El Cuento Quesón de las Mil y Una Noches #QUESO
En la Bagdad de Las Mil y Una Noches, donde las lámparas de aceite proyectaban sombras intrincadas sobre muros de mosaicos y los zocos bullían con murmullos de especias y secretos, reinaba el sultán Harún al-Rashid. Era un hombre de corazón generoso pero voluntad de hierro, cuya mirada podía calmar tormentas o encenderlas. Su esposa, la reina Zaynab, de belleza que opacaba la luna y lengua afilada como una daga de Damasco, lo traicionó con un visir de ojos aceitunados y voz meliflua, llamado Jafar al-Mansur. Juntos, en las sombras de los jardines perfumados de jazmín, urdieron un complot para envenenar al sultán con un Queso maldito, mezclado con arsénico y cianuro, escondido entre los manjares de un banquete real servido en bandejas de plata repujada.
El plan de Zaynab y Jafar era sutil, diseñado para pasar desapercibido en la opulencia del palacio. El Queso envenenado, de corteza dorada y aroma engañosamente dulce, fue colocado en el centro de una mesa adornada con dátiles, higos y pan de sésamo, destinado a ser cortado por el propio Harún durante la cena del viernes, cuando los poetas recitaban y los laúdes lloraban melodías. Pero el destino, como un camello que cambia de rumbo en el desierto, tuvo otros planes.
Dos eunucos, guardianes del harén y catadores de los platos reales, fueron los primeros en probar el Queso. Apenas sus labios tocaron las porciones cremosas, sus rostros se contorsionaron en una mueca de agonía. Cayendo al suelo de mármol, con espuma en la boca y los ojos desorbitados, murieron en instantes, sus cuerpos retorciéndose bajo los candelabros de cristal que iluminaban la sala. Los gritos de los sirvientes resonaron por los pasillos, y el palacio, normalmente lleno de susurros y risas, se sumió en un silencio de muerte.
Harún, alertado por el alboroto, entró en la sala y contempló la escena con ojos encendidos de furia. Los médicos del palacio, con sus túnicas verdes y barbas perfumadas, confirmaron que el Queso estaba impregnado de venenos mortales. Interrogaron a los cocineros, quienes, temblando, señalaron a un sirviente de Jafar como el portador del Queso. Bajo la amenaza de la espada, el sirviente confesó la traición de Zaynab y el visir. La furia de Harún hizo temblar los minaretes de la Gran Mezquita, y los tapices de la sala del trono, tejidos con hilos de oro que narraban las glorias de los califas, parecieron oscurecerse bajo su ira.
Jafar huyó al amanecer, nunca se supo de el, se decía que había huido al norte, a las misteriosas tierras tartaras, lo que hizo enfurecer aún más a Harún. Debido a esto para Zaynab, Harún reservó el castigo más cruel, uno que resonara en las arenas del tiempo. Juró vengarse no solo de ella, sino de toda mujer que osara mancillar el honor de un esposo, proclamando que la traición de una esposa era una herida en el alma de Bagdad.
Para ejecutar su venganza, Harún convocó a Carlos, un asesino de mujeres cuya fama helaba la sangre incluso en los callejones más oscuros de Bagdad. Lo llamaban “el Quesón”, no por su destreza con la cimitarra, sino por un Queso grande y oloroso que llevaba colgado al cinto en una bolsa de cuero raído. El talismán, de corteza verdosa y agrietada, despedía un hedor que hacía retroceder a hombres y bestias, como si estuviera imbuido con la maldición de un djinn atrapado. Carlos era una figura imponente: alto, de hombros anchos, con un rostro curtido por el sol de Al-Khali y ojos grises como nubes de tormenta, vacíos de toda emoción, y unos pies gigantescos y olorosos. Su túnica negra, salpicada de arena y sangre seca, ondeaba como un sudario, y su presencia silenciaba hasta a los perros del zoco.
