocedió, y Carlos descendió, jadeando. “Buen gato,” dijo, y continuó su marcha.
En el tercer día, mientras cruzaba un río envenenado que brillaba con un verde tóxico, Carlos sintió una presencia humana. Oculta tras unas rocas, una agente de la CasaLarga lo observaba. Era Selene, una hechicera autoproclamada cuya belleza ocultaba una crueldad sin límites. Conocida por manipular a clanes nómadas con promesas falsas y venenos disfrazados de curas, Selene era una de las peores de su estirpe. Vestida con túnicas que parecían flotar, sostenía un rifle de pulsos, una reliquia tecnológica que disparaba rayos de energía.
Selene disparó primero, y un rayo quemó la tierra junto a Carlos. Él se lanzó tras una roca, su rifle listo. La hechicera se movía con gracia, disparando mientras susurraba palabras que parecían encantamientos, aunque solo eran teatro para intimidar. Carlos esperó su momento. Cuando Selene se acercó para reasesinarlo, él rodó a un lado y disparó una ráfaga de su rifle. Los disparos atravesaron el pecho de la hechicera, que cayó con un grito ahogado, su rostro aún hermoso en la muerte. Carlos se acercó, sacó un paño impregnado con el olor de sus pies y lo presionó contra el rostro de Selene, asegurándose de que su último aliento llevara su marca. Luego, arrastró el Queso Gruyère desde su mochila y lo dejó caer sobre el cadáver. El impacto resonó como un tambor en el silencio del río. “Queso, una nueva víctima de Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno,” proclamó en voz alta, su voz grave retumbando en el aire quieto, antes de seguir su camino.
Dos días después, mientras atravesaba un cañón polvoriento donde el viento ululaba como un lamento, Carlos detectó otro peligro. Velena, una asesina legendaria de la CasaLarga, lo había seguido desde Nova Aegis. Conocida por su belleza etérea y su habilidad para asesinar sin dejar rastro, Velena era una sombra letal, armada con un rifle de precisión y una mente tan afilada como sus balas. Su cabello plateado brillaba bajo el sol, y sus ojos, fríos como el hielo, lo encontraron antes de que él pudiera ocultarse.
Velena disparó desde un risco, y la bala rozó el hombro de Carlos, arrancándole un gruñido. Él se lanzó tras una roca, ignorando el dolor, y respondió con una ráfaga de su rifle. Las balas levantaron nubes de polvo, pero Velena era un fantasma, moviéndose entre las sombras del cañón. Carlos usó su don para detectar un grupo de leopardos mutados cercanos, proyectando una orden silenciosa que los hizo rugir y moverse hacia el risco. El caos distrajo a Velena, que disparó contra las bestias, dándole a Carlos una abertura. Desde su cobertura, apuntó con cuidado y disparó una ráfaga que alcanzó a Velena en el torso. Ella cayó, su rifle resbalando por el risco. Carlos se acercó, confirmando que aún vivía, aunque apenas. Presionó el paño fétido contra su rostro, observando cómo sus ojos se nublaban. Luego, arrastró el Queso Gruyère y lo dejó caer sobre su cuerpo, el impacto sacudiendo el suelo del cañón. “Queso, una nueva víctima de Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno,” declaró, su voz resonando entre las paredes rocosas, antes de retomar su marcha.
Tras una semana de viaje, Carlos llegó a Ferrum, una ciudad-estado de torres oxidadas y luces parpadeantes, enclavada en un valle rodeado de colinas infestadas de leones. Ferrum era un lugar cruel, gobernado por la Princesa Lara, una figura de belleza legendaria y maldad sin fondo. Miembro de alto rango de la CasaLarga, Lara había esclavizado a la mitad de la ciudad, obligándolos a trabajar en minas radiactivas mientras ella vivía en un palacio de cristal reciclado. Su esbirra, Dara, aún más hermosa y letal, era su mano derecha, una asesina que combinaba gracia con brutalidad.
