El Cuento Quesón del Arquero Cyberpunk #QUESO
En un rincón polvoriento de Buenos Aires, donde el asfalto se mezcla con el eco de acordes distorsionados y el olor a fritura de los puestos de choripán, Carlos CalzonQueso se alzaba como una leyenda. Con sus 1,95 metros de puro músculo y desparpajo, y unos pies talla 50 que parecían barcos vikingos, Carlos era imposible de ignorar. En el escenario, era el baterista feroz de CyberRock, una banda cover que hacía temblar los bares under con versiones rabiosas de Sumo, Los Redondos y Divididos. En la cancha, era el arquero imbatible de los Chicagos Albos, un equipo de segunda división que luchaba por no descender. Pero lo que realmente lo hacía famoso, en ambos mundos, no eran sus atajadas ni sus baquetazos: eran sus pies. Grandes, olorosos, míticos.
Esa tarde, en el vestuario del estadio de los Albos, Carlos se quitaba las botas tras un partido épico. Había atajado un penal en el último minuto, asegurando un empate agónico contra los Cuervos de Lugano. Sus compañeros lo rodeaban, mitad agradecidos, mitad asfixiados por el aroma que emanaba de sus zapatillas gastadas.
—¡Grande, CalzonQueso! —gritó el Chino, el delantero, tapándose la nariz—. Pero, loco, ¿no podés ventilar esos pies antes de matarnos?
Carlos soltó una carcajada que retumbó como un redoblante.
—Son mi arma secreta, Chino. Los Cuervos no fallaron el penal por nervios, ¡fue el olor que los mareó! —respondió, guiñando un ojo mientras guardaba sus medias en una bolsa con triple cierre hermético.
Pero no todo era risas. Esa noche, CyberRock tocaba en El Infierno, un bar mítico de Almagro. Y Carlos tenía un problema: su batería estaba rota. El pedal del bombo, destrozado tras un solo frenético de “Jijiji” la semana pasada, no resistiría otro show. Sin plata para uno nuevo y con el club atrasado en los pagos, Carlos estaba en apuros.
Mientras caminaba hacia el ensayo, con sus botas gastadas resonando en la vereda, una idea loca cruzó su mente. Sus pies. Esos pies enormes, olorosos, que hacían temblar a los rivales en la cancha... ¿y si los usaba para tocar? Podía patear el bombo directamente, sin pedal. Sería una locura, pero CyberRock era puro descontrol. Si alguien podía salir con algo así, era él.
En el sótano de El Infierno, la banda estaba lista para el soundcheck. Pato, el vocalista con rastas eternas, lo miró incrédulo cuando Carlos explicó su plan.
—¿Vas a tocar el bombo con el pie? ¿Descalzo? —preguntó, alzando una ceja.
—Y con las medias puestas, para no destruir el parche —respondió Carlos, quitándose una bota con un movimiento teatral. El olor invadió el lugar como una niebla densa. El bajista, Mono, salió corriendo a abrir una ventana.
—¡Esto es punk, loco! —gritó Pato, entre risas y arcadas—. Si funciona, vas a ser leyenda.
El show empezó a las once. El bar estaba a reventar, con pibes y pibas saltando al ritmo de “El ojo blindado”. Cuando llegó el momento del solo de batería, Carlos se quitó las botas, se paró frente al bombo y, con un movimiento que parecía un penal en cámara lenta, golpeó el parche con su pie derecho. El estruendo fue brutal. El público enloqueció, gritando “¡CalzonQueso! ¡CalzonQueso!”. El olor, para sorpresa de nadie, llegó hasta las primeras filas, pero en el caos del pogo, nadie se quejó.
El video del show se viralizó en X esa misma noche. “El arquero rockero que toca con los pies”, decían los posteos. “Los pies más olorosos del rock nacional”. Carlos, sin quererlo, se convirtió en un fenómeno. Pero la fama trae problemas, y no tardaron en llegar.
El sol ardía en el horizonte de Buenos Aires, y Carlos CalzonQueso, todavía con la resaca del último show de CyberRock, revisaba su casillero en el estadio de los Chicagos Albos. Entre las cartas de fans y las multas por estacionar mal su vieja moto, encontró un paquete envuelto en papel kraft, sin remitente. Intrigado, lo abrió. Dentro había un cuchillo de cocina, enorme, con un mango de madera tallada con extraños símbolos que parecían runas. Junto al cuchillo, un bloque de Queso Gruyère del tamaño de una pelota de fútbol, su superficie brillante bajo la luz tenue del vestuario. Una nota escrita a mano decía: “Para el gigante de los pies. Que el sabor te guíe.”
