La Asesina de Pau Gasol #QUESO
Barcelona, otoño de 2012. La ciudad respiraba un aire húmedo y gris, como si las nubes bajas guardaran secretos. Pau Gasol, el titán del baloncesto español, de 2,16 metros y pies descomunales que calzaban un 50 europeo, atravesaba un momento sombrío. Su lesión de fasciitis plantar en el pie derecho, sufrida durante la temporada con los Los Angeles Lakers, lo había obligado a regresar a su ciudad natal para una rehabilitación intensiva. Cada paso era una punzada, un recordatorio de que incluso los gigantes podían caer. A sus 32 años, con dos anillos de la NBA (2009, 2010) y un palmarés dorado con la selección española —un Mundial en 2006, tres Eurobasket y dos platas olímpicas—, Pau era una leyenda viva, pero ahora, cojeando por las calles adoquinadas de Barcelona, se sentía vulnerable.
El centro de rehabilitación Sant Miquel, un edificio modernista reconvertido en clínica, se alzaba en una callejuela del Eixample. Sus vitrales antiguos proyectaban sombras inquietantes en el suelo, como si el lugar guardara ecos de otro tiempo. Pau llegó una tarde de octubre, con el pie envuelto en una bota ortopédica, su figura imponente contrastando con el cansancio en su rostro. El recepcionista, un hombre encorvado con gafas empañadas, lo guió a la sala de fisioterapia, donde lo esperaba una sorpresa: Josep, el enfermero habitual, un tipo robusto y charlatán que siempre hablaba de fútbol, no estaba. En su lugar, una enfermera nueva, Carla, lo recibió con una sonrisa que helaba la sangre.
Carla era deslumbrante, de una belleza casi sobrenatural. Su cabello rubio caía en cascadas perfectas, sus ojos azules brillaban con una intensidad perturbadora, y su rostro era idéntico al de Valeria Mazza, la top model argentina asesinada en 2009. Aquel crimen había sacudido al mundo: el basquetbolista argentino Carlos Delfino, la había decapitado y le había tirado un Queso, por eso ver a Carla era como mirar a un espectro reencarnado. Pau sintió un escalofrío, pero lo atribuyó al aire acondicionado de la sala.
—Señor Gasol, bienvenido —dijo Carla, su voz melódica pero con un matiz frío, como el filo de un cuchillo—. Josep está enfermo, fiebre alta, pobre. Yo me encargaré de usted.
Pau asintió, incómodo, y se sentó en la camilla. La sala olía a desinfectante y algo más, un aroma dulzón, casi rancio, que no pudo identificar. Carla comenzó a examinar su pie, sus manos frías rozando la piel inflamada. Mientras trabajaba, hablaron de la lesión.
—Es una fasciitis plantar persistente —explicó Pau, tratando de mantener la conversación profesional—. Me está matando. No puedo apoyar el pie sin sentir que me clavan un cuchillo.

—Pobrecito —respondió Carla, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Pero tranquilo, aquí te pondremos como nuevo. Eres una leyenda, Pau. Dos anillos, un Mundial, tres Eurobasket… ¿Cómo se siente ser intocable?
Pau rió, nervioso. —No me siento intocable ahora, créeme. Esto me tiene en jaque.
La conversación derivó hacia los logros de Pau con la selección española. Carla parecía saberlo todo: el oro en Japón 2006, las platas olímpicas contra Estados Unidos, el dominio en Europa. Pero había algo en su tono, una curiosidad casi obsesiva, que inquietaba a Pau. Mientras ella masajeaba su pie, sus dedos se detuvieron en las cicatrices de antiguas lesiones, trazándolas con una delicadeza perturbadora.

—Eres un guerrero —dijo, mirándolo fijamente—. Pero hasta los guerreros caen, ¿no? Como en esas historias que se cuentan por ahí.
—¿Historias? —Pau arqueó una ceja, intentando ignorar el cosquilleo en su nuca.
Carla se inclinó hacia él, bajando la voz. —Leyendas urbanas.
Aquí en Barcelona, desde hace unos años, se habla de una asesina serial. Una mujer que caza deportistas, especialmente basquetbolistas. Los estrangula con una soga mientras les pone una bolsa de plástico en la cabeza. Dicen que es rápida, silenciosa… y que siempre deja una marca: un Queso sobre el cadáver de sus víctimas, y como trofeo se lleva las zapatillas de sus víctimas. No siempre estrangula: a muchos les corta el pescuezo, a otros le corta la cabeza, a otros los apuñala una y otra vez, y no falta las veces que quiere ser más rápida, y los acribilla con un arma de fuego. Pero, siempre, siempre, les tira un Queso y se lleva sus zapatillas para su colección.
