El Asesino de Romina Scalora
En aquellos días se inauguraron las Grandes Tiendas Dumitrescu, una mega tienda de cinco pisos, ubicada a una cuadra de la estación Once, sobre la Avenida Pueyrredón, la versión porteña (en barrio de Once) de las parisinas Grandes Tiendas Lafayette, pero todo a precio de liquidación, bajo carteles que dicen “LIQUIDACIÓN ETERNA, 2x3”, el pueblo concurrió masivamente a la nueva propuesta comercial, tanto que había filas de tres cuadras para entrar y más de una hora para pagar.
Desde todas las provincias argentinas y países vecinos se organizaban tours de compras para aprovechar las grandes ofertas y promociones, a precios nunca vistos.
¡Queridos porteños, esto es un regalo para el pueblo!”, proclamó Lady Dumitrescu, levantando los brazos como una diva de ópera. “Las Grandes Tiendas Dumitrescu no son solo un comercio, son un movimiento. Aquí, en el corazón del Once, ofrecemos moda, sueños y oportunidades a precios que cualquier trabajador puede pagar. ¿Quieren un saco de pana? ¡Dos por el precio de uno! ¿Un par de ojotas? ¡Llevate tres! Estamos al servicio del pueblo, democratizando el glamour que las élites parisinas nos negaron. ¡Esto es el Once, y aca todos brillamos!”.
Lady Dumitrescu, al ser confrontada por una periodista de C5N sobre las acusaciones de deslealtad comercial y de que la ropa estaba hecha por esclavas de una legendaria y mítica prisión nazi, respondió. “¿Deslealtad? ¡Por favor! Esto es competencia, queridos. El Once siempre fue el reino de la oferta, y yo solo estoy subiendo la apuesta. Mis detractores son dinosaurios que no entienden el futuro. La Fundación Dumitrescu invierte en el pueblo, no en los bolsillos de los codiciosos. Si no pueden seguirnos el paso, que se compren un local en Palermo, cobren todo en dólares y dejen de llorar, ¿Esto es populismo? ¡Sí, señores, estamos con el pueblo y para el pueblo porque somos parte del pueblo”.
En medio de esta euforia comercial, Romina Scalora, la Romi, versátil figura mediática, nacida en 1988, y con trayectoria en redes sociales y medios (Bendita, LAM en TV, De aca en más en radio), más el libro y el unipersonal “Y si todo sale mal’”, fue a cubrir el “Fenomeno de las Grandes Tiendas Dumitrescu” para su canal de Youtube “Vivo de Borrachos”.
“Esto es un circo, pero del bueno”, murmuró Scalora mientras filmaba el fenómeno que veía ante sus ojos, la gente desesperándose por comprar ropa, peleas en las góndolas, los vestidores y las filas, un auténtico caos urbano…
El frenesí en las góndolas. En el segundo piso, la sección de “moda vintage” había sido un campo de batalla. Una señora con ruleros y un tatuaje desvaído de Sandro había agarrado una campera de cuero con tachas, pero una piba con uñas acrílicas de medio metro se la había arrancado de las manos. “¡Es mía, vieja, la vi primero!”, había gritado, mientras la señora respondía con un alarido gutural y le arrojaba un par de ojotas talle 42 que había encontrado en el suelo. La góndola de remeras, etiquetadas como “estilo grunge (lavar antes de usar)”, se había tambaleado como si tuviera voluntad propia, y un pibe con gorra al revés había trepado por ella para alcanzar una camiseta de Los Piojos que parecía haber sido usada en un recital de 1998. “¡Es mía, boludo!”, había aullado, pero había caído en una pila de pantalones de corderoy que desprendían un polvo sospechoso, como si fueran reliquias de un mausoleo. La Romi, filmando, había soltado una risa nerviosa: “Esto fue Black Friday meets Mad Max”.
Los probadores, unas cortinas de terciopelo apolillado que colgaban de caños oxidados, habían sido el epicentro del delirio. Una fila de veinte personas había esperado turno, pero nadie había respetado el orden. Dos amigas, cargadas con tangas de leopardo y corpiños con lentejuelas, habían forcejeado por entrar al mismo cubículo. “¡Soltá, Jesica, yo me lo pruebo primero!”, había gritado una, mientras la otra le clavaba un codo y hacía volar un sombrero de cowboy que había aterrizado en la cabeza de un señor que dormía en un sillón roto. Adentro, un tipo con bigote había probado un traje de spandex brillante, mirándose al espejo como si fuera Travolta en Fiebre de sábado por la noche. “¡Esto es alta costura, papá!”, había proclamado, pero una empleada con cara de agotamiento le había gritado: “¡Cinco minutos, flaco, que hay cola!”. Desde un probador, se había escuchado un chillido: alguien había encontrado un sostén con un agujero del tamaño de una pizza y lo había lanzado al pasillo como si fuera una granada.
