Carla, la Quesona Asesina de los Voleibolistas (Megapost)
El Bosque
de la Quesona Asesina
El sol apenas se filtraba entre las copas de los árboles, proyectando
sombras largas y retorcidas sobre el sendero cubierto de hojas húmedas. Seis
jugadores de la selección argentina de voleibol avanzaban con paso firme,
aunque algo desorientados, por un bosque que no estaba en sus planes. Era un
día libre en medio de una competencia internacional, y lo que había comenzado
como una idea espontánea de entrenar al aire libre se transformó en una
aventura inquietante. Estaban perdidos, metidos en aquel bosque denso y
misterioso, donde se percibía un fuerte olor a Queso.
Facundo Conte, el líder natural del grupo, encabezaba la marcha, con su metro noventa y siete de estatura y una presencia imponente. Su trayectoria como estrella del voleibol mundial, con pasos por clubes europeos y la selección, lo convertía en el pilar del equipo, aunque su cabello desordenado y su sonrisa confiada ocultaban el nerviosismo y la tensión que empezaba a sentir, y que era común a todos los miembros del grupo.
—¿Quién tuvo la brillante idea de meternos en este bosque? —preguntó
Ezequiel Palacios, el armador de un metro noventa, cuyos pies talla 49 dejaban
huellas profundas en el suelo blando. Su tono simulaba tranquilidad, pero sus
ojos escaneaban los alrededores con cautela. Había jugado en ligas de Italia y
Brasil, y su agilidad era legendaria, pero ahora sus enormes zapatillas
parecían hundirse más de lo normal en la tierra.
—Fuiste vos, Palacios, no te hagas el distraído —respondió Joaquín Gallego, el central de dos metros, con una voz grave que resonaba entre los árboles. Sus pies talla 48 crujían sobre las ramas secas. Gallego, conocido por sus bloqueos implacables en la Superliga Argentina, frunció el ceño mientras ajustaba la mochila en su espalda—. Dijiste que un trote en la naturaleza nos vendría bien.
Agustín Loser, el más joven del grupo, con sus dos metros y un físico
esculpido tras años en la selección juvenil y ahora en clubes europeos, soltó
una risita nerviosa. Sus zapatillas talla 50 estaban embarradas, y el olor a Queso
en el aire lo estaba poniendo inquieto. —Che, ¿alguien más huele eso? Es
como... Queso ¿Olor a Queso? ¿O estoy alucinando?
—No alucinás, huele raro, hay olor a Queso —confirmó Santiago Danani, el
líbero, más bajo que el resto con su metro ochenta y tres, pero con una
agilidad que lo había convertido en uno de los mejores en su posición en el
mundo. Sus pies talla 45 se movían con cuidado, como si temiera pisar algo más
que tierra. Danani, siempre alerta, había jugado en Italia y Polonia, y su
instinto para leer el juego ahora lo hacía mirar hacia las sombras del bosque
con desconfianza.
Facundo Imhoff, el opuesto de un metro noventa y cinco, caminaba un poco
más atrás, con una expresión pensativa. Sus pies talla 50 avanzaban con pasos
largos, pero su mente parecía estar en otro lado. Imhoff, conocido por su
potencia en el ataque y su paso por clubes sudamericanos, era abiertamente gay,
algo que el equipo respetaba y que, en momentos de camaradería, solía ser motivo
de bromas cariñosas. Pero ahora, su rostro estaba tenso. —No sé, chicos, este
lugar me da mala espina. ¿No deberíamos volver? —dijo, con un tono que mezclaba
preocupación y cautela.
De pronto, entre la espesura, como salida de la nada, apareció una
cabaña de madera, vieja y desvencijada, con un tejado cubierto de musgo y
ventanas que parecían ojos oscuros. Frente a ella, un joven de unos veintitrés
años, cortaba leña con un hacha. Al ver a los voleibolistas, dejó el hacha en
un tronco y se acercó con una sonrisa tímida.
—Buenas, ¿qué hacen por acá? —preguntó el joven —. Soy Matías, vivo
aquí. Este bosque no es lugar para andar paseando, ¿saben?
Conte dio un paso al frente, siempre el primero en tomar la palabra.
—Somos jugadores de voley, tuvimos un día libre y... bueno, nos perdimos un
poco. ¿Podemos descansar un rato? Y, ya que estamos, ¿Qué es ese olor a Queso?
Matías los miró con una mezcla de curiosidad y cautela. —Pasen,
siéntense. Les traigo agua. Pero lo del olor... eso es otra historia. —Hizo un
gesto hacia la cabaña, y los seis, aunque dudosos, lo siguieron al interior.
La cabaña era sencilla, con una mesa de madera, sillas desparejas y un
fuego crepitando en una chimenea. El olor a Queso persistía, más fuerte dentro.
Matías sirvió agua en vasos de madera y se sentó frente a ellos, con una
expresión seria.
—No deberían estar aquí —empezó Matías, mirando uno por uno a los
jugadores—. Este bosque no es como otros. Hay una historia... la historia de
Carla, la Quesona Asesina.
—¿La qué? —preguntó Palacios, alzando una ceja, aunque su tono era más
nervioso que burlón.
Matías suspiró y se inclinó hacia adelante, bajando la voz. —La Quesona
Asesina. Una asesina serial de hombres. Si su maligno espíritu los atrajo hacia
acá, es porque los quiere entre sus víctimas. Su nombre es Carla, pero todos la
llaman la Quesona así porque... bueno, porque siempre tira un Queso sobre sus
víctimas. —Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran—. Si hay un
hombre por acá, alla lo asesina a sangre fía, y le tira un Queso. Con sus
espadas y sus katanas, cortándole la cabeza o atravesándolos, con sus cuchillos
y puñales,, degollándolo o apuñalarlos, con su soga, estrangulando y asfixiando
con una bolsa, y con un revolver, cuando está cansada o ya sacio su cuota de
decapitaciones, apuñalamientos y estrangulaciones.
— Pero vos sos un hombre y estas aca, ¿Cómo lo conseguiste? — pregunto Facundo Conte - ¿Por qué no te
asesino y te tiro un Queso?
- Porque me llamo Matías, asesinó a tantos Matías, más que a ningún otro
nombre, dicen que después de haber atravesado con una katana a Matías Almeyda,
asesinándolo, dijo “ya está, no asesinó a más Matías, ya asesiné demasiados”,
por eso estoy vivo, pero le aseguro que no es solo una asesina. Es... retorcida,
cruel, sanguinaria, implacable. Muchos dicen que en realidad eran dos o más asesinas,
una que se parecía a Valeria Mazza, idéntica como dos gotas de agua, ¿Saben de
quien habló no? Los jovencitos de ahora no saben quién fue, una modelo top de
los 90, asesinada por el basquetbolista Carlos Delfino en septiembre de 2009.
La otra era Carla Romanini, una modelo argentina que triunfa en Nueva York.
Dicen que las dos asesinas podrían haberse fusionado en una sola… O en realidad
sigue siendo una sola, que se atribuye los asesinatos de la otra. Bueno, ella
juega con sus víctimas, las seduce, les huele, lame, besa y chupa los pies,
tienen sexo, después los asesina y finalmente, tira el Queso sobre el cadaver. Un
Queso grande, con múltiples agujeros, tipo Gruyere o Emmental. Es Carla, la
Quesona Asesina.
El silencio en la cabaña era pesado. Agustín tragó saliva, sus ojos
abiertos como platos. —Eso suena a una locura total. ¿Es real? ¿O es una
leyenda de pueblo?
Joaquín cruzó los brazos, intentando mantener la calma. —Bueno, amigo,
gracias por el cuento de terror, pero nosotros somos seis tipos grandes, altos
y patones, jugamos al voley, no creo que una loca con un Queso nos asuste.
—¿Seis tipos grandes? —dijo Matías, con una sonrisa amarga—. Esos son
precisamente sus favoritos, los tipos altos y patones, los deportistas como
ustedes, se haría un festín con cada uno de ustedes. —Miró las zapatillas muy
grandes embarradas de los jugadores, especialmente las de Gallego y Loser, que
parecían barcos en comparación con las suyas—. Y encima ustedes tienen las
zapatillas sucias, los pies grandes y olorosos Digamos que serían un blanco
perfecto. Sus víctimas preferidas.
Nadie dijo nada, el temor de los voleibolistas era palpable y evidente.
Matías los miró y luego de algunos minutos – el silencio se podía cortar con un
cuchillo como si fuera un Queso – y finalmente dijo – Muchachos, me tengo que
ir, pueden quedarse en la cabaña a dormir, si lo desean, es de noche y ya es
tarde para volver.
