El Cuento de la Quesona Asesina de la Sabana Africana #QUESO
La sábana africana se extendía como un lienzo infinito bajo el sol ardiente, un mosaico de vida palpitante. En la vasta llanura, los grandes rebaños de antílopes, gacelas, cebras, elands, ñus y kudu galopaban en oleadas elegantes, sus pezuñas levantando nubes de polvo dorado. Las cebras, con sus rayas hipnóticas, corrían en sincronía, mientras los elands, robustos y majestuosos, avanzaban con saltos poderosos. Los ñus, en manadas densas, resoplaban con un rugido colectivo, y los kudu, con sus cuernos en espiral, se movían con una gracia solemne. Los impalas saltaban con agilidad, sus cuernos curvos brillando bajo la luz, mientras las gacelas de Thomson zigzagueaban, desafiando la gravedad.
Más allá, los elefantes avanzaban con pasos lentos y majestuosos, sus trompas barriendo el aire como banderas de la selva. Los rinocerontes, con su piel acorazada, embestían arbustos con furia contenida, y los búfalos, en manadas compactas, resoplaban con fuerza, sus cuernos formando un frente impenetrable. Las jirafas, con sus cuellos interminables, se alzaban como torres vivientes, arrancando hojas de acacias con lenguas expertas.
En los márgenes, los depredadores acechaban. Los leones, con sus melenas ondeando al viento, observaban desde las sombras, sus ojos ámbar brillando con hambre. Las chitas, veloces como relámpagos, se deslizaban entre la hierba alta, listas para una cacería explosiva. Los leopardos, sigilosos, trepaban a los árboles, sus manchas fundiéndose con la corteza, mientras las hienas reían en la noche, un coro macabro que helaba la sangre. Los licaones, con sus manchas caóticas, cazaban en manadas coordinadas, y los chacales merodeaban, oportunistas, buscando restos.
En los bordes de la llanura, los monos papiones trepaban y gritaban, sus jerarquías marcadas por peleas y alaridos. Las suricatas, vigilantes, se erguían como centinelas en sus montículos, sus ojos vivaces escudriñando el horizonte. Los facoqueros, con sus colmillos curvos, hozaban la tierra, ajenos al peligro.
En los ríos, los hipopótamos emergían como islas vivientes, sus bufidos resonando mientras los cocodrilos, con ojos como cuentas, flotaban inmóviles, esperando. En las sombras, la mamba negra, letal y silenciosa, se deslizaba como un espectro.
Y en el cielo, las aves reinaban: avestruces corrían con zancadas torpes pero poderosas, los serpentarios planeaban en busca de serpientes, y los marabúes, con sus alas anchas, sobrevolaban los restos de las cacerías, carroñeros alados de mirada sombría.
Pero este paraíso estaba bajo amenaza. Un grupo de cazadores furtivos, liderados por Jonatan, Matías, Agustín y Gonzalo, junto a dos colaboradores locales, Emanuelle y Rigobert, había invadido la sábana. Eran hombres crueles, movidos por la codicia, armados con rifles y trampas, dispuestos a masacrar a los animales por sus pieles, cuernos y trofeos. Sus risas resonaban como un insulto a la armonía de la llanura, y su presencia dejaba un rastro de sangre y miedo. Los elefantes trompeteaban nerviosos, las cebras relinchaban y huían, los elands y ñus se dispersaban, y hasta las hienas evitaban sus campamentos.
Sin embargo, la sábana no estaba indefensa. Desde lo más profundo de su espíritu, surgió una figura: Carla, la Quesona Asesina, nieta de antiguos colonos europeos, criada por los Masai, respetuosa de la sabana y de la fauna africana, y de las tradiciones y la cultura de los nativos.
Era una mujer de belleza deslumbrante, con cabello rubio que brillaba como el sol y ojos verdes que parecían reflejar la sabiduría de la llanura. Vestía un atuendo ligero de cuero curtido, adaptado al calor, y llevaba unos guantes negros que ocultaban sus manos letales.
En su cintura, un enorme cuchillo relucía con un filo que parecía cantar. Pero su arma más peculiar era un Queso enorme, un símbolo de su justicia, que dejaba sobre cada víctima como un sello de la venganza de la sábana.
