El Cuento Quesón de la Jungla Esmeralda #QUESO
En el corazón de un tiempo interglacial del Pleistoceno, la Jungla Esmeralda se alzaba como un reino vibrante, un tapiz de verdes intensos donde lianas gruesas como serpientes colgaban de árboles colosales, ríos esmeraldinos serpenteaban entre rocas cubiertas de musgo, y el aire resonaba con el zumbido de insectos y los chillidos de aves de plumas iridiscentes. La Jungla era un dominio de titanes: megaterios, gigantes perezosos con garras curvas como guadañas, arrancaban cortezas de ceibas ancestrales, dejando surcos profundos en la madera. Gliptodontes, armadillos colosales con caparazones como rocas pulidas, aplastaban helechos bajo su peso, sus colas espinadas balanceándose como mazas. Smilodontes, con colmillos largos como dagas y pelajes moteados, acechaban en la penumbra, sus rugidos retumbando como truenos. Toxodontes, bestias de hocicos chatos y cuerpos robustos, pastaban en claros bañados por el sol, sus pisadas haciendo temblar la tierra. Proboscideos, como mastodontes y dinoterios de trompas prensiles y colmillos en espiral, derribaban árboles jóvenes con un solo empujón, mientras los rinocerontes lanudos, con cuernos dobles y pieles cubiertas de pelo grueso, embestían troncos caídos, gruñendo con furia. Ciervos gigantes, con cornamentas que se alzaban como ramas de roble, vagaban en manadas, sus siluetas majestuosas recortadas contra la bruma del amanecer. Y en las cuevas ocultas, osos de las cavernas, de pelajes oscuros y garras como cuchillos, emergían al anochecer, sus ojos brillando como brasas en la oscuridad. Pero esta Jungla, por magnífica que fuera, era un crisol de sangre, donde las tribus humanas guerreaban bajo la mirada de los espíritus de la espesura.
Los espíritus de la Jungla Esmeralda eran entidades primordiales, tejidas en la bruma que flotaba entre los árboles, sus formas evanescentes como hojas danzando en el viento. Sus rostros, apenas visibles, tenían contornos de corteza y ojos que destellaban como luciérnagas, mientras sus voces resonaban como el crujir de ramas o el murmullo de un río. Eran guardianes antiguos, testigos del equilibrio frágil de la Jungla, y sus susurros, cargados de presagios, advertían a quienes osaban perturbarlo. Entre las tribus, los Corazones de Piedra destacaban por su ferocidad, y su príncipe, Carlos, era una sombra de muerte. Alto, con piel bronceada por el sol abrasador y músculos tensos como lianas, Carlos era un asesino implacable. Su espada de obsidiana, dentada como los colmillos de un smilodón, brillaba con un filo mortal, y sus pies gigantes, envueltos en cuero podrido, desprendían un hedor tan fétido que ahuyentaba incluso a los mosquitos de la Jungla. Su rostro, surcado por cicatrices de batallas pasadas, era una máscara de odio, y su risa, grave y gutural, resonaba como el gruñido de un oso de las cavernas. Carlos no mataba por necesidad, sino por una venganza que le quemaba el alma.
La tribu de Carlos había sufrido tres tragedias: una guerra contra las tribus vecinas que segó la vida de su hermano mayor, destrozado por las lanzas de los enemigos; una epidemia de fiebre que consumió a su hermano menor, dejándolo pálido como la corteza de un árbol seco; y unos juegos rituales donde su tercer hermano fue sacrificado, aplastado por un rinoceronte lanudo en un combate amañado. Las cuatro doncellas de las tribus rivales —Lira, Mara, Vexa y Zuna— fueron señaladas como responsables, no por sus manos, sino por su influencia pérfida: Lira, de voz seductora, incitó la guerra con promesas de gloria; Mara, conocedora de hierbas, envenenó un río sagrado, desatando la epidemia; Vexa, astuta, manipuló los juegos rituales para asegurar la muerte del príncipe; y Zuna, con sus visiones falsas, engañó a los Corazones de Piedra, llevándolos a la ruina. Carlos, con el corazón endurecido como la obsidiana, juró vengarse. "Que los espíritus de la Jungla mastiquen sus huesos", gruñó, mientras los tambores de su tribu retumbaban, acompañados por el rugido de un mastodonte en la distancia. En su cinto, llevaba cuatro Quesos apestosos, hinchados como frutos apestosos y apestando a muerte, listos para sellar cada sacrificio.
