El Relato Quesón de Carlos Alcaraz y Jannik Sinner #QUESO
LAS LEYENDAS DEL QUESO DEL TENIS
La arcilla roja de Roland Garros parecía teñida de un rojo más oscuro bajo el sol primaveral, como si la tierra misma absorbiera los susurros de una leyenda urbana que se filtraba entre los aficionados: la historia de la Quesona, una asesina rubia idéntica a Valeria Mazza, que en 2014 decapitó a Juan Martín Del Potro con una espada ceremonial robada de un museo parisino. Según el mito, lo sedujo con champán y excesos, cortó su cabeza gritando "¡Queso, Del Potro!" y arrojó un Gruyère del tamaño de una raqueta sobre su cuello cercenado, llevándose sus zapatillas talla 48 como trofeo. La Quesona desapareció, pero su sombra persistía, alimentando rumores de horror en el circuito de tenis.
En este escenario emergió Carlos Alcaraz, el prodigio español de El Palmar, Murcia, nacido el 5 de mayo de 2003. A sus 22 años, con 1,83 metros y pies talla 47 que desprendían un olor penetrante a Queso, Carlos era un torbellino de pasión flamenca en la cancha. Sus golpes, furiosos como un torero enrabietado, y su sonrisa lobuna lo habían llevado a ganar cuatro Grand Slams antes de 2025: US Open 2022, Wimbledon 2023, Roland Garros y Wimbledon 2024. Pero los foros oscuros lo señalaban como el Quesón, un asesino serial que seducía a mujeres bellas, las sometía al olor de sus pies y las apuñalaba con espadas medievales, dejando un Queso Gruyere sobre cada víctima como sello macabro.
CARLOS ALCARAZ VS JANNIK SINNER, NUEVO SUPERCLÁSICO DEL TENIS
Su némesis era Jannik Sinner, el italiano de San Candido, nacido el 16 de agosto de 2001. Con 1,88 metros, cabello rubio ceniza y ojos fríos como los Alpes, Jannik tenía una precisión germánica en su juego, pese a su pasaporte italiano. Ganador del Australian Open y US Open 2024, una suspensión por clostebol lo marcó como "el dopingado de los Alpes" entre los trolls. En 2025, defendió Australia y se alzó como No. 1, pero su rivalidad con Carlos era un duelo épico: 15 enfrentamientos, con Carlos liderando 10-5.
En Roland Garros 2025, la tensión estalló. Jannik, en un podcast italiano, acusó: "Alcaraz es el Quesón. Sus pies apestan a Queso, y sus víctimas reclaman justicia". Los rumores hablaban de Carlos atrayendo mujeres con promesas de asado español, solo para apuñalarlas y cubrirlas con Queso. Carlos, en rueda de prensa, replicó con su acento murciano: "Sinner terminará Quesoneado, como Del Potro: decapitado, con un Gruyère en el cuello. ¡Olé!".
La final fue un espectáculo. Jannik lideró 2-0 en sets, pero un dron sobrevoló la Philippe-Chatrier, soltando un olor a Queso que hizo toser al público. Carlos, con una remontada épica, ganó 3-2, alzando la Copa de los Mosqueteros con una sonrisa siniestra. "¡Por las minas que Quesoneé y Quesonearé!", bromeó, mientras sus pies dejaban huellas de arcilla que olían a Gruyère derretido.
CAMILLE DUBOIS, UN QUESO EN PARÍS
En la noche parisina, bajo un cielo cuajado de nubes que parecían derramar sombras sobre la Ciudad de la Luz, el Hotel Plaza Athénée se alzaba como un palacio de opulencia decadente. Carlos Alcaraz, recién coronado campeón de Roland Garros 2025, ocupaba un ático cuya vista abarcaba la Torre Eiffel, parpadeante como un faro en la penumbra. La habitación, un santuario de terciopelo rojo y lámparas de cristal, olía a cuero caro, perfume español y un dejo rancio que emanaba de las zapatillas Nike talla 47 de Carlos, descartadas junto a la cama como reliquias de un toro sagrado. El aire estaba cargado de una electricidad perversa, como si las paredes supieran que algo atroz estaba por suceder.
Camille Dubois, una modelo francesa de 26 años, irrumpió en la suite con la gracia de una pantera. Su cabello castaño caía en ondas perfectas, sus ojos esmeralda brillaban con una mezcla de audacia y vulnerabilidad, y su vestido negro de Dior, ceñido como una segunda piel, dejaba entrever curvas que parecían esculpidas por un dios caprichoso. En sus manos, una botella de Dom Pérignon 2008, un regalo para el campeón. "Para el toro de Murcia", dijo con una sonrisa que destilaba seducción, su voz un susurro con acento parisino que cortaba el aire como un bisturí de seda. Carlos, recostado en un sofá de cuero, con una camiseta blanca que marcaba sus músculos forjados en la arcilla, la miró con ojos de lobo, su sonrisa murciana ocultando colmillos. "Merci, ma chère", respondió, levantándose con la agilidad de un matador.
Abrieron la botella, el corcho estalló con un pop que resonó como un disparo en la quietud. El champán burbujeó en copas de cristal, dorado y efervescente, mientras brindaban por la victoria, por la arcilla, por la noche. Bebieron con avidez, sus miradas entrelazadas como espadas en un duelo. Camille, embriagada por el alcohol y el aura de Carlos —una mezcla de sudor, gloria y algo feral—, se acercó más, su rodilla rozando la de él. La habitación parecía vibrar, el aire denso con el perfume de ella y el olor persistente de los pies de Carlos, un hedor que se filtraba desde las zapatillas como un veneno dulce.