Carlos, con su curiosidad de rockero trasnochado, no lo pensó dos veces. Cortó un trozo del Gruyère con el cuchillo y lo devoró. El sabor era intenso, casi hipnótico, con un regusto picante que le hizo cerrar los ojos. “Esto es otra cosa”, murmuró, cortando otro pedazo. Y luego otro. No pudo parar. Ese día, se comió medio kilo de Queso mientras ensayaba con la banda, golpeando el bombo con sus pies descalzos, que ahora desprendían un olor aún más feroz, como si el Gruyère hubiera potenciado su arma secreta.
En los días siguientes, Carlos no podía dejar de comer Queso. Llevaba el Queso Gruyère a todas partes: a los entrenamientos, a los shows, incluso dormía con él en la mesita de luz. Sus compañeros de los Chicagos Albos y CyberRock notaron el cambio. No solo sus pies olían a Queso apestoso, sino que Carlos estaba... raro. Sus ojos, antes risueños, ahora tenían un brillo extraño, y a veces lo veían hablando solo, mirando el cuchillo con una sonrisa torcida.
Lo peor no era el olor. Eran los pensamientos. Al principio, eran solo destellos: imágenes de sangre, de un cuchillo cortando algo más que Queso. Pero pronto se volvieron más vívidos. Mientras atajaba penales, imaginaba a una joven hincha de los Cuervos de Lugano, con su cabello largo y su risa despreocupada, cayendo bajo el filo de su cuchillo. En los shows, mientras aporreaba el bombo con sus pies, fantaseaba con acechar a una groupie en un callejón oscuro, su grito ahogado por el rugido de la multitud. Eran pensamientos oscuros, ajenos, como si el Queso —o el cuchillo— estuviera susurrándole al oído.
El Chino, su compañero de equipo, fue el primero en confrontarlo.
—Carlitos, estás raro, loco. ¿Qué onda con ese Queso? ¿Y ese cuchillo? Parece de película de terror. ¿No te estarás yendo al carajo? —preguntó una tarde, mientras compartían una cerveza tibia en el bar de la esquina.
Carlos se rió, pero la risa salió hueca.
—Es solo Queso, Chino. Y el cuchillo... es un regalo. No pasa nada —mintió, sintiendo el peso del cuchillo en su mochila, como si tuviera vida propia.
Horas despues, Carlos recibió otro paquete. Esta vez, era solo una nota, escrita con la misma letra que la primera: “El Queso te despierta. El cuchillo te guía. Abraza lo que eres.” No había firma, pero el papel olía vagamente a Queso Gruyère. Carlos, con el corazón latiendo fuerte, escondió la nota en su mochila. No sabía quién era el fan secreto, pero algo en su interior le decía que no era un simple admirador. ¿Era una broma? ¿Una maldición? ¿O algo más oscuro, algo que había despertado en él con cada bocado de ese Queso maldito?
En el backstage, mientras afinaba su batería con un pie descalzo (el otro seguía en la bota, por respeto a la humanidad), una figura apareció entre las sombras de los cables y las luces. Era Lady Valeria, la reina del pop under porteño, conocida por sus letras melancólicas y su estilo excéntrico: vestido de lentejuelas, botas plateadas y un perfume que olía a jazmín y peligro. Había oído hablar de Carlos, el arquero rockero de pies olorosos, y su curiosidad era más grande que su ego.
—Sos CalzonQueso, ¿no? —dijo Valeria, apoyándose en un amplificador, sus ojos verdes fijos en él—. Dicen que tus pies son un arma letal. ¿Es verdad que el Queso los hace más... potentes?
Carlos, con un pedazo de Gruyère en la mano, sintió un escalofrío. La palabra Queso sonaba distinta en su voz, como si supiera algo. Se puso unos guantes negros de cuero que siempre llevaba para los shows (decía que le daban “vibra rockera”), aunque esa noche los usó por otra razón: el cuchillo en su mochila parecía vibrar, susurrándole.
