El Cuento Quesón de la Antigua Grecia #QUESO
En la Antigua Grecia, bajo
la mirada omnisciente de los dioses del Olimpo, la sagrada ciudad de Delfos,
oráculo de Apolo y ombligo del mundo, era un crisol de poder, intriga y
crueldad.
Allí, cinco mujeres de
influencia dominaban con mano de hierro la vida de un esclavo extranjero
llamado Carlos, un hombre de piel curtida por soles lejanos, cabello revuelto
como las crines de Pegaso, y unos pies descomunales —calzaba un imposible talla
cincuenta— cuyo olor podía ahuyentar a las Ninfas del Helicón o despertar la
ira de Gea.
Proveniente de una tierra
matriarcal más allá del Ponto Euxino, donde las mujeres eran veneradas como
encarnaciones de Rea, su devoción a ellas era tan profunda como las raíces de
los robles de Dodona. Pero en Delfos, esa lealtad se convirtió en su grillete,
una cadena forjada en humillación y sumisión.
Sus amas eran un panteón de
crueldad:
Eurímaca, sacerdotisa de Apolo, con ojos
fríos como el mármol de las Cariátides y una lengua afilada como la espada de
Ares, que profetizaba con la misma facilidad con la que condenaba.
Clitemnestra, princesa de Argos, cuya
belleza eclipsaba a la de Helena de Troya, pero cuyo corazón era tan venenoso
como las serpientes de la cabeza de Medusa.
Lais, hetaira de Corinto, con una risa
seductora que rivalizaba con las sirenas del cabo Sounion y una malicia digna
de la diosa Eris.
Antíope, amazona renegada, con músculos
esculpidos como los de Teseo y una furia que igualaba la de Artemisa
persiguiendo al jabalí de Calidón.
Medea de Tebas, una hechicera exiliada,
discípula de Hécate, con manos manchadas por pociones y un alma tan oscura como
el Tártaro, que manipulaba a mortales y dioses por igual con sus conjuros.
Cada una explotaba a Carlos
no solo como esclavo, sino como un trofeo exótico. En la intimidad de sus
cámaras, lo humillaban por sus pies colosales, obligándolo a complacerlas
mientras se mofaban de su olor, comparándolo con el aliento del Can Cerbero.
En público, las burlas eran
un espectáculo cruel. Eurímaca lo forzaba a fregar los suelos del templo de
Apolo descalzo, proclamando: “¡Tus pies apestan tanto que Apolo podría huir al
Hiperbóreo!”
Clitemnestra lo hacía
cargar sus joyas por los jardines de Delfos, arrojándole higos podridos
mientras gritaba: “¡Ni el talón de Aquiles olería tan mal como tú!”
Lais, en sus banquetes en
las laderas del Parnaso, lo obligaba a servir vino con los tobillos
encadenados, riendo: “¡Ulises engañó a Polifemo, pero tu hedor engañaría al
mismísimo Cronos!”
Antíope, en los campos de
entrenamiento, lo golpeaba con su lanza, gruñendo: “¡Hércules domó a la hidra
de Lerna, pero tus pies domarían al Caos primigenio!”
Medea, en su antro bajo el
templo, lo forzaba a inhalar vapores alucinógenos mientras se burlaba: “¡Ni las
Moiras podrían tejer un destino tan pestilente como el tuyo!”
Carlos, fiel a las
enseñanzas de su tierra, soportaba todo con la cabeza gacha, pero en sus ojos,
oscuros como las aguas del Lete, crecía una furia que ni el tridente de
Poseidón podría apaciguar.
Su alma, forjada en una
cultura que veneraba a las mujeres como diosas, comenzaba a resonar con los
ecos de Prometeo, quien desafió a Zeus por la humanidad.
El punto de inflexión llegó
cuando las cinco amas, en un acto de crueldad disfrazado de desafío, decidieron
enviar a Carlos a los Juegos Olímpicos de Olimpia, no como un honor, sino como
una farsa.
“¡Que el esclavo de los
pies pestilentes corra por la Helade!” exclamó Eurímaca, agitando su cetro de
laurel.