La audiencia tuvo lugar en la sala del trono, iluminada por antorchas que arrojaban reflejos dorados sobre los mosaicos de lapislázuli. Harún, sentado en un trono de ébano incrustado con perlas del Golfo Pérsico, sostenía una cimitarra curva cuya hoja brillaba con un fulgor frío, forjada por los mejores herreros de Basora. A su lado, sobre un cojín de terciopelo carmesí, reposaba un Queso gigante, con múltiples agujeros e intenso olor, envuelto en lino negro. Su superficie, cubierta de vetas negras como venas palpitantes, parecía latir bajo la luz parpadeante, y su olor, una mezcla de podredumbre y azufre, hacía que los guardias retrocedieran con disimulo.
Harún, con la voz temblando de ira contenida, habló al Quesón con la solemnidad de un califa:
"Carlos, hijo de las sombras del Queso, te convoco para limpiar la mancha que Zaynab ha dejado en mi honor. Como dice el proverbio: “El que siembra traición, cosecha la espada”. Con esta cimitarra, cuya hoja ha bebido la sangre de traidores, arrancarás la vida de la reina. Y con este Queso, que lleva la maldición de los djinns de Al-Khali, marcarás su infamia para que el desierto la recuerde eternamente. No dejes que sus lágrimas te engañen, pues “el llanto del traidor es veneno disfrazado de agua”. Que su destino sea un eco en las dunas, una advertencia para quienes osen desafiar la voluntad de Alá y de su califa."
Carlos inclinó la cabeza, sus dedos enguantados rozando la bolsa de su propio Queso, que pareció vibrar en respuesta. "Se hará, mi señor", dijo con una voz grave, como el rumor de una tormenta lejana. "El desierto beberá su sangre, y el Queso cantará su condena." Sin más palabras, se desvaneció en la noche, su silueta fundiéndose con las sombras de Bagdad.
Las dunas de Al-Khali, un mar de arena que se extendía hasta el horizonte, fueron el escenario del castigo. Zaynab, arrancada de su lecho de sedas en la penumbra del palacio, fue arrastrada al desierto por el Quesón. Sus joyas de esmeraldas y rubíes tintineaban con cada paso, y su túnica de gasa, rasgada por los espinos del camino, dejaba al descubierto su piel pálida, que brillaba como el alabastro bajo la luna creciente. El viento del desierto, cargado de arena fina, ululaba como un coro de djinns, y las sombras de las dunas parecían alargarse para atrapar a la reina.
Zaynab, arrodillada en la arena, levantó el rostro desencajado hacia Carlos. Sus ojos, antaño altivos, estaban ahora inundados de lágrimas. "¡Misericordia, por Alá!", suplicó, su voz quebrándose como cristal. "Fui débil, seducida por palabras dulces, pero mi corazón aún late por Harún. ¡Déjame vivir, Quesón, y juro servirte en las sombras, lejos de Bagdad, en tierras donde el Corán no llega!" Sus manos se aferraron a la túnica negra de Carlos, pero este permaneció inmóvil, su rostro una máscara de piedra.
Sin decir palabra, Carlos entonces la sometió a sus pies grandes y olorosos, al principio la condenada sintió asco y repugnancia por aquel olor tan intenso y apestoso, pero luego los olió, lamio, beso y chupó con intensidad, y lo que empezó como tortura se convirtió en placer cuando el asesino le penetró dándole una relación sexual intensa y salvaje, como las arenas del desierto.
El placer de aquel acto lujurioso fue tal que Zaynab creyó haber ganado el perdón del asesino, y que la dejaría escapar a algún reino lejano al oeste, donde vivían los infieles y herejes al profeta y al Corán, o las lejanas tierras del este, donde vivían hombres y mujeres de raza amarilla y ojos rasgados. La esperanza que algún genio o alfombra mágica la depositará en esas lugares se pasó por su cabeza.