Carla no estaba sola: los animales la reconocían como su protectora. Las suricatas la alertaban, los leopardos la guiaban, las cebras galopaban a su lado, y hasta los elefantes parecían inclinar sus cabezas ante ella. Era la encarnación de la furia y la armonía de la naturaleza, con una sed sangrienta que ardía por castigar a quienes profanaban su hogar.
La sábana africana se extendía como un lienzo infinito bajo el sol poniente, un mosaico de vida palpitante teñido de rojo y oro. En un claro cercano a un río, donde el agua susurraba entre los juncos, los cazadores furtivos —Jonatan, Matías, Agustín, Gonzalo, Emanuelle y Rigobert— se reunían alrededor de una fogata que crepitaba con chispas danzantes. Sus rifles descansaban contra un árbol nudoso, y un montón de trampas y lazos relucía bajo la luz titilante. Frente a ellos, un grupo de nativos de una aldea cercana, liderados por Maraimasa, un hechicero Masai de porte imponente, con un bastón adornado con plumas y cuentas que parecían absorber la luz, había accedido a hablar, aunque sus rostros reflejaban desconfianza. Maraimasa, con su túnica roja ondeando ligeramente en la brisa, observaba a los cazadores con ojos que parecían perforar la carne hasta el alma. Los cazadores, confiados en su arrogancia, discutían sus planes con risas crueles, mientras los nativos permanecían en un silencio cargado de tensión.
Jonatan, el líder, se reclinaba contra una roca, sosteniendo una botella de cerveza que brillaba con el reflejo del fuego. Su voz, cargada de desprecio, cortó el aire. “Mañana será un día glorioso, muchachos. Ese rinoceronte que vimos hoy no tiene escapatoria. Un disparo limpio a la cabeza, Gonzalo, como tú sabes.” Le dio una palmada en el hombro a Gonzalo, quien sonrió con una mueca vanidosa, limpiando su rifle con un trapo grasiento. “Claro, jefe,” respondió. “Mi mira no falla. Un tiro y ese cuerno será nuestro. Y si cae alguna cebra o un kudu con esos cuernos en espiral, mejor. Las pieles rayadas se venden caro, y los coleccionistas pagan fortunas por esas cornamentas.”
Matías, con un brillo sádico en los ojos, afilaba un cuchillo de caza, su hoja destellando con cada pasada. “Yo voy por las gacelas,” dijo, su voz impregnada de un placer malsano. “Son rápidas, pero cuando caen en mis redes, sus pataleos son un espectáculo. Me gusta verlas retorcerse, suplicando con esos ojitos antes de darles el golpe final.” Su risa resonó como un eco profano en la llanura, haciendo que algunos nativos se removieran incómodos. Agustín, sentado junto a un montón de lazos y redes, asintió mientras tensaba una cuerda con dedos expertos. “Mis trampas son infalibles,” dijo, con una sonrisa torcida. “Ayer atrapamos un ñu que se ahorcó solo, pataleando como idiota. Mañana caerán cebras, elands, lo que sea. Solo hay que dejar que la cuerda haga su trabajo.” Su risa se unió a la de Matías, un coro de crueldad que parecía desafiar la paz de la sábana.
Emanuelle, uno de los colaboradores locales, se inclinó hacia el fuego, sus ojos esquivando la mirada de Maraimasa. Con un tono que intentaba imitar la arrogancia de los cazadores, habló. “Yo conozco los senderos de los elefantes. Hay un camino cerca del río donde siempre beben. Con un par de trampas pesadas, podemos tumbar uno y sacar los colmillos en una hora. El marfil paga bien.” Su voz tembló ligeramente, traicionando su incomodidad, pero forzó una risa para alinearse con los otros. Rigobert, el otro colaborador, sentado junto a él, añadió con un entusiasmo forzado: “Y los hipopótamos, en el río. Un arpón bien colocado, y caen como sacos. La carne se vende, y la grasa… siempre hay compradores.” Bajó la mirada, sus dedos jugueteando nerviosamente con una cuerda, pero su voz buscaba complacer a Jonatan.
