El Cuento Quesón de la Segunda Guerra Mundial #QUESO
Mediados de 1944, Auschwitz, cerca de Cracovia, Polonia (bajo ocupación del III Reich)
El aire en Auschwitz era denso, impregnado del olor a ceniza y muerte. Mediados de 1944 marcaban un punto de inflexión en la Segunda Guerra Mundial. Los Aliados habían desembarcado en Normandía el 6 de junio, y el Día D había desencadenado una ofensiva implacable en el frente occidental. En el este, la Operación Bagration, lanzada por el Ejército Rojo el 22 de junio, estaba destrozando las líneas alemanas en Bielorrusia, avanzando hacia Polonia, Hungría y Checoslovaquia. El III Reich, aunque aún aferrado a su ideología fanática, comenzaba a tambalearse. Pero en el corazón de Auschwitz-Birkenau, el epicentro del Holocausto, la maquinaria nazi seguía funcionando con una eficiencia aterradora. Ese día, quinientos judíos croatas habían sido conducidos a las cámaras de gas, sus gritos ahogados por el rugido de los hornos crematorios.
Astrid von Breitner, una oficial de las SS nacida en Viena, se retiró a un rincón del campo para descansar. Su uniforme, impecable a pesar de la jornada agotadora, reflejaba la disciplina que ella consideraba un pilar de la "raza aria". Bajo la luz plateada de la luna llena, contemplaba el cielo, buscando un momento de calma en medio del caos. Sus pensamientos, sin embargo, estaban llenos de fervor nacionalsocialista. La llegada de su colega, Hans von Augenthaler, rompió su introspección.
—Vamos a perder la guerra, Astrid —dijo Hans, su voz cargada de un cansancio que iba más allá de lo físico—. Los americanos avanzan en Francia. Los rusos ya están en Hungría y Checoslovaquia. No podemos detenerlos.
Astrid giró hacia él, sus ojos azules brillando con una mezcla de desprecio y fanatismo. Su cabello rubio, recogido en un moño severo, parecía absorber la luz lunar.
—Verlieren Sie den Krieg? ¡Jamás! —espetó en alemán, su voz cortante como una cuchilla—. En los próximos días, nuestro Führer nos conducirá a la victoria total. Las Vergeltungswaffen, las armas de represalia, están casi listas. La V-2 ya ha golpeado Londres, y pronto la Wunderwaffe —la bomba atómica de la que tanto se rumorea— reducirá a cenizas Moscú, Nueva York y Londres. Los Aliados y los bolcheviques elegirán entre la rendición o el exterminio.
Hans, un oficial de menor rango, titubeó. Su fe en el Führer había sido inquebrantable, pero las noticias del frente —los informes de la Wehrmacht diezmada en el este y la presión aliada en el oeste— lo hacían dudar.
—¿Crees que esas armas estarán listas a tiempo? —preguntó, casi en un susurro.
Astrid lo miró con desprecio, su mano instintivamente rozando la culata de su Luger.
—Natürlich! —respondió, su voz impregnada de una certeza fanática—. Solo los traidores, los judíos y los débiles dudan de nuestro Führer. Pronto, los judíos habrán desaparecido de Europa, y la raza aria dominará el continente. Estas derrotas son solo reveses temporales. La victoria final será de Hitler, del nacionalsocialismo y de Alemania. ¿O es que tú ya no crees en nuestro Führer?
Hans abrió la boca para responder, pero sus palabras fueron silenciadas por un destello. Astrid, sin dudarlo, sacó su pistola y disparó. La bala se incrustó en la frente de Hans, quien cayó al suelo con un golpe seco, sus ojos abiertos en una expresión de sorpresa eterna. La sangre comenzó a formar un charco bajo la luz de la luna.
—¡Heil Hitler! —gritó Astrid, levantando el brazo en el saludo nazi—. Es wird immer ein Deutscher sein! Die Zukunft ist ein und sozialistische National! Sieg Heil!
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Al día siguiente, en el cuartel de las SS en Auschwitz
El capitán Jürgen von Illgner, un hombre de rostro anguloso y mirada fría, convocó a Astrid a su oficina. Las paredes estaban decoradas con mapas del Reich y retratos de Hitler, Himmler y otros jerarcas nazis. La atmósfera era opresiva, como si el peso de la ideología nazi impregnara cada rincón.