Las cajas, en el primer piso, habían sido un purgatorio urbano. La fila para pagar había serpenteado como una anaconda, dando vueltas entre góndolas de “perfumes inspirados” que apestaban a querosene y pilas de toallas con manchas dudosas. Una hora de espera había sido el mínimo, y la gente, empapada en sudor y cargando bolsas rotas, había empezado a perder la cordura. Una abuela con un carro lleno de medias de nylon había cantado “La cucaracha” a todo pulmón para “mantener el ánimo”, mientras un pibe con auriculares había intentado colarse y había recibido un carterazo de una señora que juraba haberlo visto en Intrusos. “¡Acá nadie se aviva, pendejo!”, le había espetado. En la caja 3, una cajera con uñas postizas rosas había mascado chicle y escaneado productos con la velocidad de un perezoso, ignorando los insultos. Un tipo, harto, había tirado una remera de Pokémon al suelo y había gritado: “¡Me voy a Gath y Chaves, esto es un choreo!”. La Romi, grabando, había susurrado a la cámara: “Si Dante hubiera vivido, el Infierno tendría un piso en las Tiendas Dumitrescu”.
El aire había estado cargado de un hedor que mezclaba transpiración, poliéster quemado y un misterioso olor a queso que nadie explicaba. En el cuarto piso, un stand de “joyería artesanal” había ofrecido aros de plástico que brillaban en la oscuridad y collares con dientes (¿humanos?) engarzados. Una góndola de “ropa de gala” había exhibido vestidos de quince con lamé dorado y manchas de dudosa procedencia, mientras un maniquí sin brazos parecía haber observado el caos con una sonrisa pintada. En un rincón, un nene había llorado porque su globo con el logo de Dumitrescu se había pinchado con un perchero, y su mamá, cargada con seis pares de zapatillas sin suela, lo había ignorado. De fondo, un parlante roto había escupido una cumbia remixada con ruidos de sirenas, y alguien había jurado haber visto a un tipobasado en el pasillo de “trajes de baño (usados)”. La Romi, con su instinto de comediante, había murmurado: “O este lugar estaba embrujado, o alguien se olvidó un Queso en la ventilación”, al oler un fuerte olor a Queso.
Entre góndolas de camperas de cuero gastadas y un stand de “perfumes genéricos” que apestaban a querosene, estaba Carlos “Charlie” Reich, el Quesón del Silenciador, como un depredador con estilo. Alto, enfundado en un traje negro comprado en un remate de utilería de El Padrino, había acariciado con guantes negros un revólver con silenciador escondido bajo la solapa. Sus botas de caña alta, talle 47, desprendían un olor a Queso que hacía retroceder a los clientes, y en su mochila, un Queso Gruyère del tamaño de una rueda de tractor había esperado su momento estelar.
Lady Dumitrescu le dio dado una orden clara vía WhatssApp: “Charlie, esa Scalora esta filmando un video que puede arruinar la reputación de mis Tiendas. Vos sos un Quesón elegante, acorde con la alta moda. Ya sabes lo que tenes qué hacer”.
Charlie, autopercibido como el asesino más cool del Once, con un historial que incluía a Nicole Neumann, Pampita, Mariana Fabbiani y Luciana Salazar, estaba listo para dejar su marca.
Romina Scalora, “La Romi”, había recorrido el tercer piso con su cámara de Vivo de Borrachos, grabando el delirio de las Tiendas Dumitrescu. “Esto era un zoológico con descuentos, pero del bueno”, había murmurado, enfocando un collar de perlas falsas que parecía gritar “¡Cómprame o te maldigo!”. En la sección de “Joyería Vintage”, un rincón atestado de aros de plástico fluorescente, broches con forma de escarabajo y un olor a humedad que picaba la nariz, había sentido una presencia. Al girarse, se encontró con Charlie, apoyado contra una vitrina de anillos con piedras dudosas, luciendo una sonrisa que podría haber derretido un iceberg. “¿La Romi, no? Te vi en LAM y en Bendita, ¿Este año ya no estas más?. Me encantó tu unipersonal”, dijo, con una voz suave como terciopelo negro.
La Romi, siempre filosa, había levantado una ceja. “Gracias, galán, pero ¿vos quién sos? ¿El modelo de ‘Liquidación Eterna’ o el primo perdido de Al Pacino? Ja, ja”.