“¡Su hedor será la comedia
de Olimpia!” añadió Clitemnestra, ajustándose su diadema de oro. Lais, con una
sonrisa viperina, rio: “¡Que pierda y sea el hazmerreír de Hellas!”
Antíope, blandiendo su
espada, gruñó: “¡Si sobrevive, lo destrozaré en el gimnasio!”
Medea, con una risa que
helaba la sangre, susurró: “¡Que su derrota sea un sacrificio a Hécate!”
Vestido con una túnica
raída, Carlos fue enviado a Olimpia, donde sus amas esperaban verlo humillado
ante los ojos de Zeus.
En Olimpia, bajo un sol
abrasador como la fragua de Hefesto, el estadio vibraba con el clamor de la
multitud: hoplitas con yelmos de bronce, poetas recitando versos en honor a
Píndaro, y campesinos con túnicas polvorientas.
Carlos, inscrito en la
carrera del estadio, soportó las risas al quitarse las sandalias, revelando sus
pies gigantescos, cuyo olor hizo retroceder a los espectadores más cercanos.
Los heraldos, con trompetas
que evocaban el cuerno de Tritón, anunciaron el inicio. Cuando sonó la señal,
Carlos corrió con una velocidad que parecía un don de Hermes, sus pies, aunque
apestosos, golpeando la tierra con la fuerza de los cascos de los caballos de
Diomedes.
Para asombro de todos,
cruzó la meta primero, ganando una corona de olivo bendecida por los sacerdotes
de Zeus. La multitud, inicialmente burlona, comenzó a vitorearlo, viéndolo como
un héroe improbable, un eco de las hazañas de Hércules limpiando los establos
de Augías o de Jasón conquistando el Vellocino de Oro.
Los poetas compararon su
carrera con la huida de Atalanta, y los filósofos de la Stoa, presentes en las
gradas, murmuraron que su victoria era una prueba de la virtud sobre la
adversidad.
Sin embargo, las amas,
furiosas por su triunfo, lo esperaban en Delfos con nuevas torturas planeadas.
Encerrado en una celda bajo el templo de Apolo, Carlos encontró un tesoro
grotesco: cinco Quesos gigantescos más grandes que las rocas del Monte Olimpo y
con un olor que podía rivalizar con el aliento de la Quimera. Los guardó, junto
con un plan tan audaz como el de Dédalo construyendo el Laberinto de Creta.
La noche siguiente, durante
un banquete en el anfiteatro de Delfos en honor a Dioniso, el aire estaba
cargado de incienso y risas. La multitud, reunida bajo antorchas que titilaban
como las estrellas de Orión, observaba a las cinco amas presidiendo desde un
estrado: Eurímaca con su peplo bordado con hilos de oro, Clitemnestra con una
diadema que brillaba como el escudo de Atenea, Lais con velos translúcidos que
evocaban a Calipso, Antíope con una armadura de cuero tachonada, y Medea con un
manto negro que parecía tejido por las Parcas.
Carlos, traído encadenado
como un trofeo, fue presentado como “el esclavo que osó ganar en Olimpia”. Pero
antes de que pudieran humillarlo más, Carlos actuó.
Con una fuerza que parecía
un regalo de Hefesto, rompió sus cadenas, el metal crujiendo como las puertas
del Hades. Gritó: “¡He corrido con Hermes en Olimpia! ¡He luchado con Teseo en
Creta! ¡He navegado con Jasón por el Bósforo! ¡Y no temeré a unas harpías como
vosotras!” La multitud contuvo el aliento mientras Carlos, con una agilidad
digna de un argonauta, tomó una espada corta de un guardia y corrió al estrado.
Carlos se acercó a la
sacerdotisa Eurímaca, cuyos ojos fríos se abrieron en pánico. “¡Arrodíllate
ante mis pies, profetisa!” rugió, levantando un pie talla cincuenta y
obligándola a inhalar su olor. Eurímaca, mareada por el hedor, cayó de
rodillas, su cetro resbalando.