—¿Y el oficial Hans von Augenthaler? —preguntó Von Illgner, tamborileando los dedos sobre su escritorio.
Astrid, imperturbable, respondió con frialdad:
—Fue asesinado por un prisionero del Ejército Rojo que escapó con la ayuda de guerrilleros comunistas polacos.
Von Illgner frunció el ceño. La resistencia polaca, especialmente los partisanos comunistas del Armia Ludowa, se había intensificado en los últimos meses, atacando convoyes y saboteando líneas de suministro nazis. La idea de un prisionero escapando de Auschwitz era una afrenta.
—Esto merece un castigo ejemplar —declaró Von Illgner—. Exterminaremos un pueblo polaco entero como escarmiento. Es lo que estos asquerosos eslavos merecen.
Astrid asintió, sus labios curvándose en una sonrisa cruel.
—¿Qué pueblo elegimos? —preguntó, ansiosa por derramar más sangre.
Von Illgner hizo una pausa, recordando su infancia en Viena durante la Gran Guerra. Un recuerdo lejano emergió: un limpiador de pisos polaco, Jan Mazurkiewicz, un hombre humilde que le había parecido repugnante solo por su origen.
—Era de un pueblo llamado Mielec —dijo, su voz cargada de desprecio—. Un lugar infestado de eslavos.
—Exterminaremos Mielec, entonces —respondió Astrid, sus ojos brillando con sed de violencia.
Otro oficial, Klaus von Strasser, intervino con cautela:
—Capitán, necesitamos esas divisiones. Los rusos están avanzando. Goebbels ha ordenado que no se hable de las derrotas en Alemania, pero los soviéticos están a las puertas de Polonia.
Von Illgner lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Nuestro movimiento nació para purificar el mundo de judíos, eslavos, gitanos y todas esas ratas que contaminan la raza aria —declaró—. El escarmiento en Mielec se llevará a cabo. Que los rusos estén en Hungría o Checoslovaquia es irrelevante. En pocas semanas, nuestro Führer revelará la Wunderwaffe definitiva: la bomba atómica. Londres, Moscú, Nueva York y Leningrado serán borradas del mapa. El III Reich triunfará.
Astrid, inflamada por las palabras de su superior, añadió:
—Exterminaremos a toda la población de Mielec. Hombres, mujeres y niños. Nadie debe quedar vivo.
—Hacedlo —ordenó Von Illgner, levantando el brazo—. Heil Hitler!
—Heil Hitler! —respondió Astrid, su voz resonando con fervor.
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Mielec, Polonia, días después
La división de las SS, liderada por Astrid, llegó a Mielec con la precisión de una máquina de guerra. Los tanques Panzer IV rugían por las carreteras polvorientas, y los soldados de las SS, armados con subfusiles MP40 y granadas, se preparaban para cumplir la orden de arrasar el pueblo. Sin embargo, al entrar en Mielec, se encontraron con una sorpresa: una avanzada del Ejército Rojo, apoyada por partisanos polacos del Armia Ludowa, había tomado posiciones en el pueblo. Los soviéticos, alertados por la resistencia local, estaban listos para luchar.
Astrid, desde el frente, gritó:
—Es sollte niemand am Leben! ¡No debe quedar nadie vivo!
Pero la resistencia fue feroz. Los soldados soviéticos, atrincherados en casas de madera y edificios de piedra, respondieron con ráfagas de ametralladoras PPSh-41 y granadas antitanque. Las calles de Mielec se convirtieron en un campo de batalla, con combates cuerpo a cuerpo en cada esquina. Astrid, blandiendo su Luger y un cuchillo de combate, peleó con una furia casi sobrenatural. Como una valkiria de la mitología germánica, cortaba y disparaba, dejando un reguero de cuerpos soviéticos a su paso. Su fanatismo la hacía implacable, pero los rusos no cedían.
Cuando cayó la noche, el combate seguía sin un claro vencedor. Astrid, exhausta y cubierta de sangre ajena, se refugió en una casa abandonada en las afueras del pueblo. La vivienda, humilde y destartalada, olía a humedad y madera podrida. Sobre una mesa de roble, en el centro de la sala, reposaba una enorme rueda de Queso, intacta, como un vestigio de la vida que alguna vez había habitado ese lugar. Astrid, hambrienta tras horas de lucha, se acercó al Queso, su mente nublada por el fervor y la fatiga.