Matías abrió la puerta y se fue, desapareció en medio del bosque como
por arte de magia. Los seis voleibolistas intercambiaron miradas. El olor a Queso
parecía más fuerte ahora, como si se filtrara por las paredes de la cabaña.
Afuera, el viento susurraba entre los árboles, y por un instante, a Conte le
pareció escuchar un murmullo, como una voz femenina, distante pero clara.
—Quesoneados serán los seis.
Queso. Queso. Queso. Queso. Queso. Queso.
—¿Escucharon eso? —preguntó Facundo Conte, con un tono de voz bajo que
expresaba temor y pánico.
—Chicos, esto es una locura. No podemos quedarnos aca, esperando a que
una loca con un fetiche por los pies nos corte la cabeza. —Dijo Facundo Imhoff Señaló
sus zapatillas talla 50, como si fueran una maldición—. Tenemos que hacer algo.
Vámonos. Salgamos de esta trampa o de este juego de Scooby Doo. Como broma ya
es todo muy pesado.
—¡Listo, me voy! ¡No me quedo a esperar a ninguna loca asesina con un Queso!
— gritó de terror Agustín Loser.
Los seis salieron tan apresurados como aterrorizados, pero ni bien
salieron lo que vieron justo en el claro del bosque donde estaba la cabaña era
aún más aterrador: una gigantesca horma de Queso Gruyere, con sus múltiples
agujeros, y alrededor de ella, seis pares de zapatillas de talles muy grandes,
sucias y gastadas.
Otra vez la voz femenina, suave, casi seductora diciendo “Qué pies tan
grandes y olorosos... Qué lindos, Queso, serán mis Quesoneados...”
Sombras de
Quesonas Pasadas
Nadie dijo nada, todos la escucharon quedaron paralizados por un momento
y como si fueran una sola persona, volvieron a entrar a la cabaña, donde como
por arte de magia, dentro de la cabaña, el mismo Queso, que estaba afuera,
gigantesco y con sus múltiples agujeros, estaba adentro de la cabaña, como si
hubiera sido teletransportado.
Facundo Conte tragó saliva, aunque era el líder del grupo y debía simular tranquilidad, no podía evitar mostrar la tensión. — Ahora recuerdo todo, pero... mi viejo, Hugo, me contó una vez algo que pasó con Marcos Milinkovic. —Su voz bajó, como si temiera que las palabras convocaran algo—. Fue hace años, en un bosque parecido a este. Marcos, el gran opuesto, el que llevó a Argentina a los Juegos Olímpicos... encontraron su cuerpo, o lo que quedaba de él. Decapitado. Y encima, un Queso. Un Queso grande, como este, justo al lado de su cabeza. Hubo otros deportistas asesinados, rugbiers, basquetbolistas, tenistas, todos Quesoneados. Y voleibolistas como nosotros, Matías Sánchez, Pablo de Crer y Luciano Cecco, a esos los asesino Carla, a Marcos lo decapitó Ravelia. Dicen que ahora se fusionaron en una sola asesina.
- A Juan Martín Del Potro lo decapitaron también or ejemplo,
y a unos rugbiers, creo que se llamaban Miguel Avramovic y Patricio Albacete, y
hubo más, a Fabricio Oberto no lo decapitaron, pero le cortaron el pescuezo y
su cuello chorreando de sangre… y a Manu Ginobili, acribillado a balazos tras
simular un duelo en el Oeste - prosiguió aterrorizado Facundo Conte.
Agustín Loser se llevó una mano a la boca aterrorizado al escuchar eso,
y Santiago Danani apretó los puños. Facundo Imhoff, tratando de mantener una
fachada de escepticismo, soltó una risa nerviosa. —Vamos, Facundo, eso suena a
cuento de terror para chicos. ¿Decapitado? ¿Por una Quesona?
—No es un cuento —interrumpió Ezequiel Palacios, su voz tensa. El
armador, conocido por su precisión en la cancha y su paso por ligas de Italia y
Brasil, se acercó al centro de la habitación, evitando mirar el Queso—. Yo
también escuché algo parecido. ¿Se acuerdan de Sebastián Sole? El central que
jugó en Italia, un crack. Lo encontraron en un bosque, también. Estrangulado.
Asfixiado. La cuerda que usaron... olía a Queso, y la bolsa de arpillera
también. Y, adivinen qué: había un Queso encima de su cuerpo. Un Gruyere, como
si alguien lo hubiera dejado ahí a propósito.
Joaquín Gallego se pasó una mano por la cara, su piel bronceada ahora
pálida como el papel. —¿Me están jodiendo? ¿Cinco jugadores de voley asesinados
por una loca con Quesos? ¿Marcos Milinkovic, Sebastián Solé, Matías Sánchez, Pablo de Crer y Luciano De Cecco? Y todos esos deportistas que vos decís, ahora, eso de
Oberto y Ginobili es cualquiera. Aunque tengo miedo. Esto es una pesadilla.
—No son solo voleibolistas —continuó Palacios, su voz cada vez más baja,
como si temiera que alguien más escuchara—. También están los basquetbolistas,
los rugbiers, los futbolistas, los tenistas, los nadadores, los atletas. No
solo Ginobili y Oberto, también Luis Scola, el capitán de la Generación Dorada.
Lo encontraron en un campo, también estrangulado y asfixiado, con un Queso
encima. Y Patricio Garino, otro crack del básquet, asesinado de la misma
manera. Siempre un Queso, siempre ese olor. Siempre en lugares como este,
aislados, donde nadie puede ayudarte. Hubo muchos más. Decenas, tal vez
cientos. Hubo otros basquetbolistas estrangulados, y también nadadores, aunque
a estos los pasaban a cuchillo.
Danani, que había estado callado, dio un paso atrás, chocando contra una
silla. —Esto no puede ser real. ¿Por qué nadie habla de esto? ¿Por qué no salió
en las noticias?
—Porque nadie quiere creerlo, hay cosas que es mejor que parezcan
leyendas para que la gente viva tranquila —respondió Facundo Conte, sus ojos
fijos en la ventana. Afuera, la oscuridad parecía más densa, como si el bosque
mismo estuviera escuchando—. La policía lo encubre, dice que son accidentes o
asesinatos comunes, hechos de inseguridad, o quizás hay organizaciones aún más
poderosas y muy secretas que ocultan todo. Pero los que vivimos en el deporte,
los que viajamos, escuchamos las historias. Las historias de la Quesona, la que
quiere asesinarnos a todos.
El susurro femenino que había atravesado las rendijas de la cabaña, “Pronto
Quesoneados serán, QUESO...”, aún resonaba en sus mentes, y el miedo los tenía
al borde del colapso.
Facundo Conte, con su metro noventa y siete y su aura de capitán,
intentó tomar el control, aunque su voz temblaba. —Esto no puede seguir así. No
podemos quedarnos mirando estos Quesos toda la noche. Pero... —Se pasó una mano
por el cabello, mirando a sus compañeros—. Ahora recuerdo más historias
similares. Cuando estuve jugando en Polonia, una anciana rumana en Lisboa me
contó una historia que no olvidé nunca.
—¿Otra historia de Quesos? —preguntó Agustín Loser, con sus dos metros
de altura y sus zapatillas talla 50 estaban pegadas al suelo, como si temiera
moverse.
Conte asintió, su rostro serio. —Era sobre la Quesona Pirata. Se llamaba
Charlotte, la esposa de un pirata llamado Barbacruel. El tipo era un monstruo:
la maltrataba, la humillaba frente a su tripulación. Una noche, Charlotte se
hartó. Encabezó un motín en el barco, tomó una espada y decapitó a Barbacruel
mientras dormía. Y después... —Hizo una pausa, mirando el Queso en el centro
del salón—. Le tiró un Queso encima del cuerpo. Un Queso grande, redondo, como
este. Luego fue por los esbirros de Barbacruel, uno por uno. Todos decapitados,
todos con un Queso encima. La anciana dijo que Charlotte todavía vaga por los
mares, o por lugares como este, buscando hombres para vengarse... y siempre
deja un Queso.
El silencio que siguió fue pesado. Danani, el líbero de metro ochenta y
tres, se removió inquieto, sus pies talla 45 golpeando el suelo. —Genial, ahora
no solo tenemos una Quesona en el bosque, sino también una pirata loca con una
espada. ¿Qué más falta?
