La Asesina de Nicolás Zerba #QUESO
BONUS TRACK DE "CARLA, LA QUESONA ASESINA DE LOS VOLEIBOLISTAS"
Nicolás Zerba, el opuesto estrella de la selección argentina de voleibol, había nacido en 1998 en Córdoba, donde creció entre canchas polvorientas y el eco de los remates de su padre, un exjugador amateur. Con 2,05 metros de altura, pies largos y rosados que lo convertían en un cañonero letal —capaz de anotar 30 puntos en un solo partido—, Zerba era el sucesor natural del decapitado (y Quesoneado) Facundo Conte en el equipo nacional.
Pero desde hacía meses, una sombra lo acechaba: sus compañeros habían caído uno a uno, en una misma noche tan macabra, como sangrienta y Quesona, todos víctimas de una asesina obsesionada con el voleibol y un ritual macabro.
Facundo Conte había sido decapitado, su cabeza rodando por el suelo con los ojos aún abiertos en sorpresa. Agustín Loser, atravesado en el cuello por una katana tras ser arrinconado en una pared, gorgoteando sangre mientras su cuerpo se convulsionaba. Facundo Imhoff, el gay del grupo, apuñalado con una daga antigua en una cama, sus entrañas desparramadas como redes rotas. Joaquín Gallego, masacrado con múltiples heridas de machete, los cortes tan profundos que exponían huesos blanqueados. Ezequiel Palacios, estrangulado con una soga y asfixiado con una bolsa transparente en la cabeza, su rostro morado y los ojos inyectados en sangre. Santiago Danoni, asesinado de un certero balazo en la cabeza, el proyectil saliendo por la nuca en una explosión de sesos y fragmentos óseos. Todos con un Queso gigantesco encima, todos Quesoneados.
Nicolás Zerba salió del vestuario del Estadio Cubierto de Córdoba con el cuerpo aún caliente por el partido: veintiocho puntos, un bloqueo decisivo y la ovación de la hinchada resonando en sus oídos. Sus Mizuno Wave Momentum 2 crujían sobre el asfalto húmedo del estacionamiento; el sudor le empapaba la camiseta y los pies, largos y rosados, palpitaban dentro de las zapatillas. La curiosidad malsana y el pánico paralizante lo acompañaban como sombras gemelas: ¿Seré yo el próximo Quesoneado? ¿Por qué pies, sangre y Queso?.
Una rubia se acercó bajo la luz mortecina de un farol. Alta, piernas interminables enfundadas en jeans negros, kimono de seda roja abierto hasta el ombligo, guantes de cuero negro que brillaban como obsidiana. El cabello le caía en cascada dorada sobre los hombros; los ojos, verdes y felinos, lo atraparon al instante.
No era una rubia cualquiera, era ella, la Asesina, era ella, Carla, la Quesona Asesina, la cruel y sanguinaria asesina de sus compañeros voleibolistas. Pero Nicolás jamás pudo imaginarse que semejante belleza podía ser una cruel, sanguinaria e implacable asesina de hombres. Ni mucho menos que el ya estaba marcado como el próximo voleibolista en su lista de Quesoneados.

“Gran partido, opuesto”, dijo con voz de miel envenenada, extendiendo una mano enguantada. “Carla. Te vi rematar desde la segunda línea… fue arte puro”.Zerba tragó saliva. La belleza era cegadora: labios carnosos, pómulos altos, un aroma a jazmín y cuero que lo mareó. Nunca imaginó que esa mujer —la misma que había decapitado a Conte, atravesado a Loser, apuñalado a Imhoff, destrozado a Gallego, estrangulado a Palacios o baleado a Danoni, — pudiera ser tan deslumbrante.
“Gracias… ¿vienes seguido?”, logró balbucear, el pánico disfrazado de coqueteo.
Carla sonrió, dientes blancos perfectos. “Solo cuando hay un opuesto que vale la pena”. Rozó su brazo con la yema del guante; el cuero frío le erizó la piel. “Hay una fiesta privada en un castillo abandonado a las afueras. Solo jugadores VIP. ¿Vienes? Te llevo”. Sacó una botella de champán del bolso, descorchándola con un pop teatral. El líquido dorado burbujeó en dos copas de cristal que parecían materializarse de la nada. “Brindemos por tu remate final”.
Zerba bebió. El champán sabía a almendras amargas y victoria. Es solo una fan, se dijo, ignorando la voz interna que gritaba ¡Es ella! ¡La Quesona!.
Carla lo guió hasta un BMW negro estacionado en la sombra. El interior olía a cuero nuevo y sangre seca. “Sube, opuesto. Te prometo una noche que nunca olvidarás”.
El trayecto fue un borrón de curvas serranas y música baja. Carla conducía con una mano en el volante, la otra rozando el muslo de Zerba, guante deslizándose como una serpiente. “Tus pies… deben ser enormes”, murmuró, lamiéndose los labios. “Me muero por verlos sin zapatillas”.

