El Cuento de la Quesona Asesina del Bosque #QUESO
En
la bruma de la época medieval, donde los caballeros blandían espadas forjadas
por el destino, las princesas soñaban en torres encantadas, y dragones y magos
danzaban en los límites de lo real, las leyendas nacían como susurros que el
viento llevaba de aldea en aldea. Era un tiempo en que la realidad se fundía
con la ficción, tejiendo relatos que, con el paso de los siglos, se
convertirían en cuentos susurrados al calor de las hogueras. Uno de esos
relatos, oscuro y temido, hablaba de Carla, la Quesona Asesina, una figura que
acechaba en las sombras de un bosque maldito, dejando tras de sí un rastro de
sangre y Queso.
En
un reino olvidado por el tiempo, Agustín, un joven caballero de mirada confiada
y corazón intrépido, se preparaba para emprender un viaje comercial hacia un
país vecino. Montado en su corcel, con la armadura reluciente bajo el sol del
mediodía, atravesó los límites del reino y se adentró en tierras extranjeras.
Su destino lo llevaba directo a un bosque antiguo, un lugar donde los árboles
parecían susurrar secretos y la luz apenas lograba filtrarse entre las ramas
retorcidas.
En
el camino, un campesino de rostro curtido y ojos temerosos lo interceptó.
“Tenga cuidado al cruzar ese bosque, muchacho,” le advirtió, con la voz
temblorosa. “Ahí acecha Carla, la cruel, perversa y sanguinaria Quesona
Asesina. Dicen que ha matado a más de cien hombres, apuñalándolos sin piedad y
dejando un Queso sobre sus cuerpos como burla. Fue condenada al patíbulo, pero
escapó. Algunos la han visto en ese bosque… aunque nadie que la haya encontrado
ha vivido para contarlo.”
Agustín,
con una risa que resonó como un desafío al miedo, desestimó la advertencia. “¿Y
si no vivieron para contarlo, cómo sabe usted de ella, viejo?” El campesino,
mudo ante la lógica del caballero, bajó la mirada. “¡Ja, ja, ja! Puras leyendas
de aldeanos supersticiosos,” se burló Agustín. “No existe ninguna Quesona
Asesina, ni Carla, ni nada que pueda derrotar al gran Agustín.”
Sin
más, espoleó a su caballo y se internó en el bosque. El aire se volvió denso,
cargado de un silencio inquietante roto solo por el crujir de las hojas bajo
los cascos del corcel. Los árboles, altos y nudosos, parecían observarlo, sus
ramas como dedos esqueléticos que se alargaban hacia él. La luz del sol,
fragmentada por el dosel de hojas, creaba sombras danzantes que parecían
moverse con vida propia. Agustín, aunque confiado, no pudo evitar un leve
estremecimiento cuando un viento frío le rozó la nuca.
De
pronto, un sonido extraño rompió la quietud: un crujido, como si alguien o algo
acechara entre los árboles. Agustín detuvo su caballo y escudriñó la penumbra,
pero solo encontró el vacío. “Solo es el viento,” se dijo, aunque su mano se
posó instintivamente en la empuñadura de su espada. Continuó, pero el ruido se
intensificó, ahora acompañado por un leve susurro, como una risa distante que
helaba la sangre.
Entonces,
de entre las sombras emergió una figura. Era una mujer de una belleza gélida,
con cabello rubio que caía como un río de oro sobre su capa negra. Sus guantes
de cuero oscuro brillaban con un lustre siniestro, y en su mano derecha
sostenía una espada cuya hoja reflejaba la escasa luz como un espejo maldito.
Sus ojos, fríos como el hielo de un invierno eterno, se clavaron en Agustín.
“Agustín,”
dijo con una voz que cortaba el aire como un cuchillo. “No debiste haber venido
aquí.”
El
caballero sintió un nudo en el estómago. Las historias del campesino, que había
descartado como cuentos de viejas, cobraron vida en esa figura frente a él. Era
ella. Carla, la Quesona Asesina.
“¿Quién
eres?” balbuceó Agustín, luchando por mantener la compostura.
“Soy
Carla,” respondió ella, con una calma que ocultaba una tormenta. “Y soy la Quesona
Asesina.”