Facundo Imhoff, con sus dos metros dos centímetros, intentó mantener su
fachada de calma, pero sus manos temblaban mientras hablaba. —No es la única
historia. Cuando estuve en España, jugando en la liga, conocí a un tipo... Juan
Miguel, un bailarín flamenco de Sevilla. —Hizo una pausa, y una leve sonrisa
nostálgica cruzó su rostro, recordando su breve romance con el bailarín, un
hombre carismático y apasionado—. Éramos... bueno, amantes ocasionales. Una
noche, después de un par de copas, me contó una historia que me dio
escalofríos. La Princesa Quesona. Era una princesa hermosa, prometida al
Príncipe Matías. Pero en la noche de bodas, algo se quebró en ella. Sacó una
espada escondida bajo su vestido, asesinó a Matías de un corte limpio y dejó un
Queso sobre su cuerpo. Luego fue por la guardia real, matándolos uno por uno
con la misma espada, y dejando un Queso sobre cada cadáver. Juan Miguel decía
que la Princesa todavía ronda castillos y bosques, buscando hombres para
castigarlos por los pecados de Matías.
—¿Y qué hizo Matías para merecer eso? —preguntó Gallego, el central de
dos metros, sus pies talla 47 inquietos bajo la mesa. Su voz grave estaba
cargada de nerviosismo.
Imhoff se encogió de hombros. —Juan Miguel no lo sabía. Dijo que la
Princesa era como un espíritu vengativo, que no necesitaba razones. Solo quería
sangre... y Quesos.
Ezequiel Palacios, el armador de metro noventa, levantó la vista, su
rostro pálido. Sus pies talla 49 estaban inmóviles, como si temiera atraer
atención. —Yo escuché una versión parecida, pero no en España. Fue en San
Miguel de Tucumán, hace un par de años, cuando jugamos un torneo ahí. Una
vendedora de empanadas, una señora mayor con ojos que parecían ver a través de
vos, me contó la misma historia de la Princesa Quesona. Pero en su versión, no
usaba una espada. Estranguló al Príncipe Matías con una soga, lo colgó de un
balcón, y dejó un Queso sobre su cuerpo. Luego ahorcó a toda la guardia real,
uno por uno, y cada cuerpo tenía un Queso encima. Decía que la Princesa aparece
en lugares como este, donde los hombres se sienten demasiado confiados.
Agustín, con los ojos abiertos como platos, se abrazó las rodillas.
—Esto es una locura. ¿Cuántas Quesonas hay? ¿Por qué siempre Quesos? ¿Y por qué
nosotros? ¡Solo queríamos entrenar!
—Porque tenemos pies grandes, Agustín, somos sus víctimas preferidas
—dijo Santiago, intentando bromear, pero su voz salió estrangulada. Sus ojos se
desviaron al Queso del salón, cuyos agujeros parecían más oscuros, como si
absorbieran la luz.
—No sé si son historias o no —dijo Facundo Conte, su voz baja—, pero
estos Quesos no son normales. Y ese susurro... no me lo imaginé. Todos lo
escuchamos.
Imhoff, a pesar de su miedo, trató de simular cierto escepticismo sobre
toda la historia de la Quesona, intentando recuperar algo de control. —Miren,
estamos agotados. No podemos seguir así, paranoicos, esperando a que una loca
con un Queso nos ataque. Vamos a dormir, aunque sea un par de horas. Si nos
quedamos aquí hablando entre nosotros, vamos a enloquecer. Dejemos el Queso
donde esta, no los toquemos, y cerremos las puertas de los cuartos.
—Facu tiene razón —intervino Conte, el capitán, con su metro noventa y
siete y su voz de líder, aunque sus ojos seguían desviándose hacia la ventana—.
Si nos quedamos despiertos, vamos a estar agotados mañana. Hay que mantener la
cabeza fría. En ese pasillo hay cuartos. Cada uno toma uno, cerramos las
puertas, y yo hago la primera guardia.
A regañadientes, Facundo se quedo en el salón y los otros cinco se
dirigieron al interior de la cabaña, cada uno enfrentando la puerta de su
cuarto con una mezcla de terror y agotamiento.
Todos entraron a un cuarto y los cinco pasaron exactamente por la misma
experiencia: en cada habitación, sobre la cama o sobre la mesa, había un enorme
y gigantesco Queso Gruyere, con sus múltiples agujeros que parecían ser ojos
que espiaban a los voleibolistas.
—Esto es una pesadilla —susurró Facundo Imhoff, mirando sus zapatillas
talla 50 como si fueran una maldición.
—No voy a dormir, no voy a dormir —murmuraba Agustín Loser, aunque sus
párpados pesaban y no daba más del sueño que tenía. Sus dos metros de altura lo
hacían sentir fuera de lugar en la habitación diminuta.
—¡Esto no es normal! —masculló Joaquín Gallego, su voz grave temblando,
al observar al Queso. Sus pies talla 49 colgaban del borde de la cama,
vulnerables.
—¡No, no, no! —dijo Santiago Danani, en su cuarto, mientras rezaba una
oración viendo al Queso con gesto de pánico y terror.
—¡Qué mierda es esto! —gritó Ezequiel Palacios, observando el Queso, y
como paralizado, se quedó sentado en el sillón contemplando obsesivamente al
Queso.
Cada uno de los seis escuchó exactamente lo mismo “Queso, Quesoneados
serán los seis, Carla, la Quesona Asesina, aquí ya estoy, su suerte echada
esta, Quesoneados”.
La Asesina de Facundo Conte
Facundo Conte, con su trayectoria como estrella en clubes europeos y
heredero del legado de su padre, Hugo Conte, intentaba mantener la calma. De
repente, sintió un frío helado en la nuca, como si una corriente de aire
hubiera atravesado la habitación. Pero no era aire. Era el filo de una espada,
afilado y gélido, presionando contra su piel. Tragó saliva, su garganta seca, y
su cuerpo se paralizó. El corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo en los
oídos. Lentamente, levantó la vista, y allí, frente a él, estaba ella: Carla,
la Quesona.
Era una visión perturbadora. Una mujer bella y alta, de una belleza casi
sobrenatural, con el cabello rubio cayendo en ondas sobre sus hombros. Sus ojos
lo miraban con una mezcla de seducción y crueldad. Llevaba guantes negros de
cuero que crujían al moverse, y en una mano sostenía una espada larga y
brillante, cuya hoja reflejaba la luz mortecina de la chimenea.
—Facundo Conte —dijo Carla, su voz suave pero cargada de una amenaza que
hizo que el vello de Conte se erizara. Sus labios rojos se curvaron en una
sonrisa perturbadora—. Te decapitaré, como hice con Marcos Milinkovic. Y cuando
termine, te tiraré un Queso encima. —Hizo una pausa, inclinándose hacia él
hasta que su rostro estuvo a centímetros del suyo. El filo de la espada
presionó un poco más contra su cuello, y Conte sintió un hilo de sudor frío
correr por su espalda—. Debí haber decapitado a Hugo Conte, tu padre, y tirarle
un Queso también. Le perdoné la vida, ¿sabes? Pero nunca me gustó esa barba
ridícula que usaba, eso lo salvo. Hoy vengo por vos, Facundo. Facundo, como el
basquetbolista Facundo Campazzo. Y Conte, como Carla Conte, su asesina, la Quesona
que lo asesinó a balazos.
—¿Por qué yo? —logró balbucear Facundo, mientras la espada seguía
presionando su piel.
Carla inclinó la cabeza, como si estudiara a su presa. —Porque tenes
pies grandes, Facundo, Ja, ja, ja. —respondió, sus ojos brillando con un placer
sádico.
Conte cerró los ojos por un instante, esperando el frio del acero, pero
no podía moverse, no podía gritar. El terror lo había congelado, y la risa de
Carla resonaba en sus oídos como una sentencia. Como un condenado a muerte, que
no tenía escapatoria posible, Facundo esperaba el golpe mortal de la Quesona.
Carla bajó la espada ligeramente, dejando que el filo rozara la piel de
Conte sin cortarla, y se acercó más, hasta que su aliento cálido rozó su
rostro. Con un movimiento lento, se arrodilló frente a él, sus guantes negros
deslizándose por las zapatillas talla 49 de Conte.
Carla, con una delicadeza casi reverente, desató los cordones de sus
zapatillas, quitándolas una por una. Sus manos enguantadas acariciaron los pies
de Conte, explorando cada contorno, y los fue oliendo, besando, chupando y
lamiendo, una y otra vez.