Maraimasa alzó su bastón, el movimiento lento pero firme, y su voz grave resonó como un trueno lejano. “Escuchen, hombres de fuera. La sábana no es un mercado para su codicia. Cada animal que matan rompe un hilo del tejido vivo de este lugar. La tierra respira, y ella no olvida. Han oído de la Quesona Asesina, ¿no es así?” Sus ojos recorrieron a los cazadores, deteniéndose en cada uno como si pudiera ver sus pecados.
Jonatan soltó una carcajada estruendosa, casi escupiendo su cerveza. “¿La Quesona Asesina? ¿Esa mujer que anda dejando Quesos por ahí?” Su tono era burlón, y agitó la botella en el aire como si brindara por una broma. “Venga, viejo, eso es un cuento para niños tontos. ¿Qué va a hacer? ¿Asfixiarnos con un Queso apestoso?” Los cazadores estallaron en risas, sus voces resonando en el claro como un desafío a la noche. Matías, limpiándose una lágrima de risa, blandió su cuchillo con gesto teatral. “Si esa tal Quesona aparece, le corto el cuello antes de que saque su Queso mágico. ¡Será un trofeo más para mi colección!” Su risa era un gruñido, y sus ojos brillaban con una crueldad que parecía disfrutar del desafío.
Agustín, ajustando un lazo, se unió a la burla. “Puras tonterías de aldeanos. ¿Una mujer contra nosotros? Mis trampas la atraparían antes de que dé un paso. ¿Qué es eso del Queso? ¿Nos va a cocinar una cena antes de morir?” Su risa era seca, y miró a los nativos con desdén, como si su presencia fuera una molestia. Gonzalo, recargando su rifle con un chasquido, añadió con una sonrisa sarcástica: “¿Y qué más, hechicero? ¿Que los leones la obedecen como perritos? ¿Que las cebras corren tras ella? ¡Por favor! Lo único que veremos mañana es una pila de trofeos: cuernos de kudu, pieles de cebra, colmillos de elefante.” Finge temblar, arrancando más risas de los cazadores.
Emanuelle, ansioso por ganarse el favor de Jonatan, se rió con más fuerza de la necesaria, aunque sus ojos evitaban a Maraimasa. “En mi aldea también cuentan historias tontas, pero nadie ha visto a esa mujer. ¿Quesos? ¡Ja! Seguro es una loca que se perdió en la sábana y ahora inventan cuentos.” Su risa sonó forzada, y miró a Rigobert, buscando apoyo. Rigobert, con una sonrisa nerviosa, se unió a la burla, aunque su voz temblaba. “Sí, Maraimasa, tus cuentos no asustan a nadie. ¿Una mujer con un Queso? Mi abuela inventaba historias mejores. Si aparece, la atrapamos y le quitamos su Queso para el almuerzo.” Forzó una carcajada, pero sus manos apretaron la cuerda con demasiada fuerza, traicionando su inquietud.
Maraimasa, imperturbable, alzó su bastón hacia el cielo, las plumas ondeando como un presagio. “Rían cuanto quieran,” dijo, su voz cargada de una calma que helaba la sangre. “La Quesona Asesina no es un cuento. Es la furia de la sábana hecha carne. Su cabello brilla como el sol, sus ojos ven a través de las sombras, y su cuchillo corta más que el acero: corta el alma de quienes profanan este lugar. Cada animal que han matado —cada cebra, cada eland, cada ñu— clama por justicia, y ella responde. Deja un Queso como marca, un recordatorio de que la sábana no perdona.” Su mirada se posó en Emanuelle y Rigobert, y por un instante, pareció que el hechicero podía ver su traición.
Jonatan se puso de pie, tirando su botella vacía al fuego, donde estalló en una lluvia de chispas. “¡Basta de cuentos, viejo loco!” gruñó, sacando su pistola y apuntando al aire. “Somos seis, armados hasta los dientes. Nadie, ni mujer ni espíritu, va a detenernos. Mañana tendremos ese rinoceronte, y luego iremos por los elefantes, las cebras, los kudu, todo lo que valga un peso. Si tu Quesona aparece, le meteré una bala entre los ojos.” Su rostro estaba rojo de ira, y los otros cazadores asintieron, alimentados por su desafío.