Antes
de que Agustín pudiera desenvainar su espada, Carla levantó la suya con una
precisión mortal. El caballero, paralizado por el terror, solo alcanzó a
suplicar: “No, por favor… no me hagas daño.”
Carla
soltó una risa cruel, un sonido que parecía surgir de las entrañas del bosque
mismo. “No hay escapatoria, Agustín. Tu sangre alimentará esta tierra, y el Queso
será tu epitafio.”
Con
una velocidad inhumana, Carla se abalanzó sobre él. Su espada atravesó el aire
y se hundió en la espalda de Agustín, perforando su armadura como si fuera
papel. El caballero cayó de su caballo, un grito ahogado en la garganta, y se
desplomó sobre la tierra húmeda, sin vida.
Carla
observó el cuerpo con una satisfacción fría. De detrás de un árbol, extrajo un
enorme Queso Gruyère, su superficie rugosa brillando bajo la luz tenue. Con un
gesto casi ceremonial, lo arrojó sobre el cadáver de Agustín. “Queso,” dijo,
con una voz vacía de emoción. “Agustín Quesoneado.”
El Queso
rodó, dejando un rastro de sangre y migajas, mientras Carla desaparecía en la
espesura, su risa resonando como un eco maldito.
La
noticia de la muerte de Agustín llegó al reino como un relámpago en una noche
sin luna. Los aldeanos encontraron su cuerpo en el bosque, con el Queso Gruyère
como un macabro sello de su destino. La escena era un cuadro de horror: la
armadura destrozada, la sangre empapando la tierra, y el Queso, intacto, como
si se burlara de la tragedia.
Gonzalo,
el mejor amigo de Agustín y compañero de innumerables aventuras, recibió la
noticia con el corazón destrozado. Él y Agustín, junto con Matías, el hermano
menor de Agustín, habían jurado protegerse mutuamente, un pacto sellado en su
juventud bajo los robles del castillo. La pérdida de Agustín no solo era un
golpe personal, sino una afrenta a ese juramento.
“No
puedo creer que esto sea cierto,” murmuró Gonzalo, apretando los puños hasta
que sus nudillos palidecieron. “Esa tal Carla… la encontraré, y pagará con su
vida.”
Gonzalo,
un hombre de carácter impulsivo pero leal, no esperó órdenes del rey ni
consejos de los ancianos. Armado con su espada y un escudo reforzado, se
adentró en el bosque al amanecer, cuando la niebla aún abrazaba los árboles. El
aire estaba cargado de un olor a musgo y podredumbre, y cada paso resonaba como
un desafío al silencio opresivo del lugar.
A
medida que avanzaba, las historias sobre la Quesona Asesina se arremolinaban en
su mente. ¿Era una mujer común, una hechicera, o algo más oscuro, un espíritu
vengativo del bosque? Gonzalo apretó su espada, decidido a no dejarse intimidar
por los rumores. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de ser observado,
como si los árboles mismos tuvieran ojos.
Un
crujido a su derecha lo hizo girar, espada en alto. Nada. Solo sombras y hojas
mecidas por el viento. “Muéstrate, cobarde,” gruñó, aunque su voz tembló
ligeramente. Entonces, un nuevo sonido: el roce de una capa contra la corteza,
seguido de una risa baja, femenina, que parecía venir de todas partes y de
ninguna.
De
entre la niebla emergió Carla, su figura como un espectro vestido de negro. Sus
ojos brillaban con una mezcla de diversión y desprecio. “Gonzalo,” dijo,
saboreando el nombre. “El amigo fiel, venido a vengar al caballero caído. Qué
predecible.”
Gonzalo
no respondió con palabras. Con un rugido, cargó contra ella, su espada trazando
un arco mortal. Carla, con una agilidad felina, esquivó el golpe y respondió
con un corte que rozó el escudo de Gonzalo, dejando una marca profunda. El
combate fue feroz, un torbellino de acero y furia. Gonzalo luchaba con el
corazón, pero Carla lo hacía con la precisión de un depredador.
“Eres
valiente,” dijo Carla, jadeando mientras bloqueaba un golpe. “Pero la valentía
no basta contra mí.”
