El Cuento Quesón Bajo el Signo de Roma (parte 1) #QUESO


EL CUENTO QUESÓN BAJO EL SIGNO DE ROMA (SPQR) (PRIMERA PARTE)

Muchos creen que SPQR significa “Senatus Populusque Romanus”(el Senado y el Pueblo de Roma) pero les aseguro que despues de leer esto creeran que es por “Senatus Populusque Quesón Romanus” o sea “el Senado, el Pueblo y el Quesón de Roma







Capítulo 1 Carlos, el germano de los pies grandes
Carolus German cum magnis pedibus


En la Roma de Nerón, año 64 d.C., el mercado de esclavos de la Suburra vibraba con un frenesí que rivalizaba con las bacanales del Palatino. Bajo un sol abrasador, el aire estaba cargado de sudor, estiércol y los alaridos de los subastadores, que voceaban sus ofertas como si invocaran a Mercurio para sellar fortunas.
Las plataformas de madera crujían bajo el peso de los cautivos, encadenados y expuestos como mercancía ante una muchedumbre de patricios, mercaderes y libertos.
Entre ellos destacaba Quinto Poncio Arrio, un senador de mediana edad, célebre por su riqueza y su homosexualidad, que exhibía con una afeminada elegancia. Vestido con una toga púrpura bordada con hilos de oro, su rostro maquillado con polvos de plomo, los labios pintados de carmín y los ojos delineados con kohl, Arrio se abanicaba con plumas de pavo real, sus gestos teatrales atrayendo miradas de admiración y burla. De gustibus et colon bus non est disputandum
A su lado estaba Nagila, un mercader sirio de Antioquía, un hombre corpulento con una túnica de lino azul y una barba trenzada, conocido por su astucia y por surtir las villas romanas con esclavos exóticos. Nagila, con un papiro en la mano, susurraba consejos a Arrio, sus ojos calculadores recorriendo la mercancía.
Arrio, reclinándose en su litera adornada con sedas, le confió a Nagila su propósito: “Quiero un esclavo para Tulia, mi esposa. Algo… impactante. Su apetito, como sabes, es la comidilla de Roma. Un regalo que la sorprenda y, tal vez, la mantenga ocupada.” Nagila, con una sonrisa ladina, asintió. Tulia, la esposa de Arrio, era infame en toda Roma por su vida sexual escandalosa, sus amantes tan numerosos como las estatuas del Foro.
Arrio, cuya preferencia por los efebos era un secreto a voces, veía en este regalo una forma de mantener a Tulia entretenida y, de paso, consolidar su imagen de esposo indulgente.
En una de las plataformas, elevado como un coloso bárbaro, estaba Carlos, un germano capturado más allá del Rin. Era un titán: más de dos metros de altura, con hombros anchos como los de un buey y músculos que parecían forjados por Vulcano. Su cabello rubio, largo y enredado, caía como una melena de león, y sus ojos azules, fieros como los de un lobo, destellaban con una mezcla de desafío y resignación. De parvis grandis acervus erit
Pero lo que capturó todas las miradas fueron sus pies: descomunales, talla 55, desnudos y cubiertos de polvo, emanando un olor tan penetrante que los esclavos a su lado se apartaban y los espectadores cercanos se tapaban la nariz con pañuelos. Las cadenas de hierro que lo ataban parecían frágiles ante su corpulencia, y la multitud murmuraba, algunos con temor, otros con risas sofocadas.
El subastador, un hombre rechoncho con una túnica manchada de vino, alzó su bastón y gritó: “¡Nobles de Roma, contemplad a este titán germano, arrancado de las selvas del norte! ¡Fuerte como Hércules, capaz de levantar un carro con una mano! ¡Perfecto para el ludus, la villa o… los caprichos de los dioses! ¡Ideal para la arena de los gladiadores! ¡Su nombre es Carlos! Quizás nunca han oído un nombre así en nuestra ciudad, pero les aseguro que será un nombre muy importante en las centurias venideras”.
La multitud estalló en risas, pero Arrio, inclinándose hacia Nagila, susurró: “Ese bárbaro… es perfecto para Tulia. Esos pies, por Júpiter, son una monstruosidad, pero su presencia… es divina, y Carlos, que bien suena ese nombre, fuerte y masculino.” Habemus Carolus