Carlos se infiltró en Ferrum disfrazado de mercader, con el Queso oculto en un carro robado. Su don le permitió calmar a los leones de las colinas, proyectando una paz que los mantuvo a raya. Una vez dentro, se movió por los callejones, esquivando drones y pandillas. Su objetivo era claro: Lara y Dara debían caer.
El mercado negro bullía bajo la luz titilante de los neones, un hervidero de susurros, trueques y traiciones. Dara, la esbirra de élite del cártel, negociaba con un clan bárbaro, sus ojos afilados destellando mientras intercambiaba armas de plasma por créditos. Su armadura ligera abrazaba su figura atlética, y su cabello negro azabache caía en una trenza que se balanceaba con cada movimiento. Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno, la observaba desde un tejado, oculto en las sombras. Su capa apestaba a Gruyère, el aroma penetrante de su arma y obsesión. Esperó hasta la medianoche, cuando Dara patrulló sola una callejuela angosta, sus botas resonando contra el pavimento húmedo.
Carlos apuntó su rifle de precisión, el visor alineando la pierna de Dara. Un solo disparo cortó el aire, el proyectil perforando su muslo con un chasquido. Ella cayó con un grito ahogado, pero su instinto fue inmediato: sacó una pistola de energía y disparó hacia el tejado. Un rayo azul destrozó tejas y tuberías, obligando a Carlos a lanzarse al vacío. Rodó al caer, esquivando otro disparo que chamuscó el suelo a centímetros de su rostro. “¡Maldito Quesón!” rugió Dara, apoyándose en la pared, sangre goteando de su pierna. “¡Ese hedor te delató! ¿Crees que tu Queso te salvará?”
Carlos emergió de las sombras, su rifle humeando. “El Queso no salva, Dara. Condena.” Ella rió, una risa áspera y desafiante. “Gruyère, ¿eh? Patético. Un hombre como tú debería oler a algo… más excitante.” Sus ojos brillaron con una mezcla de desprecio y curiosidad, incluso mientras apuntaba su pistola.
La callejuela se convirtió en un campo de batalla. Dara disparó, los rayos de energía iluminando la noche. Carlos se movió como un lobo, esquivando tras un contenedor mientras respondía con ráfagas precisas que arrancaron fragmentos de la pared. Dara era rápida, cojeando pero letal, y un disparo suyo rozó el hombro de Carlos, quemando su capa. Él gruñó, pero el dolor solo avivó su furia. De pronto, Dara cambió de táctica. En lugar de disparar, corrió hacia él, derribándolo con un placaje que los llevó a ambos al suelo húmedo. Su cuerpo presionó contra el suyo, su armadura fría contrastando con el calor de su piel expuesta. “Si vas a asesinarme con Queso,” siseó, sus labios a un suspiro de los suyos, “al menos haz que valga la pena.” Carlos la miró, su respiración entrecortada. “El Queso siempre vale la pena,” murmuró, pero no resistió cuando ella arrancó su máscara, revelando su rostro curtido. Dara lo besó con una ferocidad que igualaba su combate, sus dientes rozando su labio inferior. Él respondió, sus manos deslizándose bajo la armadura de Dara, arrancando las placas con un crujido. La callejuela, testigo de su violencia, ahora resonaba con un ritmo diferente. Dara lo empujó contra un muro, sus dedos desabrochando el cinturón de Carlos con una urgencia febril. “Tu Queso no me asusta,” jadeó, mientras sus manos exploraban su pecho. “Pero tú… podrías.” Carlos la alzó, sus piernas envolviéndolo, y la llevó contra un montón de cajas que se derrumbaron bajo su peso. La pasión fue cruda, desesperada, un choque de cuerpos tan intenso como su lucha. El olor a Queso se mezclaba con el sudor y el metal, impregnando el aire. Cada movimiento era un desafío, cada gemido una provocación, hasta que ambos colapsaron, jadeantes, en el suelo frío.