La cacería comenzó al amanecer, cuando la Jungla despertaba con un coro de rugidos, chillidos y el crujir de ramas bajo el peso de la megafauna. Carlos, siguiendo rastros de pisadas y plumas rotas, se adentró en la espesura, su espada destellando bajo los rayos de sol que perforaban el dosel. Los espíritus, inquietos, agitaron la bruma, formando remolinos que susurraban advertencias, sus ojos de luciérnaga brillando entre las lianas. El primer encuentro ocurrió en un claro donde un megaterio, con su pelaje cubierto de musgo, arrancaba corteza con garras que rasgaban como cuchillos. Lira, de cabello negro como la noche y ojos astutos, intentaba esconderse tras un montículo de raíces, su respiración agitada alertando a un ciervo gigante cercano, que alzó sus cornamentas y huyó. Los espíritus formaron una silueta de enredaderas a su alrededor, sus voces suplicando que escapara, pero Carlos la atrapó. "Lira", dijo, su voz como el rugido de un río, "tu lengua encendió la guerra que mató a mi hermano". La obligó a arrodillarse en la hierba húmeda, presionando sus pies gigantes y fétidos contra su rostro, el hedor nauseabundo haciéndola jadear y toser. Lira maldijo, sus ojos brillando con desafío, pero Carlos alzó su espada y la hundió en su pecho, la sangre salpicando las raíces como una lluvia carmesí. Con desprecio, arrojó un Queso podrido sobre su cadáver, que reventó con un sonido húmedo, atrayendo un enjambre de escarabajos carroñeros. Los espíritus rugieron, haciendo temblar las ramas, y el megaterio gruñó, alzándose sobre sus patas traseras, pero Carlos se alejó, imperturbable.
Días después, junto a un río donde un mastodonte bebía, su trompa arrancando helechos con precisión, Carlos encontró a Mara. La doncella, de piel dorada y trenzas adornadas con plumas de guacamayo, intentó escapar trepando una ceiba, pero resbaló, cayendo en el lodo. Los espíritus, furiosos, formaron figuras de niebla con rostros de corteza, sus ojos esmeralda destellando en la penumbra. Susurraron a Mara que se rindiera, pero ella blandió una daga de hueso, su rostro desafiante. Carlos la derribó, su bota aplastándola contra el lodo. "Mara", gruñó, "tu veneno mató a mi hermano". Presionó sus pies apestosos contra su rostro, el olor haciéndola sollozar de asco. Los espíritus agitaron el río, formando olas que lamieron la orilla, y el mastodonte barritó, sus colmillos brillando, pero Carlos clavó su espada en el corazón de Mara, su sangre mezclándose con el lodo. Sobre su cuerpo, lanzó otro Queso, que rodó hasta el agua, donde peces voraces lo devoraron. Los espíritus aullaron, y un rinoceronte lanudo, oculto en la maleza, embistió un árbol cercano, como si la Jungla protestara.
