El Cuento Quesón del Cazador #QUESO
Carlos, era un joven, hijo,
nieto, biznieto y tataranieto de una familia de cazadores, que llevaba más de
un siglo persiguiendo ciervos y jabalíes en los bosques densos que rodeaban su mansión.
Los trofeos de caza que
adornaban las paredes de su cabaña —cornamentas, pieles, ojos vidriosos de
animales disecados— no le producían a Carlos la misma emoción que a sus
antepasados.
Para Carlos, la caza, era
una actividad muy monótona. Los ciervos, con sus movimientos predecibles, ya no
eran un desafío. Los jabalíes, con sus gruñidos y embestidas, no encendían su
sangre. Carlos, de familia de cazadores, estaba hambriento de algo más… algo
humano.
Todo comenzó con un regalo
extraño, un punto de inflexión en su vida. Un cuchillo de caza, con un mango
tallado en asta de ciervo, llegó a sus manos junto a gigantesco Queso Gruyère
de proporciones grotescas, un obsequio de un amigo excéntrico que conocía su
obsesión por los Quesos artesanales.
Carlos, apodado "el
Quesón" por su peculiar pasión por los Quesos de sabores intensos, pero
también por el fuerte olor que tenía en sus gigantescos pies talle 48, sintió
una conexión inmediata con el cuchillo. Era pesado, perfectamente equilibrado,
con una hoja que parecía susurrarle promesas oscuras.
El Queso, con sus agujeros
profundos y oscuros como pozos sin fondo, lo inquietaba, pero también lo
fascinaba. Era como si ambos objetos, el cuchillo y el Queso, hubieran
despertado algo primitivo en él, una voracidad crimianal que no podía explicar.
El aire en la cabaña de
Carlos era denso, impregnado de un aroma a madera húmeda, cuero curtido y el
penetrante olor del gigantesco Queso Gruyère que descansaba sobre la mesa de
roble, como un monolito lechoso lleno de agujeros que parecían ojos ciegos
observándolo todo.
Era una noche sin luna, y
la única luz provenía de un candelabro de hierro que proyectaba sombras
danzantes sobre las paredes, donde los trofeos de caza —cornamentas retorcidas,
pieles desolladas y ojos vidriosos de ciervos disecados— parecían juzgar cada
movimiento.
Carlos, con su rostro
anguloso iluminado por el parpadeo de las velas, se puso unos guantes negros de
cuero, ajustándolos con una lentitud ceremonial. Los guantes crujían
ligeramente, como si estuvieran vivos, adaptándose a sus manos como una segunda
piel.
Frente a él, sentada en una
silla de madera tallada, estaba Lucila, su novia, con los ojos abiertos de par
en par, mezcla de confusión y temor, atada con cuerdas que Carlos había anudado
con la precisión de un cazador experto.
Carlos sostenía el cuchillo
de caza en su mano derecha, el regalo de su amigo excéntrico. La hoja brillaba
con un fulgor casi sobrenatural, reflejando las llamas del candelabro, mientras
el mango de asta de ciervo parecía vibrar bajo su agarre, como si tuviera un
pulso propio. Giró el cuchillo lentamente, dejando que la luz jugara con el
filo, y comenzó a hablar, su voz grave, pausada, pero cargada de una intensidad
que hacía que el aire se sintiera más pesado.
"Lucila, mi querida
Lucila," comenzó, paseándose frente a ella con pasos lentos, como un
depredador rodeando a su presa. "La caza... ¿sabes? La caza me aburre. Los
ciervos, con sus saltos torpes, sus ojos vacíos... son demasiado fáciles. Los
jabalíes, con sus gruñidos y sus embestidas, no son más que bestias
predecibles. Mi familia lleva siglos persiguiendo sombras en el bosque,
colgando trofeos en estas paredes, pero yo... yo necesito más. Algo que
palpite, algo que sienta."
Hizo una pausa,
inclinándose hacia Lucila hasta que sus rostros estuvieron a centímetros. Ella
intentó hablar, pero un gemido ahogado salió de su garganta, silenciado por la
mordaza que Carlos le había puesto. Él sonrió, una sonrisa torcida que no
llegaba a sus ojos, y continuó.
"Y luego está mi
nombre. Carlos. ¿Sabías que significa 'hombre libre'? Libre para romper las
cadenas de la tradición, libre para buscar mi propio camino. Mis antepasados
cazaban por honor, por supervivencia. Yo cazo por arte. Y tú, Lucila, eres mi primera
obra maestra."
Dio un paso atrás,
levantando el cuchillo como si lo presentara a un público invisible. "Este
cuchillo... oh, este cuchillo es una extensión de mi alma. Mira su filo, tan
perfecto, tan puro. Podría cortar el viento si quisiera. Y el Queso..."