Sin preámbulos, Carlos la tomó de la cintura, sus manos fuertes como tenazas, y la atrajo hacia él. Camille, con una risa nerviosa, se dejó llevar, sus dedos deslizándose por el pecho del tenista, desabrochando su camiseta con una urgencia casi animal. Se desnudaron con una coreografía frenética, las ropas cayendo al suelo como pétalos marchitos. Camille, ahora en ropa interior de encaje negro, se arrodilló ante Carlos, quien se había sentado en el borde de la cama, sus piernas abiertas como un rey en su trono. "Tus pies", murmuró ella, casi hipnotizada, señalando las extremidades talla 47 que descansaban sobre la alfombra persa. Carlos rió, un sonido grave que reverberó como un tambor en la noche. "Adelante, ma belle", dijo, quitándose los calcetines con deliberada lentitud, revelando unos pies bronceados, sudorosos, con uñas perfectamente cortadas pero impregnados de un olor que golpeó a Camille como una bofetada.
El olor a Queso era abrumador, una mezcla rancia de Queso Gruyère fermentado, arcilla húmeda y algo indefinible, como si la esencia misma de Carlos —su duende español, su furia en la cancha— se destilara en ese aroma. Camille retrocedió instintivamente, su rostro contorsionado por el asco. "Mon Dieu, c’est… infect", balbuceó, cubriéndose la nariz. Pero Carlos, con una mirada que mezclaba desafío y seducción, extendió un pie hacia ella. "Prueba, Camille. Es el olor de un dios", dijo, su acento murciano cargado de una autoridad oscura.
Hipnotizada, Camille se acercó, sus manos temblando mientras tomaba el pie derecho de Carlos. Lo acercó a su rostro, el olor invadiendo sus sentidos como un gas venenoso. Primero, un roce tímido con los labios, un beso vacilante en el arco del pie, húmedo de sudor. El sabor era salado, acre, como lamer una cueva donde el Queso se hubiera podrido durante siglos. Luego, movida por una fascinación mórbida, chupó el dedo gordo, su lengua recorriendo la piel áspera, y finalmente lo lamió con devoción, sus arcadas iniciales transformándose en una entrega febril. El olor, que al principio la repelió, ahora la envolvía como un hechizo, cada inhalación arrastrándola más profundo en la órbita de Carlos. Besó cada dedo, lamió las plantas, su rostro brillando con una mezcla de sudor y éxtasis, mientras Carlos, recostado, gemía con una mezcla de placer y desprecio.
El preludio dio paso al acto principal. Carlos la levantó con un movimiento brusco, arrojándola sobre la cama de sábanas de seda. Lo que siguió fue un torbellino de carne y deseo, un encuentro tan salvaje como un partido en cinco sets. Camille, perdida en la furia de Carlos, gritaba en francés, su cuerpo arqueándose bajo el peso del tenista. Él, con la precisión de sus topspins, la dominó, sus movimientos un ballet de violencia contenida. Cuando terminaron, Camille yacía exhausta, su piel perlada de sudor, su rostro iluminado por una euforia casi infantil. "Eres un dios, Carlos", susurró, riendo, mientras se estiraba en la cama, distraída, ajena al cambio en los ojos de él, que ahora brillaban con un fulgor siniestro.
Carlos se levantó en silencio, su respiración calma como la de un depredador. De un maletín negro junto a la cama, sacó un par de guantes de cuero negro, que se puso con una precisión quirúrgica, el crujido del cuero resonando en la habitación como un presagio. Luego, extrajo una espada medieval, una reliquia con una hoja de metro y medio, grabada con runas que parecían pulsar bajo la luz de las lámparas. La empuñó con ambas manos, su silueta recortada contra la ventana, la Torre Eiffel como testigo mudo. Camille, aún en su éxtasis, no notó el movimiento hasta que fue tarde.
Con un rugido que mezclaba el grito de un torero y el aullido de una bestia, Carlos alzó la espada y la hundió en el pecho de Camille. La hoja atravesó carne y hueso con un crujido húmedo, la sangre brotando como un géiser, salpicando las sábanas y el suelo de mármol. Camille abrió los ojos, un grito ahogado en su garganta, sus manos arañando el aire inútilmente. Carlos, con una ferocidad inhumana, giró la espada dentro de la herida, ampliándola, mientras la modelo convulsionaba, su rostro congelado en una mueca de terror y traición. La sangre formó un charco que reflejaba la luz de los candelabros, un lienzo carmesí para el arte macabro del Quesón.
Satisfecho, Carlos extrajo la espada, limpiándola en las sábanas con una calma escalofriante. Del maletín sacó un Queso Gruyère, redondo y pesado, sus agujeros como ojos ciegos que contemplaban la escena. Lo arrojó sobre el cuerpo inmóvil de Camille, donde aterrizó con un thud sordo, cubriendo su pecho ensangrentado. "¡Queso!", proclamó en voz alta, su voz resonando como un trueno en la suite, un grito que parecía invocar a los fantasmas de Roland Garros.
Carlos se vistió con la elegancia de un matador tras la faena, su camiseta blanca ahora salpicada de sangre, un trofeo más de su reinado. Apagó las luces, dejando la habitación en penumbra, el cuerpo de Camille iluminado solo por un rayo de luna que se filtraba por la ventana. La Torre Eiffel parpadeó en la distancia, como si aprobara el sacrificio. Carlos salió al balcón, olió el aire nocturno mezclado con el hedor de sus pies, y sonrió. "El Quesón nunca cae", murmuró, mientras la ciudad dormía, ajena al horror que acababa de consumarse en su corazón.