Pau frunció el ceño, incómodo. —Suena a cuento de terror para asustar a niños.
—Tal vez —respondió Carla, con una risita que sonó como cristales rotos—. Pero hay casos reales. ¿Has oído de Patricio Garino? Argentino, joven promesa. Lo encontraron en un departamento de Mar del Plata, con una soga al cuello y una bolsa en la cabeza. Luego fue Andrés Nocioni, en un hotel de Madrid, estrangulado con sus propias medias. Y el año pasado, Luis Scola, en algún pueblucho de los Estaods Unidos. Todos basquetbolistas. Todos estrangulados. Todos Quesoneados.
Pau sintió un nudo en el estómago. Conocía a esos jugadores, había compartido cancha con Nocioni y Scola en competiciones internacionales. Pero se obligó a mantener la calma. —Son coincidencias. La gente inventa historias para explicar tragedias. No creo en asesinas seriales.
Carla lo miró, sus ojos brillando con algo que no era diversión. —¿Y si no es una leyenda? Imagínate, Pau, alguien acechando a gigantes como tú. Alguien que sabe dónde estás, cómo te mueves… cómo te lesionas.
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el zumbido del aire acondicionado. Pau intentó cambiar de tema, pero Carla parecía hipnotizada por otra cosa: sus pies. Se arrodilló frente a la camilla, sus manos temblando ligeramente mientras levantaba el pie lesionado de Pau.
—Qué pies tan… perfectos —murmuró, casi en trance—. Tan grandes, tan fuertes. Como esculturas.
Pau se tensó. —Eh, Carla, solo es un pie. No hay nada especial.
Pero ella no escuchaba. Sus dedos acariciaron la piel, sus uñas pintadas de rojo trazando líneas lentas sobre los callos. Luego, con una lentitud perturbadora, acercó su rostro al pie. Lo olió, un gesto prolongado y profundo, como si inhalara un perfume exótico. Pau intentó retirar el pie, pero ella lo sujetó con fuerza. —No te muevas —susurró. Entonces, sin previo aviso, besó la planta del pie, sus labios fríos dejando una sensación húmeda. Luego lamió, lenta y deliberadamente, mientras sus ojos no se apartaban de los de Pau. Finalmente, succionó uno de los dedos, un acto que mezclaba devoción y algo profundamente inquietante.
—Carla, para —dijo Pau, su voz temblando por primera vez. Pero ella no respondió. Sus manos seguían acariciando, sus labios chupando, su nariz oliendo, y así, besó, lamió, chupó y olió los pies de Gasol, una y otra vez, y en la penumbra de la sala, los vitrales proyectaban sombras que parecían moverse solas.
Tras su inquietante adoración por los pies del baloncestista, la atmósfera cambió. La enfermera se acercó más, su aliento cálido rozando el cuello de Pau. Sus ojos, de un azul gélido, parecían prometer algo prohibido, una mezcla de ternura y ferocidad.
—Pau, eres más que un atleta —susurró Carla, deslizando una mano por su pecho, sus uñas rozando la tela de su camiseta como garras suaves—. Eres un dios en la cancha… y aquí, conmigo.
Pau, atrapado entre la incomodidad punzante de su fasciitis plantar y una atracción inexplicable que lo devoraba desde dentro, sintió cómo su resistencia se desmoronaba como un dique ante una avalancha. Carla lo envolvió en una danza de seducción feroz, sus movimientos un equilibrio precario entre lo romántico y lo salvaje, como una pantera que acecha y ama al mismo tiempo. Lo besó con una pasión voraz que era tanto un susurro de amor eterno como un rugido primal que reverberaba en sus huesos; sus labios devoraban los de él con una intensidad brutal, dientes chocando en un mordisco juguetón que dejaba marcas rojas, lenguas entrelazadas en una batalla húmeda y desesperada, saboreando el salado de su sudor mezclado con el dulzor de su aliento.
Sus manos, frías como el filo de una navaja pero expertas en el arte de la conquista, exploraron su cuerpo con avidez territorial: arañaron su espalda dejando surcos ardientes de placer-dolor, pellizcaron sus pezones endurecidos hasta arrancarle gemidos guturales, y descendieron con rudeza hacia su entrepierna, donde sus dedos se cerraron alrededor de su erección palpitante, bombeándola con un ritmo salvaje que lo hizo arquearse como un animal en celo. Pau, olvidado ya el dolor lancinante en su pie, se rindió al éxtasis; la empujó contra el sofá en la penumbra de la sala, sus cuerpos chocando con un impacto que resonó como un trueno. Carla rio, una carcajada ronca y voraz que era un eco de algo antiguo y depredador, mientras lo montaba con ferocidad, sus caderas girando en círculos implacables, clavando las uñas en su pecho hasta dibujar hilos de sangre que se mezclaban con el sudor.