Gonzalo,
cegado por la rabia, cometió un error fatal: bajó su guardia por un instante.
Carla aprovechó la oportunidad, deslizando su espada en un movimiento tan
rápido que Gonzalo apenas lo percibió. La hoja se hundió en su pecho,
atravesando su corazón. Con un gemido, Gonzalo cayó de rodillas, la vida
escapándose de sus ojos.
Carla,
impasible, extrajo otro Queso Gruyère de un escondite entre los árboles. Lo
arrojó sobre el cuerpo de Gonzalo, que se desplomó por completo. “Queso,” dijo,
con la misma frialdad que antes. “Gonzalo Quesoneado.”
Mientras
se alejaba, la niebla pareció envolverla, como si el bosque mismo la
protegiera. El cuerpo de Gonzalo quedó allí, un nuevo testimonio del terror que
Carla sembraba.
La
muerte de Gonzalo, apenas unos días después de la de Agustín, sumió al reino en
un pánico colectivo. Dos valientes, dos hombres fuertes, habían caído ante la Quesona
Asesina, y sus cuerpos, marcados por el Queso, eran un recordatorio de su
poder. Las aldeas cerraron sus puertas al anochecer, y los caminos hacia el
bosque quedaron desiertos.
Matías,
el hermano menor de Agustín, sintió que el mundo se derrumbaba bajo sus pies.
Primero su hermano, ahora su mejor amigo. La furia y el dolor lo consumían,
mezclándose en una tormenta que amenazaba con devorarlo. “Carla pagará,” juró,
su voz un gruñido cargado de odio. “No descansaré hasta que su sangre manche mi
espada.”
El
rey, desesperado por restaurar la paz, ordenó una cacería masiva. Los mejores
rastreadores y caballeros del reino peinaron el bosque, pero no encontraron
nada: ni huellas, ni rastros, ni testigos. Carla era un fantasma, una sombra
que se deslizaba entre los árboles sin dejar evidencia. El miedo se convirtió
en una plaga, y el nombre de la Quesona Asesina se pronunciaba solo en
susurros.
Matías,
incapaz de esperar más, decidió actuar solo. Reunió sus armas —dos katanas y un
cuchillo— y se adentró en el bosque al amanecer, cuando el cielo aún sangraba
en tonos rosados. El aire era húmedo, y el canto de los pájaros parecía un
lamento fúnebre. Cada paso que daba resonaba con su propósito: vengar a
Agustín, vengar a Gonzalo, acabar con Carla.
Llegó
a un claro donde la luz del sol lograba perforar el dosel de hojas, bañando el
suelo en un resplandor dorado. Allí, de pie como si lo hubiera estado
esperando, estaba Carla. Su katana brillaba en su mano, y su sonrisa era un
desafío silencioso.
“¡Carla!
¡Asesina de mi hermano y mi amigo!” rugió Matías, su voz resonando como un
trueno.
Carla
giró lentamente, su belleza rubia contrastando con la crueldad de sus ojos.
“¿Matías? Qué honor. Otro héroe dispuesto a morir.”
“¡Pagarás
por lo que les hiciste!” Matías desenvainó sus katanas, una en cada mano, y
blandió su cuchillo con furia.
Carla
rió, un sonido que helaba la sangre. “¿Pagar? Yo solo cumplo órdenes, pequeño.
Tu hermano, tu amigo… estaban en el lado equivocado. Y tú, Matías, seguirás su
camino. Asesinado. Quesoneado.”
“¡No
te atrevas a hablar de ellos, maldita!” Matías cargó, sus katanas cortando el
aire con precisión mortal.
El
claro se convirtió en un campo de batalla. Las hojas secas volaban con cada
choque de acero, y el sonido de las katanas resonaba como un canto fúnebre.
Matías luchaba con una furia alimentada por el dolor, mientras Carla respondía
con una elegancia letal, sus movimientos tan fluidos que parecían una danza.
“No
eres malo,” jadeó Carla, esquivando un golpe. “Pero no eres suficiente.”