El ambiente en la cabaña parecía cambiar, como si el tiempo se
detuviera. Carla se puso de pie, su figura imponente bajo la luz mortecina de
la chimenea, y extendió una mano hacia Conte, invitándolo a levantarse. Él
obedeció, incapaz de resistirse, su cuerpo temblando de miedo y algo más, algo
que no podía nombrar. Ella lo guió hacia el sofá viejo en una esquina del
salón, donde las sombras danzaban como espectros. Sin decir una palabra, Carla
se acercó más, sus manos enguantadas deslizándose por el pecho de Conte,
bajando con una lentitud deliberada. El aire estaba cargado de una tensión
eléctrica, una mezcla de peligro y seducción que lo mantenía atrapado.
El encuentro sexual fue breve, pero cargado de una intensidad casi
onírica. Carla, con una gracia que contrastaba con su aura asesina, exploró el
cuerpo de Conte con una delicadeza que parecía imposible para alguien que
sostenía una espada momentos antes. Sus movimientos eran precisos, casi
coreográficos, como si cada caricia fuera parte de un plan mayor. Conte,
atrapado entre el terror y la rendición, se dejó llevar, su mente nublada por
el miedo y el hechizo de la Quesona, aunque el acto sexual fue perfecto,
evidentemente toda aquella situación elevó la excitación. No hubo palabras,
solo el roce de los guantes negros, el calor de sus cuerpos y el olor abrumador
del Queso que parecía impregnarlo todo.
Pero el hechizo se rompió tan rápido como había comenzado. Carla se
apartó, sus ojos azules ahora fríos como el hielo. Tomó la espada, que había
dejado apoyada contra el sofá, y la levantó con una calma aterradora.
Paralizado por el terror, Facundo contempló a la asesina.
Carla, con un movimiento rápido, casi quirúrgico, alzó la espada y la
dejó caer en un arco perfecto. El filo cortó el aire con un silbido, y la
cabeza de Facundo Conte se separó de su cuerpo con una precisión brutal. La
sangre salpicó el suelo de madera, un rojo oscuro que brilló bajo la luz de la
chimenea. El cuerpo de Conte se desplomó, sus pies talla 49 inmóviles por
primera vez, mientras su cabeza rodaba unos centímetros, deteniéndose cerca del
Queso Gruyère del salón.
Carla, impasible, se agachó y recogió el Queso del suelo. Con un gesto
ceremonioso, lo tiró sobre el cadáver de Facundo Conte. Carla se enderezó,
limpiando la espada con un paño que sacó de su cinturón, y su voz resonó en la
cabaña, fría y triunfal: —Queso, Facundo Conte. La asesina se fue de la
habitación llevándose consigo las zapatillas talle 49 de Facundo.
La Asesina de Agustín Loser
En el cuarto número 1, Agustín Loser, el más joven del equipo, estaba
parado al borde del pánico. De repente, la puerta de su cuarto se abrió
lentamente, con un chirrido que resonó como un grito en el silencio. Allí, en
el umbral, estaba Carla, la Quesona. Su figura era imponente, su cabello rubio
brillando bajo la luz mortecina de la lámpara parpadeante. Sus ojos azules,
fríos como el hielo, lo atravesaron, y sus guantes negros de cuero crujían
mientras sostenía una katana, cuya hoja afilada reflejaba la penumbra.
Agustín retrocedió hasta chocar contra la pared de madera. Sus pies
talla 50 tropezaron con una tabla suelta, y su respiración se volvió errática.
—¡No, por favor! —suplicó, su voz quebrándose—. ¡No hice nada! ¡No me asesines!
Carla dio un paso hacia él, su sonrisa cruel curvándose en sus labios
rojos. —Agustín Loser —dijo, su voz suave pero cargada de una amenaza que hizo
que el vello de Loser se erizara—. Sos tan jovencito, tan... prometedor.
—Inclinó la cabeza, estudiándolo como un depredador a su presa—. Podría
degollarte, como hice con Fabricio Oberto, el basquetbolista. Su cuello era
fuerte, pero la sangre fluyó tan fácil... —Hizo una pausa, levantando la katana
y dejando que la luz jugara en el filo—. O podría apuñalarte con esta espada,
como hice con otro Agustín, Agustín Bernasconi. Su corazón dejó de latir antes
de que el Queso tocara su cuerpo. —Se acercó más, su presencia llenando la
habitación—. ¿Cómo querés que te asesine, Agustín? Tenés un cuello tan
hermoso... quedaría precioso, sangrante.
Loser estaba paralizado, su espalda pegada a la pared, sus ojos abiertos
de terror. La katana de Carla rozó su pecho, el metal frío deslizándose por su
camiseta con una lentitud deliberada.
Sus manos enguantadas quitaron las zapatillas de Loser, dejando al
descubierto sus pies talla 50. Loser temblaba, incapaz de moverse, atrapado
entre el miedo y el hechizo de la Quesona. Carla disfrutó oler, besar, lamer y
chupar los pies de Agustín, con intensidad, aunque a decir verdad le habían
gustado mucho más los de Facundo Conte. Estos eran muy inmaduros para su gusto.
El encuentro sexual que siguió fue breve, envuelto en una atmósfera de
tensión y peligro. Los movimientos de Carla eran precisos, elegantes, como si
cada caricia fuera parte de un ritual macabro. Sus manos enguantadas exploraron
el cuerpo de Loser con una delicadeza que contrastaba con la katana que
descansaba a su lado. Él, atrapado en un torbellino de terror y fascinación, se
dejó llevar, su mente nublada por el miedo y la presencia abrumadora de la Quesona,
y su pene se erecto como nunca antes lo había hecho, penetrando a Carla, que se
llenó de gozo y satisfacción. El olor a Queso llenaba la habitación,
mezclándose con el calor de sus cuerpos, y por un momento, el mundo se redujo a
esa danza íntima, donde el deseo y el asesinato se entrelazaban.
Cuando finalizaron, Carla se incorporó y Agustín, también parado, como
en un movimiento defensivo, se arrinconó otra vez contra la pared, con un
rostro que demostraba terror, pánico, dolor, súplica y sufrimiento.
Carla se apartó, sus ojos volviendo a la frialdad glacial que Loser
había visto al principio. Tomó la katana, y antes de que él pudiera reaccionar,
levantó el arma con una precisión letal. —Lo siento, Agustín —dijo, su voz casi
melancólica—. Pero tu cuello es demasiado perfecto para dejarlo intacto. Te
asesinaré.
Con un movimiento rápido, la katana cortó el aire, y la hoja atravesó el
cuello de Loser con una fuerza brutal. La punta de la espada se hundió en la
pared detrás de él, clavándolo como un insecto en una vitrina. La sangre brotó
en un torrente, manchando la madera y salpicando el suelo. Loser gorgoteó, sus
ojos abiertos en una mezcla de sorpresa y agonía, mientras su cuerpo se
convulsionaba brevemente antes de quedar inmóvil, sostenido solo por la katana
que lo atravesaba hasta el mango. La hoja brillaba con un rojo oscuro, y el
olor metálico de la sangre se mezcló con el del Queso.
Carla, impasible, se agachó y recogió el Queso Gruyère que estaba allí.
Con un gesto ceremonioso, lo tiró sobre el cadaver de Loser, justo donde la
sangre seguía goteando.—Queso, Agustín Loser —dijo, su voz resonando en la
habitación como una sentencia final. La asesina se fue de la habitación
llevándose consigo las zapatillas talle 50 de Agustín.
La Asesina de Facundo Imhoff
En el cuarto número 3, Facundo Imhoff, el opuesto gay de dos metros dos
centímetros, estaba acostada en la cama. El Queso Gruyère en la habitación, con
sus agujeros oscuros como ojos vigilantes, lo incomodaba, pero él se negaba a
dejarse intimidar. Como hombre abiertamente gay, Imhoff siempre había
enfrentado los desafíos con una mezcla de valentía y humor sarcástico, y ahora,
a pesar del miedo que lo carcomía, intentaba mantener su fachada. —Qué pavada
—masculló, hablando solo para llenar el silencio—. Una loca con Quesos, ¿en
serio? Los demás están cagados de miedo por nada. Esto es una joda de Matías,
seguro. —Soltó una risa forzada, mirando el Queso como si pudiera desafiarlo—.
Y si aparece la Quesona, le digo que se busque otro con pies más chicos, je, je.