—Queso es mi combustible, Lady —respondió, cortando un trozo con el cuchillo, que sacó con un movimiento lento, casi teatral—. Pero mis pies... ellos son la verdadera magia. Aunque cuidado, no todos aguantan el aroma.
Valeria rió, acercándose más. Sus botas resonaban en el suelo pegajoso del backstage.
—Y ese cuchillo... ¿es solo para el Queso? —preguntó, su tono entre juguetón y desafiante—. Porque yo tengo un cuchillo para cortar más que eso. ¿Querés ver?
El diálogo se volvió un juego extraño, un ping-pong verbal cargado de tensión. Queso. Pies. Cuchillo. Cada palabra parecía alimentar una energía oscura entre ellos. Carlos sintió el impulso creciendo, ese deseo enfermo que el Queso había despertado. Valeria, sin saberlo, estaba encendiendo una chispa que no podía controlar.
—¿Sabés qué, CalzonQueso? —dijo ella, acercándose tanto que él sintió su aliento—. Creo que tus pies y mi voz harían un dueto inolvidable. Pero primero... mostrame cómo cortás ese Queso.
El encuentro se trasladó a un rincón oscuro del local, lejos de los ojos de los roadies y los fans. Valeria, fascinada por la excentricidad de Carlos, lo siguió, creyendo que todo era parte de un juego de seducción rockera. Pero cuando Carlos, con los guantes negros puestos, sacó el cuchillo de su mochila, algo cambió en su mirada. No era el rockero carismático ni el arquero heroico. Era otra cosa. Algo hambriento.
—¿Qué vas a hacer con ese cuchillo, grandote? —preguntó Valeria, aún con una sonrisa, aunque su voz tembló ligeramente.
—Solo quiero que pruebes el Queso —respondió Carlos, su voz baja, casi un gruñido. Cortó un trozo de Gruyère y se lo ofreció, pero sus ojos estaban fijos en el cuello de ella, en la piel pálida que brillaba bajo las luces tenues.
Valeria dio un paso atrás, sintiendo el peligro demasiado tarde. Carlos, movido por una fuerza que no entendía, levantó el cuchillo. Los guantes negros brillaban bajo la luz, ocultando cualquier huella, cualquier rastro. La primera puñalada fue rápida, precisa, en el pecho. Valeria dejó escapar un grito ahogado, pero el estruendo de una banda tocando en el escenario lo cubrió. Otra puñalada. Y otra. La sangre salpicó los guantes, el suelo, el bloque de Gruyère que rodó por el piso.
Carlos, jadeando, miró el cuerpo inmóvil de Lady Valeria. El cuchillo temblaba en su mano. Por un momento, la fiebre del Queso pareció desvanecerse, reemplazada por un pánico helado. ¿Qué había hecho? Pero entonces, como en un trance, tomó Queso y lo tiró sobre el cuerpo, un gesto absurdo, casi ritual. “Queso”, dijo en voz alta, recordando la nota del fan secreto.
Carlos salió del local por la puerta trasera, los guantes negros aún puestos, el cuchillo limpio y guardado en su mochila. Nadie lo vio. El olor de sus pies, mezclado con el caos del show, cubrió cualquier sospecha. En X, los posteos ya hablaban del “misterioso abandono” de Lady Valeria, que no apareció para su set. Nadie sospechaba de CalzonQueso, el héroe de los Chicagos Albos y CyberRock. Pero él sabía que el fan secreto, quien quiera que fuera, lo había empujado a esto. El Queso, el cuchillo, las palabras... todo era parte de un plan que no entendía.
Carlos CalzonQueso ya no era el mismo. El arquero rockero, el gigante de 1,95 metros con pies talla 50, se había convertido en un monstruo. El Queso Gruyère y el cuchillo maldito lo habían transformado en un depredador nocturno, un asesino serial que acechaba las calles de Buenos Aires cada dos noches. Sus guantes negros, el cuchillo gigantesco y el bloque de Queso eran su firma. Cada crimen seguía un ritual macabro: primero, sometía a sus víctimas al olor insoportable de sus pies; luego, las apuñalaba con precisión brutal; y finalmente, tiraba un Queso Gruyère sobre el cadáver, como una ofrenda retorcida. La ciudad, que alguna vez lo celebró, ahora temblaba bajo la sombra del “Asesino del Queso”.
