El Cuento Quesón de la Opera #QUESO
En el corazón de una ciudad palpitante, donde las luces de neón parpadeaban como luciérnagas urbanas, se alzaba el Gran Teatro Novo Ópera, un coloso de mármol blanco y cristal tallado que destellaba bajo la luna. Sus cúpulas doradas, adornadas con querubines esculpidos, parecían susurrar melodías olvidadas, y sus salones, tapizados en terciopelo carmesí, olían a historia y tragedia. Pero más allá de su esplendor, el teatro era un crisol de ambiciones y rencores, vigilado por los espíritus de la ópera, entidades etéreas con rostros de máscaras venecianas y ojos que brillaban como candelabros apagados. Sus susurros, como notas discordantes de un aria rota, resonaban en los pasillos, presagiando desgracia.
El Gran Teatro anunció una nueva producción de Rigoletto, la ópera de Verdi que prometía deslumbrar a la élite cultural. Carlos, un hombre alto de hombros anchos, cabello negro peinado con gomina y ojos ardientes como carbones, vio su oportunidad. Calzaba botas talla 52, cuyos pies gigantes desprendían un hedor fétido que hacía arrugar narices incluso en los camerinos mal ventilados. Cantor aficionado con una voz de tenor robusta, Carlos soñaba con la gloria del escenario. En el casting, bajo los focos ardientes del escenario principal, interpretó “La Donna è Mobile” con una pasión que estremeció las butacas vacías. Su voz, potente y vibrante, llenó el teatro, cada nota resonando como un lamento victorioso. Los veinte aspirantes que lo precedieron palidecieron en comparación, y el jurado —un trío de críticos con gafas de montura fina y libretas llenas de garabatos— lo aclamó. “El mejor, sin duda”, susurró la presidenta del jurado, una anciana de cabello plateado. Pero la Signora Traviata, la soprano consagrada de la compañía, una diva de belleza severa, cabello rojo llameante y ojos como esmeraldas frías, alzó la mano. “No lo quiero”, dijo, su voz cortante como un cristal roto. “Sus pies, esas botas monstruosas, apestan como un Queso podrido. No compartiré escenario con esa… abominación”. El jurado, intimidado por su prestigio, cedió, y Carlos fue descartado, su sueño destrozado por el veto de la diva.
Carlos, humillado, salió del teatro bajo una lluvia torrencial, el hedor de sus pies talla 52 mezclándose con el aroma de la ciudad mojada. En su apartamento, un cuchillo de 50 cm, con hoja dentada como los dientes de un tiburón, brillaba sobre la mesa, junto a un Queso Gruyere hinchado y apestoso, comprado en un mercado clandestino. Los espíritus de la ópera, que lo seguían como sombras, susurraban venganza en su mente, sus rostros de máscara danzando en los espejos. La noche antes del estreno de Rigoletto, Carlos, consumido por la rabia, planeó su revancha. Con guantes negros de cuero que crujían al cerrar los puños, una capa oscura que ocultaba su silueta y el cuchillo envainado, acechó a la Signora Traviata tras su ensayo final. La diva, envuelta en un abrigo de visón, salió del teatro hacia su limusina, pero Carlos, rápido como un espectro, la interceptó en un callejón, cubriendo su boca con un pañuelo empapado en cloroformo. La llevó, inconsciente, al Teatro Antiguo de la Ópera, un edificio condenado a la demolición, cuyas ruinas olían a moho y decadencia.
El Teatro Antiguo, a días de ser reducido a escombros, era un mausoleo de recuerdos rotos. Sus cortinas de terciopelo, rasgadas y polvorientas, colgaban como sudarios; los candelabros, oxidados, goteaban cera endurecida; y el escenario, cubierto de tablas rotas, crujía bajo el peso de los pasos. Los espíritus de la ópera, más presentes aquí, flotaban entre las butacas destripadas, sus máscaras venecianas reflejando la luz pálida de la luna que se filtraba por un techo agujereado. Carlos arrastró a Traviata al centro del escenario, donde un foco roto aún colgaba, proyectando sombras grotescas. La diva despertó, atada a una silla de utilería, su abrigo de visón rasgado y su rostro pálido de terror. “¿Qué es esto?”, balbuceó, sus ojos esmeralda buscando una salida. Carlos, con su capa ondeando, emergió de la penumbra, el cuchillo en una mano y el Queso Gruyere en la otra. “Signora Traviata”, gruñó, su voz resonando como un aria fúnebre, “vetaste mi voz por el olor de mis pies. Ahora, el escenario será tu tumba”. Se quitó una bota, talla 52, y el hedor fétido llenó el aire, como si un sepulcro se hubiera abierto. La diva tosió, su rostro contorsionado por el asco. “¡Monstruo!”, gritó, pero Carlos, con una risa gutural, presionó su pie gigante y apestoso contra su rostro, el olor nauseabundo haciéndola jadear. “Siente el aroma de mi venganza”, susurró, alzando el cuchillo.
La hoja de 50 cm destelló bajo la luna, y Carlos la hundió en el pecho de Traviata, una, dos, tres veces, cada puñalada acompañada por un crujido húmedo. La sangre, roja como el telón del Novo Ópera, salpicó las tablas del escenario, formando un charco que reflejó los rostros furiosos de los espíritus. Traviata, con un último gemido, se desplomó, su cuerpo inmóvil bajo la silla rota. Carlos, imperturbable, tomó el Queso Gruyere, hinchado y apestoso, y lo arrojó sobre el cadáver, donde reventó con un sonido grotesco, esparciendo podredumbre que atrajo a una rata desde las sombras. Los espíritus de la ópera, ahora visibles como figuras de niebla con máscaras trágicas, rugieron, haciendo temblar el teatro. El candelabro crujió, y una viga del techo cayó a pocos metros, pero Carlos, con su capa ondeando, salió al callejón, desvaneciéndose en la noche.
El estreno de Rigoletto fue cancelado, y la ciudad se sumió en un revuelo mediático. Los titulares gritaban: “¡Asesinato en el Teatro Antiguo! ¡La Signora Traviata, apuñalada y cubierta con un Queso!”. Las cámaras captaron el escenario macabro, el Queso Gruyere podrido junto al cuerpo de la diva, y los reporteros especulaban sobre el “Quesón”, un asesino que repetía un ritual grotesco. Los fans de Traviata, llorando frente al Novo Ópera, dejaron flores y partituras, mientras los críticos debatían si el crimen era una venganza artística. La policía, desconcertada, rastreó las botas talla 52 de Carlos, pero el asesino había desaparecido, como si los espíritus lo hubieran tragado. En las noches siguientes, los vigilantes del Teatro Antiguo juraron escuchar arias fúnebres en los pasillos, y el hedor fétido de unos pies gigantes persistía en el aire. Los espíritus de la ópera, con sus máscaras venecianas, vigilaban el escenario vacío, sus susurros prometiendo que el Quesón pagaría. El Teatro Antiguo, aún en pie, esperaba, y la ciudad, bajo su brillo, temblaba ante la sombra de Carlos.
el personaje del asesino podría ser asimilable a Carlos Kramer
ResponderBorrarhay una película de Argento con una trama parecida, pero el asesino tambien mata chabones, gran diferencia
ResponderBorrarOpera, un conocido giallo.
BorrarEste quesón debería tener más relatos, para asesinar a cantates de operas como Carmen.
Y tener una discípula, con la que use el derecho de protección. Y que la ayude a triunfar, asesinando a sus competidoras, otras cantantes.
El Fauno.
tendría que tener algunas víctimas más este Carlos
ResponderBorraresta cantante de opera no era gorda, por eso la quesonearon
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