Nagila, frotándose la barba, murmuró: “Un regalo audaz, senador. Tulia quedará encantada… o horrorizada, en el peor de los casos, un buen gladiador para la arena.”
Arrio, con una risita, ajustó un anillo de amatista y asintió.
“¡Cien sestercios para empezar!” bramó el subastador. Un lanista con cicatrices en el rostro ofreció 150, viendo en Carlos un gladiador formidable.
Un mercader de Ostia pujó 200, imaginándolo cargando fardos en los muelles. Pero Arrio, con un gesto teatral, alzó su abanico de plumas y dijo con voz meliflua: “¡Setecientos sestercios!”
El silencio cayó como una losa.
El subastador, atónito, balbuceó: “¿Setecientos, senador Arrio? ¿Por este… este germano apestoso? Huele a Queso, senador” Arrio, sonriendo, respondió: “El olor es un detalle, amigo. Tulia sabrá apreciar la… singularidad.”
Nagila, conteniendo una carcajada, anotó la puja, mientras la multitud murmuraba, impresionada por la extravagancia del senador. Nadie superó la oferta, y el martillo cayó. Carlos era suyo. Mens sana in corpore sano
Pero Nagila, siempre oportunista, se acercó a Arrio con una oferta adicional. Señalando a una figura en una plataforma cercana, dijo: “Senador, permíteme endulzar el trato. Mira a Amenet, una esclava egipcia, de Menfis, con la gracia de Isis y la astucia de una serpiente del Nilo. Su piel es como el ébano pulido, y sus ojos… bueno, podrían hechizar a un dios. Como obsequio para ti, por tu lealtad como cliente.”
Amenet, una mujer esbelta envuelta en una túnica de lino translúcido, mantenía la cabeza alta, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de orgullo y desafío. Su presencia era magnética, y aunque estaba encadenada, parecía más una reina cautiva que una esclava.
Arrio, arqueando una ceja depilada, inspeccionó a Amenet desde su litera. Con una risita aguda, se abanicó más rápido y dijo: “Oh, Nagila, eres un demonio con corazón de comerciante. ¡Acepto tu obsequio! Amenet será un complemento perfecto para mi villa. Tulia tendrá a su germano, y yo… bueno, esta egipcia será una joya para mis banquetes, una decoración viviente. ¡Por Venus, qué pareja tan… exótica!” Su risa resonó, y Nagila, satisfecho, hizo una reverencia, sellando el trato con un gesto.
Cuando los guardias bajaron a Carlos de la plataforma, el hedor de sus pies golpeó como una ráfaga del averno. Amenet, conducida a su lado, mantuvo la compostura, aunque una leve mueca traicionó su reacción al olor.
Arrio, tapándose la nariz con un pañuelo perfumado de mirra, se acercó, inspeccionando a sus nuevas adquisiciones con ojos brillantes.
“Por Venus,” murmuró, “sois una bestia y una diosa, germano y egipcia. Tulia estará… fascinada, y mis invitados, encantados.”
Carlos, encadenado, miró a Arrio en silencio, sus ojos como dagas de sílex. Parecía no entender el latín, pero la condescendencia en la voz del senador y la risa disimulada de Nagila eran universales. Amenet, por su parte, mantuvo su mirada fija en el horizonte, como si ya estuviera tramando algo en las sombras de su mente. Alma mater
Mientras los conducían por las calles empedradas de Roma, entre el traqueteo de carros y los insultos de los transeúntes, Carlos apretó los puños. Sus pies, grandes como sandalias de titán, pisaban con fuerza, dejando huellas en el polvo.
Amenet, caminando a su lado, parecía una aliada silenciosa, su presencia tan enigmática como las arenas del Nilo. No sabían qué les aguardaba en la villa de Arrio ni qué caprichos tendría Tulia, pero en el corazón de Carlos, forjado en las nieves de Germania, ardía una chispa que ni las cadenas podían sofocar. Y aunque aún no lo imaginaban, el destino, tan impredecible como los caprichos de Fortuna, los llevaría a empuñar espadas, lanzar Quesos rancios y desatar una venganza que haría temblar los cimientos de la Ciudad Eterna.
























