El Cuento Quesón de las Viudas Quesonas #QUESO
La noche en Buenos Aires era densa, cargada de un calor pegajoso que se adhería a la piel como una promesa rota. En un bar de Palermo, el humo de los cigarrillos y el tintineo de los vasos creaban una sinfonía urbana. Entre las sombras, una mujer de ojos felinos y labios rojos como sangre fresca observaba a su presa: Matías Rojas, un mediocampista promesa de Vélez Sarsfield, con una carrera que empezaba a brillar en la Primera División. No era Lionel Messi, pero su nombre ya sonaba en las quinielas de los ojeadores europeos.
Ella, que se presentó como Carla, deslizó su cuerpo envuelto en un vestido negro ajustado hasta la mesa de Matías. Él, con un par de whiskies encima, no pudo resistir el magnetismo de su sonrisa. Un par de frases ingeniosas, un roce casual de su mano, y el trato estaba cerrado. “Vamos a mi departamento”, susurró ella, y Matías, enceguecido por el deseo, no lo pensó dos veces.
En un barrio más modesto, en una pensión de Avellaneda, Kevin “El Tanque” Monacos, un delantero desconocido de un club de la B Metropolitana, caía en una trampa similar. Otra mujer, esta vez de cabello azabache y mirada gélida, lo había abordado en un boliche de mala muerte. Se hacía llamar Sofía, y su risa era tan afilada como un cuchillo. Juan, que soñaba con un pase a un club grande, se dejó llevar por su encanto, convencido de que esa noche sería inolvidable.
Ambos futbolistas, en extremos opuestos de la fama, despertaron al amanecer con un dolor de cabeza punzante y el cuerpo desnudo sobre sábanas revueltas. Sus departamentos, antes llenos de trofeos, ropa de marca y efectivo, estaban vacíos. Ni un peso, ni un celular, ni siquiera el par de botines Nike de Matías o las zapatillas gastadas de Kevin. Pero lo más extraño, lo que heló la sangre de ambos, fue lo que encontraron en el centro de sus camas: un Queso. Un bloque perfecto de Queso Emmental, envuelto en papel aluminio, como una burla macabra.
La noticia corrió como pólvora en los vestuarios y los titulares sensacionalistas. “Las Viudas Quesonas atacan de nuevo”, gritaban los diarios. No era la primera vez. Hace semanas, un defensor de Banfield, conocido por su temperamento en la cancha, había denunciado un robo idéntico. Luego, un arquero suplente de All Boys. Siempre el mismo modus operandi: mujeres despampanantes, noches de pasión, un sueño profundo inducido por quién sabe qué sustancia, y el Queso. Siempre el maldito Queso.
En las redes, las teorías se multiplicaban. Algunos decían que era una secta, otros que era una red de ladronas que traficaban con los bienes robados en el mercado negro. En los bares, los hinchas murmuraban que las “Viudas Quesonas” eran una venganza del destino contra los futbolistas que vivían en la joda. Pero nadie sabía quiénes eran realmente. Nadie las había visto dos veces.
Matías, humillado, revisaba su departamento vacío mientras la policía tomaba nota con desgano. “¿Y el Queso?”, preguntó un oficial, casi como si fuera rutina. Matías señaló la cama, donde el bloque brillaba bajo un rayo de sol. El policía lo miró, frunció el ceño y anotó algo en su libreta. “Es el cuarto esta semana”, murmuró.
En Avellaneda,Kevin no denunció. No podía permitirse el escándalo; su carrera pendía de un hilo. Pero cuando vio el Queso en su cama, algo en su interior se rompió. No era solo el robo, era la burla. La sensación de que esas mujeres, esas sombras, se reían de él desde algún lugar oscuro.
En un rincón de la ciudad, en un galpón olvidado, varias figuras se reunían bajo una luz tenue. Una mesa llena de relojes de lujo, billeteras de cuero y trofeos robados reCarla como un altar pagano. En el centro, un Queso idéntico a los dejados en las escenas. Una de las mujeres, la que se hacía llamar Carla, sonrió mientras cortaba una feta con un cuchillo. “¿Quién es el próximo?”, preguntó, y las risas llenaron el aire como un eco siniestro.