LA REVANCHA DE SINNER EN WIMBLEDON
Wimbledon, el templo de la hierba, se convirtió en un laberinto de rumores. Jannik, en un TikTok viral, recreó a Carlos como el Quesón, apuñalando modelos con espadas mientras sus pies emanaban Queso. Los tabloides hablaban de un reguero de víctimas siguiendo a Carlos por los Grand Slams, todas marcadas por espadas y Queso. Carlos contraatacó en El País: "Jannik sueña con ser Nadal, pero acabará como Del Potro: cabeza rodando, con un Gruyère como pelotita".
En la final, Carlos intentó desestabilizar a Jannik gritando: "¿La Quesona viene por ti?". Pero Jannik, con su precisión teutónica, se impuso 3-1, tomando revancha y coronándose campeón. En el vestuario, Carlos encontró un par de sus calcetines apestosos con una nota: "Tus pies huelen a muerte, Quesón y tendrás una muerte Quesona".
ELEANOR BROOKS, UN QUESO EN LONDRES
La noche londinense envolvía Mayfair en un manto de niebla plateada, las farolas proyectando halos dorados sobre las calles empedradas. En un ático del exclusivo Claridge’s, Carlos Alcaraz, aún ardiente de furia tras su derrota en la final de Wimbledon 2025 ante Jannik Sinner, se reclinaba en un sofá de terciopelo verde, su torso desnudo brillando bajo la luz de un candelabro art déco. La habitación, un santuario de caoba pulida y espejos antiguos, vibraba con la tensión de un guerrero herido. Sus zapatillas Nike talla 47, descartadas junto a una mesa de mármol, exhalaban un hedor penetrante, como Queso Gruyère fermentado en una cripta, un aroma que impregnaba el aire con una promesa de caos. La derrota en la hierba sagrada de Wimbledon había encendido en Carlos una rabia flamenca, un deseo de reclamar su dominio, no solo en la cancha, sino en la carne.
Eleanor Brooks, una modelo británica de 24 años, irrumpió en la suite como una aparición etérea. Su cabello platino caía en cascadas sobre sus hombros, sus ojos grises destellaban como el Támesis bajo la luna, y su vestido de satén negro, firmado por Alexander McQueen, se adhería a su cuerpo como una sombra líquida. En sus manos, una botella de Macallan 1926, el whisky escocés más caro del mundo, un elixir de 60 años valuado en millones, envuelto en una caja de roble que olía a historia. "Para el toro de Murcia, para sanar las heridas de la hierba", dijo con una voz que era un susurro aristocrático, sus labios pintados de carmín curvándose en una sonrisa que mezclaba compasión y desafío. Carlos, con los ojos entrecerrados, tomó la botella, sus dedos rozando los de ella con una electricidad que hizo crujir el aire. "Gracias, mi reina inglesa", murmuró, su acento murciano cargado de un duende oscuro.
Abrieron la botella, el tapón de cristal emitiendo un chasquido como el primer saque de un partido. El whisky, ámbar profundo como un crepúsculo escocés, llenó dos vasos tallados, su aroma a turba y cuero envolviéndolos. Bebieron en silencio, el líquido quemando sus gargantas mientras una tocadiscos antiguo, oculto en un rincón, comenzó a girar. Las notas de "Come Together" de Los Beatles llenaron la habitación, el bajo de Paul McCartney resonando como un latido primal. Carlos, con una sonrisa lobuna, se levantó y tomó a Eleanor de la mano, guiándola hacia el centro del ático. Al ritmo de "Something", se despojaron de sus ropas, cada prenda cayendo al suelo como una bandera rendida. El vestido de Eleanor se deslizó como un río negro, revelando un cuerpo pálido y perfecto, mientras la camiseta y los pantalones de Carlos se amontonaron junto a sus zapatillas, liberando aún más el olor rancio de sus pies.
Desnudos, bailaron al compás de "Helter Skelter", sus cuerpos rozándose en una danza que era mitad seducción, mitad combate. Carlos, con un movimiento brusco, se sentó en una chaise longue de cuero negro, sus piernas abiertas como un conquistador. Extendió un pie talla 47 hacia Eleanor, la piel bronceada aún húmeda de sudor, las uñas brillando como garras bajo la luz. "Huele, mi reina", ordenó, su voz un gruñido español que cortaba el aire. Eleanor, arrodillada ante él, acercó su rostro y retrocedió al instante, su nariz arrugándose por el asco. El olor era un asalto: Queso Gruyère podrido, mezclado con la arcilla de Roland Garros y un toque de sudor feral, como si los pies de Carlos fueran un portal a un inframundo de fermentación y gloria. "God, it’s vile", susurró, su acento londinense quebrándose.
Pero Carlos, con una mirada que era un desafío y una promesa, insistió. "Prueba, Eleanor. Es el perfume de un dios". Ella, hipnotizada por la intensidad de sus ojos oscuros, acercó los labios al pie, un beso tímido al principio, apenas rozando la piel áspera. El sabor era salado, acre, como lamer una cueva donde el Queso se hubiera descompuesto durante siglos. Luego, algo cambió. El rechazo dio paso a una fascinación morbosa. Eleanor lamió la planta, su lengua recorriendo las líneas endurecidas, chupó el dedo gordo con una entrega febril, y finalmente besó cada dedo, inhalando profundamente el olor que ahora la envolvía como un hechizo. Sus ojos grises, antes fríos, brillaban con un fervor casi religioso, su respiración entrecortada mientras se sumergía en el aroma del Quesón.