Capítulo 2 Vicios Romanos
Vitia Romana

La villa de Quinto Poncio Arrio, situada en las colinas del Esquilino, era un monumento a la opulencia romana: columnas de mármol de Carrara, mosaicos con escenas de Baco y Venus, y jardines donde las fuentes susurraban como ninfas. El atardecer teñía el cielo de púrpura cuando Arrio reunió a su servidumbre en el atrium para presentar a sus nuevas adquisiciones.
La luz de las antorchas danzaba sobre los rostros de los esclavos, libertos y guardias, mientras Arrio, con su toga de seda y un collar de perlas, gesticulaba con la gracia de un actor de pantomima. A su lado estaban Carlos, el coloso germano, cuyos pies talle 55 y olor penetrante a Queso en los pies hacían retroceder a los más cercanos, y Amenet, la egipcia, cuya belleza serena, con piel de ébano y ojos como obsidiana, parecía desafiar su condición de esclava. Ars longa vita brevis
 
“¡Mirad, mis queridos!” exclamó Arrio, abanicándose con plumas de pavo real. “Carlos, un titán de las nieves germanas, un regalo para mi adorada Tulia. Y Amenet, una joya del Nilo, para embellecer nuestros banquetes. ¡Por Júpiter, qué pareja tan exquisita!”
La servidumbre murmuró, pero los ojos de tres figuras destacaron entre la multitud. Tulia, la esposa de Arrio, una mujer de unos treinta años con cabello negro como la medianoche y labios pintados de escarlata, observaba a Carlos con una intensidad que rivalizaba con la de un lobo hambriento. Ut desint vires, tamen est laudanda voluntas
Su túnica de lino translúcido dejaba poco a la imaginación, y su reputación por devorar amantes era tan conocida como los incendios de Roma.
Marcelo y Claudio, los jóvenes amantes de Arrio, también fijaron sus miradas en el germano. Marcelo, un efebo de piel oliva y rizos dorados, susurró algo a Claudio, un atleta de hombros anchos y mirada ardiente, ambos claramente fascinados por la imponente figura de Carlos. Amenet, en cambio, apenas recibió miradas, salvo las de envidia de algunas esclavas. Carpe diem
Tulia se acercó a Carlos, su perfume de jazmín luchando contra el hedor de sus pies. “Por Venus,” murmuró, rozando su brazo musculoso, “eres una montaña, germano. Tulia sabrá qué hacer contigo.”
Marcelo y Claudio, desde un rincón, intercambiaron sonrisas cómplices, mientras Arrio, ajeno a las tensiones, aplaudió. “¡Basta de presentaciones! Debo acudir al Palatino; Nerón reclama mi presencia para una de sus… inspiradas reuniones. Tulia, querida, quedas a cargo de la villa.”
Con un beso al aire, Arrio partió en su litera, escoltado por guardias, dejando la casa bajo el mando de su esposa.
Tulia, con una sonrisa viperina, asumió el control. A Amenet, la miró con desdén. “Tú, egipcia,” ordenó, “limpiarás los establos, fregarás los suelos del triclinium y cargarás las ánforas de vino. ¡Que no vea una mota de polvo, o probarás el látigo!” Abusus non tollit usum
 Amenet, con la cabeza alta, asintió en silencio, pero sus ojos brillaban con una furia contenida. Los trabajos eran agotadores, diseñados para humillarla: acarrear estiércol bajo el sol, restregar mosaicos hasta que sus manos sangraran, y soportar los insultos de los capataces, que se burlaban de su origen. Tulia, desde una terraza, observaba con satisfacción, bebiendo vino de una copa de plata.