Desde cracks de River y Boca hasta jugadores de ascenso con más sueños que talento, todos caían en la misma trampa. Las “Viudas Quesonas” ya no eran solo un rumor; eran una leyenda urbana que ponía en jaque el ego de los vestuarios. Los departamentos saqueados, las billeteras vacías, y siempre, sin excepción, un bloque de Queso Emmental en la cama, burlándose de las víctimas.
En las últimas dos semanas, los reportes se dispararon. Un volante de San Lorenzo, famoso por sus fiestas en Puerto Madero, despertó sin nada más que un dolor de cabeza y el maldito Queso. Un juvenil de Independiente, que apenas había debutado en Primera, lloró al encontrar su pequeño departamento de Lanús desvalijado, con el Queso brillando en su colchón como un trofeo macabro. Hasta un veterano defensor de Huracán, curtido por años en el ascenso, cayó en la red. Todos contaban la misma historia: una mujer despampanante, rubia, con ojos que prometían el paraíso y una voz que los envolvía como un hechizo. Y todas, curiosamente, se presentaban como “Carla”.
Las víctimas, muchas con el orgullo herido, evitaban hablar al principio. Pero la presión de los hinchas en redes sociales, los memes crueles y los programas de chimentos que ya bautizaban a las ladronas como “Las Carlas Quesonas”, los obligaron a recurrir a las autoridades. Las comisarías de Buenos Aires estaban desbordadas. Los futbolistas, algunos con sus representantes a cuestas, llegaban con la cabeza gacha, murmurando sobre rubias irresistibles y departamentos vacíos. Pero la investigación policial era un circo de torpezas.
El comisario Miguel “El Gordo” Ramírez, a cargo del caso, era más conocido por sus siestas en la comisaría que por su olfato detectivesco. Su equipo, un grupo de oficiales mal pagos y desmotivados, tomaba declaraciones con desgano. “¿Otra vez el Queso?”, decía un suboficial, mientras garabateaba en un cuaderno manchado de café. Las pistas eran escasas: las “Carlas” no dejaban huellas dactilares, no aparecían en cámaras de seguridad, y los relatos de las víctimas eran tan vagos que parecían escritos por un guionista borracho. “Era rubia, alta, con un vestido negro… o rojo, no sé, comisario, estaba oscuro”, balbuceaba un mediocampista de Argentinos Juniors.
La prensa, mientras tanto, se regodeaba. “¡Las Viudas Quesonas suman y siguen!”, gritaba un titular de Crónica. En un programa de TV, un supuesto experto en criminología teorizó que el Queso era un mensaje cifrado, quizás un ritual de una secta. En X, los usuarios se dividían entre los que se reían de los futbolistas y los que exigían justicia. Un hashtag, #CuidadoConCarla, se volvió viral, acompañado de memes de Quesos con pelucas rubias.
Pero no todo era risa. En un bar de Villa Crespo, un grupo de víctimas decidió tomar cartas en el asunto. Matías Rojas, el mediocampista de Vélez, encabezaba la reunión. Junto a él estaban Kevin “El Tanque” Monacos y el defensor de Huracán, apodado “El Toro”. Los tres, aún marcados por la humillación, compartían una cerveza y un objetivo: atrapar a las Carlas. “No podemos dejar que nos sigan jodiendo”, gruñó El Toro, golpeando la mesa. Matías, más calmado, propuso contratar a un detective privado, alguien que no estuviera atado a la burocracia de la policía.
Mientras tanto, en el galpón oscuro donde las Viudas Quesonas planeaban sus golpes, las risas resonaban. Cinco mujeres, todas rubias, todas con el mismo brillo cruel en los ojos, cortaban fetas de Queso mientras revisaban su botín: relojes Rolex, cadenas de oro, contratos de pases robados. La que se hacía llamar Carla, líder aparente, sostenía un celular robado y leía los titulares con una sonrisa. “Están desesperados”, dijo, pasándole una feta a otra Carla. “¿Quién sigue en la lista?”, preguntó otra, mientras afilaba un cuchillo con una calma inquietante.