Zerba rió nervioso, el alcohol nublando su juicio. Solo es una loca por el voley, pensó, mientras el castillo emergía entre la niebla: torres derruidas, enredaderas trepando por muros de piedra, ventanas rotas como ojos ciegos.Carla estacionó en el patio interior.
La puerta del castillo chirrió al abrirse; el aire olía a cera quemada y humedad ancestral. “Bienvenido a mi galería privada”, susurró, encendiendo velas que proyectaron sombras danzantes sobre tapices raídos. En el centro, una cama con dosel y cuerdas de cáñamo ya preparadas. Sobre una mesa: pluma de faisán, sjambok, tenazas al rojo, aceite de menta, cepillo de alambre.
Y la katana, reluciente.
Zerba retrocedió, el pánico estallando al fin. “¿Qué es esto?”. Carla cerró la puerta con llave, el clic resonando como un veredicto. “Tu fiesta de Quesoneado, opuesto”. Se quitó el kimono; debajo, solo lencería negra y los guantes. “Te seduje porque eres el último. Tus pies serán mi obra maestra”.
Intentó correr, pero las piernas le fallaron; el champán estaba drogado.
Carla lo atrapó por la camiseta, derribándolo sobre la cama. “Trampa perfecta, ¿no?”, rió, atando sus muñecas con nudos expertos. “Conte cayó con sake, Loser con caipirinha, Imhoff con fernet. Tú con champán francés. Todos tan fáciles”.
Zerba forcejeó, el terror puro en sus ojos. “¡Por favor, no! ¡Sé lo que les hiciste!”. Carla se arrodilló junto a la cama, guantes crujiendo. “Exacto. Y ahora te toca a ti”. Tomó la pluma de faisán y comenzó el ritual, la curiosidad malsana de Zerba ya ahogada en pánico absoluto mientras el castillo se llenaba de sus primeros gritos.

Carla se arrodilló junto a la cama en el castillo abandonado de las afueras de Córdoba, sus guantes negros crujiendo como cuero recién curtido, impregnados del olor metálico de la sangre seca de sus víctimas anteriores. Las plantas de los pies de Nicolás, rosadas, largas y sensibles —esas que habían pisado arenas de Río y parquet de Europa—, temblaban bajo la luz danzante de las velas dispuestas en un círculo ritual alrededor del lecho.
“¿Te acuerdas de Agustín Loser, opuesto?”, susurró Carla con una voz ronca de excitación sádica, deslizando una pluma de faisán entre los dedos del pie derecho de Zerba, rozando la piel suave con una delicadeza que contrastaba con la crueldad inminente. “Le hice lo mismo aquella noche… y lloró como un niño, suplicando mientras yo lamía sus lágrimas saladas”.
Zerba se retorció contra las cuerdas que mordían sus muñecas y tobillos, el corazón latiéndole como un remate fallido, una mezcla de terror absoluto y una curiosidad enfermiza que lo hacía preguntarse cómo se sentiría ser el centro de esa obsesión fetichista. “¡Para, por favor! ¡Esto no tiene gracia! ¡Sé lo que les hiciste a los demás!”, gritó, pero su voz se quebró en una risa forzada cuando la pluma descendió en círculos lentos, como un reloj marcando la cuenta atrás hacia el infierno.
Cada roce era una explosión de cosquillas insoportables que le arrancaba el aire: “¡Ja-ja-ja… no…! ¡Por Dios, para!”. Carla sonrió con labios pintados de rojo sangre, aumentando la presión, arañando apenas la piel con la punta afilada. Su fetichismo por los pies era palpable: inhalaba profundamente el olor a sudor fresco de las plantas, lamiendo el arco con la lengua mientras murmuraba: “Tus pies son perfectos, Nico… tan largos, tan vulnerables. ¿Vas a ser el próximo Quesoneado?”.