Dara se apartó, su sonrisa peligrosa reapareciendo. “No está mal, Quesón,” dijo, alcanzando su pistola caída. Pero Carlos fue más rápido. Anticipó el movimiento, bloqueando su muñeca y torciéndola hasta que el arma rodó por el pavimento. “El Queso siempre gana,” gruñó. La lucha se reanudó, más brutal. Dara lo pateó, enviándolo contra un poste metálico que vibró con el impacto. Carlos respondió lanzando el paño fétido contra su rostro, el olor aturdiéndola. Ella tosió, tambaleándose, y él aprovechó. Sacó su rifle y disparó una ráfaga al pecho de Dara. El impacto la levantó del suelo, su cuerpo arqueándose antes de desplomarse contra el pavimento. La sangre se mezcló con el polvo, pero su rostro, aún hermoso, parecía congelado en un gesto de desafío. Carlos se acercó lentamente, su sombra cubriéndola. Arrodillándose, presionó el paño fétido contra su rostro, asegurándose de que el aroma del Gruyère la marcara en la muerte. Luego, con un gesto teatral, dejó caer un trozo de Queso sobre su pecho. El impacto resonó, agrietando el pavimento bajo ella como si el propio suelo reconociera la gravedad de su acto. “Queso,” proclamó, su voz cortando la noche como un cuchillo, “una nueva víctima de Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno.”
Lara sería una desafío mayor y Carlos, lo sabía perfectamente.
El palacio de Lara se alzaba en la colina como una joya oscura, envuelto en niebla y custodiado por drones que surcaban el cielo como halcones mecánicos. Guardias armados patrullaban con pasos precisos, sus armas destellando bajo la luz lunar. Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno, observaba desde un risco, su capa raída apestando a Queso rancio, su arma más peculiar y letal. Con un susurro gutural, invocó su don: una manada de leones surgió de las colinas, sus rugidos desgarrando la noche. Los drones viraron en caos, y los guardias corrieron a enfrentarlos, dejando una brecha. Carlos sonrió tras su máscara. El juego había comenzado.
Se deslizó por un conducto de ventilación, el metal helado rozando su piel curtida. El olor de su cuerpo, impregnado del Gruyère que llevaba como trofeo, llenaba el espacio. Al salir, emergió en los aposentos de Lara, un salón opulento bañado por la luz plateada de la luna. Ella estaba allí, la Princesa, con su cabello dorado cayendo en ondas y un vestido de cristales que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, destellando con cada movimiento. En sus manos, un rifle de pulsos humeaba, pero sus ojos brillaban con algo más: desafío, seducción, peligro.
“El Soldado Quesón,” dijo Lara, su voz un susurro venenoso, cargado de burla y algo más íntimo. “Tu hedor llegó primero. ¿Crees que puedes cazarme como a los demás?”
Carlos se irguió, su mirada fría tras la máscara. “No te cazo, Princesa. Vengo a romperte.”
Lara alzó una ceja, su sonrisa afilada como un cuchillo. “Rómpeme, entonces. Si tienes el valor.”
El aire crepitó con tensión. Lara disparó sin aviso, un rayo azul que destrozó un jarrón de cristal. Carlos se lanzó tras un pilar, su rifle respondiendo con ráfagas que arrancaron fragmentos de mármol. Ella se movía como un espectro, esquivando con una gracia inhumana, sus reflejos afilados por algo más que entrenamiento. Un disparo rozó el brazo de Carlos, la sangre brotó, pero él ignoró el dolor, impulsado por una furia silenciosa.
“¿Eso es todo?” se burló Lara, recargando con un movimiento fluido. “Pensé que un hombre con tu… aroma sería más… memorable.”
Carlos gruñó, pero no respondió. En un instante, ella dejó caer el rifle y se abalanzó sobre él, derribándolo al suelo. Su cuerpo presionó contra el suyo, el vestido de cristales frío contra su piel, su aliento cálido rozando su rostro. Sus manos buscaron su garganta, pero había algo más en su agarre, una caricia deliberada. “Eres un enigma, Karel,” susurró, sus labios a un suspiro de los suyos. “¿Por qué arriesgarlo todo por un pedazo de Queso?”