El preludio dio paso al partido. Carlos la levantó con la fuerza de un saque a 200 km/h, arrojándola sobre la cama de sábanas de lino blanco. Lo que siguió fue un encuentro sexual que parecía un duelo en la Centre Court, pero esta vez con Carlos como amo absoluto. Cada embestida era un topspin devastador, cada gemido de Eleanor un revés que no encontraba respuesta. Él la dominaba con la precisión de un break point, su cuerpo moviéndose con la furia de un quinto set. Eleanor, atrapada en la red de su deseo, respondía con gritos que resonaban como el rugido de la grada. Cuando alcanzaron el clímax, fue como un match point ganado en tie-break: explosivo, definitivo. Eleanor, jadeante, se desplomó en la cama, su rostro iluminado por una euforia salvaje. "You’re a bloody champion, Carlos", susurró, riendo, su cuerpo aún temblando de placer, ajena al cambio en la atmósfera.
Carlos, con la calma de un asesino en el momento crítico, se levantó sin hacer ruido. Del maletín junto a la cama, extrajo un par de guantes de cuero negro, poniéndoselos con una precisión quirúrgica, el crujido del cuero como un eco de la muerte. Luego, tomó una espada ceremonial, una reliquia sajona de hoja ancha y empuñadura incrustada con esmeraldas, robada de un museo londinense. La blandió bajo la luz del candelabro, su filo destellando como un relámpago. Eleanor, aún sumida en su éxtasis, tarareaba "Let It Be", sus ojos cerrados, su cuerpo relajado. No vio el movimiento hasta que fue demasiado tarde.
Con un alarido que era mitad grito de torero, mitad rugido de bestia, Carlos alzó la espada y la hundió en el cuello de Eleanor. La hoja cortó carne y tendones con un silbido, la sangre brotando como una fuente carmesí, salpicando las sábanas y el suelo de parquet. Eleanor abrió los ojos, un grito atrapado en su garganta, sus manos arañando el aire. Sin pausa, Carlos asestó un segundo golpe, esta vez al pecho, la espada atravesando el esternón con un crujido húmedo, la sangre formando un charco que reflejaba el candelabro como un lago infernal. Eleanor convulsionó, sus ojos grises vidriándose, su rostro congelado en una mueca de traición. Dos heridas fueron suficientes; su cuerpo se desplomó, inerte, un trofeo más en el reinado del Quesón.
Carlos, con una calma escalofriante, limpió la espada en las sábanas, el metal brillando como si nunca hubiera tocado sangre. Del maletín sacó un Queso Gruyère, redondo y pesado, sus agujeros como ojos ciegos que contemplaban el cadáver. Lo arrojó sobre el pecho ensangrentado de Eleanor, donde aterrizó con un thud sordo, un sudario macabro. "¡Queso!", proclamó, su voz resonando como un trueno en el ático, un grito que parecía invocar a los fantasmas de Wimbledon.
Sin mirar atrás, Carlos salió del Claridge’s, su figura envuelta en una gabardina negra, caminando por las calles de Mayfair hacia Hyde Park. La niebla lo abrazaba como un cómplice, las farolas proyectando su sombra alargada sobre el césped húmedo. Cruzó Kensington Gardens, los árboles susurrando secretos en la oscuridad, el aire fresco mezclado con el olor residual de sus pies, aún impregnados de Queso y sangre. Paseó con la calma de un turista, su rostro impasible, como si no acabara de segar una vida. En la distancia, el Big Ben marcó la medianoche, su eco resonando como un réquiem para Eleanor. Carlos sonrió, sus ojos brillando con el fulgor de un toro que sabía que su reinado, aunque manchado de sangre, seguía intacto.
SE VIENE LA TERCERA: FLUSHING MEADOWS
Pero no hay dos sin tres, y apenas un par de meses después, nueva final entre Carlos Alcaraz y Jannik Sinner en el US Open, Nueva York,i septiembre de 2025.
El caos de la Gran Manzana era el clímax perfecto para la ópera del terror. Las leyendas urbanas habían mutado: se decía que la Quesona, reencarnada en una fan rubia del Flushing Meadows, decapitaría a Jannik con una raqueta de Del Potro, mientras el Quesón —Carlos— atraía a una periodista latina, para apuñalarla en el Arthur Ashe con la Tizona. Jannik, en un live de Instagram desde su hotel en Manhattan, soltó la bomba: "Alcaraz asesina mujeres en todos lados. Sus pies son armas químicas de Queso. ¡No lo subestimen!". Su apariencia austríaca —pómulos altos, ojos como fiordos— lo hacía creíble, como un Hansel germánico advirtiendo de brujas queseras. Carlos, en un blog murciano, replicó con duende: "Jannik, tu precisión italiana es falsa; eres un tirolés con complejo. Terminarás Quesoneado: cabeza en la red, Gruyère como trofeo. ¡Olé por los toros y el Queso!"
La final bajo las luces del Ashe fue un apocalipsis bizarro. El aire acondicionado falló, y un hedor a Queso invadió la arena, haciendo que los árbitros estornudaran. Carlos, con topspins como remolinos de sangre, ganó el primero 6-3; Jannik, con groundstrokes como hachazos bávaros, empató en el tercero. En el break del cuarto, caos: un dron sobrevoló, soltando cubos de Gruyère que salpicaron la cancha, uno aterrizando en los pies de Jannik —talla 46, ahora pegajosos como trampas para moscas. "¡El Quesón ataca!", rugió Jannik, pero Carlos, riendo con acento español, devolvió: "¡Prepárate para la Quesona, tirolés!". Un mechón rubio cayó del techo, aterrizando en la red como un presagio. En el quinto set, con 6-6, Jannik falló un passing shot —distraído por un selfie borroso en la pantalla gigante: la Quesona, sonriendo con la cabeza de Del Potro—. Carlos ganó el tie-break 7-5, su quinto Slam, alzando la copa con un grito: "¡Queso para los perdedores!".