En la comisaría, el Gordo Ramírez recibió un informe: un nuevo caso, esta vez un arquero de Racing. El Queso, como siempre, estaba ahí. Pero esta vez había algo más: una nota, escrita en letra elegante, que decía: “Nos vemos pronto, Gordo”. Boassio palideció. Las Viudas sabían quién estaba tras ellas, y no parecían preocupadas.
El rumor de las “Viudas Quesonas” ya era un incendio imposible de apagar. Los vestuarios hervían de furia y paranoia, y los futbolistas, hartos de ser el hazmerreír, comenzaron a organizarse. En un bar de mala muerte, cuatro arqueros, todos llamados Carlos, todos de 1,95 metros y con pies tan grandes que sus botines talla 50 parecían lanchas, formaron un pacto. Se autoproclamaron “Los Quesones”, un nombre que sonaba a burla pero que cargaban con orgullo, dispuestos a darle un giro a la historia.
Carlos “El Quesón” Boasso, arquero de Lanús, era el líder. Sus manos, grandes como tapas de olla, apretaban una cerveza mientras trazaba el plan. Carlos “El Quesón” Buossio, de Belgrano, asentía con el ceño fruncido. Carlos “El Quesón” Bessio, de Defensa y Justicia, tamborileaba los dedos, ansioso. Y Carlos “El Quesón” Boassio, de Estudiantes, completaba el cuarteto, con una mirada que mezclaba rabia y determinación. “Basta de ser las víctimas”, gruñó El Quesón. “Vamos a cazarlas. Las citamos, las seducimos, y les tiramos un Queso. Pero ojo, muchachos, no caigan en sus trucos”.
El plan era simple pero arriesgado: cada Carlos contactaría a una de las Carlas a través de un perfil falso en una app de citas, creada con fotos robadas de un modelo fitness. Las invitarían a hoteles de lujo en distintos puntos de Buenos Aires: el Alvear Palace, el Faena, el Hilton y el Four Seasons. Cada encuentro sería una trampa. Los Quesones, con su estatura imponente y su sed de revancha, estaban listos para revertir el juego.
Hotel Alvear Palace 23:00
Carlos “El Quesón” Boasso, con un traje que apenas contenía su cuerpo de gigante, esperaba en el bar del hotel. Su Carla, una rubia de ojos verdes y vestido plateado que destellaba bajo las luces, se acercó con una sonrisa que podía derretir acero. “¿Sos vos el que me escribió, grandote?”, dijo ella, con una voz melosa que escondía un filo. Se presentó como Carla, por supuesto.
“El mismo”, respondió El Quesón, forzando una sonrisa mientras sus manos sudaban. “¿Querés tomar algo, o subimos directo a la suite?”. Ella rió, un sonido que era mitad ángel, mitad demonio. “Sos directo, me gusta. Pero primero brindemos, ¿no? Por las noches que valen la pena”. Chocaron copas de champán, y Carla deslizó un dedo por el brazo de Carlos, dejando un rastro de electricidad. Él sintió el impulso de rendirse, pero el recuerdo del Queso en su cama lo mantuvo firme. “Vamos arriba”, dijo, y ella asintió, sus ojos brillando con algo que no era solo deseo.
Hotel Faena, 23:15 hs
Carlos “El Quesón” Buossio estaba nervioso. Su Carla, de cabello dorado hasta la cintura y un vestido rojo que parecía pintado sobre su piel, lo observaba desde el otro lado de la barra. “No todos los días conozco a un hombre que ocupe tanto espacio”, bromeó ella, sentándose tan cerca que su perfume lo envolvió como una niebla. “Y vos no sos como todas las Carlas, ¿no?”, replicó él, intentando sonar seductor mientras su corazón latía como un tambor. Ella rió, inclinándose para susurrarle al oído: “No, corazón, soy única. ¿Me mostrás tu habitación? Quiero ver si es tan grande como vos”. Carlos tragó saliva, sintiendo el peso de la trampa que había armado. “Seguime”, dijo, y ella lo tomó del brazo, sus uñas rozando su piel como un aviso.