Dejó la pluma y tomó el sjambok: cuero de hipopótamo trenzado, negro y brillante de aceite, pesado en su mano como una extensión de su sadismo. El primer latigazo cruzó la planta izquierda con un chasquido seco que resonó como un saque; la piel se abrió en una línea roja profunda, perlada de sangre que brotó en gotas viscosas.
“¡Aaaagh! ¡Quema como el fuego!”, aulló Zerba, el dolor irradiando hasta sus rodillas, el pánico haciendo que sus ojos se llenaran de lágrimas mientras imaginaba los pies mutilados de Loser. Carla lamió la gota que salpicó su guante, saboreándola con un gemido de placer. “Salado, como el de Loser. Él gritó en el tercero, su voz rompiéndose como una red”. Segundo latigazo, tercero, cuarto; las suelas se convirtieron en un mapa de surcos paralelos, carne viva expuesta, sangre chorreando al suelo en charcos pegajosos. Entre golpe y golpe, Carla recitaba con deleite: “Uno por cada punto que le anotaste al Tours la semana pasada, Nico. Siente cómo tu fuerza se convierte en debilidad”.
Sacó las tenazas de herrero, calentadas al rojo en una vela de sebo que chisporroteaba con grasa animal. El metal brilló naranja, humeante. “Agustín tenía un lunar justo aquí”, dijo, pellizcando el dedo gordo del pie derecho con un crujido de piel tensa. El siseo de la carne quemada llenó la habitación como bacon en una sartén; Zerba aulló con un sonido gutural, el olor a piel chamuscada mezclándose con su sudor ácido y el miedo que le atenazaba el estómago. “¡Quema! ¡Quema! ¡Sácamela, por favor, te lo suplico!”, rogó, el terror puro haciendo que su cuerpo convulsionara, orina caliente escapando en un chorro humillante que empapó las sábanas.

Carla giró la tenaza un cuarto de vuelta, retorciendo la carne carbonizada antes de soltar, admirando la ampolla negra que burbujeaba. “Loser perdió el conocimiento en el segundo dedo. Tú eres más fuerte… o más terco. Me excita verte resistir, sabiendo que al final serás Quesoneado como ellos”.
Vertió aceite de menta en las heridas abiertas; el líquido verde se deslizó entre los surcos como veneno ardiente, amplificando el dolor en una explosión fría que hizo que Zerba arqueara la espalda.
Tomó un cepillo de alambre de cerdas gruesas y comenzó a frotar, despacio, como quien pule una joya macabra, raspando carne viva hasta que la sangre se mezclaba con el aceite en una pasta rojiza y viscosa que goteaba al suelo con sonidos húmedos. “Escucha cómo cruje la piel, Nico. Agustín suplicaba que parara, pero yo solo le dije: ‘Tu voz es música para mis oídos, y tus pies mi sinfonía’”.
Zerba gemía ronco, el pánico consumiéndolo mientras su mente gritaba por escape, curiosidad morbosa imaginando el Queso final.
Cuando Zerba ya solo emitía gemidos roncos y entrecortados, Carla cortó las cuerdas inferiores con un cuchillo. “Ahora viene lo bueno, mi trofeo”. Se subió a horcajadas, sus muslos musculosos apretando las caderas del voleibolista como una prensa. “Agustín era más alto, pero tú eres más estrecho… me gusta cómo encajas”. Bajó sobre él con un movimiento brusco, envolviéndolo entero en su calor húmedo, el sexo violento y dominador.
Zerba jadeó, una mezcla de dolor en sus pies destrozados y el placer forzado que lo traicionaba; ella comenzó a moverse, lento al principio, luego en ataques rápidos como un remate de segunda línea, sus caderas chocando con sonidos carnosos. “¡Dime cómo se siente, opuesto! ¡Siente cómo te cojo mientras pienso en tus compañeros muertos!”. Él intentó hablar, pero solo salió un gruñido ahogado; Carla clavó las uñas en sus pectorales, dejando medias lunas sangrantes que brotaban rojo. “Loser eyaculó tres veces antes de que yo terminara, su semen mezclándose con la sangre de sus pies. ¿Tú cuántas aguantarás antes de ser Quesoneado?”.
Cambio de posición: lo puso de espaldas, montándolo al revés, sus nalgas chocando contra el abdomen de él con un sonido húmedo y rítmico, el sudor y la sangre lubricando el frenesí. “Mírame por el espejo, Nico. Mira cómo te follo mientras pienso en Agustín, en cómo su cuello se abrió como una fruta madura”.
El espejo veneciano reflejaba sus cuerpos entrelazados, la katana apoyada en la pared como testigo silencioso. Carla alcanzó el orgasmo con un grito gutural y animal, apretando tanto que Zerba se corrió dentro de ella contra su voluntad, su semen caliente mezclándose con el sudor, la sangre y los fluidos en un charco pegajoso.
“Corre”, dijo de pronto Carla, cortando las cuerdas restantes con un solo tajo de la katana.
Zerba se levantó tambaleante, desnudo, pies sangrantes dejando huellas rojas en el suelo de piedra. Salió al pasillo del castillo, el pánico impulsándolo pese al dolor lancinante; Carla lo siguió, kimono abierto revelando su cuerpo manchado, katana en mano. “¡Como Loser cuando lo asesiné en Brasil! ¡Corre, opuesto, o te Quesoneo aquí mismo!”.
Primer corte: un tajo superficial en el gemelo izquierdo cuando Zerba intentó bajar la escalera de caracol, el filo abriendo músculo en una línea que brotó sangre arterial, salpicando los escalones. “¡Corre más rápido, opuesto! ¡Siente el terror de Palacios con la soga!”.
Zerba tropezó, el dolor como fuego líquido, pero la curiosidad pánica lo empujaba: ¿sería decapitado como Conte?
Segundo corte: muslo derecho en la galería de los espejos; el acero cortó profundo, exponiendo tendones blancos, Zerba cayendo y apoyándose en un tapiz antiguo que se tiñó de rojo. Carla lo olió —sudor acre, miedo primal, sangre fresca— y lo empujó al centro con una risa sádica.
Lo arrinconó contra el espejo mayor. Zerba jadeaba, espalda contra el cristal helado, pies destrozados palpitando, terror absoluto en sus ojos mientras suplicaba: “¡Por favor, no… no como los demás!”. “Por Agustín… por Conte, Imhoff, Gallego, Palacios, Danoni… y por ti, el último”.