A Carlos, sin embargo, Tulia le reservó un trato opuesto. Ordenó que lo bañaran con agua perfumada —aunque el olor de sus pies resistió incluso al jabón de lavanda— y lo vistieran con una túnica limpia. Luego, lo llevó a un triclinium privado, donde los esclavos habían preparado un banquete digno de Luculo: bandejas de faisán asado, higos caramelizados, pan de trigo tierno y, en el centro, una mesa repleta de Quesos: desde el cremoso caseus de Campania hasta el rancio pecorino de las colinas sabinas, algunos tan olorosos que casi rivalizaban con los pies de Carlos.
“Come, germano,” dijo Tulia, reclinándose en un diván, sus ojos devorándolo mientras él, sentado en un taburete, probaba los manjares con cautela. “Un hombre como tú necesita fuerza… para lo que vendrá, como te llamas.” (Viro tali tibi vires egent... ad ea quae futura sunt, quod est nomen tibi?)
“Carlos” fue la respuesta del germano, que ahora sí parecía entender el latín.
“Que nombre tan masculino, reflejo del hombre perfecto” dijo Tulia. (Nomen quam masculinum, viri perfecti imago)
Esa noche, mientras la luna bañaba Roma en plata, Tulia visitó la celda de Carlos, una cámara de piedra bajo la villa, iluminada por una sola lámpara de aceite. Había ordenado que lo encadenaran, pero las cadenas eran más simbólicas que restrictivas, apenas suficientes para contener su fuerza.
Tulia, envuelta en un velo púrpura que dejaba entrever las curvas de su cuerpo, cerró la puerta tras de sí. “Germano,” susurró, acercándose con pasos lentos, “en Roma, el placer es un arte, y tú… eres una obra maestra.” (Romae, voluptas ars est, et tu... es artificium)
Carlos, sentado en un jergón, la miró con cautela, su crianza matriarcal luchando contra la desconfianza que Tulia inspiraba. Pero cuando ella se arrodilló ante él, tomando uno de sus enormes pies en sus manos, algo cambió. “Estos pies,” murmuró Tulia, fascinada, acariciando la piel curtida, “son un prodigio. Tan grandes, tan… poderosos.” Su voz era un canto, y el olor, lejos de repelerla, parecía avivar su deseo.
Con un frenesí inusitado, hasta la propia Tulia, que tenía una vida sexual repleta de vicios y excentridades, se asombró al verse arrastrada a los pies de Carlos, lamiéndolos, besándolos, chupándolos y oliéndolos, mientras repetía el nombre del gigante germano “Carlos” decía sin parar.
Lo que siguió fue un encuentro íntimo, delicado en su intensidad, como un ritual consagrado a Afrodita. Tulia, con gestos suaves, se tiro encima de Carlos, sus dedos trazando líneas sobre su pecho musculoso. Él, inicialmente rígido, cedió ante la calidez de sus caricias, su fuerza germana fundiéndose con la pasión de ella.
Sus labios se encontraron en un beso lento, como el fluir del Tíber, y sus cuerpos se entrelazaron en el jergón, la luz de la lámpara proyectando sombras danzantes en las paredes. Tulia, fascinada por la magnitud de Carlos, lo guió con susurros, celebrando cada rincón de su ser, especialmente aquellos pies que, en su enormidad, parecían encarnar una fuerza primordial. El encuentro, lejos de ser vulgar, fue una danza de deseo, un instante de conexión que, por un momento, borró las cadenas de la esclavitud. Forest fortuna adiuvat
Cuando Tulia se retiró, ajustándose el velo, sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y obsesión. “Volveré, germano, pero lo más importante es que ya eres mío” prometió, dejando a Carlos en la penumbra, su mente turbada por lo sucedido.




