Antes de que pudiera cortar un pedazo, dos soldados soviéticos irrumpieron en la casa. Astrid se escondió detrás de una pared derruida, su corazón latiendo con una mezcla de adrenalina y desprecio. Los observó en silencio. El primero, Carlos, era un hombre imponente, de casi dos metros, con cabello negro azabache y una presencia que sugería su origen en las estepas de Asia Central, quizás un kazajo o uzbeko reclutado por el Ejército Rojo. El segundo, Iván, era más menudo, con cabello rubio y rasgos eslavos, claramente un ruso de Leningrado, endurecido por el asedio de su ciudad entre 1941 y 1944.
Iván tomó el Queso y le dijo a Carlos en ruso:
—Carlos, my berem etot syr. Nos llevaremos este Queso.
Carlos, con una voz grave que resonaba en la sala, respondió:
—Como buenos comunistas, no pensamos en el individuo, sino en el pueblo soviético. Compartiremos este Queso con nuestros camaradas.
Astrid, oculta tras la pared, no entendía ruso, pero el tono de los soldados le bastó para imaginar su conversación. Su mano apretó la culata de su Luger, y una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.
—Nadie comerá nada —dijo en alemán, saliendo de su escondite con la pistola apuntando directamente a Iván—. Ese Queso es mío. Del pueblo alemán. De la raza aria. De la raza superior.
Iván, sorprendido, giró la cabeza y se encontró con el cañón de la Luger. No entendió las palabras de Astrid, pero el lenguaje de la muerte era universal. Antes de que pudiera reaccionar, Astrid apretó el gatillo. El disparo resonó en la casa, y la bala atravesó el cráneo de Iván, quien cayó al suelo, el Queso aún en sus manos. La sangre comenzó a extenderse por el suelo de madera, tiñendo el polvo de un rojo oscuro.
Carlos, atónito, observó el cuerpo de su camarada. Astrid giró la pistola hacia él, su rostro iluminado por una mezcla de triunfo y fanatismo.
—Morirás, bolchevique —dijo, su voz goteando desprecio—. Como morirá tu sucia república infestada de comunistas. Heil Hitler!
Apretó el gatillo nuevamente, pero esta vez, solo se escuchó un clic seco. La Luger estaba vacía. Astrid, por primera vez, sintió un destello de pánico en su pecho. Carlos, recuperándose del shock, sacó un puñal de su cinturón, un arma tosca pero letal, forjada en algún taller improvisado del frente oriental.
—Te has quedado sin balas —dijo Carlos en ruso, su voz cargada de una furia contenida. Comenzó a avanzar hacia Astrid, que retrocedía lentamente, buscando una salida.
—Morirás como tu Führer, rata inmunda nacionalsocialista —continuó Carlos, blandiendo el puñal—. Los crímenes del III Reich llegarán a su fin.
Astrid, atrapada contra una pared, gritó:
—¡Nooo! —Su voz, por primera vez, tembló de miedo.
Carlos no vaciló. Con un movimiento rápido, le clavó el puñal en el pecho, justo debajo de la clavícula. La hoja atravesó carne y hueso, y Astrid dejó escapar un gemido de dolor. Sus ojos, aún llenos de odio, se encontraron con los de Carlos.
—Kilo syra prishlos' by prodat', no teper' vasha krov' budet platit' za svoi prestupleniya —dijo Carlos, su voz fría como el acero—. Kilos de Queso hubierais tenido que vender, pero ahora con tu sangre pagarás tus crímenes.
Astrid, tambaleándose, intentó hablar, pero la sangre ya llenaba su garganta. Carlos, sin piedad, asestó una segunda puñalada, esta vez en el abdomen. La oficial nazi cayó de rodillas, su uniforme manchado de rojo. Con un último esfuerzo, alzó la vista hacia Carlos y, con voz rota, murmuró:
—Diese Qual... Geben Sie mir die letzte Stich und töten alles. Wie traurig, Ironie des Schicksals... Ich dachte immer, dass ich in meinem schönen und sauberen Österreich sterben würde, aber ich muss in diesem schmutzigen und widerlichen Polen sterben. (Evitadme esta agonía... Dadme la puñalada final y acabad con todo esto. Qué triste ironía del destino... Siempre pensé que moriría en mi bella y limpia Austria, pero debo morir en esta Polonia sucia y asquerosa.)
Carlos, sin un ápice de compasión, respondió:
—Okhotno, fashist. Con mucho gusto, fascista.
