El Cuento Quesón de la Playa #QUESO
El último día del verano
ardía en la costa. Jennifer, Jessica y Jacqueline, amigas inseparables, se
instalaron en la playa con una lona, un termo de mate y un parlante que vibraba
con reggaetón, cumbia y cuarteto.
Reían, se sacaban selfies y
planeaban la noche en algún boliche, pero la calma se quebró cuando tres
muchachos, más bien boludazos, con camisetas de fútbol y cadenas doradas, se
plantaron frente a ellas, tapando el sol.
—Che, reinas, ¿qué hacen
solitas? —dijo el primero, con una sonrisa grasosa—. Soy Marcelo, como Marcelo
Gallardo, el mejor técnico de la historia de River. ¿Quieren un campeón como
yo?
—Matías, a su servicio —se
pavoneó el segundo, ajustándose el gorro torcido—. Matías, como Matías Almeyda,
crack total, el que puso la cara cuando todos se borraban, hoy injustamente
olvidado. Vengan, que les mostramos cómo se pasa bien.
El tercero guiñó un ojo.
—Martín, como Martín Palermo,
goleador eterno, campeón de América e Intercontinental, goleador de clásicos.
No se hagan las difíciles, nenas, que con nosotros la rompen.
Jacqueline suspiró, harta.
—No nos interesan. Váyanse,
por favor.
Marcelo pisó la lona,
riendo.
—¿Qué, son frígidas? Mirá,
rubia, con un Gallardo como yo no te aburrís.
—Dale, un besito y nos
vamos —insistió Matías, acercándose a Jessica—. No sean amargas, ¿o quieren que
las jodamos todo el día? Después vamos a un boliche si quieren, pibas.
Jennifer se paró, furiosa.
—¡Flacos, váyanse al
carajo! No queremos nada con ustedes.
Martín soltó una carcajada.
—Uy, la fina. ¿Qué, un
Martín como Martín Palermo no te va? Vení, te hago un gol.
El aire se puso denso. Las
chicas estaban por gritar cuando una sombra imponente cubrió la arena. Era un
hombre altísimo (1,92), cabellos largos y rubios, con pies enormes (talle 49) y
una tabla de surf bajo el brazo, de joven y ganador aspecto. Se presentó como
campeón local, aunque nadie lo conocía.
—¿Problemas, chicas? —dijo,
con voz afilada. Miró a los muchachos—. Lárguense. Ahora.
Las chicas, curiosas,
intervinieron. —¿Cómo te llamás? —preguntó Jennifer.
—Carlos —respondió, con una
sonrisa que ocultaba algo.
—Gracias, Charlie, estos
tipos nos están molestando —dijo Jessica, aliviada.
Él la corrigió, con un
brillo extraño en los ojos. —Me llamo Carlos, Carlos. Como Carlos Bossio o
Carlos Delfino, ¿saben? Soy Quesón como ellos, je. —Soltó una risa inquietante,
aludiendo a dos figuras míticas: un arquero y un basquetbolista, supuestos asesinos
seriales de mujeres, tiraQuesos, con pies gigantes y leyendas oscuras. Las
chicas, ignorantes de esos rumores, sonrieron, pensando que bromeaba.
Marcelo se burló.
—¿Y vos quién sos, surfer
pelotudo? ¿Charlie, te dijeron Charlie? ¡Ja, ja! ¡Qué risa! ¿Carlitos,
Carlitos? ¿Qué, te creés héroe? Carlitos Tevez no sos, demasiado alto y rubio
para ser d Fuerte Apache.
Matías se sumó, riendo.
—¡Carlos, Carlos, Carlitos,
el rey de la tabla! Andá a jugar, nene. ¿Quién sos boludo, de los Beach Boys
argentinos?
Martín lo remató.
—Carlos, el de los huevos
largos, Carlitos, Carlitos, mirá qué galán. ¿Qué vas a hacer, darnos un pisotón
con esas patas gigantes que tenes?
Carlos dio un paso, y un
hedor rancio, como de Queso intenso y apestoso, brotó de sus gigantescos pies
descalzos.
Matías arrugó la nariz.
—¿Qué mierda es ese olor, loco?
—Última advertencia —dijo
Carlos, glacial.
Martín lo empujó. Error
fatal. Carlos giró, barriendo las piernas de Martín con un pie gigantesco. Cayó
de cara en la arena. Marcelo intentó golpearlo, pero Carlos le dio un pisotón
en el muslo, haciéndolo aullar. Matías, mareado por el olor, cayó con un
empujón.
-
¡Nos vamos, pero ya van a ver, ya van a ver!
– dijo Matías, lanzando una amenaza pero que sonaba más bien a risa.
Los tres, humillados,
huyeron, gritando insultos mientras la playa los miraba.
—¡Sos un genio, Carlos!