Charlie soltó una risa que resonó como un acorde de jazz. “Soy Charlie Reich, el Quesón del Silenciador. Colecciono Quesos que valen la pena, Nicole, Pampita, Fabbiani, Luciana… ¿Querés un lugar en mis Quesos, Romi?”.
La Romi, mitad divertida, mitad en guardia, retrucó: “Pibe, esto es demasiado bizarro hasta para mi canal”.
Pero Charlie, con un guiño señaló un pasillo oscuro. “Vení, te voy a mostrar el depósito de joyas secretas. Hay cosas que ni Lady Dumitrescu sabe que están ahí. Va a ser un capítulo épico para tu YouTube”.
La Romi, atrapada por el morbo y la promesa de contenido viral, lo siguió. Se sentía atraída por Charlie. El depósito, escondido detrás de una cortina de cuentas que parecía robada de un cabaret de los 80, era un laberinto de cajas con bijouterie brillante, collares con dientes (¿humanos?) y un olor a Queso que hacía lagrimear. Charlie cerró la puerta con un clic, y el ambiente se volvió íntimo.
“Romi, esto es alta costura”, había dicho, señalando un brazalete con un escarabajo disecado. “Pero lo verdaderamente valioso son mis pies. Mis Quesos”. Con un movimiento elegante, se sacó las botas, liberando sus pies talle 47, sudorosos y brillantes y el aroma a Queso invadió el deposito.
La Romi, descolocada pero hipnotizada por el absurdo, río. “Esto es un sketch de Peter Capusotto que se fue al carajo”. Pero el carisma cool de Charlie, como un hechizo de villano de cine negro, la había envuelto.
“Solo un olor a Queso, Romi. Es arte puro”, susurró él, recostándose contra una caja como un dandi gótico. Ella, en un trance bizarro, se arrodilló y empezó a oler, lamer, chupar y besar aquellos pies bien grandes y olorosos, con mucho entusiasmo y gozo, la Romina reía entre lamidas y chupadas, “Ja, ja, ja, la Sinfonía del Queso” decía.
El depósito se transformó en un escenario de pasión surrealista, iluminado por un neón roto que parpadeó como un latido. Charlie, con su aura de asesino cool, tomó a La Romi con una ternura inesperada, como si fuera el galán de una película romántica dirigida por David Lynch. “Romi, sos una joya del Once, un diamante en el barro”, susurró, envolviéndola en un abrazo que mezcló seducción y fatalidad. Sus movimientos fueron precisos, elegantes, como una coreografía ensayada. El olor a Queso se fundió con el brillo falso de las joyas, y el roce de sus cuerpos contra una pila de collares de plástico produjo un crujido rítmico. La Romi, entregada, suspiró: “Esto es lo más loco que hice desde que cubrí el Wandagate. ¡Sos un poeta del desastre!”. Charlie, con una sonrisa de estrella de cine, respondió: “Y vos, mi musa del caos”. Al terminar, La Romi estuvo eufórica, rio a carcajadas y exclamó: “¡Esto va directo a mi stand-up! Flaco, sos el rey del delirio. Hagamos una gira juntos, ‘Queso y Risa’!”.
Charlie, aún jadeante, ajustó el traje con la precisión de un sastre y sacó su revólver largo con silenciador, que brilló como una extensión de su coolness. Sus guantes negros reflejaron el parpadeo del neón. “Romi, sos una obra maestra. Pero el arte exige un cierre épico”, dijo, con una sonrisa melancólica que podría haber vendido perfumes en París. La Romi, todavía en una nube de euforia, frunció el ceño.
“¿Qué? ¿Ahora vino el after con champagne?”. Charlie apuntó.
“Queso”, dijo en voz alta, y el primer balazo la atravesó, silenciado como un susurro en una iglesia.
“Queso”, el segundo, en el pecho. La Romi cayó, con una mezcla de sorpresa y risa, como si aún creyera que era un sketch.
“Queso, Queso, Queso, Queso”, repitió Charlie, disparando cuatro veces más, cada balazo un eco en el depósito, su voz resonó como un mantra demente.
Con un movimiento teatral, sacó el Queso Gruyère, con agujeros grandes y voluminosos como cráteres lunares, y lo dejó caer sobre el cuerpo de La Romi con un ¡PUM! que sacudió las cajas.
“¡QUESO!”, proclamó, alzó los brazos como un director de orquesta en su gran final. “Adiós, Romi. Fuiste la diva del Once”, añadió, inclinándose como si le dedicara una reverencia.
Charlie, impecable como un galán de Hollywood, se puso las botas, cuyo olor a Queso aún flotó como un aura maligna, y salió del depósito tarareó “Smooth Criminal” con una calma insultante.
