El Cuento Quesón de los Soles de Quetzacoatl #QUESO
(Una leyenda azteca en el Mundo Quesón)
En el corazón de Tenochtitlán, bajo el sol abrasador del Quinto Sol, la vida azteca pulsaba con fervor. Era el año 1518, apenas un suspiro antes de que el mundo conocido se desmoronara. Los aztecas, hijos del dios Huitzilopochtli, vivían en un equilibrio frágil entre la devoción y el sacrificio. Sus creencias giraban en torno a la necesidad de alimentar a los dioses con sangre humana para que el sol siguiera su curso y el cosmos no colapsara. Los templos, como el Templo Mayor, se alzaban imponentes, coronados por pirámides escalonadas donde los sacerdotes arrancaban corazones aún latiendo para ofrendarlos a los cielos. Las ceremonias eran un espectáculo de plumas de quetzal, tambores de piel de jaguar y el aroma dulzón de la sangre mezclada con copal.
La sociedad azteca estaba estrictamente jerarquizada: el tlatoani, Moctezuma II, gobernaba como un semidiós; los nobles y sacerdotes ostentaban poder, mientras que los macehuales trabajaban la tierra y los esclavos eran destinados a los altares sacrificiales. Las tradiciones incluían el juego de pelota, donde los perdedores a menudo pagaban con su vida, y festivales como el Toxcatl, en honor a Tezcatlipoca, donde un joven perfecto era sacrificado tras un año de veneración. Los aztecas creían en un destino cíclico: el mundo había sido destruido cuatro veces antes, y el Quinto Sol estaba destinado a perecer.
En este mundo de fervor y sangre vivía Tlacaelel, un anciano sacerdote de los Hijos del Sol, un grupo místico que veneraba a Tonatiuh, el dios solar, pero con un giro peculiar: creían que el sol no solo exigía sangre, sino también una ofrenda secreta, un alimento sagrado al que llamaban Queso, una masa circular fermentada de leche de animales hervíboros que, por su textura, aroma y agujeros, recordaba al Queso que en el futuro después los españoles traerían. Este “Queso” azteca, guardado en vasijas de barro y reservado para rituales, era considerado un regalo de los dioses, especialmente de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, cuya leyenda prometía su retorno desde el este.
Tlacaelel, con su rostro surcado por arrugas y sus ojos vidriosos por las visiones inducidas por el peyote, tuvo una revelación una noche en el templo de Huitzilopochtli. En su trance, vio mares de sangre, hombres blancos con barbas y armaduras relucientes, y la caída de Tenochtitlán. Los dioses blancos venían a reclamar el Quinto Sol, y Quetzalcóatl no los detendría a menos que se le apaciguara con un sacrificio único. Tlacaelel corrió al palacio de Moctezuma para advertir al tlatoani, pero sus palabras fueron recibidas con risas y desprecio. “Viejo loco”, le dijo el emperador, “los dioses nos protegen. Nadie puede desafiar al pueblo del sol”. Los sacerdotes rivales, celosos del poder de Tlacaelel, lo acusaron de blasfemia y lo desterraron a las afueras de la ciudad, donde vivía en una cueva con sus pocos seguidores.
Entre ellos estaba Carlos, un joven sirviente de origen dudoso. Su nombre, extraño para los aztecas, era en realidad Calotzatl, un término náhuatl que significaba “el de la cabeza fuerte”, pero que, por un capricho del destino, sonaba como el español “Carlos”. Calotzatl era un hombre corpulento, de pies grandes y olorosos, según él, eran bendecidos por Xipe Totec, el dios de la fertilidad. Carlos había crecido en la servidumbre, pero su devoción a Tlacaelel era absoluta. Fue él quien malinterpretó las visiones del sacerdote, convencido de que, para apaciguar a Quetzalcóatl y evitar la catástrofe, debían ofrecerle algo más que sangre: la belleza humana, dominada por los pies y coronada con el sagrado Queso, el Queso azteca.
Xóchitl Xóchitl, de piel clara como el alabastro y ojos profundos como obsidiana pulida, era la reina de los bailes en la plaza. Su gracia al mover las caderas al son de los tambores era un canto vivo a la belleza. Carlos, oculto entre las sombras, la observaba con un deseo que mezclaba lujuria y reverencia. Una noche, tras el bullicio del mercado, la siguió hasta el canal de las chinampas, donde la brisa cargada de humedad mecía los juncos. Bajo la luz plateada de la luna, él se acercó, susurrando palabras dulces que resonaban como plegarias. Xóchitl, atraída por su aura enigmática, se dejó seducir. En un lecho de pétalos y musgo, sus cuerpos se entrelazaron en un ritual de placer.
Ella, embriagada por el éxtasis, besó y lamió los pies grandes y curtidos de Carlos, su olor terroso llenándola de un deleite prohibido. Sus labios recorrieron la piel áspera, y sus gemidos se mezclaron con el canto de los grillos. Pero el éxtasis dio paso al horror. Cuando el clímax aún vibraba en el aire, Carlos, con un brillo frío en los ojos, desenvainó su espada ceremonial. Un solo corte, preciso y silencioso, atravesó el pecho de Xóchitl. Su cuerpo se desplomó entre los juncos, y él, con reverencia, colocó una bola de Queso sobre su corazón inmóvil, como ofrenda a su dios.