Pero en la conferencia, Jannik, con ojos glaciales, susurró a un periodista: "Esto no termina. El Quesón caerá... o yo seré Quesoneado, pero esto no queda aca, solo hay un Queso para dos". Carlos, desde su suite, olió sus pies —apestosos como Queso Gruyère— y rió: "La red está lista para otra cabeza".
MADISON HAYES, UN QUESO EN NUEVA YORK
La noche neoyorquina palpitaba con una energía febril, las luces de Manhattan destellando como joyas en un collar roto. En un loft del Meatpacking District, un espacio industrial transformado en un templo de exceso, Carlos Alcaraz celebraba su victoria en el US Open 2025, su quinto Grand Slam, conquistado en un tie-break épico contra Jannik Sinner. El loft, con ventanales que daban al Hudson, estaba decorado con acero pulido, cuero negro y arte pop de Warhol, un escenario que olía a dinero, sudor y un hedor subyacente: el de las zapatillas Nike talla 47 de Carlos, abandonadas junto a un yacuzzi burbujeante, exhalando un aroma a Queso Gruyère podrido, como si la victoria misma se hubiera fermentado en sus pies. La atmósfera vibraba con una promesa oscura, el aire cargado de jazz, country y el eco de un grito que aún no resonaba: "¡Queso!".
Madison Hayes, una modelo americana de 25 años, entró en el loft como una diosa del Medio Oeste, su rostro angelical —pómulos altos, ojos azules como el cielo de Montana, labios carnosos— enmarcado por una melena rubia que caía en ondas perfectas. Vestía un vestido plateado de Versace, ceñido como un guante, que reflejaba las luces de neón de la ciudad. En sus manos, una caja de Budweiser, la cerveza americana más barata, un guiño irónico a la opulencia del momento. "Para el toro de Murcia, el rey del Arthur Ashe", dijo con una sonrisa que era mitad inocencia, mitad provocación, su acento californiano deslizándose como miel. Carlos, recostado junto al yacuzzi en una bata de seda negra, la miró con ojos de lobo, su sonrisa murciana afilada como una navaja. "A New York le gusta lo barato, ¿eh?", bromeó, tomando una lata, el chasquido del aluminio resonando como el primer saque de un partido mortal.
Se sumergieron en el yacuzzi, el agua caliente burbujeando alrededor de sus cuerpos, el vapor mezclándose con el olor rancio de los pies de Carlos, que flotaban como trofeos en la superficie. Bebieron Budweiser a rabiar, las latas vacías amontonándose en el borde como proyectiles gastados. Un altavoz Bose llenaba el loft con una mezcla ecléctica: "New York, New York" de Frank Sinatra, seguido por el lamento melancólico de "Blue in Green" de Miles Davis y el twang nostálgico de "Sweet Home Alabama" de Lynyrd Skynyrd. La música envolvía la escena como un hechizo, mientras Madison, con una risa ebria, se acercó a Carlos, sus manos deslizándose por su pecho bronceado, desatando la bata con dedos ansiosos.
Desnudos en el yacuzzi, sus cuerpos brillaban bajo las luces estroboscópicas, el agua danzando a su alrededor como un público enfebrecido. Madison, atraída por la aura feral de Carlos, se arrodilló en el agua, sus ojos fijos en los pies talla 47 del tenista, que emergían como islas oscuras. "Tus pies, campeón", susurró, su voz temblando de curiosidad. Carlos, con un gruñido español, levantó un pie, el agua goteando como sangre diluida. "Huele, mi ángel americano", ordenó, su acento murciano cargado de una autoridad oscura. Madison acercó su rostro y retrocedió al instante, su nariz arrugándose por el asco. El olor era un asalto químico: Queso Gruyère fermentado, mezclado con el sudor de Flushing Meadows y un toque de arcilla que aún se aferraba a su piel. "Jesus, it’s like a dumpster of cheese", balbuceó, cubriéndose la boca.
Pero Carlos, con una mirada que era un desafío y una promesa, insistió. "Prueba, Madison. Es el aroma de un dios". Hipnotizada, ella tomó el pie con manos temblorosas, llevándolo a sus labios. Primero, un beso vacilante en el arco, la piel húmeda y salada, impregnada de un sabor que era mitad Queso rancio, mitad gloria. El rechazo inicial se deshizo como espuma en el agua. Madison lamió la planta, su lengua recorriendo las líneas endurecidas, chupó el dedo gordo con una entrega febril, y besó cada dedo, inhalando profundamente el olor que ahora la atrapaba como un narcótico. Sus ojos azules, antes claros, se nublaron con un fervor casi místico, su respiración entrecortada mientras se sumergía en el hechizo del Quesón.
El preludio dio paso al partido. Carlos, con la fuerza de un saque a 220 km/h, la levantó del agua, sus cuerpos resbaladizos chocando en un duelo carnal. El encuentro fue un partido de tenis en el que Carlos dominó cada punto: sus embestidas, como topspins que cortaban el aire; los gemidos de Madison, como reveses desesperados que no encontraban respuesta. Al ritmo de "My Way" de Sinatra, él la controlaba con la precisión de un break point, cada movimiento un golpe ganador. El yacuzzi se agitaba como la Centre Court en un quinto set, el agua salpicando el suelo de mármol. Cuando alcanzaron el clímax, fue como un match point en tie-break: explosivo, definitivo. Madison, jadeante, se recostó contra el borde del yacuzzi, su rostro iluminado por una euforia salvaje. Tarareaba "New York, New York", su voz suave mezclándose con el jazz de fondo, ajena al cambio en los ojos de Carlos, que ahora brillaban con un fulgor siniestro.