Capítulo 3 El Gozo y el Sufrimiento
Gaidium et dolor


En la villa de Quinto Poncio Arrio, las intrigas y los deseos se entrelazaban como las enredaderas de los jardines del Esquilino. El senador, inmerso en las extravagancias de la corte de Nerón, regresaba de sus reuniones en el Palatino con una sonrisa satisfecha, no por los favores del emperador, sino por el nuevo orden en su hogar.
Tulia, su esposa de reputación escandalosa, había encontrado en Carlos, el coloso germano de pies talla 55, una pasión que Arrio, con su inclinación por los efebos, no podía ni deseaba ofrecerle.
“Espero que el esclavo germano le dé a Tulia pronto un hijo,” comentó Arrio en aquellos días, ajustándose un brazalete de oro mientras conversaba con un freedman en el peristilo. “Así la casa de Arrio tendrá descendencia, y yo podré seguir disfrutando de… mis propios placeres.”
Su risa, aguda y melodiosa, resonó entre las columnas, mientras las antorchas proyectaban sombras danzantes. Faber est suae quisque fortunae
Tulia, por su parte, vivía en un frenesí de obsesión. Cada noche, tras el crepúsculo, visitaba la celda de Carlos bajo la villa, donde el germano, la esperaba en un jergón de paja. Sus encuentros eran un ritual de deseo, delicados y ardientes como ofrendas a Venus. Tulia, envuelta en velos que parecían tejidos por las propias Parcas, se deslizaba en la penumbra, sus dedos trazando las líneas de los músculos de Carlos, sus susurros celebrando su fuerza y, especialmente, aquellos pies descomunales que la fascinaban.
El ritual se repetía día a día, empezaba con la adoración de los pies de Carlos, Tulia los besaba, lamía, chupaba y olía una y otra vez, para luego tener un encuentro sexual, siempre suave y distinguido, como si Carlos la quisiera penetrar con ternura y delicadeza, dándole siempre la misma dosis de sexo. Gaudeamus igitur iuvenes dum sumus
“Eres un dios bárbaro,” murmuraba, besando su piel curtida, mientras la lámpara de aceite proyectaba su unión en las paredes de piedra. Carlos, atrapado entre su crianza matriarcal y la intensidad de Tulia, cedía a sus caricias, su corazón dividido entre la sumisión y una creciente inquietud.
Estas visitas diarias no eran solo un escape para Tulia; eran una declaración de poder, una forma de reclamar al germano como suyo, mientras su crueldad hacia otros crecía como una tempestad. Tan prendada estaba del esclavo germano, que se había olvidado de la muy extensa lista de sus anteriores amantes, ninguno le había tal gozo y placer.
Pero mientras algunos gozaban en la mansión del senador Arrio, otros en cambio, sufrían…
La romana, celosa de la belleza serena de Amenet y de su dignidad inquebrantable, redobló su maltrato contra la esclava egipcia. Etiam capillus unus habet umbram
“¡Egipcia, no eres más que estiércol del Nilo!” gritaba Tulia, arrojándole un cubo de agua sucia mientras Amenet fregaba los mosaicos del triclinium hasta que sus manos sangraban.
Las tareas eran brutales: acarrear sacos de grano bajo el sol abrasador, limpiar los establos hasta medianoche, y soportar las risas de los capataces, que la pinchaban con varas mientras Tulia observaba desde una terraza, bebiendo vino de una copa de cristal.
Amenet, con los labios apretados, trabajaba en silencio, pero sus ojos, oscuros como la noche de Menfis, brillaban con una furia que prometía desafío. Cada insulto, cada golpe, era una chispa en un polvorín que aún no estallaba.