De repente, la puerta del cuarto se abrió con un chirrido lento, y el
aire se volvió más frío, más pesado. Imhoff levantó la vista, y su risa se
congeló en su garganta. Allí estaba Carla, la Quesona, en el umbral. Su cabello
rubio brillaba bajo la luz parpadeante de la lámpara, y sus ojos azules lo
atravesaban con una intensidad que le erizó la piel. En una mano sostenía un
puñal de 50 centímetros, su hoja reluciente reflejando la penumbra.
—Mirá quién llegó —dijo Facundo, forzando una sonrisa—. La famosa Quesona.
Soy gay, querida, no me gustan las chicas. Así que tómatelas con tu Queso y
búscate a otro, bien macho, no a un puto como yo.
Carla inclinó la cabeza, su sonrisa ampliándose. Su voz, suave como el
terciopelo, pero cargada de amenaza, llenó la habitación. —Facundo Imhoff
—dijo, dando un paso hacia él—. ¿Crees que tu condición te salva? —Sostuvo el
puñal en alto, dejando que la luz jugara en el filo—. Apuñalé a otros como vos.
Santiago Artemis, con su ego de diseñador, pensó que podía burlarse de mí. Lo
dejé con treinta y siete puñaladas y un Queso sobre su cuerpo. Lizardo Ponce,
con su lengua afilada, también se rió... hasta que mi cuchillo lo silenció, más
de treinta cuchillazos también. —Se acercó más, sus ojos brillando con un
placer sádico—. No me importa con quien te acuestes, Facundo. Serás Quesoneado.
Imhoff soltó una risa nerviosa, retrocediendo hasta que su espalda chocó
contra la pared. —Artemis y Ponce, ¿eh? Qué par de “Quesoneados”. —Intentó
mantener el tono burlón, pero su voz temblaba—. Vamos, Carla, ¿en serio vas a
perder el tiempo conmigo? No soy tu tipo. Andá a joder a Gallego, que con sus
zapatones talla 49 te va a encantar, ese es bien machote, yo soy gay, un
marica, un maricón, un marica como los de antes, como ese amante andaluz, Juan
Miguel, el que cantaba “Ojos Verdes” y “Compuesto y sin Novia”.
Carla no respondió. En cambio, se arrodilló frente a él con una lentitud
deliberada, dejando el puñal y el Queso en el suelo. Sus manos enguantadas se
deslizaron hacia las zapatillas de Imhoff, quitándolas con una precisión casi
ritual. Imhoff, atrapado entre el miedo y la incredulidad, sintió un escalofrío
recorrer su cuerpo. Intentó moverse, pero sus piernas no respondían, como si la
presencia de Carla lo hubiera hechizado. Carla chupó, lamió, besó y olió
aquellos pies, una y otra vez, y además le hizo cosquillas, mientras Facundo,
cantaba otras canciones españolas, como “Campanera” y “Sevillanas del
Espartero”. El canto era una forma de atravesar el terror que sentía.
Lo que siguió fue un encuentro breve, envuelto en una atmósfera de
tensión y peligro. Carla, con una elegancia perturbadora, simuló una intimidad
que era más un juego de poder que un acto de deseo. Sus manos enguantadas
recorrieron el cuerpo de Imhoff, deteniéndose en sus genitales. Facundo pensó
“Pensaré que tengo ante mí a Juan Miguel” y atrapado en el hechizo de la Quesona,
disfrutó el momento, mientras penetraba a Carla, y llenaba a esta de gozo y
satisfacción. El olor a Queso llenaba la habitación, intensificándose con cada
segundo, como si el propio Gruyère estuviera celebrando el ritual. Pero tan
contento estaba pensando que se estaba cogiendo a Juan Miguel, que Facundo
cometió el error de relajarse.
Carla se apartó y tomó el puñal del suelo, y fue entonces cuando Imhoff,
por primera vez, sintió el verdadero peso del peligro. Su alegría se
desvaneció, y el terror lo golpeó como un puñetazo. —¡No, esperá! —gritó,
levantando las manos en un intento desesperado de protegerse—. ¡No me asesines!
Carla no respondió. Con un movimiento rápido, levantó el puñal y lo
hundió en el pecho de Imhoff con una fuerza brutal. La hoja de 50 centímetros
atravesó músculo y hueso, y la sangre brotó en un chorro caliente, salpicando
la cama y el suelo. Imhoff jadeó, sus ojos abiertos de par en par, pero Carla
no se detuvo. Sacó el puñal y lo apuñaló de nuevo, esta vez en el abdomen, y
luego en el hombro, cada golpe preciso y salvaje. La sangre se derramó como un
río, manchando la madera y el Queso Gruyère en la cama. Imhoff se desplomó, su
cuerpo convulsionándose brevemente antes de quedar inmóvil, sus pies talla 50
extendidos en un ángulo antinatural.
Carla, impasible, agarró el Queso Gruyère y con un gesto ceremonioso, lo
tiró sobre el cadáver ensangrentado de Imhoff, donde la sangre aún goteaba,
mezclándose con la corteza amarillenta. Limpió el puñal con un paño, su rostro
inexpresivo, y se inclinó hacia el cuerpo. —Queso, Facundo Imhoff —dijo, su voz
resonando en la habitación como una sentencia final. La asesina se fue de la
habitación llevándose consigo las zapatillas talle 50 de Facundo.
La Asesina de Joaquín Gallego
Joaquín Gallego, el central de dos metros, estaba sentado en el suelo,
lo más lejos posible del Queso Gruyère que había empujado de la mesita al suelo
con un palo. Sus pies talla 49, endurecidos por años de bloqueos en la
Superliga Argentina, estaban recogidos contra su pecho, como si quisiera
hacerlos más pequeños, menos atractivos para la Quesona.
De repente, sintió un frío helado recorriendo su brazo, como si una
serpiente de metal se deslizara por su piel. No era una serpiente, sino el filo
de un machete, ancho y brutal, capaz de cortar una selva entera con un solo
golpe. Gallego levantó la vista, y su corazón se detuvo. Allí, frente a él,
estaba Carla, la Quesona, con sus cabellos rubios y toda su seducción y
sadismo.
Carla dio un paso hacia él, su sonrisa cruel curvándose en sus labios
rojos. —Joaquín Gallego —dijo, su voz suave pero cargada de amenaza, como un
susurro que prometía sangre—. ¿Cómo querés ser asesinado? —El machete rozó el
pecho de Gallego, el metal frío dejando una marca invisible en su camiseta—. ¿A
puñaladas, como tu tocayo Joaquín Moretti, cuyo cuerpo desgarré hasta que no
quedó nada? ¿Destrozado a machetazos, como Matías Fioretti, que gritó hasta que
su voz se apagó? ¿O con el machete clavado en el cuello, como Matías Solanas,
cuya sangre pintó el suelo? —Inclinó la cabeza, estudiándolo como un trofeo—.
Elegí, Joaquín. O elijo yo.
Gallego balbuceó, incapaz de formar palabras coherentes. —¡No... no
quiero ser asesinado! —Su voz era un gemido, sus ojos abiertos de par en par,
fijos en el machete que brillaba con un fulgor maligno.
Carla no respondió. En cambio, se arrodilló frente a él con una lentitud
deliberada y mientras Gallego temblaba, atrapado entre el terror y un hechizo
que lo inmovilizaba, notó que la Quesona le chupaba, lamía, olía y besaba los
pies una y otra vez.
Nunca supo como, pero apenas minutos después Joaquín estaba en la cama
con Carla encima suyo, en un encuento sexual cargado de una intensidad salvaje.
Carla, con una mezcla de elegancia y ferocidad, disfrutó de aquella relación
con gozo y satisfacción. También Joaquín estaba ahora contento, y el sexo fue
una danza de poder, como si Carla estuviera liberando una parte de su
naturaleza más oscura. Joaquín creyó que estaba salvado: la Quesona solo quería
sexo, no iba a ser asesinado.
Pero la ilusión de salvación se desvaneció en un instante. Carla se levantó
y tomó el machete del suelo, y Gallego, que había comenzado a relajarse, sintió
el terror golpearle como un relámpago. —¡No, esperá! —gritó, levantando las
manos en un intento desesperado de protegerse—. ¡Pensé que... después de
esto...!