Matías, blandiendo su cuchillo, añadió con una sonrisa torcida: “¡Por la Quesona y su Queso! Que venga, que la estoy esperando. La despellejaré como a una gacela.” Su risa era un eco cruel que resonó en el claro. Emanuelle, intentando mantener el tono burlón, agregó: “Sí, Maraimasa, dile a tu espíritu que traiga más Quesos, porque los vamos a necesitar para la fiesta después de cazar.” Rigobert, más titubeante, forzó otra risa. “Viejo, tus historias no sirven aquí. La sábana es nuestra, y ninguna Quesona va a cambiar eso.”
Maraimasa dio un paso atrás, su figura recortada contra la noche. “La sábana no pertenece a nadie,” dijo, su voz un susurro que parecía venir de la tierra misma. “Ella los observa. Las suricatas la alertan, los leopardos la guían, las cebras corren con ella. Han derramado sangre inocente, y la Quesona Asesina ya los ha marcado. Cuando vean un Queso, será lo último que vean.” Sin esperar respuesta, se giró, seguido por los nativos, cuyas figuras se desvanecieron en la oscuridad como sombras tragadas por la sábana.
Jonatan escupió al suelo, su rostro contorsionado por el desprecio. “Viejo estúpido,” Masculló, volviéndose hacia sus hombres. “Preparen las trampas y carguen los rifles. Mañana será un festín, y ninguna Quesona nos detendrá.” Los cazadores rieron, sus voces resonando en la noche, mientras Emanuelle y Rigobert intercambiaban miradas inquietas, sus burlas ahora teñidas de un nerviosismo que no podían ocultar.
En la distancia, oculta entre las sombras de un baobab, Carla, la Quesona Asesina, observaba en silencio, su cabello rubio brillando tenuemente bajo la luna. Sus ojos verdes centelleaban con una furia contenida, y sus guantes negros acariciaban el filo de su cuchillo curvo, que parecía susurrar promesas de sangre. En su cintura, un Queso enorme reposaba, un símbolo de la justicia implacable que pronto caería sobre los cazadores. La sábana, viva y vigilante, parecía susurrar su nombre, y los cazadores, ajenos a su destino, ya estaban marcados por la venganza de la Quesona.
La sábana africana amaneció bajo un sol abrasador que incendiaba la llanura, tiñendo de oro los rebaños de cebras, elands, ñus y kudu que galopaban en oleadas elegantes. El aire vibraba con el zumbido de la vida, pero también con una tensión palpable: los cazadores furtivos, liderados por Jonatan, Matías, Agustín, Gonzalo, Emanuelle y Rigobert, habían profanado la armonía de la sábana con su codicia insaciable. Sus trampas y rifles habían derramado sangre inocente, y su crueldad hacia los animales —cebras destripadas por diversión, gacelas torturadas antes de morir, rinocerontes abatidos por sus cuernos— había despertado la furia de la Quesona Asesina. Carla, con su cabello rubio brillando como un faro y sus ojos verdes relampagueando con una sed de sangre implacable, observaba desde las sombras, lista para impartir su justicia letal, acompañada por los animales que la reconocían como su protectora.