Capítulo 4 La revelación del Quesón
Revelatio magni casei


Claudio y Marcelo, los amantes de Arrio, trataban a Carlos con una mezcla de admiración y entusiasmo verbal.
Marcelo, el efebo de rizos dorados, lo saludaba con piropos: “¡Germano, eres una estatua viviente, digna del Foro!”
Claudio, el atleta de mirada ardiente, añadía: “¡Por Marte, tus brazos podrían derribar las murallas de Troya!”
Nunca cruzaban la línea del contacto físico, respetando los deseos de Arrio, pero sus elogios eran constantes, y Carlos, aunque parco, respondía con gruñidos o leves asentimientos. Los dos jóvenes, fascinados por la presencia del germano, lo buscaban en los momentos de descanso, intrigados por el misterio de un hombre tan fuerte reducido a la esclavitud. Ubi concordia, ibi victoria
Al atardecer, mientras los sirvientes se retiraban al descanso, Claudio y Marcelo se colaron en el patio donde Carlos, descansaba bajo un olivo. Los amantes, con túnicas ligeras y copas de vino en la mano, se sentaron a su lado, sus rostros iluminados por la luna.
Nadie la vio, se arrastro como una serpiente en el piso y entre los olivos, pero Tulia allí estaba, dispuesta a escuchar lo que los dos amantes de Arrio le preguntaban a Carlos.
“Carlos,” dijo Marcelo, reclinándose con una sonrisa, “eres un enigma. Tan fuerte, tan… imponente. ¿Cómo, por todos los dioses, caíste en las redes de Roma?” Claudio, más serio, añadió: “Sí, germano. Un hombre como tú debería estar liderando ejércitos, no fregando suelos. ¿Qué pasó en tu tierra?”
Carlos, con la mirada perdida en el horizonte, habló por primera vez con algo más que monosílabos. Su voz, grave como el trueno, llevaba el peso de los bosques germanos.
“En mi tierra, en Germania, era… un Quesón.” Beatus illie
Los dos romanos intercambiaron una mirada confusa.
“¿Quesón?” repitió Marcelo, arqueando una ceja “¿Un Queso grande?”. “
“Sint ut sunt aut non sint (¿Qué significa eso?)”
Carlos, con un suspiro, explicó: “Me llamaban Carlos el Quesón, o simplemente Quesón. En los pueblos bárbaros, como vosotros nos llamán a los que no hablamos latín ni griego, hay una tradición antigua, más vieja que los robles de nuestros bosques. En cada solsticio de verano e invierno, y en los equinoccios de primavera y otoño, una muchacha es asesinada para aplacar la ira de los dioses. El encargado de esa tarea es el Quesón.”
Claudio, frunciendo el ceño, se inclinó hacia adelante.
“¿Y qué hace el Quesón?” pregunto Claudio como midiendo las palabras “¿Es el… asesino?”
Carlos, con la mirada endurecida, continuó: “La muchacha, elegida por los ancianos, debe arrodillarse ante el Quesón. Primero, huele mis pies… los pies del elegido. Es un acto de sumisión, un reconocimiento de la voluntad divina. Luego, con una espada, la asesinó, se la clavo y le atravieso el pecho, a veces, depende el ritual, también puedo cortarle el cuello, o directamente decapitarla, Y después…” Hizo una pausa, como si el recuerdo lo pesara. “Tiro un Queso sobre su cuerpo. Un Queso Gruyere, muy grande, con múltiples y voluminosos agujeros, que los sacerdotes preparan para el ritual. Es una ofrenda final, un sello para los dioses, y digo la palabra QUESO en voz alta.” Caseum in corpus eius iacio. Caseus Gruyère magnus permagnus, foraminibus multiplicibus et voluminosis praeditus, quem sacerdotes ad ritum parant. Oblatio ultima est, sigillum diis, et verbum "CASEUS" clara voce dico
Marcelo, con los ojos abiertos de par en par, dejó caer su copa, que se estrelló contra el suelo. “¡Por Júpiter! Sic transit gloria mundi. ¡Eso es… bárbaro!”
Claudio, más pensativo, preguntó: “¿Y por qué tú? ¿Por qué eras el Quesón?”
Carlos, mirando sus pies descomunales, respondió: “Por mandato de los dioses. La tradición dice que el hombre llamado Carlos con los pies más grandes de la tribu debe ser el Quesón. En mi clan, éramos unos sesenta hombres. Veinticinco nos llamábamos Carlos. Pero ninguno tenía pies como los míos. Por eso me eligieron.”
Marcelo, aún procesando la historia, murmuró: “¿Veinticinco Carlos? ¡Por Venus, qué nombres tan comunes en Germania!”
Claudio, más incisivo, preguntó: “Si vis pacem, para bellum. ¿Y cuántas… sacrificaste?”
Carlos, con la voz quebrada, miró al cielo. “Demasiadas. Decenas, tal vez más, incluso yo diría centenas. Cada solsticio, cada equinoccio, una muchacha, y muchas veces con los cambios lunares, o por alguna fecha especial. Cada vez, sus ojos me miraban, y cada vez, el Queso caía sobre su cuerpo sin vida. Era un honor, decían los ancianos. Yo disfrutaba ser Quesón, pero bueno, un día me cansé, de asesinar mujeres y tirar Quesos”.
Los romanos guardaron silencio, el peso de la confesión flotando en el aire. Marcelo, recuperando su tono ligero, preguntó: “Entonces, ¿cómo terminaste aquí?” Carlos apretó los puños, sus nudillos blanqueándose. Extinctus ambitur idem
“Un día, no pude más. Sus rostros me perseguían en sueños. Sus gritos, el olor del Queso, la sangre… Abandoné mi pueblo, crucé el bosque y me entregué a un campamento romano en el Rin. No opuse resistencia. Quería expiar mis crímenes, dejar atrás al Quesón. Me encadenaron y me trajeron a Roma.”
Claudio, impresionado, apoyó una mano en el hombro de Carlos, un gesto raro para él. “Eres más fuerte de lo que imaginábamos, germano. No solo en cuerpo, sino en alma.”
Marcelo, con una sonrisa triste, añadió: “Tu historia es digna de un poeta. Pero esos pies… ¡por los dioses, son un arma en sí mismos!” Fabula tua poeta digna est. Sed illi pedes… per deos, ipsi telum sunt.
Los tres rieron, un momento de camaradería bajo la luna, mientras compartían las copas de vino, Claudio y Marcelo, se atrevieron a decir: “¿Podríamos aunque sea oler tus pies?”.
“Por supuesto” dijo Carlos “Pero solo eso, olerlos y lamerlos, otra cosa no”.
Los dos amantes de Arrio olieron entonces los pies de Carlos y el gozo que sintieron fue de tal magnitud que no se podía comparar con ningún otro encuentro íntimo, y aunque fue solo eso, oler y lamer los pies del germano, se sintieron como Dioses del Olimpo, o héroes romanos venciendo en Cartago.
Y escondida entre los olivos, Tulia, intrigante como siempre, había escuchado atentamente el relato de Carlos, ahora que sabía que era un Quesón, un asesino de mujeres, que practicaba un ritual tan bárbaro y cruel, sentía aún más pasión sexual por el.










