El Cuento Quesón del Imperio del Sol Naciente #QUESO
En el Japón del siglo XVII, bajo el férreo gobierno del shogunato Tokugawa, la ciudad de Kioto bullía con la calma tensa de una era de control y tradición. Las calles empedradas, flanqueadas por casas de madera con techos de tejas curvas, resonaban con el eco de los geta de los transeúntes y el murmullo de los mercados. Era el año 1615, poco después de la unificación de Japón bajo Tokugawa Ieyasu, quien había consolidado su poder tras la batalla de Sekigahara y establecido un régimen que buscaba la estabilidad a través del orden y la represión de cualquier disidencia, incluida la influencia extranjera. Los misioneros cristianos, aunque presentes, eran vistos con desconfianza, y su legado a menudo se mezclaba con las tradiciones locales de maneras inesperadas.
En las afueras, donde los arrozales se mecían bajo la brisa y los cerezos comenzaban a teñirse de rojo otoñal, vivía Carlos, un samurái alto y desgarbado, apodado Karosoru por los lugareños, en honor al misionero jesuita Carlos Spinola. Sus pies grandes, motivo de bromas discretas, no opacaban su destreza con la katana ni su devoción al shogun. En su hogar, compartía una vida apacible con su esposa Ayame, una mujer de belleza etérea, y dos doncellas: Hana, la mucama de movimientos gráciles, y Satsuki, la cocinera cuya habilidad con los cuchillos rivalizaba con su encanto.
Era una tarde fresca de otoño, con el cielo teñido de un naranja melancólico. Carlos regresó antes de lo previsto de una misión en el castillo de Nijo, donde había escoltado a un emisario del shogun. Sus sandalias resonaban en el camino de grava, y el aire olía a humo de leña y a sake fermentado. Al acercarse a su casa, un presentimiento lo detuvo. Un murmullo suave, casi musical, escapaba de la ventana entreabierta. No era el sonido habitual del hogar: no había crujir de tatamis bajo los pasos de Hana, ni el golpeteo rítmico del cuchillo de Satsuki cortando pescado. En cambio, eran risas bajas, susurros cargados de intimidad.
Carlos, con el corazón acelerado, deslizó la puerta shoji con cuidado. La luz de un farol de papel iluminaba la escena en la habitación principal: Ayame, su esposa, yacía en un futón desordenado, su kimono de seda azul abierto, revelando la curva de su piel. A su lado, Hana, con el cabello suelto y los ojos brillantes, acariciaba el rostro de Ayame, mientras Satsuki, con una sonrisa traviesa, deslizaba sus manos por el cuerpo de la mucama. Las tres, absortas en su pasión, no notaron la figura de Carlos en la penumbra.
El samurái sintió cómo la furia le quemaba las entrañas, como si un demonio oni hubiera tomado su corazón. Su mano voló a la empuñadura de Kāsu no Yaiba, su katana forjada por Masamune, cuya hoja reflejaba la luz con un brillo frío. El primer grito rompió el silencio cuando Ayame, al alzar la vista, vio a su esposo. Sus ojos, antes llenos de deseo, se abrieron en un terror puro. “¡Karosoru, no!” exclamó, levantando una mano como si pudiera detener el destino. Pero la katana ya surcaba el aire. El corte fue limpio, un arco perfecto que separó la cabeza de Ayame de su cuerpo. La sangre salpicó el tatami, y su cabeza rodó con un golpe sordo, los ojos aún abiertos, congelados en una súplica silenciosa.
Hana fue la siguiente. La mucama, al intentar huir, tropezó con el borde del futón. Su grito fue agudo, casi animal, mientras se arrastraba hacia la pared, sus manos temblorosas buscando algo con qué defenderse. “¡Piedad, mi señor!” suplicó, pero Carlos, ciego de ira, no escuchó. Un segundo corte, tan rápido que el aire silbó, segó su cuello. La cabeza de Hana cayó, su cabello negro esparciéndose como un abanico sobre el suelo, y su cuerpo se desplomó con un estremecimiento.
Satsuki, la cocinera, fue la única que intentó resistir. Con un alarido de desafío, tomó un cuchillo de cocina que yacía cerca y lo blandió torpemente. Sus ojos, llenos de un terror mezclado con desafío, se clavaron en Carlos. “¡Maldito seas!” gritó, pero su valentía fue en vano. El tercer corte fue el más brutal: la katana atravesó su pecho antes de decapitarla, y la sangre brotó como un río carmesí. Su cabeza golpeó el suelo, rodando hasta detenerse contra una pared, con el cuchillo aún aferrado en su mano inerte.