—dijo Jacqueline. Él sonrió, modesto.
—No es nada. Si necesitan
algo, estaré por ahí, arreglando mañana, cerramos la temporada mañana con un
campeonato de surf —Señaló su tabla y se alejó tarareando la melodía “Wipe
Out”, clásico de la música surf.
El sol se hundía en el
horizonte, tiñendo el cielo de un rojo viscoso, como si la playa sangrara.
Jennifer, con el cabello aún húmedo por el último chapuzón, decidió ir por un
helado al puesto al final del malecón. La playa, que hace apenas una hora bullía
de risas y niños corriendo, ahora estaba inquietantemente desierta, como si
todos hubieran sido tragados por el silencio. Solo el rumor de las olas y el
crujido de la arena bajo sus ojotas rompían la quietud.
De pronto, un olor
nauseabundo, de un Queso apestoso, la envolvió. Su estómago se revolvió. Antes
de que pudiera girar, una sombra alta se alzó tras ella, proyectada contra la
arena como un espectro. Era Carlos, pero la calidez de su sonrisa de antes
había mutado en una mueca criminal y un gesto propio de un asesino serial. Sus
ojos brillaban con una intensidad que helaba la sangre.
—¿A dónde vas, Jennifer?
—dijo, con una voz baja, casi un susurro, que parecía enroscarse en el aire—.
La playa es peligrosa de noche, ¿no sabías?
Jennifer retrocedió, su
corazón golpeándole el pecho.
—Carlos, ¿qué hacés? Me
estás asustando.
Él no respondió. En un
movimiento rápido, levantó uno de sus pies gigantescos, talle 49, y le dio un
pisotón en el pecho que la hizo caer de espaldas contra la arena. El impacto le
robó el aire, y el olor, ese hedor insoportable que emanaba de su pie descalzo,
la mareó hasta nublarle la vista. Intentó arrastrarse, pero Carlos apoyó el pie
sobre su estómago, inmovilizándola. La presión era brutal, como si un yunque la
aplastara.
—¡Por favor, Carlos, pará!
—jadeó Jennifer, arañando la arena—. ¿Qué te pasa?
Él se inclinó, su rostro a
centímetros del de ella. —Shhh, no grites. Esto es un ritual.
Con los pies gigantescos y
olorosos sobre su rostro, Jennifer sintió cierto asco al principio, pero
después la sensación muto a placer al oler, lamer, besar y chupar los pies de
Carlos.
Mientras estaba haciendo
esto, los guantes negros de Carlos crujieron al sacar un cuchillo enorme, cuya
hoja reflejó el rojo moribundo del cielo. Jennifer abrió la boca para gritar,
pero el pie de Carlos se deslizó hasta su garganta, ahogando el sonido. El olor
la envolvió como una nube tóxica, y su visión se llenó de puntos negros.
Con un movimiento preciso,
Carlos hundió el cuchillo en su pecho. La sangre brotó, oscura contra la arena.
Jennifer se estremeció una última vez y quedó inmóvil, con los ojos abiertos al
cielo. Le dio cinco o seis puñaladas bien profundas, mientras la sangre se
mezclaba con la arena y las rocas. Carlos se enderezó, contemplando su obra.
Sacó un Queso Gruyere de su bolso y lo tiró junto al cuerpo, como un trofeo
macabro.
—QUESO —dijo, en un tono
casi reverente, como si pronunciara una oración.
Mientras tanto, Jessica con
su cámara colgada al cuello, se había alejado hacia el otro contrario de donde
había ido Jenniffer, desconociendo y sin sospechar siquiera la suerte de su
amiga. Quería capturar el atardecer entre las formaciones de piedra, buscando
el ángulo perfecto para una foto que, según ella, “iba a romper Instagram”. El
viento salado le revolvía el cabello, y el murmullo de las olas chocando contra
las rocas llenaba el aire. Estaba sola, o eso creía.
El crepúsculo bañaba la
playa en tonos púrpura y naranja, y las rocas al borde del acantilado se
alzaban como centinelas oscuros contra el cielo agonizante.
De repente, un hedor
repentino, espeso y repulsivo, un apestoso olor a Queso, irrumpió en la brisa.
Jessica frunció el ceño, bajando la cámara. El olor era tan intenso que le
picaron los ojos.
Giró, inquieta,
escudriñando las sombras entre las rocas. Entonces lo vio: Carlos, emergiendo
de la penumbra como un espectro. Su silueta imponente (1,92) recortada contra
el cielo, sus pies descalzos dejando huellas profundas en la arena húmeda. Su
sonrisa, antes encantadora, ahora era una mueca torcida, con un brillo
hambriento en los ojos.
—¿Qué hacés tan sola,
Jessica? —dijo, su voz suave pero cargada de algo siniestro, como el zumbido de
un cable eléctrico roto—. Las rocas son traicioneras, podrías resbalar.