La tercera puñalada fue precisa y brutal, un corte profundo en el cuello que cercenó la arteria carótida. La sangre brotó como un géiser, empapando el suelo y salpicando el Queso que aún yacía en la mesa. Astrid se desplomó, su cuerpo convulsionando brevemente antes de quedar inmóvil. Sus últimas palabras, apenas audibles, fueron un susurro fanático:
—Deutschland wird ewig sein. Heil Hitler!
Carlos, con el rostro endurecido por la guerra, miró el cadáver de Astrid y luego el Queso. Con desprecio, tomó la rueda de Queso y la arrojó sobre el cuerpo de la nazi.
—Nikto ne budet yest' etot syr, napolnennaya etimi fashistskimi vragami mira i chelovecheskogo roda. Nadie comerá este Queso, infestado de estos nazis enemigos de la paz y de la especie humana —dijo, escupiendo al suelo—. YA vybroshu yego v etu gryaznuyu i otvratitel'nuyu nemetskom yazyke. Se lo tiraré a esta sucia y asquerosa alemana.
—¡Сыр! (¡Queso!) —gritó, lanzando el Queso sobre el cadáver con un gesto de desprecio final.
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El destino de Carlos
Horas después, Mielec cayó en manos del Ejército Rojo. Los nazis, superados en número y desmoralizados, se retiraron hacia el oeste, dejando tras de sí un pueblo devastado pero libre. Carlos, aún conmocionado por la muerte de Iván y su encuentro con Astrid, se reunió con su unidad. Esa noche, mientras los soldados soviéticos celebraban su victoria, el aire se llenó con el sonido de balalaikas y la melodía de Kalinka:
Kalinka, kalinka, kalinka maya!
V sadu yagada malinka, malinka maya!
Carlos continuó luchando en la guerra, participando en la liberación de Budapest en febrero de 1945 y en la caída de Berlín en mayo de ese año. Su valentía en el frente le valió la Orden de la Unión Soviética, condecoración que le fue entregada personalmente por Stalin en una ceremonia en Moscú. Tras la guerra, Carlos se convirtió en una figura destacada en el Partido Comunista, entrenando a los equipos soviéticos de gimnasia para los Juegos Olímpicos de Helsinki (1952) y Melbourne (1956). En 1956, Nikita Khrushchev lo recibió en la Plaza Roja, donde fue honrado como héroe de la Gran Guerra Patria.
Sin embargo, hasta sus últimos días en la década de 1970, Carlos nunca olvidó aquel encuentro en Mielec. La imagen de Astrid, con su fanatismo ciego y su crueldad inhumana, lo perseguía. Cada vez que cerraba los ojos, veía el Queso ensangrentado, el cuerpo de Iván en el suelo y el rostro de la nazi mientras la vida se le escapaba. Para Carlos, aquel día en Polonia no fue solo una victoria en la guerra, sino un recordatorio de la lucha contra el odio y la barbarie que el III Reich representaba.
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tocas temas serios, la verdad que te pásate con estos cuentos quesones
ResponderBorrares un gran cuento este, muy bien ambientado, bien contado, no es fácil hablar de un tema delicado como es la segunda guerra mundial
ResponderBorrarentonces a Astrid Breitner la mataron o está esta es una homónima?
ResponderBorraren las imagenes hay un nazi queson matando a la mina, pero en la historia el asesino es un ruso, bueno, no importa
ResponderBorrarEste cuento merece ser parte del canon de los Relatos quesones, sin duda.
ResponderBorrarSucumbió bajo un Carlos, sin sexo, un ritual que tal vez no se merecía.
Para ser vampirizada, algo que se puede contar en futuros relatos, por Lady Dumitrescu lo la Marquesa de Avila. O tal vez por ambas.
Vampirizada pero condenada a ser más vulnerable que la Lady y la Marquesa, por eso fue golpeada por Gabriela Spanic.
El Fauno
es canón, pero como "Cuentos Quesones", no como fanfic de la saga de "El Asesino de..."
Borrarextraordinaria crónica de la Segunda Guerra Mundial y del III Reich, además el autor le da importancia al Ejercito Rojo, siempre ninguneado por las películas yanquis, yo creo que la nazi que vemos en los cuentos, adopto el nombre en homenaje a esta martir del III Reich
ResponderBorrardebe haber estado lleno de "quesones" en esa epoca
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