El silencio que siguió fue opresivo, roto solo por el jadeo de Carlos. La habitación olía a sangre y miedo. En su furia, el samurái recordó los tres Quesos gigantes que guardaba en la despensa, un regalo reciente del mercader holandés Karel Kaas, un hombre jovial de Dejima que comerciaba con el shogunato. Los Quesos, redondos y perforados como lunas llenas, eran una rareza en Japón, objetos de curiosidad y burla. Carlos, en un trance de ira y simbolismo, arrastró los pesados Quesos uno por uno. Con un gruñido, colocó el primero sobre el cuerpo de Ayame, cubriendo su torso ensangrentado; el segundo sobre Hana, aplastando su kimono deshecho; y el tercero sobre Satsuki, cuyo cuchillo aún brillaba bajo el peso del Queso. Los agujeros de los Quesos parecían ojos acusadores, testigos mudos de la carnicería.
El triple crimen no pasó desapercibido. Al día siguiente, los vecinos descubrieron los cuerpos, y el pueblo se dividió. Algunos, indignados por la traición de las mujeres, veían a Carlos como un hombre que había defendido su honor. Otros, horrorizados por la brutalidad, exigían su ejecución, clamando que ningún samurái debía manchar su katana con la sangre de mujeres indefensas. El escándalo llegó a oídos del shogun Tokugawa Ieyasu, quien, en su sabiduría pragmática, vio en Carlos algo más que un asesino: un hombre leal, roto por la traición, pero útil para sus propósitos.
En una audiencia en el castillo de Edo, bajo la mirada severa de Ieyasu, Carlos confesó su crimen con la cabeza inclinada, dispuesto a aceptar el seppuku si se lo ordenaban. Pero el shogun, astuto y conocedor de los corazones humanos, tenía otros planes. Japón, en su búsqueda de orden, enfrentaba constantes intrigas: esposas infieles que conspiraban contra sus maridos, geishas que vendían secretos a clanes rivales, asesinas que usaban su encanto para envenenar a los poderosos. Carlos, con su furia controlada y su katana implacable, podía ser un instrumento.
"Karosoru," dijo Ieyasu, su voz resonando en la sala de audiencias, "has actuado con desmesura, pero tu lealtad a tu honor es innegable. No te condenaré, sino que te daré un propósito. Serás el Quesón del Shogun, mi ejecutor de justicia. Castigarás a las mujeres que traicionen, que asesinen, que conspiren. Sobre sus cuerpos dejarás un Queso, como marca de tu sentencia, para que todos sepan que el shogunato no tolera la deslealtad."
Así comenzó la leyenda de Carlos, el Quesón del Shogun. Durante décadas, su nombre se convirtió en un susurro temido entre las mujeres de Japón. Viajaba de pueblo en pueblo, de castillo en castillo, siempre con un carro cargado de Quesos holandeses, que los mercaderes de Dejima proveían a cambio de favores comerciales. Su katana, bautizada Kāsu no Yaiba (la Hoja del Queso), segó innumerables vidas. Geishas que vendían secretos a los enemigos del shogun, esposas que planeaban la caída de sus maridos, asesinas que usaban venenos ocultos en abanicos de seda: todas cayeron bajo su filo, y sobre cada cuerpo descansaba un Queso perforado, un símbolo grotesco de justicia.
Carlos nunca volvió a casarse. Vivía solo, en una choza apartada, donde afilaba su katana y contemplaba los cerezos en flor. Los años endurecieron su rostro, pero no su propósito. Se decía que, en sus últimos días, ya anciano y con el cabello blanco como la nieve, Carlos pidió ser enterrado con un Queso sobre su tumba, para que los dioses supieran que había cumplido su deber hasta el final.
La era Tokugawa, con su rígido código de honor y su paranoia hacia la traición, encontró en el Quesón del Shogun una figura tanto temida como venerada. Los registros históricos, aunque escasos, mencionan a un samurái llamado Karosoru que sirvió a Ieyasu en misiones discretas, y algunos textos holandeses de la época, encontrados en los archivos de la Compañía de las Indias Orientales, hacen referencia a un "hombre del Queso" que recibía sus productos con una solemnidad casi ritual. Los cuentos populares, sin embargo, exageraron su historia, convirtiéndolo en una leyenda macabra que aún se susurra en las noches de Kioto, cuando el viento lleva el aroma de los cerezos y el eco de una katana que nunca descansa.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
merecido homenaje quesón al mundo de las mangas, muy bien
ResponderBorrarhay una serie de Disney “Shogun” trata de estos temas
ResponderBorraruna de las reencarnaciones de Carlos Delfino este queson samurai o shogun, el Japón de esa epoca dio a grandes asesinos de la katana, otro gran relato, que mantiene la esencia típica de los quesones con gran contexto histórico
ResponderBorrarahora es también el Imperio del queso naciente
ResponderBorrary alguna conexión con Cobra Kai? porque no?
ResponderBorrarpodría ser el cuento queson samurai o de los animes
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