Carla alzó la katana con ambas manos, músculos tensos. El filo atravesó el cuello en un ángulo perfecto: entró por la derecha con un crujido de vértebras, salió por la izquierda seccionando tráquea, carótidas y esófago en un chorro simétrico de sangre caliente que pintó el espejo de rojo viscoso, salpicando como lluvia arterial.
Zerba gorgoteó, manos al cuello intentando contener el torrente, ojos desorbitados en pánico final; la katana quedó clavada, sosteniéndolo erguido un segundo antes de que la cabeza se inclinara hacia adelante, colgando por tendones desgarrados y piel flácida, sangre burbujeando en la garganta abierta.
Carla extrajo la hoja con un tirón húmedo y succionante, el cuerpo desplomándose de rodillas con un thud sordo, luego de bruces en un charco creciente. Sacó el Queso Gruyère de una heladera portátil oculta tras un tapiz, el bloque dorado y pesado en sus guantes negros manchados. Lo levantó con ambas manos, músculos flexionados, y lo dejó caer desde lo alto con un grito triunfal: “¡QUESO, Nicolás Zerba!”.
El Queso golpeó el pecho con un sonido sordo y craqueante, rompiendo costillas en un estallido de hueso, rebotando una vez antes de asentarse sobre el esternón destrozado, la corteza partida liberando un olor lácteo nauseabundo que se mezcló con el metálico de la sangre y las entrañas expuestas.
Se agachó junto a los pies inertes, el fetichismo culminando. Las Mizuno Wave Momentum 2 estaban salpicadas de sangre, sudor y fragmentos de piel. Carla desató la izquierda primero, oliendo profundamente el aroma a esfuerzo y muerte: “Tu último partido, opuesto… tus pies, mi obsesión eterna”. Luego la derecha, lamiendo la suela ensangrentada con deleite. Metió ambas zapatillas en una bolsa de terciopelo negro, besando la suela de la izquierda —“como besé la de Loser, como besaré las de todos los Quesoneados”—, y desapareció por la ventana al jardín, dejando el Queso coronando el cadáver como un trofeo grotesco en el charco de sangre coagulante.
Así fue Quesoneado Nicolás Zerba, como fue Quesoneado Agustín Loser, mismo destino, misma asesina, pero dos Quesos distintos. QUESO










¿Quién es esta Carla?
ResponderBorrarQue a veces se parece a Romanini
El Fauno
es esa Carla, pero ahora no se dedica más a los Matías, mejor, si no, los iba a asesinar a todos
Borrareste y el otro te quedaron afuera de los otros relatos, por eso merecían el "bonus track"
ResponderBorrarperfecta la secuela, Carla quería asesinar a alguien con la misma forma que a Agustín Loser, y eligio a este voleibolista, excelente relato y gran cuento, gran trilogía de Quesonas
ResponderBorrarme encantan las caras de terror de este quesoneado
ResponderBorrarlos chabones miden dos metros, son deportistas, pero no pueden con las quesonas, ellas los hacen mierda literalmente, los dejan hecho queso, no es joda
ResponderBorrarmejor que se dedique a los Nicolás, hay más nicolases en el voley, basta de Matías por favor
ResponderBorrarestos chabones se mataron por ganar una medalla de bronce y despues vino esta Carla y los mato a todos, bueno, algunos todavia faltan
ResponderBorrarCARA DE GORDITO LECHOSO EL QUESONEADO
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