La tercera víctima, Vexa, fue hallada en una cueva iluminada por rayos de sol que atravesaban estalactitas cubiertas de musgo. Un oso de las cavernas, su pelaje oscuro brillando con gotas de rocío, roncaba en un rincón, ajeno al drama. Vexa, menuda pero de mirada feroz, intentó tender una trampa con lianas afiladas, pero Carlos, alerta, las cortó con su espada. Los espíritus se manifestaron como sombras de hojas, sus voces resonando como un coro de grillos enfurecidos. "Vexa", dijo Carlos, "tus juegos rituales condenaron a mi hermano". La obligó a arrodillarse en la roca húmeda, sus pies fétidos aplastando su rostro, el hedor haciéndola estremecerse. Vexa escupió, pero la espada de Carlos atravesó su pecho, su sangre goteando en un charco que reflejó el rostro furioso de un espíritu. Sobre su cadáver, arrojó otro Queso, que rebotó contra las estalactitas, esparciendo su podredumbre. Los espíritus formaron un torbellino de niebla, despertando al oso, que rugió y arañó la roca, pero Carlos siguió adelante.
Finalmente, en un claro donde un smilodón devoraba un ciervo gigante, sus colmillos rasgando carne con precisión brutal, Carlos acorraló a Zuna. La doncella, de cabello rojo como el fuego y ojos vidriosos, estaba exhausta, sus visiones falsas habiéndola traicionado. Los espíritus, ahora visibles como figuras de bruma con garras de enredadera y rostros de madera retorcida, formaron un círculo a su alrededor, sus lamentos resonando como un trueno. "Zuna", gruñó Carlos, "tus mentiras sellaron mi venganza". La obligó a arrodillarse en la hierba, sus pies apestosos aplastándola, el olor haciéndola sollozar. Zuna alzó la vista, susurrando una súplica, pero Carlos hundió su espada en su corazón, la sangre tiñendo las flores del claro. Sobre su cuerpo, arrojó el último Queso, que reventó con un estallido grotesco, atrayendo un enjambre de moscas. Los espíritus rugieron, haciendo temblar la Jungla, y el smilodón alzó la cabeza, sus ojos fijos en Carlos, como si los espíritus lo guiaran.
Carlos regresó a los Corazones de Piedra como un héroe, su espada goteando sangre y sus botas dejando un rastro de hedor. Los tambores retumbaron, y la tribu celebró una gran fiesta del Queso, un ritual para honrar el eterno descanso de los príncipes caídos. En un claro iluminado por hogueras, los Corazones de Piedra apilaron Quesos apestosos en un altar de ramas y huesos, ofreciéndolos a los espíritus de la Jungla mientras danzaban bajo las estrellas, sus cánticos mezclándose con los rugidos de los mastodontes y los gruñidos de los osos de las cavernas. Los Quesos, hinchados y apestosos, eran quemados en ofrenda, su humo elevándose como una plegaria para apaciguar a los espíritus y asegurar la paz de los hermanos de Carlos. Pero en las noches más húmedas, los susurros de Lira, Mara, Vexa y Zuna se oyen en la bruma, sus formas etéreas danzando entre las lianas. Los ríos reflejan sus rostros, y las ramas crujen como si la Jungla conspirara. Los espíritus de la Jungla Esmeralda, guardianes de un equilibrio roto, esperan en las sombras, mientras la megafauna —mastodontes, rinocerontes lanudos, ciervos gigantes y osos de las cavernas— observa, testigos mudos de una venganza que nunca apagará su furia.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
cuantas tribus repletas de quesones asesinos
ResponderBorrarquizás les falte sexo a estos relatos pero no les falta queso
ResponderBorrarestos quesones selváticos o prehistoricos ya son un subgenero dentro del mundo queson
ResponderBorrarestas historias siempre tienen algo diferente, buenos cuentos quesones, distintos a los otros, como ya puse en otro comentario
ResponderBorrarquesos en todos lados, quesos eternos
ResponderBorrary porque no la jungla quesona?
ResponderBorrarNoto que el nombre Mara aparece en varios relatos. Que curioso.
ResponderBorrarUna venganza puede ser una buena motivación.
Como dice un comentario anterior, estaría bien una jungla quesona. Como alguna quesona de cazadores furtivos.
El Fauno