Fue un encuentro íntimo y brutal, una tormenta de caricias salvajes y gemidos roncos que llenaban el aire cargado de olor a sexo y deseo: él la penetró con embestidas profundas y primitivas, cada thrust un rugido de posesión que hacía temblar sus muslos, sus bolas golpeando contra ella en un ritmo frenético y húmedo; ella respondía arañando su culo, guiándolo más adentro, sus paredes internas contrayéndose alrededor de él como un puño vivo y caliente, ordeñándolo con contracciones que lo llevaban al borde del abismo. Sudor chorreaba por sus pieles entrelazadas, pechos presionados con fuerza, mordidas en cuellos y hombros que dejaban moretones como trofeos de guerra.
Pau se perdió en el éxtasis, el mundo reduciéndose a la piel ardiente de Carla, a su risa que ahora era un grito de placer animal, a los espasmos compartidos que culminaron en un clímax explosivo: él eyaculando dentro de ella en chorros calientes y abundantes, ella convulsionando en un orgasmo que la hizo arquearse como una bestia liberada, sus jugos mezclándose en un charco pegajoso sobre el suelo. En esa línea difuminada entre deseo y peligro, se fundieron en un lazo primal, exhaustos pero insaciables, el eco de sus jadeos prometiendo más salvajismo en la oscuridad.
Eufórico, exhausto, Pau cayó en un sueño profundo, su cuerpo rendido en la camilla. Pero el descanso fue efímero. Cuando abrió los ojos, la realidad se torció en una pesadilla. Frente a él, en el suelo de la sala, había un Queso Gruyère gigantesco, del tamaño de una rueda de tractor, su superficie agujereada como un rostro lleno de ojos ciegos. A su lado, un balón de baloncesto, cubierto de manchas rojas que goteaban lentamente, dejando un charco viscoso. El olor metálico de la sangre impregnaba el aire, mezclado con el hedor rancio del Queso. Pau intentó moverse, pero sus brazos y piernas estaban atados a la camilla con cuerdas gruesas que cortaban su piel. El pánico lo golpeó como un puñetazo.
Carla estaba de pie frente a él, transformada. Sus guantes negros brillaban bajo la luz tenue, y en sus manos sostenía una soga gruesa y una bolsa de plástico. Su rostro, antes seductor, ahora era una máscara de sadismo puro, sus labios curvados en una sonrisa que destilaba crueldad. —Soy Carla, la Quesona Asesina —dijo, su voz ya no melódica, sino un siseo que helaba la sangre—. Y tú, Pau, eres mi trofeo más grande.
El terror de Pau era visceral. Su corazón latía como un tambor desbocado, sus pulmones luchaban por aire mientras intentaba liberarse. —¡Carla, por favor! ¿Qué haces? ¡Esto no tiene sentido! —gritó, pero su voz se quebró, atrapada en la garganta. La camilla crujía bajo su peso, pero las cuerdas no cedían. Cada movimiento era un recordatorio de su vulnerabilidad, él, un gigante de 2,16 metros, reducido a una presa indefensa.
Carla se acercó, lenta, deliberada, como un depredador saboreando el miedo. —Patricio, Andrés, Luis… todos pensaron que eran leyendas, como tú. Pero nadie escapa de mí. —Con un movimiento rápido, colocó la soga alrededor del cuello de Pau, apretándola con una fuerza inhumana. El roce áspero de la cuerda quemaba su piel, y el pánico se intensificó cuando Carla levantó la bolsa de plástico. —Shhh, gigante. Será rápido… o no —susurró, riendo con un sadismo que cortaba el alma.
La bolsa de plástico descendió como una guillotina transparente sobre la cabeza de Pau, adhiriéndose a su piel sudorosa con un sonido húmedo y obsceno, sellando su rostro en una máscara de pánico. El aire se volvió denso, irrespirable; cada inhalación succionaba el plástico contra sus fosas nasales, contra sus labios abiertos en un grito mudo que hacía vibrar la lámina como un tambor roto. Pau Gasol, el titán de 2,15 metros, se retorció como un gusano clavado en un anzuelo: sus muñecas, atadas a la espalda con cuerda de cáñamo, se despellejaron contra las fibras ásperas, dejando jirones de piel colgando como cintas rojas; sus tobillos, sujetos al sofá, golpearon el suelo con un tamborileo desesperado, el talón derecho sangrando por la fasciitis reventada, un coágulo oscuro mezclándose con el sudor.