Carlos la miró, sus ojos ardiendo. “No es el Queso. Es el QUESO, entendes? Lo entenderás cuando te tiré el QUESO”
Ella rió, un sonido que era tanto amenaza como invitación. Sus dedos se deslizaron por el pecho de Carlos, desabrochando su chaqueta con una lentitud provocadora. “Entonces, muéstrame tu poder,” dijo, y lo besó. Fue un beso feroz, cargado de hambre y desafío, sus lenguas enzarzadas en una danza tan violenta como su combate. Carlos respondió, sus manos recorriendo la curva de su cintura, arrancando el vestido de cristales con un crujido. Los fragmentos cayeron al suelo como estrellas rotas, dejando su piel expuesta, cálida y vibrante bajo sus dedos.
Lara lo empujó contra una pared, sus uñas clavándose en su espalda mientras desabrochaba su cinturón. “Si vas a asesinarme,” jadeó entre besos, “al menos hazlo inolvidable.” Carlos no respondió con palabras; su cuerpo habló por él. La alzó, sus piernas envolviéndolo, y la llevó hasta una mesa de ébano que crujió bajo su peso. La pasión fue rápida, brutal, una colisión de cuerpos que reflejaba su lucha. Cada movimiento era un desafío, cada gemido una provocación. El palacio resonaba con el eco de su encuentro, el olor a Queso y sudor mezclándose en el aire.Cuando terminaron, exhaustos y jadeantes, Lara se apartó, su sonrisa peligrosa de nuevo. “No está mal, Quesón,” dijo, alcanzando un cuchillo oculto bajo la mesa. Pero Carlos fue más rápido. Anticipó el movimiento, torciendo su muñeca hasta que el arma cayó. La pelea se reanudó, más feroz. Lara lo pateó, enviándolo contra un espejo que estalló en mil fragmentos. Él respondió lanzando el paño fétido contra su rostro, el olor aturdiéndola por un instante. Aprovechó la pausa y disparó una ráfaga precisa de su rifle. El rayo atravesó su pecho.
Lara cayó, su cuerpo desnudo aún brillante de sudor, el vestido destrozado a su alrededor. Sus ojos, aún desafiantes, se apagaron lentamente. Carlos se acercó, su respiración entrecortada. Presionó el paño contra su rostro, marcándola con el aroma del Gruyère, y dejó caer un trozo de Queso sobre su cuerpo. El impacto resonó como un trueno en el palacio vacío.
“Queso,” murmuró, su voz reverberando en la sala, “una nueva víctima de Carlos Karel, el Soldado Quesón de Invierno.”
Con Ferrum sumida en el caos tras la muerte de Lara, Carlos huyó hacia las zonas salvajes, perseguido por guardias y rumores. Su brazo sangraba, pero su voluntad era inquebrantable. Había eliminado a cuatro de las peores mujeres de la CasaLarga —Selene, Velena, Dara y Lara— dejando tras de sí su marca inconfundible: el Queso y su proclama. El mapa lo guiaba al norte, hacia las tundras donde los mamuts vagaban. Había dominado bestias con astucia y su don, evitando derramar su sangre. El Soldado Quesón de Invierno no se detenía. El Refugio lo esperaba, un sueño de paz en un mundo de cenizas.
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enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

el de Marvel es un gran asesino, y ahora como quesón, espectacular
ResponderBorrarno conozco mucho Marvel, pero parece que este es un personaje groso del Capitán América
ResponderBorrarsería el invierno nuclear?
ResponderBorrareste es de Marvel, ya hiciste uno de Superman, da para un Spiderman Quesón? se llama Peter Parker pero puede ser un imitador,
ResponderBorrarlos escenarios futuristas y distipicos da para muchos relatos quesones, puede ser un banco inagotable de historias, al fin y al cabo Terminator (que era un asesino de mujeres) venía de ahí
ResponderBorraraunque no se llama Carlos ni la identidad del personaje ni el actor (Sebastián Stan) es un personaje con un aspecto muy muy queson
ResponderBorrarLos primeros asesinatos fueron genéricos.
ResponderBorrarPero los encuentros con Dara y Lara fueron muy intensos. Mujeres que supieron defenderse bien, usando el sexo como arma, aunque luego hayan perdido.
Podría haber un Spider-Man quesón, llamado Charlie Parker.
El Fauno