Al amanecer, los pescadores hallaron el cuerpo, y el horror se extendió como niebla. Los susurros hablaron de un espíritu maligno, pero nadie sospechó de Quetzalcóatl.
Citlalli Citlalli, tejedora de plumas cuyos dedos danzaban con la delicadeza de las aves, era un alma luminosa en el mercado de Tlatelolco. Carlos, oculto tras una máscara de comerciante, la cortejó durante días, sus palabras tejiendo una red de seducción. Una noche, la invitó a un rincón apartado cerca de los puestos, donde el aroma de copal y flores impregnaba el aire. Bajo la promesa de un encuentro secreto, Citlalli se entregó al placer. Sus labios exploraron los pies de Carlos, lamiendo y besando con una mezcla de curiosidad y devoción, mientras él la guiaba con susurros que parecían himnos. El gozo los envolvió, pero la sombra de la muerte acechaba.
Cuando Citlalli yacía vulnerable, con el rostro aún encendido por la pasión, Carlos alzó su espada. La hoja, reflejando el resplandor de una antorcha lejana, cortó el aire y se hundió en su pecho. La sangre tiñó las plumas que ella había tejido, y Carlos, con gesto solemne, dejó el Queso sobre su cuerpo, como un sello sagrado. Los rumores se encendieron: un demonio con pies pestilentes acechaba la ciudad. Moctezuma, alarmado, ordenó a sus guerreros jaguar rastrear al culpable, pero Carlos, astuto como el coyote, se desvanecía en las sombras de la noche.
El tercer sacrificio fue un desafío a los dioses mismos. Malintzin, noble prometida a un sacerdote de Tezcatlipoca, era una figura de belleza austera, su porte digno de los altares. Carlos, con la audacia de un hereje, se infiltró en el templo de Quetzalcóatl, donde la encontró orando bajo la luz trémula de las velas. Sus palabras, cargadas de una dulzura blasfema, la atrajeron hacia él.
En un rincón oculto del templo, entre el aroma del incienso y el murmullo de las plegarias, Malintzin se rindió al placer. Sus labios recorrieron los pies de Carlos, chupando y besando con una intensidad que parecía desafiar al cielo. El éxtasis los unió en un instante eterno, pero la muerte aguardaba. Cuando Malintzin, aún jadeante, alzó los ojos hacia él, Carlos blandió su espada ceremonial.
La hoja cantó al cortar el aire, y su filo se hundió en el pecho de la noble, silenciando su último suspiro. Con manos temblorosas de fervor, colocó el Queso sobre su cuerpo, una ofrenda final en el santuario profanado. Los sacerdotes, al descubrir el cuerpo, gritaron de horror, pero Carlos ya había desaparecido, una sombra entre las sombras. La ciudad temblaba bajo el peso de un miedo sin nombre, y los guerreros jaguar redoblaban su búsqueda, ignorantes de que el verdadero demonio caminaba entre ellos, guiado por una fe retorcida y una espada sedienta.
Tlalli Tlalli, una curandera venerada por sus remedios de hierbas, era un faro de esperanza para los enfermos que acudían a sus manos junto al lago Texcoco. Su aroma a salvia y cedro impregnaba el aire, y su risa era como el murmullo del agua. Carlos, oculto en la penumbra de los sauces, la observó durante días, su deseo entrelazado con su propósito divino. Una noche, cuando la niebla se alzaba desde el lago, la abordó con palabras suaves como el roce de una pluma. Tlalli, cautivada por su mirada intensa, se dejó llevar a un rincón oculto entre los juncos.
Allí, bajo el manto de las estrellas, sus cuerpos se encontraron en un baile de placer. Tlalli, con un suspiro, besó y lamió los pies grandes y ásperos de Carlos, su olor terroso despertando en ella una pasión primitiva. Sus labios recorrieron la piel curtida, y el gozo los envolvió como una ofrenda viva. Pero el éxtasis se quebró. Carlos, con un destello de fervor en los ojos, alzó su espada ceremonial. La hoja cortó el aire con un silbido, atravesando el pecho de Tlalli en un instante de traición. Su cuerpo cayó sobre la orilla, y él, con manos temblorosas, colocó el Queso sobre su corazón inmóvil, susurrando al viento: “Por los esquimales del hielo eterno, esto es para Quetzalcóatl”. Al amanecer, los pescadores hallaron el cuerpo, y el pánico se apoderó de la ciudad. Los sacerdotes, con rostros cenizos, hablaron de un castigo divino, mientras los macehuales evitaban las calles al caer la noche.