Hotel Hilton, 23:30 hs
Carlos “El Quesón” Bessio, menos experimentado que sus compañeros, casi se atraganta con su trago cuando su Carla, una rubia de mirada gélida y vestido negro como la noche, se acercó. “Sos más alto de lo que imaginé”, dijo ella, con una voz que parecía deslizarse por su espina dorsal. “Y vos más linda de lo que esperaba”, balbuceó él, maldiciendo su torpeza. Ella sonrió, apoyando una mano en su pecho. “Relajate, grandote. La noche es joven, y vos y yo tenemos mucho por descubrir”. Carlos sintió un calor subiéndole por el cuello, pero el plan lo ancló. “Tengo una suite con vista al río. ¿Subimos?”, propuso. Ella asintió, y mientras caminaban hacia el ascensor, él sintió su mirada clavada en él, como si ella supiera algo que él no.
Hotel Four Seasons, 23:45
Carlos “El Quesón” Boassio era el más confiado. Había lidiado con peores cosas en los potreros de La Plata que con una rubia seductora. Su Carla, de ojos azules y un vestido azul eléctrico, lo recibió con una sonrisa que prometía problemas. “Sos un hombre de acción, ¿no?”, dijo ella, rozando su mano mientras tomaban un trago en el lobby. “Me gusta moverme rápido”, respondió él, guiñándole un ojo. Ella se acercó, sus labios a centímetros de los suyos. “Eso me gusta. ¿Qué tal si me mostrás lo rápido que podés ser en privado?”. Carlos sintió un escalofrío, pero su mente estaba en la trampa. “La suite está lista, reina. Vamos”. Ella lo siguió, su risa resonando como un eco peligroso.
Las puertas de las suites en los cuatro hoteles de lujo se cerraron con un clic que resonó como un disparo en la mente de cada Carlos. Los “Quesones” sabían que estaban entrando en un juego peligroso, pero la sed de revancha los empujaba a seguir. Las Carlas, con sus sonrisas enigmáticas y sus movimientos felinos, parecían ajenas a la trampa, o tal vez demasiado confiadas. En cada habitación, la tensión era un cable a punto de romperse, y los diálogos, cargados de dobles sentidos, marcaban el preludio de un enfrentamiento que nadie podía prever.
Hotel Alvear Palace, Suite 1201, 23:10 hs
Carlos “El Quesón” Boasso cerró la puerta tras Carla, cuyos ojos verdes brillaban bajo la luz tenue de la lámpara. La suite era un derroche de lujo: alfombras persas, una cama king-size y una vista a la avenida Alvear que cortaba el aliento. Pero Carlos no estaba para disfrutar el paisaje. Su mano, aún sudada, rozaba el celular escondido en su bolsillo, listo para activar la señal que alertaría a sus contactos en la recepción si algo salía mal.
“Impresionante lugar, grandote”, dijo Carla, dejando caer su bolso sobre un sillón de terciopelo. Se acercó a la ventana, su silueta recortada contra la ciudad. “No cualquiera invita a una chica como yo a un sitio así”. Su voz era un ronroneo, pero había un filo en sus palabras que puso a Carlos en guardia.
“Quise hacer las cosas bien”, respondió él, forzando una sonrisa mientras se servía un whisky del minibar. “¿Querés uno?”. Ella giró, su vestido plateado destellando como un arma. “Solo si me prometés que esta noche no termina en un trago”, dijo, acercándose hasta que sus labios estuvieron a un suspiro de los suyos. Carlos sintió su pulso acelerarse, pero el recuerdo del Queso en su cama lo ancló. “Tranquila, esto recién empieza”, murmuró, guiándola hacia la cama. Ella rió, sentándose con una gracia que parecía ensayada. “Eso espero, porque no me gusta que me hagan perder el tiempo”.
Hotel Faena, Suite 305, 23:25 hs
Carlos “El Quesón” Buossio, con su metro noventa y cinco y sus manos torpes fuera del arco, intentaba mantener la calma mientras su Carla paseaba por la suite como una pantera enjaulada. El diseño extravagante del Faena, con sus cortinas rojas y muebles dorados, parecía amplificar la presencia de la rubia. Ella se detuvo frente al espejo, ajustándose un mechón de cabello dorado, y lo miró a través del reflejo. “Sos un tipo interesante, Carlos. No todos los arqueros tienen… tanto para ofrecer”, dijo, con una sonrisa que era mitad cumplido, mitad amenaza.