Giró la cabeza hacia el Gruyère, que seguía en la mesa, sus agujeros oscuros
como bocas abiertas en un grito silencioso. "El Queso es mi obsesión.
¿Sabías que el Gruyère lleva meses, años, madurando en cuevas oscuras? Como yo,
Lucila. He estado madurando, esperando este momento. El Queso y yo... somos
uno."
Lucila forcejeó contra las
cuerdas, sus ojos desorbitados, pero Carlos no pareció notarlo. Estaba perdido
en su monólogo, en la euforia de su propia voz. "El Queso tiene agujeros,
¿ves? Agujeros que esconden secretos, que susurran verdades. Como mi alma. Como
este cuchillo. Como tú, Lucila, llena de secretos que nunca me contaste."
De repente, su tono cambió.
La calma dio paso a una furia contenida, y sus ojos brillaron con una chispa de
locura. "Pero ya no importa. Esta noche, el cuchillo cantará. Esta noche,
el Queso será testigo."
Sin previo aviso, Carlos se
abalanzó sobre Lucila, el cuchillo descendiendo con un movimiento fluido, casi
poético. La primera puñalada fue precisa, un corte limpio en el pecho que hizo
que la sangre brotara como un manantial carmesí, salpicando los guantes negros
y el rostro de Carlos.
Él rió, una risa gutural,
mientras seguía apuñalando, una y otra vez, cada golpe acompañado de un sonido
húmedo y un grito ahogado de Lucila. La sangre salpicaba las paredes,
mezclándose con las sombras de los trofeos, como si los ciervos disecados estuvieran
bebiendo de la escena. El cuchillo parecía moverse por voluntad propia,
danzando en las manos de Carlos, cortando carne, tendones, sueños.
Cuando terminó, Lucila era
un lienzo roto, su cuerpo inmóvil, sus ojos abiertos en una expresión de horror
congelada. Carlos jadeaba, cubierto de sangre, el cuchillo goteando en su mano.
Pero no había terminado.
Con un gruñido, se acercó
al Queso Gruyère, lo levantó con ambas manos —era tan grande que apenas podía
abarcarlo— y lo arrojó con todas sus fuerzas sobre el cuerpo de Lucila.
El Queso aterrizó con un
golpe sordo, aplastando el torso de la joven, y rodó hasta detenerse contra la
pared, dejando un rastro de sangre y trozos de cera rota.
-
Queso – dijo Carlos.
Los agujeros del Gruyère
parecían más grandes ahora, como si se hubieran abierto para tragarse la
escena, como si el Queso mismo estuviera satisfecho.
Carlos retrocedió,
admirando su obra. La cabaña estaba en silencio, salvo por el crepitar de las
velas y el goteo de la sangre en el suelo. Se quitó los guantes lentamente,
dejando que cayeran al suelo como pétalos negros, y susurró para sí mismo:
"El primer trofeo humano. El primero de muchos, esto es solo el comienzo,
la cacería de mujeres recién empieza."
Carlos, el cazador, había
encontrado una nueva presa: mujeres. Eran más complejas que los ciervos, más
impredecibles que los jabalíes. Sus emociones, sus súplicas, sus intentos de
escapar alimentaban una parte de él que no sabía que existía. La cabaña, con
sus trofeos de caza, se convirtió en el escenario de su nueva obsesión. Cada
víctima era un ritual, y el Queso Gruyère, siempre presente, era el testigo
mudo de sus crímenes.
Con cada asesinato, Carlos
perfeccionó su ritual. Las mujeres, siempre jóvenes, atractivas y de mirada
vulnerable, eran atraídas a la cabaña bajo pretextos diversos: turistas
perdidas, interés por la caza, un refugio en una tormenta, una avería en el
coche, una invitación a compartir una cena rústica, o lo que fuese, pero
siempre llegaban, y cada una recibía su Queso.
La cabaña, con su fachada
acogedora, era una trampa perfecta. Una vez dentro, no había escapatoria. El
cuchillo, siempre afilado, era su herramienta de cacería, y el Queso Gruyère,
cada vez más grande en su imaginación, era el sello de su obra. Lo colocaba
sobre los cuerpos como un trofeo, un símbolo de su poder y de su cacería, la
cacería no de un cazador cualquiera, sino de un cazador Quesón.
muy buenas estas historias, lo unico que un cazador quesonearía con escopeta mas que con cuchillo, pero bueno, es una observación
ResponderBorrarel Cazador Quesón, bella historia de terror
ResponderBorrary si pone como trofeos las cabezas de las quesoneadas?
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