Pero el Quesón no conocía la piedad y entonces alzó la cimitarra. La hoja destelló bajo la luna, y de un tajo limpio, la cabeza de Zaynab rodó por la arena, tiñéndola de escarlata. Su cuerpo se desplomó, y el silencio del desierto se tragó su último suspiro. Con un gesto lento, casi ritual, Carlos extrajo el Queso de su bolsa. Al tocar el aire, el orbe emitió un gemido grave, como el lamento de un alma atrapada. Su corteza palpitaba, y vetas negras recorrieron su superficie, como si sangrara tinta. Al colocarlo sobre el pecho inerte de Zaynab, un humo verde se alzó, quemando la arena y formando un símbolo arcano: un círculo atravesado por una daga. Los beduinos, ocultos tras las dunas, juraron que el espíritu de la reina fue absorbido por el Queso, condenado a vagar en su interior. El hedor que dejó atrás era tan atroz que los buitres huyeron, y los camellos relincharon de pánico.
Cuando el Quesón regresó a Bagdad con la cabeza de Zaynab en una lanza, el pueblo se congregó en el Gran Bazar, entre puestos de azafrán, incienso y sedas de Samarcanda. La visión de la reina decapitada, con los ojos aún abiertos en una mueca de terror, heló la sangre de los presentes. Harún, consumido por la paranoia, decretó una ley cruel, bendecida por un imán de mirada torva que citaba versos tergiversados del Corán para justificar la masacre. Cada lunes de luna llena, una mujer acusada de infidelidad sería llevada al desierto, ejecutada por el Quesón y marcada con un Queso maldito.
La ciudad, otrora vibrante con los cánticos de los muecines y el bullicio de los mercaderes, se sumió en un silencio opresivo. Las mujeres evitaban los mercados, cubriendo sus rostros con velos más oscuros de lo habitual. Los maridos vigilaban con ojos suspicaces, y las familias se encerraban al caer la noche, rezando para no ser señaladas. Las campanas del palacio tañían lúgubremente cada lunes de luna llena, y el aroma de los Quesos malditos, llevado por el viento, se colaba en los hogares como un presagio de muerte.
Carlos, el Quesón, se convirtió en un espectro temido. Cada lunes, su silueta se recortaba en el sol, escoltando a una nueva víctima, en medio de la luz de las arenas del desierto. Se decía, sin embargo, que antes de entrar en el paraíso de Alá, las víctimas conocían el placer que la relación sexual de Carlos le ofrecía, previo sometimiento de los pies. Luego, sí, perdían la cabeza de un tajo único y preciso, y recibían el Queso. Las cabezas decapitadas de las malvadas mujeres eran exhibidas en forma cruel en el Gran Bazar.
Todos los Quesos eran grandes y olorosos. Todos compartían el mismo hedor infernal y la misma maldición. Al tocar los cuerpos sin vida, los Quesos gorgoteaban la palabra Jubn (Queso en árabe) y el humo verde grababa el símbolo arcano en la arena. Los camellos rehuían esas dunas, ahora llamadas el Cementerio de los Quesos, y los nómadas contaban que, al pasar, oían risas huecas bajo la arena.
Fue pasando el tiempo, en forma exagerada, se decía que pasaron mil y un Quesos, lo cual era imposible, pues hay doce primeros lunes de luna llena en un año, o sea que se hubieran necesitado, más de cien años para completar esa cifra, salvo que el papel de Carlos pasara a otro Carlos, a otro Quesón, a un nuevo Carlos, de generación en generación, siempre alto y con pies grandes y olorosos.
Lo cierto es que Bagdad se transformó en una ciudad de sombras, pero en los callejones y los harenes, las mujeres comenzaron a susurrar historias de resistencia. Algunas escondían a las acusadas en sótanos ocultos bajo alfombras persas; otras sobornaban a los guardias con joyas o promesas. Las poetisas, reunidas en secreto bajo la luz de lámparas veladas, componían versos que llamaban a la rebelión, comparando a Shera, una joven de ojos como el amanecer, con la heroína Zulaika, que desafió a los tiranos en los cuentos antiguos. Sin embargo, el Quesón siempre encontraba a su presa, guiado, decían, por el olfato sobrenatural del Queso.