Silvana, una abogada
penalista conocida por defender a narcos en Tribunales, fue la primera tras
Lady Valeria. Carlos la encontró en un bar de San Telmo, seduciéndola con su
carisma rockero. La llevó a un callejón, donde, tras un diálogo absurdo sobre Queso
y pies, le obligó a oler sus botas recién quitadas. Silvana, mareada por el
hedor, intentó correr, pero Carlos, con los guantes negros puestos, la
inmovilizó. El cuchillo cortó el aire tres veces, dejando heridas precisas en
el pecho y el abdomen. Mientras la vida se le escapaba, Carlos murmuró: “El Queso
te guía”. Tiró el Queso sobre su cuerpo, y dijo en voz alta “Queso”. Los
vecinos encontraron el cadáver al amanecer, y los posteos en X explotaron:
“¿Quién deja Queso en un asesinato?”
Julieta, una bailarina de tango que brillaba en las milongas de Palermo, fue la
siguiente. Carlos la vio en un show y la siguió hasta su departamento. La
sedujo con entradas VIP para un show de CyberRock, pero una vez dentro, el
ritual comenzó. La obligó a sentarse mientras él, descalzo, agitaba sus pies
frente a su rostro. “¿Te gusta el aroma del rock?”, preguntó, riendo como un
demente. Julieta, asfixiada por el olor, apenas pudo gritar antes de que el
cuchillo la atravesara: cinco puñaladas, cada una más salvaje. El Queso cayó
sobre su pecho, rodando hasta el suelo de parquet. “Queso” dijo Carlos y salió
tarareando “Jijiji” mientras el vecindario dormía.
Lorena, una psicóloga que atendía en un consultorio de Recoleta, fue un desafío. Carlos, fingiendo ser un paciente, pidió una sesión nocturna. Habló de sus pies, del Queso, del cuchillo, mientras Lorena tomaba notas, confundida. Cuando él se quitó las botas, el olor la hizo retroceder, pero era tarde. Carlos la ató a la silla, forzándola a inhalar el hedor mientras recitaba letras de Los Redondos. Luego, el cuchillo: siete cortes, metódicos, como si siguiera el ritmo de una batería. El Queso, esta vez, quedó perfectamente centrado sobre su regazo, como una obra de arte macabra. “Queso” dijo Carlos en voz alta, antes de dejar la escena del crimen.
Gladys trabajaba en las calles de Constitución. Carlos la abordó con una oferta de dinero, llevándola a un hotel abandonado. Allí, el ritual fue más cruel. La obligó a oler sus pies durante minutos, mientras él comía un pedazo de Gruyère frente a ella, riendo. “Esto es puro rock, Gladys”, dijo antes de apuñalarla cuatro veces en el estómago. El Queso, arrojado con desprecio, aterrizó sobre su rostro. Los guantes negros ocultaron cualquier huella, y Carlos dijo “Queso” y desapareció en la noche, dejando tras de sí un olor que los perros callejeros evitaron.
Roxana, una enfermera del Hospital Fernández, fue la última víctima de esta serie. Carlos la interceptó en un estacionamiento tras su turno de noche. La conversación giró en torno al Queso (“¿Te gusta el Queso? Es mi alma”), los pies (“Son mi batería, mi arma”) y el cuchillo (“Corta más que sueños”). Roxana, agotada, no sospechó hasta que Carlos la arrinconó contra una pared, forzándola a oler sus pies descalzos. El hedor la hizo desmayarse, y cuando despertó, el cuchillo ya estaba en su garganta. Seis puñaladas, rápidas y frías. El trozo de Gruyère, esta vez, rodó hasta un charco de sangre, tiñéndose de rojo. “Queso” en voz alta dijo Carlos, para luego desaparecer en la noche.
La ciudad estaba en pánico. Los titulares gritaban: “El Asesino del Queso ataca de nuevo”. Dos investigaciones paralelas buscaban al culpable, cada una con su propio enfoque.
El Teniente Columbo, un detective veterano con pinta de desaliñado y un olfato implacable, lideraba la investigación policial. Con su gabardina arrugada y un habano siempre apagado en la mano, Columbo se obsesionó con el caso. Los asesinatos tenían un patrón claro: mujeres jóvenes, apuñaladas, un Queso en cada escena. Pero lo que lo desconcertaba era el olor. En cada crimen, los forenses reportaban un hedor insoportable, como de pies apestosos, que no podían explicar.