Matías,
con un rugido, logró herirla en el brazo. La sangre brotó, pero Carla no mostró
dolor, solo una sonrisa más afilada. La lucha se intensificó, cada golpe más
desesperado, cada esquiva más precisa. En un momento de genialidad, Matías
desarmó a Carla, enviando su katana al suelo. Dejó caer su cuchillo y clavó una
de sus katanas en la tierra, lejos de su alcance, asegurándose de que la
batalla terminara en igualdad.
“Se
acabó,” dijo Matías, su katana en alto, listo para el golpe final.
Pero
entonces, algo lo detuvo. Frente a él, por un instante, vio una visión:
Agustín, ensangrentado, con el Queso sobre su pecho, y Gonzalo, con los ojos
vacíos, ambos mirándolo con tristeza. Matías vaciló, paralizado por el peso de
su pérdida.
Carla,
con una velocidad traicionera, aprovechó ese instante. Se agachó, recuperó su
katana y, antes de que Matías pudiera reaccionar, lanzó un ataque mortal. La
hoja atravesó su pecho con un sonido húmedo, y Matías dejó escapar un grito
ahogado: “¡Caaaaarrrlaaaaaaaa!”
“¿Por
qué…?” balbuceó, cayendo de rodillas, la vida escapándosele.
Carla
extrajo la katana con un movimiento limpio. “Quesoneado, como tu hermano, como
tu amigo,” dijo, con un desprecio que cortaba más que su arma.
De
entre las sombras, extrajo un gigantesco Queso Gruyère, como si el bosque mismo
se lo hubiera ofrecido. Con un gesto teatral, lo arrojó sobre Matías, que se
desplomó por completo. “Queso,” dijo. “Matías Quesoneado.”
El Queso
aterrizó con un golpe sordo, aplastando la tierra a su alrededor. Carla rió,
una risa que resonó como un eco maligno, y se desvaneció en la espesura,
dejando atrás un claro teñido de sangre y tragedia.
El
bosque volvió a su silencio, pero ahora cargado de un peso aún mayor. La
leyenda de Carla, la Quesona Asesina, se extendió como un incendio, alimentada
por las muertes de Agustín, Gonzalo y Matías. Su imagen —una mujer de negro,
con una katana en una mano y un Queso en la otra, su risa cortando la noche— se
convirtió en una pesadilla que perseguía a los hombres del reino.
El
bosque, antaño un lugar de paso, se transformó en un reino de terror. Los
viajeros evitaban sus senderos, y los pocos que se aventuraban a cruzarlo lo
hacían con el corazón en la garganta, temiendo escuchar el crujir de las hojas
o el eco de una risa cruel. Las historias de las víctimas de Carla, hombres
valientes reducidos a cuerpos ensangrentados y Quesoneados, se contaban en
susurros, como si pronunciar su nombre en voz alta pudiera invocarla.
Carla
se convirtió en algo más que una asesina: era un símbolo del miedo, una sombra
que acechaba en los márgenes de la realidad. Los hombres, al pensar en ella,
sentían su coraje desvanecerse, y el bosque, con su silencio opresivo, se
convirtió en su dominio.
¿Habría
nacido el hombre capaz de desafiar a la Quesona Asesina? Nadie lo sabía. El Queso,
mudo testigo de sus crímenes, guardaba el secreto, y el bosque, con su abrazo
eterno, esperaba en silencio la próxima víctima… o el héroe que rompiera la
maldición.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
este cuento es sublime, bien misterioso y con una quesona en su máximo esplendor, es mejor que la versión anterior, se agrega una tercera víctima, ese Gonzalo (¿referencia a Gonzalo Quesada?)
ResponderBorrar"quesona asesina del bosque" a "bosque" le sacas la "b" y que queda? queso
ResponderBorrarbrillante el relato y las imágenes, este cuento es realmente muy bueno, la quesona es una asesina de lujo, si sos hombre ya sabes, no pases por el bosque, la quesona, su espada y el queso te esperan
ResponderBorrarun gran cuento, ya lo conocíamos, pero esta versión mejorada y ampliada, muy bien, ahora bien, como vivía la quesona asesina del bosque? como conseguía su alimento?
ResponderBorrary estos chabones pensaban que le iban a ganar a esta Quesona asesina?
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