—No hay después, Joaquín —interrumpió Carla, su voz cortante como el
filo del machete. Con un movimiento brutal, levantó el arma y la dejó caer
sobre el pecho de Gallego, cortando a través de la carne y el hueso con un
crujido escalofriante. La sangre brotó en un torrente, salpicando la pared y el
suelo. Gallego gritó, pero el sonido se ahogó cuando Carla volvió a atacar,
esta vez cortando su abdomen, dejando una herida profunda que expuso músculo y
vísceras. El machete, ancho y despiadado, se movió con una furia salvaje,
cortando brazos, piernas, torso, cada golpe un estallido de violencia. La
sangre pintó la habitación en un rojo oscuro, y Gallego, con los ojos abiertos
en una mezcla de agonía y sorpresa, se desplomó, su cuerpo destrozado cayendo
al suelo como un muñeco roto. Sus pies talla 49, que Carla había admirado
momentos antes, yacían inmóviles, cubiertos de sangre.
Carla tiró el Queso sobre el cadaver destrozado de Gallego. Queso,
Joaquín Gallego —dijo, su voz resonando en la habitación como una sentencia
final. La asesina se fue de la habitación llevándose consigo las zapatillas
talle 49 de Joaquín.
La Asesina de Ezequiel Palacios
En el cuarto número 5, Ezequiel Palacios, el armador de metro noventa,
estaba sentado en una silla, con sus zapatillas talla 48 sobre el piso. El Queso
Gruyère en la cama, con sus agujeros oscuros como ojos vigilantes, lo observaba
desde la penumbra. Pero no era solo el Queso lo que lo aterrorizaba. Sobre la
mesita de noche, una soga gruesa y áspera estaba enrollada, y junto a ella, una
bolsa de arpillera, arrugada y manchada, como si hubiera sido usada antes.
Palacios, conocido por su precisión en la cancha y su paso por ligas de Italia
y Brasil, temblaba incontrolablemente.
—Esto no me estaría pasando si fuera el otro Palacios —masculló, su voz
temblorosa, hablando solo para llenar el silencio—. Exequiel Palacios, el
futbolista, el de River, el de la selección. Ese estaría en una cancha, no en
este maldito bosque. —Se rió, una risa nerviosa que sonó como un sollozo—. O si
fuera Carlos Palacios, el chileno de Boca... ese sería un Quesón, no una
víctima. —Pero la broma no lo consoló. Sus ojos se fijaron en la soga y la
bolsa, y un escalofrío lo recorrió.
De repente, la puerta del cuarto se abrió con un chirrido lento, y el
aire se volvió más frío, más pesado. Palacios levantó la vista, y su corazón se
detuvo. Allí estaba Carla, la Quesona, en el umbral.
Palacios intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. —¡No, por favor! —balbuceó, sin poderse moverse de la silla—. ¡No hice nada! ¡No quiero ser asesinado!
Carla dio un paso hacia él, su sonrisa cruel curvándose en sus labios
rojos. —Ezequiel Palacios —dijo, su voz suave pero cargada de amenaza—. No eres
el futbolista, ¿verdad? El de la X en su nombre podría haber escapado. Pero
vos... vos estás aquí, con tus pies perfectos. —Sus ojos se deslizaron hacia
las zapatillas talla 46 de Palacios, y su sonrisa se amplió—. ¿Sabés cuántos he
estrangulado? Sebastián Sole, con su cuello fuerte, se retorcía como un pez
fuera del agua. Patricio Garino, tan alto, tan orgulloso, pero la soga lo
quebró. Nicolás Brussino, Máximo Fjellerup, Andrés Nocioni, Luis Scola... todos
cayeron bajo mi soga, con un Queso sobre sus cuerpos. —Hizo una pausa,
acercándose más—. Y hubo más. Marcos Mata, Leonardo Gutiérrez, Gabriel
Fernández... la lista es larga, Ezequiel. Y ahora, vos.
Palacios temblaba, sus ojos abiertos de par en par. —¡Eso no es real!
—gritó, su voz quebrándose—. ¡Son historias, cuentos para asustar! ¡Dejá de
joder!
Carla no respondió. En cambio, se arrodilló frente a él y sus manos
enguantadas quitaron las zapatillas de Palacios con una precisión ritual,
dejando al descubierto sus pies talla 48. —Qué pies tan magníficos —susurró y
luego los chupó, besó, lamió y olió una y otra vez. El voleibolista paralizado
de terror, ni se movió.
Tampoco se movió cuando Carla, satisfecha ya con el juego de los pies,
se desplazó con precisión felina sobre su cuerpo. De repente, Ezequiel se dio
cuenta que tenía el pene erecto y que estaba penetrando a Carla, que disfrutaba
todo llena de gozo y satisfacción, mientras el seguía paralizado de terror,
pero funcionando muy bien en lo sexual. Como si la Quesona hubiera permitido
eso desde su instinto de asesina.
El goce fue tal que Ezequiel ahora se relajó, pensando que todo era una
broma ya sea de sus compañeros o del tal Matías, y que lejos de estar en una
película de terror, estaba en una comedia sexual.
Pero la ilusión se rompió cuando Carla se apartó, sus ojos volviendo a
la frialdad glacial que había mostrado al entrar. Tomó la soga del suelo y, con
un movimiento rápido, la pasó por el cuello de Palacios. —No es una broma,
Ezequiel —dijo, su voz cortante como una cuchilla—. ¿Querés saber qué pasó con
los otros? Conte, decapitado. Loser, atravesado por una katana. Imhoff,
apuñalado hasta desangrarse. Gallego, destrozado por un machete. Todos con un Queso,
todos míos. —Apretó la soga, y Palacios jadeó, sus manos arañando el aire en un
intento desesperado de liberarse.
—¡No, por favor! —gritó, pero la soga se tensó más, cortando su
respiración. Carla, con una fuerza inhumana, tiró de la cuerda, y el cuello de
Palacios crujió bajo la presión. Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de
terror y agonía, mientras su rostro se volvía púrpura. Con un movimiento
rápido, Carla tomó la bolsa de arpillera y la colocó sobre la cabeza de
Palacios, atándola con fuerza alrededor de su cuello. La bolsa se hinchó con
sus últimos intentos de respirar, pero pronto se quedó inmóvil, el cuerpo de
Palacios colapsando contra la pared, sostenido solo por la soga que lo
estrangulaba. La sangre goteó desde su boca, manchando la arpillera, y el olor
metálico se mezcló con el hedor rancio del Queso.
Carla, impasible, tiró entonces el Queso sobre el cadáver de Ezequiel
Palacios, estrangulado y asfixiado. Limpió la soga con sus guantes, su rostro
inexpresivo, y se inclinó hacia el cuerpo. —Queso, Ezequiel Palacios —dijo, su
voz resonando en la habitación como una sentencia final—. La X de Exequiel te
hubiera salvado, ja, ja, ja, ja. La asesina se fue de la habitación llevándose
consigo las zapatillas talle 48 de Ezequiel.
Solo Santiago Danani quedaba con vida, en su cuarto, ajeno al destino de
sus compañeros, mientras Carla, se deslizaba hacia las sombras, lista para
completar su cacería.
La Asesina de Santiago Danani
Danani, con su metro ochenta y tres, estaba sentado en el suelo, con sus zapatillas talla 44 apoyadas contra la pared. Tras el terror inicial al contemplar el Queso en su habitación, a diferencia de los demás, parecía relajado, casi contento, perdido en recuerdos de viejos partidos y situaciones graciosas que lo hacían sonreír en la penumbra. Recordó una vez en Italia, cuando él y Conte habían gastado una broma a Palacios, escondiendo sus zapatillas antes de un entrenamiento, y cómo el armador había corrido descalzo por la cancha, maldiciendo en voz alta.
La memoria le arrancó una risa suave, y su mirada se posó en el Queso
Gruyère frente a la puerta, con sus agujeros oscuros como ojos vigilantes. —Qué
pavada —masculló, sacudiendo la cabeza—. Todo este miedo por un Queso. Si me lo
como como ratoncito, se acaba el problema, ¿no? —Soltó otra risa, imaginándose
royendo el Gruyère como un personaje de caricatura. Claro, había pasado un
largo rato, desconociendo que sus cinco compañeros ya habían sido asesinados y
Quesoneados.
Pero su risa se congeló cuando la puerta del cuarto se abrió con un
chirrido lento, y el aire se volvió frío, cargado con el olor del Queso. Danani
levantó la vista, y su corazón dio un vuelco. Allí estaba Carla, la Quesona, en
el umbral. Su cabello rubio brillaba bajo la luz parpadeante de la lámpara, y
sus ojos azules lo atravesaron con una intensidad gélida. Sus guantes negros de
cuero crujían al sostener una pistola larga, una M92FS Shibuya con silenciador,
cuya boca oscura apuntaba a Santiago.