Pasaron mil y una noches, y mil y una mujeres cayeron bajo la cimitarra del Quesón. Sus nombres se perdieron, pero sus gritos resonaban en los sueños de Bagdad. Los hombres evitaban hablar del ritual, temerosos de atraer la atención del sultán, pero las madres contaban a sus hijas historias del Quesón, advirtiéndoles: "Guarda tu corazón, no por el sultán, sino por el olor del Quesón, sed fieles a vuestros esposos, a vuestras familias, al profeta y al Corán".
En la noche mil y una, bajo un cielo cuajado de estrellas que parecían contener el aliento, el destino llevó a Shera, una joven de cabello trenzado con hilos de plata y ojos que brillaban como el amanecer, a enfrentarse al último Quesón. Este Carlos, tal vez tataranieto del primero, era una figura imponente: su túnica negra ondeaba como un sudario, y su Queso, envuelto en lino raído, palpitaba en su cinto, emitiendo un zumbido grave que hacía temblar la arena. Shera, arrodillada en las dunas de Al-Khali, no tembló. Su voz, clara como el tañido de una campana en la Gran Mezquita, cortó el silencio del desierto: “Tu Queso no me condena, Carlos. Es tu alma la que apesta, podrida por la sangre que tus ancestros y tú habéis derramado. ¿Cuántas noches has dormido sin escuchar los lamentos de tus víctimas? ¿Cuánto tiempo cargarás con ese talismán que te esclaviza? Como dice el proverbio: *‘El hombre que vive por la espada, muere por su propia sombra’*.” El Quesón, inmune a las súplicas de otras víctimas, la observó en silencio. Sus ojos grises, fríos como el acero, titubearon por primera vez. Extendió sus pies, grandes y olorosos, hacia Shera, siguiendo el ritual que había precedido cada ejecución. Shera, con una mezcla de desafío y resignación, olió, lamió, besó y chupó aquellos pies con un fervor que transformó la tortura en un éxtasis indescriptible. Minutos después, Carlos la penetró con una pasión salvaje, como las tormentas de arena que arrasan Al-Khali. Shera, envuelta en un placer que trascendía las palabras, cerró los ojos, creyendo por un instante que su valentía podría romper la maldición. Pero el Quesón no conocía la piedad. Con la frialdad de sus antepasados, alzó la cimitarra, cuya hoja reflejaba la luz de la luna como un espejo de plata. “Habrá mil y un Quesos”, dijo con una voz que parecía surgir de las profundidades del desierto, “pero no mil dos.” De un tajo preciso, la cabeza de Shera rodó por la arena, tiñéndola de escarlata. Su cuerpo se desplomó, y el silencio del desierto se tragó su último suspiro. Carlos extrajo el Queso de su bolsa. Al tocar el aire, el orbe emitió un gemido que resonó como el lamento de mil almas. Su corteza verdosa palpitaba, y vetas negras recorrieron su superficie, como si sangrara tinta. Al colocarlo sobre el pecho inerte de Shera, un humo verde se alzó, más denso y brillante que nunca, formando un símbolo arcano: un círculo atravesado por una daga, pero esta vez rodeado por una corona de estrellas.
Los beduinos, ocultos tras las dunas, juraron que el cielo tembló, y una estrella fugaz cruzó el firmamento, como si Alá mismo marcara el fin de la maldición. Carlos pronunció la palabra ritual: “Jubn.” Pero, en lugar de desvanecerse como sus antepasados, el Queso estalló en una nube de polvo verde que envolvió al asesino.
Cayó de rodillas, ahogándose en el hedor de su propio talismán, mientras el viento del desierto dispersaba los fragmentos. El Quesón, tambaleándose, alzó la vista al cielo y murmuró: “La sentencia está cumplida.” Luego, según la leyenda, su silueta se desvaneció, absorbida por una ráfaga de arena que los beduinos juraron era una alfombra mágica, tejida con hilos de estrellas, que lo llevó a un destino desconocido.