En el bullicioso mercado de Coyoacán, Nayeli, una joven vendedora de cacao, era conocida por su sonrisa cálida y el aroma dulce de sus granos tostados. Carlos, disfrazado como un mercader errante, tejió su encanto con cumplidos que olían a miel. Una noche, cuando el mercado se apagaba y las antorchas titilaban, la convenció de seguirlo a un callejón donde el silencio reinaba. Allí, entre sombras y el perfume del cacao que aún llevaba en las manos, Nayeli se rindió al deseo. Sus labios encontraron los pies de Carlos, besándolos y lamiéndolos con una mezcla de curiosidad y deleite, el sabor salado de su piel avivando el fuego entre ambos. El placer los consumió, pero la muerte acechaba.
Cuando Nayeli, aún temblando de éxtasis, alzó los ojos hacia él, Carlos desenvainó su espada. La hoja, brillando bajo la luz de una luna menguante, se hundió en su pecho con un corte limpio. La sangre tiñó los granos de cacao esparcidos en el suelo, y Carlos, con gesto solemne, dejó el Queso como un sello sagrado. Los rumores de los Quesos del Sol comenzaron a circular, un nombre susurrado con temor por los supersticiosos, que creían que el culto de Tlacaelel había enloquecido. Los guerreros águila, enviados por Moctezuma, patrullaban sin éxito, mientras la ciudad se ahogaba en un terror silencioso.
El último sacrificio fue un desafío al corazón mismo de Tenochtitlán. Itzel, una sacerdotisa menor de Coatlicue, caminaba con la gracia de una diosa en los jardines del Templo Mayor, a pocos pasos del altar principal. Su belleza austera, envuelta en el aroma de copal y flores de cempasúchil, era una ofrenda viviente. Carlos, en un trance fanático, se infiltró en los jardines sagrados, su figura oculta tras un manto oscuro. Con palabras que parecían plegarias robadas, la atrajo hacia un rincón donde las sombras danzaban con la luz de las antorchas. Allí, en un acto de profanación y deseo, Itzel se entregó a él. Sus labios recorrieron los pies de Carlos, chupando y besando con una devoción que rozaba lo sagrado, el olor acre de su piel llenándola de un placer prohibido. Pero el éxtasis fue efímero.
Cuando Itzel, aún perdida en el ardor, alzó la mirada, Carlos blandió su espada ceremonial. La hoja, afilada como la voluntad de los dioses, atravesó su pecho, y su cuerpo cayó entre las flores pisoteadas. Con manos temblorosas, colocó el Queso sobre ella, murmurando: “Por los onas del sur, por todos los pueblos del Anáhuac”. Tlacaelel, en su cueva apartada, sintió el peso del sexto crimen como un trueno en su alma. Cayó de rodillas, su voz rota por la desesperación: “Seis no bastan. El tiempo se agotó. Los dioses blancos ya están aquí”. Sus visiones lo atormentaban: imágenes de pueblos originarios, desde los hielos del norte hasta las tierras australes, cayendo bajo el yugo de invasores sin rostro. La ciudad, envuelta en un silencio mortal, aguardaba el juicio de los dioses, mientras Carlos, el portador de la muerte, se desvanecía en la noche, su espada aún hambrienta.
Al día siguiente, el 8 de noviembre de 1519, el horizonte se tiñó de un brillo extraño. Hernán Cortés y sus hombres, montados en bestias desconocidas y armados con truenos de metal, llegaron a las puertas de Tenochtitlán. Moctezuma, confundido por las profecías y la apariencia de los españoles, los recibió como enviados de Quetzalcóatl. Los aztecas, fascinados y temerosos, observaron las barbas, las armaduras y los cañones. Pero Tlacaelel, desde su exilio, supo que no eran dioses, sino los heraldos del fin.
Carlos, al ver a los españoles, huyó a los pantanos, convencido de que sus sacrificios habían fallado. Nunca fue capturado, y su leyenda se convirtió en un mito entre los aztecas: el hombre de los pies olorosos que intentó salvar al Quinto Sol con Queso y sangre. Tlacaelel murió poco después, sus visiones ignoradas hasta que la ciudad cayó en 1521, bajo el asedio español y las enfermedades que diezmaron al pueblo azteca.
Los Hijos del Sol, o del Queso, como los llamó Carlos en su locura, desaparecieron con la conquista. Pero en las ruinas de Tenochtitlán, entre los escombros del Templo Mayor, se encontraron vasijas con restos de Queso, un eco de una creencia perdida. Y en las noches de luna llena, los pescadores juraban escuchar el eco de unos pies pesados y un olor fétido que rondaba los canales, buscando una última víctima para apaciguar a Quetzalcóatl.
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enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
aunque se enojen los mexicanos, los aztecas eran más feos, aca lo favorecieron mucho
ResponderBorrarcon más quesones aztecas, los españoles no descubrían America
ResponderBorrarQuetzacoatl empieza con Q como Queso
ResponderBorrarMalitzin o Malinche, como la amante de Hernán Cortés.
ResponderBorrar¿Era la misma o fue casualidad? La primera opción habría cambiado la historia.
Podría surgir una quesona vengadora de los aztecas, quesonenado conquistadores.
El Fauno
los aztecas eran todos quesones, podrían ser los quesotecas
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