Danani se puso de pie de un salto, su relajación evaporándose en un
instante. El terror lo golpeó como una ola, y quedó inmóvil. —¡No, no, no!
—balbuceó, sus manos levantadas en un gesto inútil de defensa—. ¡Por favor, no
me hagas nada!
Carla dio un paso hacia él, su sonrisa cruel curvándose en sus labios
rojos. —Santiago Danani —dijo, su voz suave pero cargada de amenaza, como un
susurro que prometía sangre—. Otro Santiago. ¿Sabés cuántos Santiagos he asesinado?
—Levantó la pistola, dejando que el silenciador reflejara la luz de la
lámpara—. Santiago Artemis, el modisto, pensó que podía burlarse de mí. Lo
apuñalé hasta que su cuerpo era un lienzo de sangre, y dejé un Queso sobre él.
Santiago Maratea, el influencer, con su lengua afilada... le corté el pescuezo.
Qué lindo fue ver su cuello sangriento, derramándose como un río. —Se acercó
más, sus ojos brillando con un placer sádico—. Pero tus compañeros, Santiago,
ellos ya conocieron mi obra. Facundo Conte, decapitado con una espada, su cabeza
rodando por el suelo. Agustín Loser, atravesado por una katana, clavado en la
pared como un trofeo. Facundo Imhoff, apuñalado hasta desangrarse, su cuerpo
roto. Joaquín Gallego, destrozado a machetazos, sus restos apenas reconocibles.
Ezequiel Palacios, estrangulado con una soga, con una bolsa de arpillera
cubriendo su rostro. Todos con un Queso, todos míos.
Danani temblaba, su respiración errática, sus ojos abiertos de par en
par. —¡No, por favor! —gritó, su voz quebrándose—. ¡No soy como ellos! ¡Soy
solo un líbero, no hice nada! —Intentó moverse, pero sus piernas no respondían,
atrapadas por el terror que lo paralizaba.
Carla inclinó la cabeza, estudiándolo como un trofeo menor. —Tus pies...
—dijo, bajando la mirada a sus zapatillas talla 45—. Calzás solo 45. Pies
grandes para la gente mediocre, pero no para mí. Yo busco los talles 46 para
arriba. —Suspiró, como si estuviera decepcionada—. Estoy cansada, Santiago. Por
eso, con vos voy a terminar rápido. Te asesinaré a balazos, como hice con
Gonzalo Quesada, cuyo cuerpo se desplomó con un solo disparo. Como Iván De
Pineda, que pensó que su charme lo salvaría. Como Carlos Tevez, cuya garra no
fue suficiente. Como Emanuel Ginóbili, cuya sangre manchó la cancha que tanto
amaba. Tus pies 45 no me darán ninguna satisfacción sexual.
Danani negó con la cabeza, sus manos temblando. —¡No, por favor! ¡Puedo
darte algo, lo que sea! —Pero sus palabras eran un eco vacío, y Carla no
respondió. En cambio, se arrodilló frente a él, dejando la pistola en el suelo.
Sus manos enguantadas quitaron las zapatillas de Danani con una precisión
ritual, dejando al descubierto sus pies talla 45. —No son los mejores —murmuró,
sus dedos recorriendo los contornos con un desdén casi palpable—. Pero servirán
para terminar esta noche. —El contacto era frío, mecánico, como si Carla
estuviera evaluando una mercancía inferior.
Carla se puso de pie, sus ojos fijos en los de Danani, y lo guió hacia
la cama con un gesto que era más una orden que una invitación. El Queso Gruyère
en el suelo parecía observarlos, sus agujeros como testigos silenciosos de un
ritual macabro. Lo que siguió fue un encuentro breve, desprovisto de la
intensidad de los anteriores, como si Carla estuviera cumpliendo un trámite. Aún
así, hubo sexo, y Carla tuvo su última cuota de gozo y satisfacción, Santiago
la penetro en forma rápida, pensando que quizás la Quesona, ya cansada, lo
perdonaría.
Carla se apartó, sus ojos volviendo a la frialdad glacial que había
mostrado al entrar. Tomó la pistola M92FS Shibuya con silenciador, y Danani,
paralizado por el pánico, supo que no había escapatoria. —¡No, por favor!
—gritó, pero su voz se apagó cuando Carla levantó el arma, apuntando
directamente a su pecho.
—Adiós, Santiago —dijo, su voz desprovista de emoción. Apretó el
gatillo, y el primer disparo, amortiguado por el silenciador, perforó el pecho
de Danani con un sonido sordo. La sangre brotó en un chorro, manchando la
camiseta y el suelo. Danani jadeó, sus manos arañando el aire, pero Carla no se
detuvo. Disparó de nuevo, esta vez en el abdomen, y la bala desgarró músculo y
vísceras, haciendo que Danani se doblara de dolor. El tercer disparo atravesó
su hombro, el cuarto su brazo, el quinto su pierna, y el sexto, el definitivo,
perforó su corazón. La sangre se derramó como un río, formando un charco oscuro
en el suelo de madera. Danani se desplomó, sus ojos abiertos en una mezcla de
sorpresa y agonía, sus pies talla 45 inmóviles por primera vez.
Carla, impasible, tiró el Queso Gruyère que había traído consigo. —Queso,
Santiago Danani —dijo, su voz resonando en la habitación como una sentencia
final. La asesina se fue de la habitación llevándose consigo las zapatillas
talle 45 de Santiago.
La Colección de la Quesona
La cabaña, ahora un mausoleo del crimen, estaba sumida en un silencio
que parecía absorber el Queso mismo. Los cuerpos de los seis voleibolistas
argentinos yacían en sus respectivos lugares, cada uno marcado por un Queso
Gruyère con agujeros oscuros que parecían ojos vigilantes: Facundo Conte,
decapitado en el salón principal; Agustín Loser, atravesado por una katana en
el cuarto número 1; Facundo Imhoff, apuñalado en el cuarto número 3; Joaquín
Gallego, destrozado por un machete en el cuarto número 2; Ezequiel Palacios,
estrangulado con una bolsa de arpillera en el cuarto número 5; y Santiago
Danani, acribillado a balazos en el cuarto número 4.
Carla, con su cabello rubio brillando bajo la luz mortecina de la
chimenea, caminaba con pasos lentos y deliberados por el pasillo. Con sus
guantes negros llevaba un saco de arpillera, donde había guardado un trofeo
particular de cada una de sus víctimas: las zapatillas. Las había recogido con
cuidado, como si fueran reliquias sagradas, y ahora se dirigía al fondo del
pasillo, donde una puerta cerrada con un candado oxidado había permanecido
ignorada por los voleibolistas. Con un movimiento ágil, sacó una llave de su
cinturón y abrió el candado, revelando una habitación secreta que parecía un
santuario de su obsesión.
La habitación era pequeña, con paredes de madera cubiertas de musgo y un
olor a Queso aún más intenso que en el resto de la cabaña. En el centro, había
una biblioteca antigua, de madera tallada, con estantes que se alzaban hasta el
techo. Cada estante estaba lleno de pares de zapatillas, ordenadas
meticulosamente, cada una con una placa de bronce que indicaba el nombre de la
víctima y el número de calzado. Allí estaban las zapatillas de Marcos
Milinkovic (talla 46), Sebastián Sole (talla 45), Luis Scola (talla 47),
Patricio Garino (talla 46), Santiago Artemis (talla 44), Lizardo Ponce (talla
43), Joaquín Moretti (talla 45), Matías Fioretti (talla 46), Matías Solanas
(talla 45), Gonzalo Quesada (talla 44), Iván De Pineda (talla 43), Carlos Tevez
(talla 44), Emanuel Ginóbili (talla 47), y tantos otros, una galería macabra de
trofeos que narraban la historia de la Quesona.
Carla, con una reverencia casi ceremonial, comenzó a colocar las
zapatillas de los voleibolistas en un estante vacío. Primero, las de Facundo
Conte, talla 46, embarradas y desgastadas, con una placa que decía: “Facundo
Conte – Talla 49”. Luego, las de Agustín Loser, talla 50, con cordones
desatados, marcadas con “Agustín Loser – Talla 50”. Le siguieron las de Facundo
Imhoff, talla 50, con manchas de sangre, etiquetadas como “Facundo Imhoff –
Talla 50”. Las de Joaquín Gallego, talla 50, grandes y robustas, ocuparon un
lugar destacado con “Joaquín Gallego – Talla 49”. Las de Ezequiel Palacios,
talla 48, aún cálidas, fueron colocadas con “Ezequiel Palacios – Talla 48”.