En el primer piso, encontró a Lady Dumitrescu, quien supervisó las cajas con su abrigo de piel sintética violeta y un peinado que desafió la física. “Misión cumplida, milady. Scalora no manchará tu imperio”, dijo Charlie, con un guiño que destiló coolness.
Dumitrescu, chupando un caramelo con forma de calavera, asintió. “Fuiste un caballero, Charlie. La alta moda del Once te debe una. Tomá un perfume genérico de regalo”. Él rio, y aceptó el obsequio con una sonrisa.
Mientras tanto, un equipo de cuatro Santillanas, autómatas idénticas a María Laura Santillán, entró al depósito como un escuadrón de pesadilla. Cada una, con el rostro imperturbable de la periodista, peinado de colmena perfecto y un delantal gris que pareció sacado de un plató de Telenoche, se movió con precisión robótica.
Sus ojos, fríos como cámaras de TV, no parpadearon. “Limpieza iniciada”, dijo la primera Santillana, con la voz monocorde de un informe de las 20:00. “Reciclaje de evidencia”, añadió la segunda, mientras levantaron el cuerpo de La Romi, aún cubierto por el Queso, y lo metieron en un carrito de limpieza con la eficiencia de un equipo de Fórmula 1.
La tercera Santillana, limpiando una mancha de sangre con un trapo, murmuró: “Noticia eliminada”. La cuarta, silbando una cumbia que sonó como el jingle de un noticiero, empujó el carrito hacia un montacargas secreto.
En segundos, La Romi y su Queso desaparecieron, como si nunca hubieran existido. “A reciclar, chicas, que el Once no paró”, dijo la primera Santillana, mientras las cuatro se perdieron en las sombras, sus pasos sincronizados como un ballet de clones.
Afuera, las Tiendas Dumitrescu fueron un hervidero. La gente peleó por tangas de leopardo en el segundo piso, las góndolas de “moda vintage” se tambalearon como en un terremoto, y las cajas, atendidas por cajeras con uñas acrílicas y paciencia de cemento, colapsaron bajo el peso de las compras. El olor a Queso, mezclado con naftalina y transpiración, pasó desapercibido en el caos.
Nadie notó la ausencia de La Romi; su cámara, olvidada en el depósito, grabó un aro de plástico que rodó en el suelo como un testigo mudo. En las redes, sus fans creyeron que subió un vivo desde algún pasillo, y Crónica tituló: “¡LOCURA EN EL ONCE: COMPRAS Y FIESTA EN DUMITRESCU! ¡SCALORA SE PERDIÓ EN EL PARAÍSO DE LAS OFERTAS!”.
Charlie, ya en la calle, encendió un cigarrillo de utilería (porque el vibe lo exigió) y se perdió en el bullicio de Pueyrredón, mientras un parlante roto escupió una cumbia que sonó como un réquiem mal mezclado.
Fin… o hasta que regrese el Quesón del Silenciador...
bien populista Dumitrescu, y eso que adopto aca la personalidad de la del FMI
ResponderBorrarSi Kal El es un quesón, entonces sus víctimas serían heroínas como Zatanna, Black Canary, ambas con medias red. O villanas como Harley Quinn, Liwere, etc.
ResponderBorrarNo está mal la intervención de la Lady, aunque no tanto con esta apariencia. Y se podría esperar que una tienda de descuentos creada por ella fuera más organizada. Aunque funciona como lugar propicio para quesoneamiento. De algún famoso, también. Faltan relatos de quesonas famosas.
El sexo podría haber sido un poco más explicito en su descripción pero el relato cumple
una idiota la quesoneada, pero merecía el queso
ResponderBorraren estos cuentos cada quesón responde a su estereotipo habitual: Eisler en el cine, Reich se comparta como sicario, etc, cada uno sigue su patrón, y en realidad esta bien, aunque a veces sea siempre lo mismo, porque los asesinos seriales repiten conductas, y los Quesones son eso, muy bien por todos estos cuentos
ResponderBorrarDumitrescu, abanderada de los humildes, Scalora, un queso para una idiota
ResponderBorraresta pelotuda estaba para Contepomi, mucho queson reich para una idiota así, pero esta bien, unos balazos y chau, nada de cuchillos o katanas
ResponderBorrarmuchos pagaríamos un sicario para Scalora
ResponderBorraruna quesoneada muy idiota pero que buena la tienda de Dumitrescu, Ropa para Todes es una realidad
ResponderBorraresta bueno el cuento, Reich siempre es un profesional, Dumitrescu no desentona (aunque aca es la del FMI) y esta era tipa ideal para recibir un queso, nueve puntos sobre diez
ResponderBorrarLA TIENDA DUMITRESCU ES LA QUE PROVEE DE ROPA A LOS QUESONES
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