Carlos salió del yacuzzi con la calma de un depredador, el agua goteando de su cuerpo como sangre diluida. De un maletín de cuero negro, escondido tras una escultura de Basquiat, extrajo un par de guantes negros, poniéndoselos con una precisión quirúrgica, el crujido del cuero resonando como un presagio. Luego, tomó la Tizona del Cid, una espada legendaria de hoja ancha y empuñadura grabada con runas visigodas, robada de un coleccionista español en Manhattan. La blandió bajo las luces de neón, su filo destellando como un relámpago en la noche. Madison, aún tarareando, sus ojos cerrados en éxtasis, no vio el movimiento hasta que fue demasiado tarde.
Con un rugido que era mitad grito de torero, mitad aullido de bestia, Carlos alzó la Tizona y la hundió en el pecho de Madison. La hoja atravesó carne y hueso con un crujido húmedo, la sangre brotando como un géiser, tiñendo el agua del yacuzzi de un carmesí brillante. Madison abrió los ojos, un grito ahogado en su garganta, sus manos arañando el aire inútilmente. Su cuerpo convulsionó, flotando en el agua como un ángel roto, la sangre mezclándose con las burbujas en un ballet macabro. Carlos, con una calma escalofriante, extrajo la espada, limpiándola en una toalla de lino. Del maletín sacó un Queso Gruyère, redondo y pesado, sus agujeros como ojos ciegos que contemplaban el cadáver. Lo arrojó sobre el cuerpo flotante de Madison, donde aterrizó con un chapoteo sordo, un sudario grotesco en el agua ensangrentada. "¡Queso!", proclamó, su voz resonando como un trueno en el loft, un grito que parecía invocar a los fantasmas del Arthur Ashe.
Sin mirar atrás, salió del loft, descendiendo a las calles de Manhattan. Caminó de incógnito hacia Central Park, la ciudad vibrando a su alrededor, los taxis amarillos y las luces de Times Square ajenos al horror que acababa de consumarse. En el parque, bajo la luna, paseó por senderos flanqueados por robles, el aire fresco mezclado con el olor residual de sus pies, aún impregnados de Queso y sangre. Sus pasos eran los de un matador tras la faena, su rostro impasible, como si el asesinato fuera solo otro punto ganado. En la distancia, el eco de "Sweet Caroline" flotaba desde un bar, mientras Carlos sonreía, sus ojos brillando con el fulgor de un toro que sabía que su reinado, manchado de sangre, seguía intacto.
LA VENGANZA DE JANNIK SINNER
Un par de semanas después, Jannik Sinner se encontraba en Roma, la Ciudad Eterna, capital de su Italia natal. En su suite del Hotel de Russie, con vistas al Tíber brillando bajo una luna pálida, Jannik apretó los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Su cabello rubio ceniza caía desordenado sobre su frente, y sus ojos, afilados como los picos de los Alpes tiroleses, ardían de furia. Estaba solo, hablando consigo mismo en un murmullo febril, su acento del Alto Adige cortando el aire como una cuchilla.
"¿Cómo es posible que nadie lo vea? —masculló, paseándose por la habitación como un lobo enjaulado—. Carlos Alcaraz, el maldito Quesón. Un asesino de mujeres, un toro español que pisotea todo con su duende murciano y su sonrisa de niño bueno. ¿Y qué hace la plebe? ¡Lo adora! Lo veneran como si fuera un dios, mientras sus crímenes quedan enterrados bajo montañas de Queso. Nadie dice nada. Nadie. Está libre, pavoneándose en la ATP, ganando torneos, mientras yo, Jannik Sinner, el verdadero número uno, tengo que soportar sus burlas, sus topspins imposibles, su... ¡su maldita arrogancia! ¡La plebe está con él! Pero no dejaré que me humille otra vez. Seré el número uno indiscutido, y si Carlos es un asesino, que pague. ¡Que una mujer lo destruya! ¡Que el Quesón sea Quesoneado! Que su reinado español termine en un charco de sangre y Queso."
Obsesionado, Jannik no podía dormir. La imagen de Alcaraz, con su risa fácil y sus zapatillas talla 47 oliendo a gloria, lo atormentaba. Había oído rumores en los bajos mundos del tenis: historias de la Quesona Asesina, una figura de pesadilla que dejaba cuerpos desmembrados y bloques de Gruyère como firma. Su belleza, idéntica a la asesinada Valeria Mazza, era tan letal como su espada. Jannik, con su precisión germánica, contactó a un traficante en el mercado negro de Roma, un hombre con cicatrices que olía a tabaco y miedo. "Quiero a la Quesona", dijo Jannik, deslizando un sobre lleno de euros. El hombre asintió, y el encuentro se pactó en las Termas de Caracalla, un lugar de ruinas milenarias que, bajo la luna, parecía un cementerio de gigantes.A medianoche, las Termas eran un laberinto de sombras. Las columnas rotas se alzaban como esqueletos de piedra, y el viento silbaba entre los muros, trayendo un olor a humedad y Queso podrido. La niebla se enroscaba en el suelo como serpientes fantasmales, y las luces de Roma apenas rozaban las ruinas. Jannik llegó vestido con una sudadera negra, sus zapatillas Nike talla 46 crujiendo sobre la grava. Su corazón latía como un tambor de guerra, y su respiración formaba nubes en el aire frío. Cada paso resonaba en su cabeza, mezclado con su propia voz interior: "Carlos, maldito seas. Tú y tu Queso. ¿Por qué nadie ve lo que eres? Mataste a esas mujeres, lo sé. Lo susurran en los vestuarios, en los foros de X, pero la plebe te protege. ¡No más! Esta noche, el Quesón cae.