Finalmente, las de Santiago Danani, talla 45, las más pequeñas, recibieron una
placa con *Santiago Danani – Talla 45*. Carla acarició cada par con sus guantes
negros, como si estuviera saludando a viejos amigos.
Satisfecha, dio un paso atrás y contempló su colección, sus ojos azules
brillando con un fulgor casi sobrenatural. Luego, con una voz que resonó como
un eco en la habitación, comenzó su discurso final, un monólogo que parecía
dirigido tanto a los muertos como a los vivos que nunca escucharían sus
palabras.
—Muchos creen que estoy muerta —dijo, su voz suave pero cargada de una
autoridad que hacía temblar las paredes—. Condenada al fuego eterno del séptimo
círculo del infierno, atrapada por mis pecados. Pero acá estoy. Soy Carla, la Quesona
Asesina, la Quesona eterna, la asesina de hombres, la asesina del Deporte.
—Caminó lentamente frente a la biblioteca, sus guantes rozando las zapatillas
como si las bendijera—. He cazado a los mejores, a los más fuertes, a los que
creían que sus pies grandes los salvarían. Marcos Milinkovic, decapitado, su
cabeza rodando bajo mi espada. Sebastián Sole, estrangulado, su cuello
crujiendo bajo mi soga. Luis Scola, Patricio Garino, Nicolás Brussino, Máximo
Fjellerup, Andrés Nocioni, todos estrangulados, sus cuerpos cayendo bajo mi
soga. Santiago Artemis, Lizardo Ponce, apuñalados hasta desangrarse. Gonzalo Quesada,
Iván De Pineda, Carlos Tevez, Emanuel Ginóbili, acribillados a balazos. Y
ahora, estos seis: Facundo Conte, decapitado; Agustín Loser, atravesado;
Facundo Imhoff, apuñalado; Joaquín Gallego, destrozado; Ezequiel Palacios,
estrangulado; Santiago Danani, baleado. Todos con un Queso, todos míos. —Hizo
una pausa, sus ojos brillando con un fuego que parecía venir de otro mundo—.
Mis trofeos, mis pies perfectos, mis Quesoneados.
Carla se giró hacia la biblioteca, su mano enguantada acariciando las
zapatillas de Shaquille O’Neill, talla 60, las más grandes del estante. —El
mundo me teme, me llama monstruo, pero no entienden. Los pies grandes son
poder, son gloria, y yo los reclamo. Los acuchilló, los degolló, los decapitó,
los apuñalo, los estrangulo, los baleo, y los marco con mi Queso. —Su voz se
volvió más intensa, casi un grito susurrado—. Seguiré asesinando eternamente,
en los bosques, en los mares, en los castillos, en las canchas. Nadie escapa de
la Quesona. Todos, algún día, serán mis Quesoneados.
El silencio de la cabaña parecía amplificar sus palabras, como si el
propio bosque escuchara. Carla alzó el Queso Gruyère que aún llevaba consigo,
sus agujeros oscuros reluciendo bajo la luz tenue. Con un movimiento teatral,
lo levantó hacia el techo, y su risa llenó la habitación, fría y triunfal. —¡Queso!
—gritó, su voz resonando como un trueno en la noche.
La puerta de la habitación secreta se cerró tras ella con un golpe seco, y la cabaña quedó en silencio, un mausoleo de cuerpos, zapatillas y Quesos. Afuera, el bosque permaneció inmóvil, como si temiera la presencia de la Quesona eterna, que se desvaneció en la oscuridad, lista para asesinar y cazar de nuevo. QUESO
Seis deportistas, voleybolistas para ser más precisos, que pasaron por el bosque equivocado, en la noche equivocada.
ResponderBorrarSiendo víctimas en rituales de sexo y queso, sin importar la condición sexual.
Por lo que contó, estaba claro que era Carla Romanini. Celebro esta nueva historia de ella.
Muy bien las historias previas, aterrorizar a los voleybolisas. La de la Quesona Pirata se merece su propia entrada.
Un brillante megapost, para aplaudir.
Carla Conte también se merece un nuevo relato.
El Fauno
El Fauno
Conte, Gallego y Palacios se lo merecían, el puto también, los otros dos pobre, podría haber tenido alguna consideración
ResponderBorraruna obra de arte este post, cada crimen es espeluznante y excelente, el terror de los jugadores de vóley, como fueron atrapados por la Quesona, como esta los fue asesinando uno por uno, grandes relatos, este es como una mezcla de las fanfics y los cuentos, ¿Carla representa a las dos Quesonas? ¿Y Matías? Dice que no lo pueden asesinar, pero ¿no será acaso un espectro genérico que representa a los Quesoneados? Hugo Conte fue compañero de Milinkovic, raro que no lo quesonearon, pero con Facundo, Carla no tuvo compasión, disfruto asesinarlo, lo mismo con Imhoff y con Palacios, con Loser y Danani necesitaba sangre más joven, el otro, Joaquín Gallego, lo ví realmente parecido a Matías Fioretti, Obra maestra de los Relatos Quesones
ResponderBorrarNO PERDONA A NADIE LA QUESONA, ESTOS TIPOS GANARON LA DE BRONCE, VIENE ESTE TIPO Y LOS MASACRA CON SUS QUESOS
ResponderBorraralto terror infundió la Quesona en los voleibolistas, los destruyó psicológicamente y despues fue por uno a quesonearlos, uno igual con basquetbolistas, pero que los estrangule a todos, que se cambie el bosque por otro contexto
ResponderBorrarmuy bueno, creo que si te toca ser quesoneado por Carla podes sentirte afortunado, ¿ahora son una las Quesonas? leyendo el relato sentí el olor a queso y hasta me imagino el olor que deben tener las medias de estos tipos, para mi todos bien quesoneados, Carla no debe perdonar a nadie
ResponderBorrar¿La verdad? Me hice una paja con la parte de Facundo Conte y otra con la de Ezequiel Palacios, ja, ja
ResponderBorrar¿Se dedicará acaso la Quesona del Deporte en asesinar a planteles enteros? Que asesine a varios equipos del Mundial de Clubes
ResponderBorrarde tanto matar chabones Carla va a terminar desalentando las practicas de los deportes
ResponderBorrarJannick Sinner, el tano que juega al tenis, lo debería asesinar una Quesona, contratada por Carlos Alcaraz
ResponderBorrarCarla Gugino o Carla Conte.
BorrarEl Fauno
largo, pero vale la pena, siempre creo que va a pasar algo distinto, creía que al último lo perdonaba pero ella es implacable, aunque lo asesinó a balazos, parecido a Claudio Echeverry Agustín Loser
ResponderBorrarotra novela como esa de Roma, un gran homenaje a las películas yanquis de terror pero con la Quesona, que no perdona
ResponderBorrarel cuento es una maravilla, porque no solo nos ofrece una historia excelente, sino que nos enlaza a muchos otros cuentos de las Quesonas y del Mundo Quesón, casi que los ejecuto uno a uno, podría haber aparecido Matías al final
ResponderBorrarte mandaste otra obra espectacular de los Relatos Quesones, excelente el relato y las imágenes, todo bien, muy buen el cuento, la Quesona de lo mejor, y los Quesoneados bien elegidos, el hijo de Hugo Conte siguió el camino de Marcos Milinkovic, decapitado y quesoneado
ResponderBorraryo veo una Carla y ya tiemblo “esta me va a matar”
ResponderBorrarche ayer la loca que mato a un chabón en Belgrano no será una Quesona?
ResponderBorrarconcedio un indulto a los Matías la cosa esta?
ResponderBorrarhay que asesinar a figuras del Deporte internacional, la Quesona se haría un festíne
ResponderBorrarejemplos
- la asesina de Max Verstappen
- la asesina de Manuel Neier
- la asesina de algun grone de la NBA
- Michael Phelps, nadador
Alguno podría ser para Carla Gugino. Que apenas tiene relatos.
BorrarPodría sumarse Charlize Theron, a quien vi en La vieja guardia, con entrenamiento superllativo. Incluso manejando un hacha.
El Fauno
hacía mucho que no visitaba esto, deberé ponerme al día, parece que hay muchos cuentos, pero los Carlos y las Carlas siguen con sus quesos
ResponderBorrarSe extrañaban tus comentarios.
BorrarAdemás hay cuentos que no son fanfictions, varios son de quesonas.
El Fauno
Esto en el cine sería una obra maestra, lo mejor es que la asesina los va eliminando usando armas diferentes, no así el queso, que al parecer siempre son Gruyere
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