Carlos blandió la espada y
la atravesó en el pecho, la sangre manchando su peplo sagrado.
“¡Queso!” exclamó,
arrojando un Queso rancio que se estampó en su rostro, goteando como una
ofrenda grotesca a Apolo. La multitud jadeó, algunos recordando la furia de
Orestes contra su madre.
Clitemnestra, La princesa
de Argos intentó huir, su diadema tambaleándose. “¡Huele el destino, reina!”
gritó Carlos, bloqueándola y forzándola a oler sus pies. Clitemnestra,
asfixiada, tropezó en su túnica.
Carlos, tomando una espada
larga de un hoplita, la apuñaló en el abdomen, la sangre salpicando como el
sacrificio de Ifigenia.
“¡Queso!” rugió, lanzando
otro Queso que se pegó a su diadema, un insulto a su vanidad. Los espectadores,
recordando las tragedias de Esquilo, murmuraron sobre la justicia poética.
Lais, la hetaira,
chillando, intentó seducirlo con su risa, pero Carlos la acorraló. “¡Siente el
aroma de mi venganza!” exclamó, obligándola a inhalar el olor de sus pies.
Lais, desmayándose, cayó al
suelo. Con una espada de doble filo robada de un guardia, Carlos la atravesó,
su sangre tiñendo los velos como el vino de Lesbos.
“¡Queso!” gritó, arrojando
un tercer Queso que aterrizó en su pecho, un eco de las ofrendas a Afrodita
profanadas. La multitud evocó a Safo, cuya poesía nunca cantaría tal horror.
Antíope, La amazona,
alzando su escudo, rugió un desafío, pero Carlos la enfrentó. “¡Respira mi
fuerza, guerrera!” gruñó, forzándola a oler sus pies. Antíope, debilitada, bajó
la guardia.
Carlos, con una espada de
bronce tomada de un pedestal, la desarmó y la apuñaló en el corazón, su
armadura crujiendo como las puertas de Troya.
“¡Queso!” bramó, estampando
un cuarto Queso en su rostro, un trofeo grotesco. Los presentes recordaron las
hazañas de Aquiles, pero aquí el héroe era un esclavo.
Medea, la hechicera,
invocando a Hécate, lanzó un conjuro, pero Carlos, inmune a su magia, la
acorraló. “¡Olfatea el fin, bruja!” exclamó, obligándola a inhalar el olor de
sus pies.
Medea, tosiendo, perdió su
concentración. Carlos, tomando una daga ceremonial del estrado, la apuñaló en
el cuello, su sangre negra como la pez del Erebo.
“¡Queso!” rugió, arrojando
el último Queso que se pegó a su manto, un desafío a las Moiras. La multitud,
recordando las tragedias de Eurípides, vio en Carlos un eco de Jasón desafiando
a los dioses.
Con la sangre de sus
crímenes aún fresca en su espalda, Carlos huyó de Delfos bajo la cobertura de
la noche, sus pies talla cincuenta dejando huellas profundas en el polvo, como
las marcas de los titanes en la tierra.
Cruzó el istmo de Corinto,
evadió a los bandidos en los bosques de Arcadia, y llegó a Atenas, la cuna de
la filosofía y la justicia. Allí, se presentó ante el Areópago, el tribunal en
la colina de Ares, donde los ancianos, con túnicas blancas como las de los
jueces de Minos, escucharon su relato.
Carlos narró su tormento en
Delfos, su triunfo en Olimpia, y su venganza en el anfiteatro, comparando su
lucha con la de Prometeo robando el fuego o la de Edipo enfrentando su destino.
La asamblea ateniense,
reunida en la ágora bajo la mirada de la Acrópolis, se conmovió. Lo vieron no
como un asesino, sino como un héroe que había roto las cadenas de la opresión,
un símbolo de la arete (virtud) que Sócrates predicaría siglos después.