—Señora, ¿una cosa más? —le decía Columbo a cada testigo, rascándose la cabeza—. Este olor... ¿no le recuerda a algo? ¿Un vestuario, tal vez? ¿Un arquero de fútbol, quizás?
Columbo visitó las escenas del crimen, siempre oliendo el aire, buscando pistas. En el caso de Julieta, encontró una huella parcial de un pie talla 50 en el polvo del suelo. En el de Lorena, un cabello largo y oscuro que no coincidía con la víctima. En X, leyó sobre Carlos CalzonQueso, el arquero de los Chicagos Albos famoso por sus pies olorosos. “Interesante”, murmuró, anotando su nombre. Pero sin pruebas concretas, no podía actuar.
Matías Nasolas, un periodista freelance con un blog en X y una obsesión por los crímenes bizarros, olía una historia que podía hacerlo famoso. Con su cámara colgada al cuello y un cuaderno lleno de teorías conspirativas, Matías conectó los asesinatos con el mundo del rock y el fútbol. Había visto a Carlos en un show de CyberRock, notando cómo los fans se alejaban de él por el olor de sus pies. Cuando leyó sobre el Gruyère en las escenas del crimen, algo hizo clic.
Matías comenzó a seguir a Carlos, infiltrándose en los entrenamientos de los Albos y los shows de CyberRock. Encontró un patrón: los asesinatos ocurrían noche por medio, siempre después de un show o un partido. En X, publicó una teoría: “¿Es el arquero rockero el Asesino del Queso? Sus pies son la clave”. Los comentarios estallaron, pero nadie lo tomaba en serio... todavía. Matías, sin embargo, descubrió algo inquietante: un usuario anónimo, “QuesoEterno69”, le enviaba mensajes privados con pistas crípticas, como “Buscá el cuchillo. Él corta el destino”. ¿Era el fan secreto que había enviado el Queso a Carlos?
Carlos CalzonQueso, ahora conocido en los titulares y los oscuros callejones de X como “El Quesón”, estaba al borde del colapso. La fiebre del Queso y el cuchillo lo consumía, y cada asesinato lo hundía más en un abismo del que no quería salir. Pero una noche, tras un show de CyberRock en un tugurio de La Boca, todo cambió. Mientras guardaba su batería, una figura menuda se acercó desde las sombras del backstage. Era una joven de unos 25 años, con cabello corto teñido de violeta, ojos brillantes y un tatuaje de un pie en el antebrazo. Se presentó como Valeria, homónima de la difunta Lady Valeria, y su voz temblaba de emoción.
—Soy yo, Carlos. Tu admiradora secreta. La que te envió el Queso y el cuchillo —dijo, acercándose con una sonrisa perturbadora—. Yo te convertí en El Quesón. ¿No es hermoso? Sos mi obra maestra.
Carlos, con los guantes negros puestos y el cuchillo escondido en su mochila, sintió un escalofrío. Valeria explicó, con un fervor casi religioso, que era una fetichista de los pies masculinos, obsesionada con los suyos desde que lo vio atajar un penal descalzo en un partido de los Chicagos Albos. Había investigado rituales oscuros en foros de X, encontrando un hechizo que, según ella, impregnó el Gruyère y el cuchillo con una energía maldita. “El Queso despierta tus deseos más oscuros, y el cuchillo los hace realidad”, dijo, tocándole el brazo. “Sos El Quesón, mi dios de los pies olorosos.”
El encuentro se trasladó a un motel barato en Barracas, un lugar donde las luces de neón parpadeaban y el olor a humedad competía con los pies de Carlos. Valeria, extasiada, pidió olerlos. Carlos, atrapado entre la locura del Queso y una extraña atracción por su admiradora, se quitó las botas. El hedor llenó la habitación, y Valeria, en un trance casi místico, acercó su rostro a los pies talla 50, inhalando profundamente mientras murmuraba: “Esto es el paraíso. El aroma del Quesón eterno.”