Jessica dio un paso atrás,
su cámara golpeándole el pecho. —Carlos, ¿sos vos? Me asustaste. ¿Qué hacés
acá?
Él no respondió. Avanzó con
una rapidez sobrenatural, y antes de que Jessica pudiera reaccionar, levantó
uno de sus pies gigantescos, talle 49, y la golpeó con un pisotón en el
abdomen. El impacto la lanzó contra una roca, arrancándole un gemido de dolor.
El olor nauseabundo que
emanaba de su pie, como un miasma vivo, le nubló los sentidos, haciéndola toser
y jadear. Intentó levantarse, pero Carlos apoyó el pie sobre su pecho,
clavándola contra la piedra fría. La presión era insoportable, como si un bloque
de cemento la aplastara.
—¡Carlos, por favor!
—suplicó Jessica, arañando la roca con las uñas—. ¿Qué te pasa? ¡Soltame!
Él se agachó, su rostro a
centímetros del de ella, el hedor de su pie envolviéndola como una niebla
venenosa.
—No te resistas, es parte
del ritual —susurró, casi con ternura. A pesar de la tortura a que estaba
siendo sometida, Jessica vivió eso con cierto placer: olor los pies de Carlos
era algo excitante, tanto que le permitió el inminente peligro que la acechaba.
Sus guantes negros
crujieron al extraer un cuchillo enorme, cuya hoja capturó un destello del sol
moribundo. Jessica intentó gritar, pero Carlos deslizó su pie hasta su
garganta, sofocando el sonido. El olor la mareó, y su visión se llenó de
manchas oscuras.
Con un movimiento rápido y
preciso, hundió el cuchillo en su corazón. La sangre salpicó la roca,
mezclándose con la espuma del mar. Jessica se convulsionó brevemente antes de
quedar inmóvil, sus ojos abiertos, reflejando el cielo púrpura.
Una segunda herida, sirvió
para cortarle la garganta, y hacerle un profundo tajo, de izquierda a derecha.
Le asesto una tercera herida, innecesaria, pero lo hizo con la única intención
de dejarle clavado el cuchillo en el corazón.
Carlos se incorporó,
contemplando su obra con una calma perturbadora. Sacó un Queso Gruyere, de gran
tamaño, y lo tiró sobre el cuerpo, como una ofrenda macabra.
—QUESO —pronunció, en un
tono grave y ceremonial, como si invocara algo antiguo. Luego, con la agilidad
de una sombra, se desvaneció entre las rocas, dejando tras de sí solo el eco de
las olas y el hedor persistente de su crimen.
La noche se cernía sobre la
playa, y un viento helado barría la arena, ululando entre las dunas como un
lamento. Jacqueline, con el corazón apretado por la preocupación, buscaba a
Jennifer y Jessica, que llevaban más de media hora desaparecidas. Sus ojotas se
hundían en la arena fría, y el silencio de la playa, roto solo por el rugido
lejano de las olas, le erizaba la piel. Había intentado llamarlas, pero sus
teléfonos no respondían. Algo estaba mal, muy mal.
Un escalofrío le recorrió
la espalda al sentir un olor intenso y apestoso, un olor a Queso con un sudor
rancio y penetrante. Giró, buscando la fuente, y entonces lo vio: Carlos, de
pie en la cima de una duna, su silueta imponente (1,92) recortada contra el
cielo estrellado. Sus ojos brillaban como los de un lobo acechando, y su
sonrisa, antes amigable, ahora era una mueca cruel que congelaba la sangre.
Jacqueline dio un paso atrás, su respiración acelerándose.
—¿Carlos? —dijo, con voz
temblorosa—. ¿Viste a mis amigas? No las encuentro.
Él bajó lentamente la duna,
sus pies gigantescos (talle 49) dejando huellas profundas.
—Oh, Jacqueline, las
encontré, sí —dijo, su voz baja y cargada de una calma aterradora—. Pero no te
van a responder. Están… ocupadas. Asesinadas y Quesoneadas.
Jacqueline sintió que el
suelo se desmoronaba bajo sus pies. —- ¿Qué? ¡No, estás mintiendo! —gritó,
retrocediendo. Su mente se llenó de imágenes horribles, pero no podía
procesarlo. Quiso correr, pero sus piernas temblaban.
Carlos avanzó, implacable.
—Jennifer fue la primera. Luego Jessica. Y vos… vos sos la tercera. La trilogía
perfecta. —Soltó una risa suave, casi melódica, que contrastaba con la locura
en sus ojos—. El ritual necesita tres, siempre tres.