Él tragó saliva, sintiendo el peso de sus botines talla 50, que había dejado junto a la puerta como parte del plan: un arma improvisada si las cosas se ponían feas. “Y vos no sos cualquier Carla, ¿no?”, replicó, intentando sonar confiado mientras se acercaba. Ella se giró, apoyando una mano en su pecho. “Digamos que soy una edición limitada”, susurró, sus uñas rozando la camisa de Carlos. “¿Querés ver lo especial que puedo ser?”. Él asintió, guiándola hacia el sofá. Su mente gritaba “cuidado”, pero su cuerpo, traidor, respondía al calor de su cercanía. “Mostrame”, dijo, y ella sonrió, como si supiera algo que él ignoraba.
Hotel Hilton, Suite 708, 23:40 hs
Carlos “El Quesón” Bessio estaba sudando a mares. Su Carla, con su vestido negro y su mirada que cortaba como vidrio, lo tenía contra las cuerdas. La suite, con su vista al río y su minimalismo moderno, parecía demasiado pequeña para contener la tensión entre ellos. “Nervioso, grandote?”, preguntó ella, sentándose en el borde de la cama y cruzando las piernas con una lentitud deliberada. “No todos los días me miran como si fuera a comérmelos vivos”.
Carlos rió, un sonido torpe que traicionaba su inexperiencia. “Es que sos… intimidante”, admitió, sentándose a su lado. Ella inclinó la cabeza, estudiándolo. “Me gusta eso. Los hombres que se intimidan son los más divertidos”. Su mano se deslizó por el brazo de Carlos, y él sintió un escalofrío. “¿Querés saber un secreto?”, susurró ella, acercándose tanto que él pudo oler su perfume, una mezcla de jazmín y algo más oscuro, casi metálico. “Siempre”, respondió él, su voz temblando. “Los secretos son lo mío”. Ella sonrió, y por un instante, Carlos juró ver un destello de crueldad en sus ojos. “Subamos la apuesta, entonces”, dijo, tirando de él hacia la cama.
Hotel Four Seasons, Suite 1502, 23:55 hs
Carlos “El Quesón” Boassio era el único que parecía disfrutar del juego. Su Carla, con su vestido azul eléctrico y una risa que resonaba como un cascabel, lo había seguido a la suite sin dudar. La habitación, con su elegancia sobria y un balcón que daba a los jardines, era el escenario perfecto para su plan. “Sos un hombre que sabe lo que quiere, ¿no?”, dijo ella, sirviéndose un trago de la botella de champagne que Carlos había pedido. “Me gusta tomar el control”, respondió él, guiñándole un ojo mientras se aflojaba la corbata.
Ella se acercó, balanceando la copa con una mano y deslizando la otra por el pecho de Carlos. “Control, ¿eh? Eso vamos a ver”. Su voz era un desafío, y Carlos, por un momento, olvidó que estaba en una misión. “Mostrame de qué estás hecha, Carla”, dijo, tirando de ella hacia la cama. Ella no se resistió, pero mientras caían sobre las sábanas, sus ojos brillaron con una intensidad que lo hizo dudar. “Cuidado con lo que pedís, grandote”, susurró, y su risa llenó la habitación como un presagio.
En cada suite, las luces se atenuaron, los cuerpos se acercaron, el sexo fue intenso, salvaje y feroz, y el aire se cargó de promesas y peligros. Los Quesones, con sus corazones latiendo como tambores de guerra, sabían que estaban a un paso de desenmascarar a las Viudas Quesonas. Pero las Carlas, con sus sonrisas afiladas y sus movimientos precisos, parecían jugar un juego mucho más grande. Las puertas estaban cerradas, las trampas estaban tendidas, y el destino de los Carlos pendía de un hilo tan fino como el borde de un cuchillo.
Hotel Alvear Palace, Suite 1201, 00:15 hs
Carlos “El Quesón” Boasso, con su presencia imponente, había guiado a su Carla al centro de la suite. La rubia, con su vestido plateado ahora descolgado sobre un hombro, lo miraba con una mezcla de desafío y seducción. “Sos grande en todos los sentidos, ¿no?”, dijo, arrodillándose frente a él con una lentitud teatral. Carlos, con una sonrisa torcida, se quitó los zapatos, dejando al descubierto sus pies enormes, sudorosos tras horas de tensión. El olor, una mezcla densa de cuero y esfuerzo, llenó la habitación.