Carla se arrodilló frente a él, sus ojos verdes brillando como cuchillas bajo la luz mortecina. Desenrolló lentamente una soga de nylon negro, dejando que la cuerda rozara el suelo con un siseo de serpiente.
—Shhh —susurró, acercando el lazo al cuello de Pau—. Vas a morir despacio, Pau. Quiero que sientas cada segundo.
Él intentó gritar, pero el plástico transformó su voz en un gorgoteo ahogado, burbujas de saliva y mocos pegándose al interior de la bolsa. Carla pasó la soga alrededor de su garganta, apretando lo justo para que el cartílago crujiera como madera verde, para que las venas de sus sienes se hincharan como cables a punto de estallar, la tráquea colapsando con un chasquido húmedo. Los ojos de Pau, inyectados en sangre, se clavaron en los de ella a través del plástico empañado: vio su sonrisa, un abismo de placer sádico, los dientes blancos reluciendo como los de un lobo antes del zarpazo. Un hilo de sangre brotó de su nariz, goteando por el mentón y manchando el plástico.
Pero entonces, Carla soltó la soga con un suspiro teatral.
Se levantó con lentitud felina, caminó hacia una mesa auxiliar y extrajo de un estuche de terciopelo negro una espada japonesa de 90 centímetros, una katana forjada en acero damasco que captó la luz como un relámpago. La hoja era tan afilada que cortaba el aire con un silbido apenas audible; una gota de sangre seca de una víctima anterior aún pegada al filo.
—Demasiado lento —dijo, casi con ternura—. Quiero tu cabeza, Pau. Entera. Quiero ver cómo rueda.
Pau intentó retroceder, pero las ataduras lo mantenían erguido como un sacrificio. Sus esfínteres cedieron: orina caliente corrió por sus muslos, empapando los pantalones; un olor acre se mezcló con el sudor y el miedo. Carla alzó la espada con ambas manos, los músculos de sus antebrazos tensándose bajo la piel pálida. El primer golpe fue un destello plateado: la hoja cortó el aire, el plástico, la carne y el hueso con un sonido húmedo y crujiente, como si partiera una sandía madura. Pero no fue limpio.
La katana se hundió primero en la clavícula izquierda, astillando el hueso con un crack seco que resonó como un disparo. Pau aulló (un sonido gutural, animal, ahogado por la bolsa) mientras la hoja se desviaba, cortando músculo y tendón en un tajo diagonal que abrió su cuello desde la oreja hasta la tráquea. Sangre arterial brotó en chorros pulsátiles, golpeando el techo en arcos rojos que salpicaron la lámpara, goteando después como lluvia carmesí. La cabeza colgaba de un hilo de carne y vértebras, el ojo izquierdo reventado por la presión, colgando de un nervio óptico como una uva madura.
Carla retrocedió un paso, la espada goteando. —No, no, así no —susurró, y con un segundo golpe (más fuerte, más preciso) cortó de nuevo. Esta vez la hoja atravesó la columna cervical con un chop húmedo, separando la cabeza por completo. El cráneo se desprendió con un sonido de succión, girando en el aire en una parábola de sangre y sesos que salpicaron las paredes en arcos carmesí, dejando un rastro de materia gris y fragmentos óseos. La cabeza golpeó el suelo con un thud sordo, rodando hasta detenerse boca abajo, la lengua colgando como un trapo, los dientes rotos por el impacto.
El cuerpo decapitado permaneció un segundo erguido, un chorro de sangre arterial brotando del cuello como una fuente oscura, salpicando el techo y las paredes en un radio de tres metros. Las arterias carótidas palpitaban aún, expulsando sangre en latidos decrecientes, formando un charco viscoso que se extendía rápidamente, burbujeando con los últimos espasmos del corazón. El torso se convulsionó, los brazos atados retorciéndose, los dedos abriéndose y cerrándose en garras inútiles. Un chorro de bilis y sangre brotó del muñón, mezclándose con la orina y las heces que se escaparon al relajarse los esfínteres.
Carla recogió la cabeza por el cabello, aún con los ojos abiertos en una expresión de sorpresa eterna, el ojo reventado colgando. La sostuvo a la altura de su rostro, lamió la sangre de la mejilla cortada.
—Gracias por el trofeo, leyenda.