Capítulo 5: Las Lujurias y las Cenizas de Roma
Libidines et cineres Romae
La villa de Quinto Poncio Arrio, en las colinas del Esquilino, se había convertido en un hervidero de pasiones y crueldades, un microcosmos de la Roma de Nerón, donde el exceso y la decadencia reinaban como dioses.
Era el verano del 64 d.C., y el aire cálido llevaba rumores de inquietud, aunque en la villa, la vida seguía su curso hedonista. Forsan miseros meliora sequentur
Tulia, cada vez más obsesionada con Carlos, el coloso germano de pies talla 55, organizó un banquete para sus amigas más cercanas, Julia y Procula, dos matronas de la élite romana conocidas por su voracidad en placeres y su lengua viperina. La ocasión prometía ser un espectáculo de lujuria, al estilo de las orgías que hacían temblar los muros del Palatino.
El triclinium de la villa estaba adornado con guirnaldas de rosas, lámparas de bronce que proyectaban una luz dorada, y mesas cargadas de manjares: pavos reales asados, ostras del Adriático, higos bañados en miel y, en el centro, una selección de Quesos tan potentes que competían con el olor de los pies de Carlos. Amicitiae nostrae memoriam spero sempiternam fore
Julia, una mujer de cabello rojizo y curvas generosas, envuelta en una stola verde que apenas contenía su figura, reía con estridencia, mientras Procula, de piel pálida y ojos astutos, con una túnica púrpura que destellaba con joyas, observaba todo con una sonrisa calculadora. Tulia, como anfitriona, presidía el banquete desde un diván, su mirada fija en Carlos, quien, vestido con una túnica corta que dejaba ver sus músculos, servía vino bajo las órdenes de su ama.
Amenet, la esclava egipcia, no tuvo tal privilegio. Tulia, con una crueldad que se acentuaba en presencia de sus amigas, la relegó a tareas humillantes: fregar los suelos del peristilo mientras las invitadas pasaban, arrojarle sobras de comida y burlarse de su origen.
“¡Mira a la egipcia, cree que es Cleopatra!” gritó Julia, arrojándole un hueso de faisán que Amenet esquivó con dignidad.
Procula, más sádica, añadió: “¡Por Juno, deberías estar en un templo del Nilo, no ensuciando la villa de Tulia!”
Amenet, con las manos enrojecidas por el trabajo y el rostro impasible, soportaba los insultos, pero sus ojos, oscuros como la noche, prometían una venganza silenciosa. Amare et sapere vix deo conceditu
El banquete pronto derivó en una orgía al estilo romano, un torbellino de vino, risas y cuerpos entrelazados. Músicos tocaban liras y flautas, mientras esclavos semidesnudos danzaban entre las mesas.
Tulia, Julia y Procula, ebrias de vino y deseo, reclamaron a Carlos como el centro de su atención. “¡Germano, ven aquí!” ordenó Tulia, tirando de su brazo hacia el diván.
Julia, con una risa ebria, se acercó, acariciando su pecho. “¡Por Venus, es un titán!” exclamó, mientras Procula, más audaz, rozaba sus piernas, fascinada por su fuerza.
Las tres mujeres, en un frenesí compartido, guiaron a Carlos con susurros y caricias, celebrando su cuerpo como si fuera una estatua viviente. Tulia, como siempre, se deleitó con sus pies descomunales, besándolos con una devoción que rayaba en lo sagrado, mientras Julia y Procula exploraban su musculatura con risas y suspiros. Carlos, atrapado en su papel de esclavo y en su crianza matriarcal, cedió a sus deseos, su corazón dividido entre la sumisión y un creciente desasosiego. Ad praesens ova cras pullis sunt meliora
Carlos se comparto como un sirviente sexual insaciable: las tres damas le olieron, besaron, lamieron y los pies con un salvajismo descomunal, y si bien siempre se había mostrado suave y delicado con Tulia, esta vez fue salvaje como un gladiador en la arena, y no solo las penetro por la vagina, también por el culo, con el pene y los pies, una orgía descomunal, que no se limitó a eso, también incluyó lamidas de los pechos de las damas y del miembro viril del caballero.
Marcelo y Claudio, los amantes de Arrio, observaban desde un rincón, excluidos de la orgía por lealtad a su patrón, pero incapaces de apartar la mirada, autosatisfaciéndose sexualmente mientras contemplaban con gozo y placer aquellas escenas.
En un momento de descuido, mientras las mujeres reían y bebían, los dos efebos se acercaron a Carlos, que descansaba en un taburete, exhausto.
“Germano,” dijo Marcelo, con una sonrisa traviesa, “esos pies tuyos… son una leyenda. ¡Déjanos olerlos, por Júpiter!” Illi pedes tui... legenda sunt. Olfaciamus eos, per Iovem!
Claudio, más serio, añadió: “Sí, queremos saber si son tan… formidables como dicen.” Carlos, con un gruñido resignado, extendió sus pies.
El olor, un torbellino de hedor que evocaba pantanos y cuero viejo, hizo que Marcelo retrocediera con una carcajada, mientras Claudio, más valiente, tosió pero mantuvo la compostura.
“¡Por Marte, es como inhalar el aliento de Cerbero!” exclamó Marcelo, abanicándose. Marti, simile est halitui Cerberi inspirando
Claudio, impresionado, murmuró: “Eres un prodigio, Carlos. Un prodigio apestoso.”
“Ustedes siempre me trataron bien” dijo Carlos “se que este los hará feliz” y permitió que los dos efebos hallaran aún más gozo lamiéndole el culo.
La noche, sin embargo, fue interrumpida por un evento que cambiaría el destino de Roma. Mientras la orgía alcanzaba su clímax, un resplandor rojo tiñó el cielo, seguido de gritos lejanos.
El Gran Incendio de Roma, desatado por orden de Nerón —según los rumores que corrían como el fuego mismo— comenzó a devorar la ciudad. Las llamas, visibles desde las colinas del Esquilino, convirtieron la noche en un infierno.
Los invitados huyeron en pánico, y Tulia, tambaleándose, ordenó a los esclavos apagar fuegos imaginarios en la villa, mientras Julia y Procula, aterradas, se cubrían con mantos y corrían a sus literas.
Carlos y Amenet, olvidados en el caos, observaron desde el patio, el germano con la mirada fija en las llamas, la egipcia con una calma que escondía planes. Vitam regit fortuna, non sapientia
En medio de la tragedia, otra noticia sacudió Roma: Séneca, el filósofo y antiguo tutor de Nerón, se había suicidado, forzado por el emperador, que lo acusaba de conspiración.
Los esclavos de la villa susurraban su muerte como un presagio, mientras Arrio, aún en el Palatino, ignoraba el destino de su hogar.
Carlos sintió que el incendio era más que un desastre; era una señal. Amenet, fregando los suelos bajo la mirada de un capataz, apretó un trapo con fuerza, su mente tejiendo un futuro donde las cadenas se romperían. Deux ex machina
