Carla, en lugar de retroceder, se inclinó más, sus labios rozando los dedos de los pies de Carlos. “Me gusta un hombre que no tiene miedo de ser… natural”, susurró, lamiendo con una lengua experta, sus ojos fijos en los de él. Carlos sintió un escalofrío, pero no era solo placer; era poder. La música de un altavoz Bluetooth llenaba la suite con un ritmo lento, y Carla comenzó un baile, deslizando su vestido al suelo en un striptease que parecía coreografiado para hipnotizar. Pero Carlos no se dejó llevar del todo. En su mente, el plan seguía vivo.
De repente, sacó un cuchillo de cocina, un monstruo de acero de 50 centímetros que había escondido bajo la cama. “Se acabó el juego, Carla”, gruñó. Ella, aún de rodillas, lo miró con una sonrisa que no vaciló. “¿Seguro, grandote?”. Pero antes de que pudiera moverse, Carlos arrojó un Queso Gruyere de diez kilos, lleno de agujeros, que la golpeó en el pecho y la hizo caer. Sin darle tiempo a reaccionar, levantó el cuchillo y descargó una lluvia de puñaladas. La sangre salpicó las sábanas blancas, el suelo de mármol, su propia cara. Carla, con un grito ahogado, dejó de moverse. Carlos, jadeando, tomó otro Queso Emmental de su mochila y lo dejó caer sobre el cadáver, un sello final de su venganza.
“QUESO” dijo en voz alta el asesino.
Hotel Faena, Suite 305, 00:30 hs
Carlos “El Quesón” Buossio estaba al borde del colapso. Su Carla, ahora semidesnuda tras un baile que había hecho temblar las cortinas rojas del Faena, estaba de rodillas, besando y lamiendo sus pies gigantes con una devoción que lo desarmaba. “Nunca había visto pies tan… imponentes”, murmuró ella, su voz cargada de una mezcla de burla y deseo. El olor de sus pies, intensificado por el calor de la noche, no parecía molestarla; al contrario, parecía excitarla. Carlos, atrapado entre el plan y la tentación, dejó que ella siguiera, mientras sus manos temblaban alrededor de un cuchillo escondido en el respaldo del sofá.
“Seguí, Carla, pero esto no termina como querés”, dijo, intentando sonar firme. Ella alzó la vista, sus ojos brillando. “¿Y cómo termina, grandote?”. En un movimiento rápido, Carlos lanzó un Queso Gruyere de diez kilos, que la golpeó en la cabeza, aturdiéndola. Ella cayó, y él, con un rugido de furia, blandió el cuchillo. Las puñaladas fueron salvajes, cada corte un desahogo de la humillación sufrida. La suite, ahora un lienzo de sangre, parecía un cuadro de pesadilla. Cuando terminó, colocó un Queso Emmental sobre el cuerpo inmóvil, su respiración entrecortada resonando en el silencio.
“QUESO” dijo en voz alta el asesino.
Hotel Hilton, Suite 708, 00:45 hs
Carlos “El Quesón” Bessio, el menos experimentado, estaba al límite. Su Carla, con su vestido negro hecho jirones tras un striptease que lo había dejado sin aliento, lamía sus pies con una intensidad que lo hacía temblar. “Sos un gigante de verdad”, susurró ella, chupando uno de sus dedos mientras lo miraba con ojos que prometían el infierno. El olor de sus pies, casi insoportable, parecía alimentar la danza de Carla, que giraba alrededor de él como una serpiente. Carlos, con el corazón en la garganta, sabía que era ahora o nunca.
“No sos vos la que manda aquí”, gruñó, sacando un cuchillo de carnicero que había escondido en una lámpara. Carla rió, pero su risa se cortó cuando un Queso Gruyere de diez kilos la golpeó en el pecho, tirándola al suelo. “¡Maldito!”, gritó, pero Carlos ya estaba sobre ella, el cuchillo cortando el aire. La sangre salpicó las paredes, el río visible desde la ventana parecía reflejar el rojo. Cuando todo terminó, colocó un Queso Emmental sobre el cadáver, sus manos temblando no de miedo, sino de una euforia oscura.