"De pronto, la vio. Carla, la Quesona, emergió de la penumbra como un espectro. Su cabello rubio brillaba como un halo lunar, sus guantes negros parecían absorber la luz, y su vestido escarlata ondeaba como sangre líquida. En una mano sostenía un maletín; en la otra, un paquete envuelto en tela negra. Sus ojos azules, profundos como abismos, lo estudiaron con una mezcla de desprecio y diversión.—Sinner —dijo Carla, su voz un susurro que cortaba como una navaja—. El tirolés que sueña con ser rey. ¿Qué ofreces a la Quesona?
Jannik, con su frialdad alpina, fue directo al grano. —Quiero a Carlos Alcaraz muerto. Quesoneado, como Del Potro. Decapitado, con un Gruyère en su cuello español. Pago lo que pidas, pero hazlo antes del Masters de París. —Hizo una pausa, su voz temblando de rabia—. ¿Cómo es que nadie lo detiene? Es un asesino, Carla. Un monstruo que mata mujeres y se ríe en la cara del mundo. La plebe lo ama, los patrocinadores lo miman, la ATP lo protege. ¡Pero yo no! No dejaré que su duende murciano me aplaste otra vez.
Carla lo observó, su sonrisa sádica curvándose como una guadaña. —Pobre Jannik, tan lleno de rencor. ¿Crees que porque hablas con acento tirolés y juegas con precisión suiza puedes desafiar al Quesón? Carlos es intocable. Nadie toca a un Carlos. Nadie toca a un Quesón. —Abrió el maletín, revelando fajos de euros que brillaban como un tesoro maldito—. Una fortuna, pero no suficiente.
Antes de que Jannik pudiera responder, Carla desenvolvió el paquete con un movimiento teatral, revelando un Queso Gruyère del tamaño de una rueda de tractor, sus agujeros como ojos ciegos que lo miraban. Con una fuerza sobrenatural, lo lanzó contra él. El Queso lo golpeó en el pecho con un thud que resonó en las Termas, derribándolo contra las ruinas. Aturdido, Jannik intentó levantarse, pero Carla estaba sobre él en un instante. Con una risa salvaje, le dio una patada en el estómago, luego otra en las costillas, haciéndolo gemir. —¡Arrodíllate, tirolés! —gritó, y lo obligó a postrarse, presionando su rostro contra el suelo húmedo.
Carla se inclinó, quitándose un zapato con un movimiento lento, casi ritual. —Huele, Jannik —ordenó, colocando su pie desnudo frente a su cara—. No es Queso, pequeño. Huele a rosas rococó rosadas, a poder, a muerte. —El aroma, dulce y embriagador, llenó los pulmones de Jannik, que temblaba de miedo y humillación. Sus manos arañaban la grava, pero no podía moverse bajo el peso de su presencia.
Entonces, Carla se acercó más, su vestido escarlata rozando la piel de Jannik. —Podría darte un último placer, ¿sabes? —susurró, su voz ahora un ronroneo venenoso—. Podría hacerte mío antes de que mueras. —Sin esperar respuesta, lo arrastró hacia una losa de mármol rota, su fuerza imposible para su figura esbelta. Lo desnudó con violencia, arrancándole la sudadera y los pantalones, sus uñas dejando marcas rojas en su piel pálida. Jannik, pasivo, atrapado entre el terror y una extraña sumisión, no opuso resistencia. Carla lo dominó, sus movimientos brutales, su cuerpo un torbellino de deseo y crueldad. Fue un acto de violencia pura, donde ella era la depredadora y él, la presa inmóvil, gimiendo bajo su control. Cuando terminó, Carla se levantó, su risa resonando como un eco en las ruinas. —Patético —dijo, escupiendo al suelo—. No vales ni el esfuerzo.Jannik, semiinconsciente, intentó hablar. —¡No, por favor! —gritó, su acento tirolés quebrándose—. ¡Era por Carlos! ¡No yo! ¡Soy el número uno! —Pero Carla ya no escuchaba. Sacó una espada ceremonial, su hoja grabada con runas que parecían pulsar con vida propia. La colocó contra su cuello, el metal frío quemando su piel. —Pobre Jannik —dijo, su voz ahora un cántico de loba—. ¿Crees que puedes jugar con la Quesona? Podría haberte seducido más, lamer tus pies talla 46, pero solo olerían a sudor y miedo. Eres una rata disfrazada de campeón, un pseudo italiano que avergüenza a la nación que le dio los Giallos al mundo. Carlos Alcaraz es un dios, un toro español que pisa con pies que saben a gloria de Quesón. Yo, Carla, la Quesona, no asesino a los Carlos. ¡Asesino a los que los desafían! Tú, Jannik Sinner, serás Quesoneado, como Del Potro, como los otros. Tu cabeza adornará Roma, y tu sangre será mi ofrenda al Quesón.
Con un primer golpe, Carla cortó su cuello, un tajo limpio que hizo brotar un chorro de sangre que salpicó las ruinas como pintura roja. Jannik gorgoteó, sus manos aferrándose al aire, sus ojos vidriosos reflejando la luna. El segundo golpe fue brutal: la hoja descendió con un silbido, separando la cabeza de su cuerpo con un crujido húmedo. La cabeza rodó por la grava, deteniéndose contra una columna, sus ojos aún abiertos en una mueca de pánico eterno. Pero Carla no había terminado. Con una precisión sádica, desmembró el cuerpo, cortando brazos y piernas con golpes metódicos, cada tajo acompañado de una risa que resonaba como un réquiem en las Termas. La sangre empapaba la tierra, mezclándose con el polvo milenario, y el olor a Queso y muerte impregnaba el aire.