La muerte de Shera no fue el final, sino el comienzo de una nueva historia. Los beduinos que presenciaron el ritual contaron que, al alba, un resplandor dorado emanó de las dunas donde cayó Shera. Una lámpara maravillosa, de bronce pulido y grabada con versos del Corán, apareció en la arena, brillando como si contuviera un genio. Los nómadas, temerosos, no se atrevieron a tocarla, pero juraron que, al pronunciar la palabra Jubn tres veces, una voz femenina, clara como la de Shera, susurraba desde su interior, prometiendo sabiduría y justicia a quien la liberara. La noticia del mil y un Queso llegó a Bagdad como un viento del desierto. Las mujeres, que habían vivido bajo el terror de los lunes de luna llena, se reunieron en los zocos, desafiando el silencio impuesto por siglos. Las poetisas, inspiradas por la valentía de Shera, compusieron odas que comparaban su sacrificio con el de Laila, la amada de los cuentos árabes, cuya pasión desafió las estrellas. Las madres contaron a sus hijas que Shera no había muerto, sino que se había convertido en un genio de la lámpara, guardiana de las dunas, lista para castigar a los tiranos y proteger a los inocentes. La rebelión creció.
Los hombres, avergonzados por su complicidad en el silencio, se unieron a las mujeres, y el palacio de Harún, ahora gobernado por su lejano descendiente, el califa Al-Mu’tasim, fue rodeado por una multitud que exigía el fin de la maldición. Al-Mu’tasim, un hombre de corazón más suave que su antepasado, decretó la abolición del ritual de los Quesos. Las hogueras ardieron en el Gran Bazar, consumiendo los últimos Quesos malditos, cuyo humo verde se alzó al cielo como un adiós a la era del terror. Los símbolos arcanos en las dunas de Al-Khali se desvanecieron, y los camellos volvieron a transitar las arenas sin temor.
Con el tiempo, Bagdad recuperó su esplendor. Los zocos volvieron a llenarse de risas, aromas de cardamomo y melodías de laúd. Shera, elevada a leyenda, fue honrada con un mausoleo en el corazón de la ciudad, decorado con mosaicos que narraban su desafío al Quesón. Los poetas la llamaron Al-Nur al-Sahra, la Luz del Desierto, y sus versos se cantaron en los harenes y las mezquitas, mezclándose con las historias de Simbad, Aladdín y las alfombras mágicas que surcaban los cielos. La lámpara maravillosa, según los narradores de cuentos, aún reposa en Al-Khali, oculta bajo las dunas. Los beduinos dicen que, en las noches de luna llena, una silueta femenina, con cabello trenzado de plata, aparece junto a la lámpara, cantando versos que apaciguan el viento.
Algunos creen que el último Quesón, Carlos, fue atrapado por su propio talismán, convertido en un genio oscuro que vaga por el desierto, buscando un amo para su Queso maldito. Otros juran que huyó en una alfombra mágica, tejida por los djinns, hacia las tierras lejanas donde el sol nunca se pone. Las madres de Bagdad, libres del miedo, cuentan a sus hijas la historia de Shera, no como una víctima, sino como una heroína que rompió la cadena de los mil y un Quesos. “Cuida tu corazón”, advierten, “no por el sultán ni por el Quesón, sino por la fuerza que llevas dentro, pues ni el acero ni el Queso maldito pueden doblegar un espíritu valiente.” Y así, las mil y una noches de los Quesos pasaron a ser un cuento más, tejido con hilos de magia y resistencia, narrado bajo las estrellas de Bagdad, donde las lámparas nunca dejaron de titilar.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
ahora tiran un bombazo por este cuento quesón
ResponderBorrarpodría haber sido también el Quesón de la Lampara Maravillosa o Carlos Alí y los Cuarenta Quesones
ResponderBorrarestos cuentos nos dan la enseñanza de que hay quesones en todas las culturas, épocas y religiones, lo bueno de estos cuentos es que matan a mujeres malas y traidoras, son asesinos, pero son justicieros
ResponderBorrarShera, la última quesoneada, le hizo frente al quesón, el último descendiente del primero.
ResponderBorrarAunque sucumbió terminó con la maldición.
El Fauno
tiene cierta atmosfera tenebrosa este queson arabe, los otros son mas divertidos, me da esa sensación, gran relato, como todos estos cuentos
ResponderBorrar