“QUESO” dijo en voz alta el asesino.
Hotel Four Seasons, Suite 1502, 01:00 hs
Carlos “El Quesón” Boassio, el más confiado, había llevado el juego más lejos. Su Carla, ahora desnuda tras un baile que había convertido la suite en un escenario de deseo, besaba sus pies con una pasión que rayaba en lo obsesivo. “Sos un dios, Carlos”, murmuró, su lengua trazando círculos en su piel. El olor de sus pies, una mezcla de sudor y cuero, parecía embriagarla. Pero Carlos, con su plan grabado a fuego, no se dejó llevar. “Esto es por mis hermanos”, dijo, sacando un cuchillo de caza que brillaba bajo la luz del balcón.
Carla intentó levantarse, pero un Queso Gruyere de diez kilos la derribó, rompiendo una mesa auxiliar. “¡Hijo de—!”, empezó a gritar, pero el cuchillo de Carlos fue más rápido. Las puñaladas fueron brutales, cada una un eco de la rabia contenida. La suite, ahora un charco de sangre, olía a muerte y Queso. Colocó un Queso Emmental sobre el cuerpo, su rostro impasible mientras limpiaba el cuchillo en las cortinas.
“QUESO” dijo en voz alta el asesino.
Las cuatro suites, ahora escenas de carnicería, guardaban un silencio sepulcral. Los Quesones, empapados en sangre y con los corazones latiendo como tambores, miraron los cuerpos de las Carlas, cada uno coronado por un Queso Emmental o un Queso Gruyere.
El amanecer en Buenos Aires trajo un alivio tenso al mundo del fútbol. Los vestuarios, antes cargados de paranoia, ahora susurraban con una mezcla de alivio y temor reverencial. Los titulares de los diarios sensacionalistas, desde Crónica hasta los portales deportivos, gritaban: “¡Los Quesones acabaron con las Viudas Quesonas!”. Las cuatro Carlas, aquellas rubias fatales que habían desvalijado departamentos y humillado a futbolistas, yacían muertas en suites de lujo, cada una con un Queso Emmental o un Queso Gruyere sobre su cadáver como un trofeo macabro. Los responsables, los cuatro arqueros gigantes llamados Carlos —“El Quesón” Boasso, “El Quesón” Buossio, “El Quesón” Bessio y “El Quesón” Boassio—, se convirtieron en una leyenda instantánea.
El mundo del fútbol respiraba aliviado, pero no sin cautela. Los rumores de que nuevas Viudas Quesonas podrían surgir mantenían a los jugadores en alerta. En los bares de Palermo y los potreros de Avellaneda, se hablaba de mujeres rubias acechando en las sombras, listas para vengar a las Carlas. Pero ahora, todos sabían que había un contrapeso: los Quesones, cuatro titanes de 1,95 metros, con pies talla 50 y una sed de justicia tan brutal como sus cuchillos. “Si aparece otra Carla, los Carlos la van a reventar”, se jactaban los hinchas en las tribunas, levantando vasos de cerveza en honor a los arqueros vengadores.
La policía, liderada por el inepto comisario Miguel “El Gordo” Ramírez, no tenía interés en desentrañar el baño de sangre. Las suites de los hoteles Alvear Palace, Faena, Hilton y Four Seasons eran escenas de pesadilla: sangre en las paredes, muebles destrozados y los cuerpos de las Carlas, cada uno con un Queso como epitafio. Pero la investigación fue un desastre. Las cámaras de seguridad, misteriosamente desactivadas; las huellas dactilares, inexistentes; y los testigos, demasiado borrachos o asustados para hablar. El Gordo, con su libreta manchada de café, cerró los casos con un veredicto vago: “Homicidios en defensa propia”. Nadie preguntó demasiado. Nadie quería meterse con los Quesones.
Los rumores decían que el comisario había recibido un paquete anónimo: un Queso Gruyere de diez kilos con una nota que decía, “Olvidá todo, Gordo”. Ramírez, pálido, archivó los expedientes y se pidió un traslado a una comisaría rural. La policía, desde su torpeza, prefirió dejar que la historia se desvaneciera en el olvido. Pero el olvido no era una opción.