Del rincón de la sala rodó el Queso Gruyère gigante, una rueda de 80 kilos que había mantenido oculto bajo una manta. Con un gruñido de esfuerzo, Carla lo empujó hasta el cadáver. El Queso cayó sobre el torso decapitado con un golpe seco, aplastando costillas con un crunch múltiple de huesos rotos, la corteza dura rompiéndose y liberando un olor acre que se mezcló con el metálico de la sangre, el hedor de las vísceras expuestas y el amoníaco de la orina. El peso del Queso hundió el pecho, expulsando un chorro de sangre y aire de los pulmones colapsados, formando burbujas rojas en el charco.
—¡QUESO, PAU GASOL! —gritó al techo, su voz resonando como un mantra macabro.
Se agachó, arrancó las zapatillas talla 55 de los pies inertes (zapatillas blancas manchadas de sangre y sesos, tan grandes que parecían canoas) y las colgó de su hombro como trofeos. Metió la cabeza en una bolsa de lona negra, junto a la katana envuelta en tela. Un mechón de su cabello rubio cayó al suelo, como para que los investigadores (si los hubiera, no tuvieran dudas: una mujer rubia era la asesina, la decapitadora, LA QUESONA).
Minutos después, la puerta se abrió con un chirrido. Josep, el enfermero de planta, entró con una bandeja de medicinas. La bandeja cayó de sus manos, pastillas y jeringas rodando por el suelo.
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— Déu meu (Dios mío…) —susurró, las piernas temblándole. El cuerpo de Pau Gasol yacía en un charco de sangre que se extendía como un lago negro, burbujeante aún por los últimos espasmos; el Queso gigante aplastaba el pecho, la cabeza ausente dejando un muñón de carne desgarrada, tendones colgando como cables rotos, vértebras expuestas brillando blancas entre la carne roja. El olor (sangre, orina, heces, Queso rancio, sesos) lo golpeó como un puñetazo. Josep vomitó sobre sus propios zapatos, el móvil resbalando de sus dedos mientras marcaba el 112 con manos temblorosas.
En el callejón trasero, Carla ya corría bajo la lluvia, la bolsa de lona golpeando su cadera. La cabeza de Pau rebotaba dentro, los ojos aún abiertos mirando la oscuridad, el ojo reventado colgando como un péndulo.
Se lamió una gota de sangre de los labios, sonriendo.
«¿Quién será el próximo Quesoneado?, QUESO»














Un relato nuevo de una quesona, es para festejar.
ResponderBorrarYa se haga llamar Carla o Ravelia Zamas, la doble de Valeria Mazza es de temer.
Le concedió su último deseo aunque tal vez haya sido una estrategia. De haberlo enfrentado en forma directa no habría podido con él. O lo habría tenido más difícil
Estaría bien un relato con otra quesona.
De paso, pido que se sume Carla Cardone, la Ravelia Zamas de Daniela Cardone, para quesonear anónimos. O algunos de relatos borrados.
El Fauno
noviembre de QUESONAS parece
ResponderBorrarEstaría muy bien.
BorrarEl Fauno
si hay noviembre de QUESONAS que asesinen a alguno de la Formula 1, no digo Colapinto, pero algun otro, un buen queso se merecen
Borrarcasi como la víctima ideal para esta asesina este Gasol
ResponderBorrara este chabón hay que tirarle un queso de 20 kilos
ResponderBorrarexcelente, un cuento que marca la plenitud total de la Quesona, amaga con estrangularlo, pero le corta la cabeza, un homenaje a tres grandes asesinatos de la gran Ravelia, el de Marcos Milinkovic, el de Juan Martín Del Potro (decapitados) y el de Luis Scola, estrangulado, Pau Gasol era la víctima ideal
ResponderBorrarla otra vez le llego el queso a Yannick Sinner, ahora a este gallego (relato retro), ojala sea el comienzo de una nueva subsaga de Ravelia, con muchas víctimas internacionales, se haría un festín, ya hubo alguno de Shaquille O Neill, que vaya por Michael Phelps, nadador que merece un queso, como Ian Thorpe
ResponderBorrarya ha habido muchos quesones españoles, la fin un quesoneado, que haya más, joder
ResponderBorrarsiempre surgen nuevos personajes, ergo mas quesos
ResponderBorraruna sorpresa estos relatos, a las otras dos víctimas no las conocía, no sigo esos deportes, este Pau Gasol era una gran figura, pero si la Quesona asesinó a Ginobili, es lógico que tambien asesine a este, proponen víctimas internacionales, yo propongo "la asesina de Novak Dkojokovic", muy buenos cuentos, de gran nivel, mucho queso
ResponderBorrarse debería llevar los pies de sus víctimas, ya que los corta
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