Capítulo 6 La Espada, el Queso y la Caída
Gladius, Caseus et Casus

El verano del 64 d.C. había sumido a Roma en un caos infernal. Las llamas del Gran Incendio, que devoraron barrios enteros, dejaron un rastro de cenizas y desesperación, mientras los rumores señalaban a Nerón como el artífice del desastre. Para desviar las culpas, el emperador desató una feroz persecución contra los cristianos, acusándolos de arsonistas y traidores.
Las crucifixiones y las hogueras se multiplicaron en el Circo Máximo, y el miedo se filtró incluso en las villas más opulentas, como la de Quinto Poncio Arrio en el Esquilino. Los susurros en los mercados advertían que Arrio, cuya proximidad a Séneca y cuyas excentricidades lo hacían sospechoso, podría sufrir el mismo destino que el filósofo: un suicidio forzado o una ejecución pública. El senador, atrapado en el Palatino en reuniones interminables con Nerón, estaba ausente, dejando su villa en un estado de desorden y paranoia. Roma aeterna sub signo crucis
En el interior de la mansión, el caos reinaba como un dios menor. Los esclavos corrían de un lado a otro, algunos intentando reparar daños imaginarios causados por el incendio, otros robando provisiones en la confusión.
Tulia, la esposa de Arrio, cuya vida de excesos la había convertido en una figura temida y odiada, gobernaba la villa con una mezcla de histeria y crueldad. Su obsesión con Carlos, el coloso germano de pies talla 55, seguía consumiéndola, pero el miedo a la caída de Arrio la volvía más errática. Roma proditoribus non stipendium dat
Cada noche, buscaba a Carlos, sus encuentros íntimos teñidos de una urgencia desesperada, como si el germano fuera su último ancla en un mundo que se desmoronaba. El gozo que sentía por los pies de Carlos y el sexo que este le entregaba, se mantenían incólumes.
Pero su furia se volcaba con saña contra Amenet, la esclava egipcia, cuya dignidad inquebrantable la enfurecía. Tulia, en su paranoia, comenzó a sospechar que Amenet era una cristiana en secreto, una acusación tan peligrosa como una daga envenenada en aquellos días.
Una tarde, mientras el cielo sobre Roma se teñía de un rojo ominoso, Tulia convocó a la servidumbre en el atrium. Su rostro, maquillado con polvos de plomo, estaba crispado, y su túnica púrpura ondeaba como una bandera de guerra. Vitanda est improba siren desidia
Amenet, agotada tras horas de fregar suelos y cargar ánforas, fue arrastrada al centro, sus manos aún húmedas de agua sucia.
“¡Esta egipcia!” gritó Tulia, señalándola con un dedo cargado de anillos. “¡Es una cristiana, una traidora que conspira contra Roma! ¡He visto sus miradas, sus susurros! ¡Ella trajo la maldición del fuego a nuestra casa!”
Los esclavos, temerosos, guardaron silencio, mientras Marcelo y Claudio, los amantes de Arrio, observaban desde un rincón, incómodos pero impotentes.
Amenet, con la cabeza alta, respondió con calma: “No soy cristiana, domina. Sirvo a los dioses de mi tierra, como siempre he hecho.” Su voz, firme como el granito del Nilo, solo enfureció más a Tulia.
“¡Mentiras!” rugió Tulia, volviéndose hacia Carlos, que estaba de pie, en un extremo del atrium. Sus ojos azules, fieros como los de un lobo germano, observaban la escena en silencio. In dubio pro reo
Tulia, con una sonrisa cruel, le entregó una espada muy larga y filosa, su hoja reluciendo bajo la luz de las antorchas, y que Carlos tomó con sus guantes negros, y un Queso, de gran tamaño y con múltiples agujeros, y con un olor que rivalizaba con los pies del germano.
“Tú, mi titán,” dijo, acariciando su brazo musculoso, “tú la asesinarás. Corta su cuello y arroja este Queso sobre su cuerpo. Hazlo, y te daré más que placer… te daré poder en esta villa.”
La multitud jadeó, y Amenet, por primera vez, mostró un destello de miedo, aunque su postura no flaqueó.
Carlos tomó la espada y el Queso, su rostro impasible.
Tulia, confiada en su control sobre él, se acercó, susurrándole al oído: “Sé mi Quesón, germano. Hazlo por mí.” Homo homini lupus
Pero en el corazón de Carlos, forjado en las nieves de Germania y endurecido por años de asesinatos como Quesón, algo se quebró. Recordó las decenas de muchachas que había ejecutado en su tierra, sus ojos suplicantes, el Queso cayendo sobre sus cuerpos sin vida. Recordó su decisión de entregarse a los romanos para expiar aquellos crímenes. Y en Amenet, vio no a una cristiana ni a una enemiga, sino a una igual, una esclava que, como él, había soportado humillaciones con dignidad.
Con un movimiento súbito, Carlos alzó la espada, pero no hacia Amenet. Giró hacia Tulia, cuyos ojos se abrieron en una mezcla de sorpresa y terror.
“¡No soy tu Quesón!” rugió, su voz resonando como un trueno en el atrium. Antes de que los guardias pudieran reaccionar, hundió la espada en el pecho de Tulia. La sangre salpicó su túnica púrpura, y ella cayó con un gemido ahogado, sus manos arañando el aire.
Tulia cayo herida de muerte, Carlos le había atravesado la espada en el cuerpo, pero el asesino le asestó un segundo golpe, cortándole el cuello, y con un tercero, la decapitó.
“Queso” dijo Carlos tirando el Queso sobre el decapitado cadáver de la Domina.
 “¡Por mi libertad!” exclamó, mientras los esclavos gritaban y Marcelo y Claudio, atónitos, retrocedían.
El atrium estalló en caos. Algunos esclavos huyeron, temiendo la ira de Nerón; otros, fascinados por el acto de rebeldía, vitorearon en secreto.
Amenet, libre de su destino, miró a Carlos con una mezcla de gratitud y complicidad, pero también con temor, al fin y al cabo, Carlos, era un asesino, un Quesón.
Los guardias, desconcertados, dudaron en atacar, pues el germano, con la espada aún en la mano y su imponente figura, parecía un dios vengador. En ese momento, un estruendo lejano anunció que las persecuciones cristianas se intensificaban: los gritos de las víctimas en el Circo Máximo llegaban como ecos de un inframundo.
Carlos, con la sangre de Tulia en sus manos y el Queso como testigo de su desafío, supo que no había vuelta atrás.
Amenet, acercándose, le susurró: “Debemos huir, germano. Roma arde, y nosotros no seremos sus cenizas, están matando a gente inocente porque adora a un carpintero que fue crucificado entre dos ladrones.”
Mientras tanto en las sombras, Marcelo y Claudio, impresionados por la valentía de Carlos, decidieron no delatarlo, sus corazones divididos entre la lealtad a Arrio y la admiración por el esclavo que había roto sus cadenas. Y mientras las llamas y las persecuciones consumían la Ciudad Eterna, el destino de Carlos y Amenet, forjado en sangre, acero y Queso rancio, prometía una rebelión que resonaría más allá de los muros de Roma.











 CUENTOS QUESONES

una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI

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