La historia de las Viudas Quesonas y los Quesones no murió en los archivos policiales. Explotó en internet como un virus. En YouTube, canales de true crime y creepypastas comenzaron a diseccionar los hechos con títulos como “Las Viudas Quesonas: ¿Seductoras o Asesinas?” o “Los Quesones: Los Arqueros que Asesinaron con Queso”. Videos con recreaciones dramáticas, llenos de efectos de sonido escalofriantes y narradores con voces graves, acumulaban millones de vistas. Uno de los más populares, subido por un canal llamado “Misterios del Cono Sur”, incluía una animación de un Carlos gigante apuñalando a una Carla mientras un Queso Gruyere caía del cielo. Los comentarios eran una mezcla de fascinación y burla: “Los pies talla 50 son el verdadero arma letal 😂” o “¿Quién deja un Queso en un cadáver? ¡Eso es arte!”.
En X, el hashtag #ViudasQuesonas se volvió tendencia mundial. Usuarios compartían memes de Quesos con pelucas rubias, teorías conspirativas sobre una red secreta de Carlas, y hasta fanarts de los Quesones como superhéroes con cuchillos y Quesos suizos. Un hilo viral, escrito por un usuario anónimo (@ElQuesoVengador), narraba la historia con detalles tan vívidos que algunos juraban que era uno de los Carlos. “No sabés lo que es ver a una Carla suplicar mientras el Queso la aplasta. Los Quesones no perdonan”, decía el último tuit, acompañado de una foto borrosa de un bloque de Emmental.
Las creepypastas no tardaron en llegar. En foros como Reddit y sitios de relatos de terror, las historias se multiplicaban. Una, titulada “El Queso que Sangra”, describía a una Carla fantasma que aparecía en los vestuarios, con sangre goteando de un Queso perforado. Otra, “Los Pies de los Quesones”, narraba cómo los pies gigantes y olorosos de los Carlos embrujaban a las nuevas Viudas antes de aplastarlas. Los relatos, mezcla de humor negro y horror, se compartían en streams de Twitch y podcasts, convirtiendo a las Viudas Quesonas en un mito moderno.
En los vestuarios, los futbolistas revisaban sus citas con paranoia, temiendo cruzarse con una rubia que se presentara como Carla. Pero también miraban a los arqueros con respeto. Los Quesones, aunque nadie sabía dónde estaban, eran ahora guardianes de un código no escrito: si las Viudas volvían, los Carlos estarían listos.
La leyenda de las Viudas Quesonas y los Quesones no tenía fin. Cada Queso en un mercado, cada rubia en un bar, cada arquero alto en una cancha, era un recordatorio. En YouTube, en X, en las pesadillas de los futbolistas, la historia vivía, sangrienta, absurda y eterna.
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enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
por el título parecía un cuento de Quesonas, pero eran los clones de Carlos Bossio, medio Dibus Martínez
ResponderBorrargran relato, lo de las viudas negras Quesonas (no asesinas) da para más relatos, este tranquilamente podría haber sido la pseudo Asesina de Kevin LoMonaco, no lo matan, pero le roban todo y el jugador va a buscar a Carlos Izquierdoz para que lo vengue, o en una onda retro, a Carlos Bossio
ResponderBorraren un relato tradicional, Carlos Bossio, Carlos Lampe, Carlos Roa (como estrangulador) y Carlos Navarro Montoya, todos arqueros, y con sus apariencias jovenes, serían grandes protagonistas, cuentazo queson, vengadores del queso
ResponderBorrarla historia es excelente, pero el título es engañoso: parece que son quesonas que matan a sus maridos, pero son viudas negras, vulgares ladronas, no asesinas, y los Carlos hacen lo que deben hacer
ResponderBorrarPodría haber ido para un lado o para otro, lo que eso interesante a este cuento.
ResponderBorrarNo estaría mal un relato en que ganen las Carlas.
El Fauno
sí, debería tener una historia alternativa, con dos finales
Borrarlos arqueros, los arquesos, suelen más quesones que los futbolistas de campo
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