—¡Estás loco! —chilló
Jacqueline, girando para huir. Corrió hacia la playa, la arena frenando sus
pasos, el viento helado cortándole la cara. Pero Carlos era rápido, demasiado
rápido. Sus pies enormes apenas hacían ruido, y en segundos la alcanzó. Con un
movimiento brutal, levantó uno de sus pies y le dio un pisotón en la espalda
que la lanzó de bruces contra la arena. El impacto le robó el aire, y el hedor
nauseabundo de su pie descalzo, como una nube tóxica, la envolvió, mareándola.
Jacqueline jadeó, arañando
la arena. —¡Por favor, Carlos, no! ¡Dejame ir! —suplicó, con lágrimas rodando
por sus mejillas.
Él se agachó, apoyando el
pie en su pecho, inmovilizándola. La presión era insoportable, como si una losa
de piedra la aplastara. El olor era tan intenso que le quemaba la garganta.
—No llores, Jacqueline
—susurró, casi con ternura—. Esto es arte. Vos completás mi obra. —Sus guantes
negros crujieron al sacar un cuchillo enorme, cuya hoja reflejó la luz de la
luna como un espejo maldito.
—¡No, por favor! —gritó
ella, pero Carlos deslizó su pie hasta su garganta, sofocando el sonido.
El hedor la paralizó, y su
visión se llenó de sombras. Con un movimiento preciso, hundió el cuchillo en su
corazón. Le dio tres puñaladas más en el pecho y un corte en el cuello, para
darle un toque más artístico desde su visión criminal. La sangre empapó la
arena, oscura bajo la luz plateada. Jacqueline se estremeció una última vez y
quedó inmóvil, sus ojos abiertos al cielo estrellado.
Carlos se incorporó,
contemplando su creación con una satisfacción gélida. Sacó un Queso Gruyere, de
gran tamaño, y lo tiró sobre el cuerpo de su tercera víctima, la tercera de
aquel crespusculo.
—QUESO —dijo, en un tono
grave y reverente, como si sellara un pacto antiguo. Luego, con la agilidad de
un depredador, se desvaneció entre las dunas, dejando tras de sí solo el viento
helado, el eco de las olas y el hedor persistente de su crimen.
Poco rato después, un
vendedor de panchos que regresaba a su casa halló los cuerpos. La policía
acordonó todo, pero solo había Quesos, sin pistas. Los medios estallaron: “El
Quesón de la Playa suma tres víctimas. ¡Ya son doce!”.
Recordaron episodios
similares en cada mes del verano, el primero en diciembre, el segundo en enero,
el tercero en febrero, y ahora el último, en marzo, con el fin del verano y de
la temporada, siempre tres chicas, triple A (Ariela, Ariadna y Aldana) en diciembre,
triple M (Martina, Micaela y Melisa) en enero, triple K en febrero (Karen,
Karina y Keyla) y ahora la triple J (Jessica, Jennifer y Jacqueline).
La Inspectora Organa, próxima
a la jubilación, una mujer de sesenta años con un extraordinario parecido a
Leia de Star Wars —trenzas plateadas, mirada firme, pero con un vaso de whisky
siempre cerca—, dio una conferencia caótica. Famosa por su adicción al tarot,
la astrología y el alcohol, sostenía un mazo de cartas mientras hablaba, con
voz temblorosa.
—Eeeh, calma, gente, lo
tenemos bajo control —balbuceó, oliendo a merlot—. El Quesón es pisciano,
segurísimo. Lo vi en mi tirada: la Luna en reversa, ¡zas! Un loco que mata por Queso.
Con Mercurio retrógrado lo atrapamos… o no, qué sé yo. Sobre la similitud de
las letras debe ser admirador de José Lopez Rega, gran maestro de la esotérico
y creador de la Triple A, je, je.
Un periodista la
interrumpió. —¿Pistas concretas, Inspectora?
Organa dejó caer una carta,
tambaleándose.
—¡El Queso, boludo! Es un
mensaje cósmico. Y el olor a patas, ¿eh? Vamos a poner perros… o un vidente.
Déjenme chequear mi horóscopo.
La prensa murmuró,
incrédula.
En un bar cercano, un hombre alto y rubio pidió una cerveza. Sus guantes negros estaban guardados, y sus pies, aún hediondos, descansaban bajo la mesa. Sonrió al ver a Organa en la tele, divagando. El verano acabó, la temporada llegaba a su final, pero el Quesón sabía que siempre habría otra playa, otra víctima, otro Queso, quizás en otro hemisferio tres meses despues, o en este mismo, unos nueve meses después.
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un slasher de los 80, el personaje del asesino es más siniestro que cualquiera de los Carlos que ya conocemos y disfrutamos de los relatos
ResponderBorrarel cuento esta muy bueno (como todos estos) pero los tres boludos del principio, cómplices del asesino?
ResponderBorrareste asesino rubio es el mismo de la prehistoria y de Roma? cuento de terror de lujo
ResponderBorraruna playa con sangre, arena y queso
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