Conmovidos, los atenienses
proclamaron a Carlos un héroe, otorgándole no solo la libertad, sino una misión
sagrada: liderar a un grupo de colonos y fundar una nueva polis en las fértiles
costas de Magna Grecia, en lo que más tarde se llamaría Sicilia. “Ve, Carlos,”
declaró el arconte, “y lleva la luz de Hellas a tierras lejanas. ¡Que tus pies,
alguna vez burlados, pisen el camino de la koinonia (comunidad)!” La multitud
vitoreó, aunque muchos se taparon la nariz mientras Carlos aceptaba, sus pies
destacando como los de un coloso.
Carlos navegó a través del
mar Jónico, liderando a sus colonos en naves que evocaban las de Odiseo. Tras
sortear tormentas enviadas por Eolo y corrientes traicioneras del estrecho de
Escila y Caribdis, llegó a las costas de Sicilia, a la sombra del Monte Etna,
donde fundó una ciudad próspera, nombrándola Quesón Olisipo en honor a su
victoria olímpica.
La polis floreció, sus
templos rivalizando con los de Agrigento, sus mercados resonando con el
comercio de ánforas y sus teatros cantando las epopeyas de Homero. Carlos,
convertido en su primer arconte, gobernó con la sabiduría de Solón y la
valentía de Leónidas.
Su leyenda creció,
susurrada en los puertos de Siracusa y cantada por rapsodas en los banquetes de
Catana. Los colonos afirmaban ver, en las noches iluminadas por Selene, las
sombras de Eurímaca, Clitemnestra, Lais, Antíope y Medea, con los rostros manchados
de Queso, vagando por las costas, maldiciendo al hombre cuyos pies talla
cincuenta y olorosos habían desafiado a los dioses y forjado un mundo nuevo.
Siglos después, los
filósofos de Grecia reflexionaron sobre la saga de Carlos, el Vengador de los
Quesos.
En su Simposio, Platón lo
describió como un símbolo del alma triunfando sobre la vergüenza corporal,
escribiendo: “En el hombre de los grandes pies, vemos la Idea de la
Resiliencia, una forma mortal ridiculizada, pero divina en su desafío a la
hybris.”
Aristóteles, en su Ética a
Nicómaco, lo citó como un ejemplo de phronesis (sabiduría práctica), señalando:
“Carlos, con sus pies malolientes, nos enseña que la virtud no reside en la
perfección del cuerpo, sino en la fortaleza para alzarse contra la tiranía,
como Heracles contra los monstruos.” Incluso Epicuro, en su Jardín, lo
mencionó, diciendo: “El placer de Carlos no fue la venganza, sino la libertad
ganada, un ataraxia nacida del sufrimiento.”
En la Academia y el Liceo,
los estudiantes debatían si Carlos era un héroe trágico como Antígona o un
héroe épico como Aquiles. En los templos de Deméter, las sacerdotisas ofrecían
Quesos en su honor, viendo en él un eco de Perséfone emergiendo del inframundo.
Y en las tabernas de Pireo, los marineros brindaban por “Carlos, el de los Pies
Poderosos,” cuya historia, como las olas del Egeo, nunca dejó de resonar en los
anales de Hellas.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

si nos guiamos por la mitología griega, en Grecia estaba lleno de quesonas mas que de quesones, busquen a Clitemnestra o a Ifigenia, y hasta Hercules fue "quesoneado"
ResponderBorrartodas las imagenes son un bombazo, parecen de cuadros europeos
ResponderBorrarUlises, Aquiles, Hércules, eran quesones, por malas traducciones no quedaron como Carlos
ResponderBorrarCarlos Quesón, el Homero de los Tiempos Modernos
ResponderBorrarestá muy bien el relato, toda esta saga de cuentos es muy buena, tienen los asesinatos que hay que tener y los quesos, aunque en Grecia había muchos tipos altos y patones, pero ningún Carlos
ResponderBorrarhay estatuas de este Carlos en el partenon posta posta
ResponderBorrarFaltó sexo, algo que abundaba en los mitos.
ResponderBorrarA pesar de no llamarse Carla, Medea podría haber sido una quesona. Pero envenenó a una mujer, la princesa por la cual Jasón planeaba abandonarla. Y las quesonas no quesonean mujeres.
Antíope fue una decepción para ser una amazona.