Carla levantó el Gruyère, ahora manchado de sangre, y lo arrojó sobre los restos del torso de Jannik. —Queso, Jannik Sinner —proclamó, su voz un grito que parecía invocar a los fantasmas de Caracalla. Luego, con una calma escalofriante, arrancó las zapatillas Nike talla 46 del cuerpo, aún calientes, y las guardó en su maletín como trofeo. Con un último vistazo a la escena, dejó un mechón de su cabello rubio junto a la cabeza y se desvaneció en la niebla, sus tacones resonando como un reloj marcando la muerte.
EPÍLOGO: ROMA ETERNA
Al amanecer, Roma despertó con un horror que sacudió al mundo. Los restos de Jannik Sinner aparecieron en puntos turísticos icónicos, cada uno acompañado de un bloque de Gruyère. Un brazo en la Fontana di Trevi, flotando entre monedas ensangrentadas; una pierna en la Piazza Navona, junto a un Queso agujereado que olía a podredumbre; el torso en el Panteón, con el Gruyère original como sudario. Pero la mayor conmoción fue en el Coliseo: allí, en el centro de la arena, la cabeza de Jannik, con su cabello rubio ceniza manchado de sangre, miraba al cielo desde un pedestal de Queso, sus ojos congelados en terror. Los turistas gritaban, los guías vomitaban, y los carabinieri acordonaron la zona, pero no había pistas, solo el mechón rubio que confirmaba la obra de la Quesona.
El mundo del tenis colapsó en pánico. Carlos Alcaraz, en Murcia, vio las noticias y sonrió, oliendo sus pies talla 47 con un brillo en los ojos. "El tirolés quiso jugar con el Quesón", murmuró, mientras un dron sobrevolaba su casa, dejando caer un Gruyère miniatura. Los blogs como Cuentos Sangrientos explotaron: "¿Es Alcaraz el titiritero de la Quesona? ¿O es ella su reina?". Los fans, entre escalofríos, coreaban en X: "¡Queso para Sinner, gloria para el Quesón!".
En el Masters de París, Carlos arrasó sin oposición, su topspin un torbellino de duende español. Cada torneo de 2025 lo vio coronarse, su reinado indiscutido, pero las leyendas crecieron: en cada ciudad, una mujer —modelo, periodista, fan— aparecía apuñalada, con una espada medieval y un Queso encima, el sello del Quesón. Y en las sombras, Carla, la Quesona, vigilaba, su espada lista para el próximo que osara desafiar al toro de Murcia. Roma, la Ciudad Eterna, nunca olvidaría el olor a sangre y Queso, ni el eco de una risa que prometía más cabezas rodando en la red.
QUESO
VOLVIERON LOS QUESOS! CREÍ QUE YA NO VOLVÍAN!
ResponderBorrarun relato diferente, como de un estilo distinto, hasta con las ilustraciones (ya había pasado algo parecido con los últimos dos de las Quesonas), como si el blog intentara entrar en una nueva fase, muy buen relato, Carlos Alcaraz alcanza su plenitud como Quesón y a Janik Sinner por desafiar todo lo hacen literalmente queso, su puntuaría 4 sobre 5
ResponderBorrarcuentazo Alcaraz flor de quesonazo y Sinner flor de quesoneado
ResponderBorrartemia que no volvieran los quesos, sé que la censura está operando, este es un buen relato, una buena combinación de los relatos tradicionales y los cuentos quesones más recientes (esos de la prehistoria)
ResponderBorraryo vi la final de Roland Garros y la de Wimbledon e hinchaba por Alcaraz solo porque es queson, me dio bronca que ganara Sinner en Wimbledon, porque es un forro, pero ahora le llegó el queso
ResponderBorraryo le doy diez quesos y treinta y tres pies de tenistas
ResponderBorrarvíctimas genéricas? una inglesa, una francesa y una yanqui, que asqueroso Sinner pretender matar a un queson, nunca había pasado, pero lo destrozaron, habrá aparecido algún pedazo también en el Vaticano?
ResponderBorrarcuando vi el título pensé que por primera vez un chabón mataba a otro chabón, algo inédito en el blog, pero no sucedió, aunque el tano esté planificó todo, y le salió muy mal, buen cuento, habrá más relatos quesones este año?
ResponderBorrarCarlos Alcaraz All Big Cheese Star
ResponderBorrarja ja ja me ha encantado el relato, muy bien pintada la rivalidad entre Carlos Alcaraz y Jannik Sinner, siempre todo esto es muy gracioso, España le ha ganado a Italia
ResponderBorrarel relato es bueno, por primera vez un queson y una quesona en un mismo relato, aunque no interactuan entre si, lo de la quesona (que es la de los cuentos) es todo un acto de lealtad a los quesones, ahi hay todo un mensaje
ResponderBorrarCarlos Alcaraz debería jugar un partido de tenis con Carlos Berlocq usando la cabeza del tano como pelota
ResponderBorrarfuera del mundo queson, el que tiene cara de serial killer es sinner, pero aca lo que vale es llamarse carlos
ResponderBorrarSe hizz esperar pero llegó. Todo un mega relato.
ResponderBorrarCon tenista quesón cosechando víctimas, mostrando su maestría para seducir modelos, antes de quesonearlas. Y con la legendaria espada la Tizona. En algún relato podría aparecer la Colada.
Y gran acierto, que en mismo relato aparezca la quesona Ravelia, aunque sea llamada Carla la Quesona.
¿Palito Ortega es un aliado? Lo digo por la canción Carla la italiana.
El Fauno
Sospecho que entre las quesoneadas en las distintas ciudades podría haber alguna suicida, que no se atreva a terminar con su vida. Y entonces le regala un queso al tenista, para que este la quesonee, luego de una intensa intimidad.
ResponderBorrarEl Fauno
por fin una Carla protegiendo a un Carlos
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