El momento fue extrañamente romántico, una danza macabra bajo la luz tenue. Valeria le habló de su sueño: que Carlos siguiera matando, dejando Quesos sobre cada víctima, convirtiéndose en una leyenda inmortal. Carlos, con el Queso en una mano y el cuchillo en la otra, sintió que, por primera vez, alguien lo entendía. La besó, y por un instante, el motel pareció un escenario de ópera trágica.
Pero el impulso asesino era más fuerte. Mientras Valeria, aún arrodillada ante sus pies, susurraba palabras de adoración, Carlos sacó el cuchillo. Los guantes negros brillaron bajo la luz. “Lo siento, Valeria. Sos parte de esto”, dijo, su voz quebrada. La apuñaló cinco veces, cada corte un eco del ritmo de batería que aún resonaba en su cabeza. La sangre salpicó el suelo, y Valeria, con una sonrisa en los labios, cayó sin un grito. Carlos, como siempre, tiró un Queso sobre su cuerpo, diciendo: “Queso”.
El Teniente Columbo estaba cerca. Había seguido las pistas: las huellas talla 50, el olor inconfundible, los trozos de Gruyère. En X, los posteos de Matías Nasolas habían encendido las sospechas, y Columbo, tras interrogar a los compañeros de CyberRock tenía un caso sólido. La noche del asesinato de Valeria, Columbo irrumpió en el motel con un equipo policial, su habano apagado colgando de la boca.
—Señora, ¿una cosa más? —dijo a la recepcionista del motel, rascándose la cabeza—. ¿Vio a un tipo alto, con botas grandes, oliendo a... bueno, a vestuario podrido?
Pero Carlos fue más rápido. Alertado por un mensaje anónimo en X (¿otro cómplice del fan secreto?), escapó por la ventana trasera y corrió hacia el Riachuelo. Allí, en un muelle olvidado, robó una lancha oxidada. Mientras el motor rugía y las sirenas de la policía resonaban a lo lejos, Carlos miró la ciudad y gritó al viento: “¡Soy El Quesón eterno! ¡Seguiré matando, seguiré dejando Quesos hasta la eternidad!” El cuchillo, en su mochila, pareció vibrar en aprobación.
Carlos desapareció en la noche, un fugitivo navegando hacia quién sabe dónde. Algunos dicen que huyó a Uruguay, otros a las selvas del Chaco, o quizás más lejos, a cualquier país de América Latina, Europa o Estados Unidos. Pero los asesinatos no pararon. Cada dos noches, en algún rincón del Cono Sur, aparecía un cuerpo con puñaladas y un Queso, el sello del Quesón. La leyenda crecía, alimentada por el periodista Matías Nasolas.
Matías, que había seguido el caso desde el principio, publicó una novela titulada El Quesón: La Balada de los Pies Olorosos, un éxito instantáneo que mezclaba hechos reales con exageraciones góticas. Luego vinieron los cómics, ilustrados con imágenes de un Carlos gigante, con pies monstruosos y un cuchillo brillando bajo la luna. Los fans en X devoraban cada capítulo, convirtiendo al Quesón en un ícono pop, mitad villano, mitad héroe trágico. Matías, ahora famoso, nunca reveló que recibía mensajes de “QuesoEterno69”, pistas que sugerían que Carlos seguía vivo, planeando su próximo golpe.
Columbo, frustrado pero obstinado, seguía buscando. “Ese CalzonQueso no puede esconderse para siempre”, murmuraba, encendiendo su habano por primera vez en años. Pero en el fondo, sabía que El Quesón ya no era solo un hombre: era un mito, un olor que impregnaba las pesadillas de Buenos Aires.
En algún lugar, en una lancha o en una cueva, Carlos CalzonQueso, El Quesón, corta un Queso Gruyère con su cuchillo maldito. Sus guantes negros están gastados, pero sus pies, más olorosos que nunca, siguen siendo su arma. Mientras come, planea su próximo asesinato, susurrando al viento: “El Queso me guía. Soy eterno.”
Y en las calles, los chicos cantan una canción nueva de CyberRock, una que nunca grabaron: “CalzonQueso, rey del olor, con su cuchillo y su Queso, trae el terror.”
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Le faltó sexo un quesón rockero debe tener sexo con sus víctimas. De lo contrario no es un quesón digno y no es tan rockero.
ResponderBorrarComo variante podría haber un bajista quesón, estrangulando con cuerdas de bajo.
Una quesona rockera no estaría mal