Carla, fundida con la corteza de un baobab, observaba a Rigobert, el guía local que había traicionado a su pueblo por monedas manchadas de sangre. Este hombre, que una vez juró proteger la sábana, ahora guiaba a los cazadores hacia los pozos de agua donde los elefantes y cebras bebían, riendo mientras planeaba trampas para arrancar colmillos y pieles. Su rifle colgaba al hombro, y su paso confiado resonaba en la tierra que había jurado defender. Pero la sábana no olvidaba. Las suricatas, fieles aliadas de Carla, habían trabajado en la noche, cavando un túnel bajo el sendero que llevaba al pozo de agua, debilitando el suelo hasta convertirlo en una trampa natural. Cuando Rigobert pasó, el suelo cedió con un crujido traicionero, atrapando su pierna en un abrazo de tierra y raíces. Gritó, su voz quebrada por el pánico, mientras forcejeaba inútilmente, el rifle cayendo al polvo. Un silbido agudo cortó el aire, y un licaón, con sus manchas caóticas y colmillos relucientes, emergió de la hierba alta, guiado por la llamada de Carla. El animal gruñó, un sonido gutural que heló la sangre del traidor, sus ojos amarillos fijos en Rigobert mientras avanzaba lentamente, mostrando los dientes. Rigobert, con el rostro desencajado, intentó alcanzar su arma, pero el licaón dio un salto, rozándole el brazo con un zarpazo que arrancó un alarido. En ese instante, Carla descendió del baobab como un relámpago, su figura esbelta envuelta en cuero curtido, su cuchillo curvo destellando con un brillo homicida. Sus guantes negros parecían absorber la luz del sol mientras se acercaba, sus ojos verdes brillando con una furia sádica. “Traidor,” siseó, su voz fría como el viento nocturno. Con un movimiento brutal, hundió la hoja en el corazón de Rigobert, girándola lentamente para prolongar el sufrimiento. La sangre brotó en un chorro cálido, manchando sus guantes y salpicando la tierra, mientras Rigobert gemía, sus ojos abiertos en un terror inútil. Carla, deleitándose en el espectáculo, extrajo el cuchillo con un giro final, dejando que el cuerpo se desplomara. Con un gesto teatral, lanzó un Queso redondo sobre el pecho del moribundo, que rodó ligeramente antes de detenerse sobre la sangre. “¡QUESO, Rigobert Quesoneado!” gritó, su voz resonando en la llanura. Los licaones aullaron en coro, como aprobando la justicia salvaje de la Quesona, mientras las suricatas, desde sus montículos, chillaban en celebración.
Emanuelle, astuto y paranoico, se movía cerca del río, revisando trampas diseñadas para atrapar hipopótamos, cuyas pieles y grasa vendía sin remordimientos. Este hombre, que una vez cantó canciones de la sábana junto a su pueblo, ahora se reía mientras preparaba arpones para perforar a los gigantes del río, burlándose de las advertencias de Maraimasa. Su crueldad era silenciosa pero calculada: disfrutaba viendo a los animales debatirse en sus trampas, prolongando su agonía por puro placer. Carla, oculta entre los juncos, había observado sus movimientos con la paciencia de un leopardo. Había untado una cuerda con un olor irresistible para los cocodrilos, un cebo mortal que Emanuelle no sospecharía. Cuando tiró de la cuerda, creyendo haber atrapado un hipopótamo, un cocodrilo emergió del agua con un rugido ensordecedor, sus fauces abiertas mostrando hileras de dientes como dagas. Emanuelle resbaló en el lodo, cayendo al agua con un grito de pánico, sus manos arañando la orilla en vano. El cocodrilo, guiado por el aroma y la furia de la sábana, lo atrapó por la pierna, sacudiéndolo como un trapo.
Emanuelle gritó, su voz rota por el terror, mientras el agua se teñía de rojo. Carla emergió de los juncos, su figura esbelta recortada contra la luna, su cuchillo reluciendo como una promesa de muerte. Sus ojos verdes centelleaban con un placer sádico mientras se acercaba, sus botas apenas rozando el lodo. “Por los hipopótamos que torturaste,” murmuró, su voz cargada de desprecio. Con un movimiento preciso, cortó la garganta de Emanuelle, la hoja deslizándose como si danzara, dejando que la sangre se mezclara con el río. El cocodrilo, aliado de la Quesona, arrastró el cuerpo hacia las profundidades, pero no antes de que Carla lanzara un Queso redondo, que flotó brevemente sobre las aguas turbulentas como un trofeo macabro. “¡QUESO, Emanuelle Quesoneado!” gritó, su voz resonando sobre el rugido del río. Los hipopótamos, emergiendo como islas vivientes, bufaron en aprobación, mientras las aves carroñeras comenzaban a reunirse, atraídas por el festín.
Gonzalo, el francotirador, se jactaba de haber abatido a un rinoceronte con un solo disparo, riendo mientras describía cómo el animal se desplomó, su sangre empapando la tierra. Su crueldad era legendaria: disparaba a las crías de cebras y elands para atraer a sus madres, solo para matarlas también, coleccionando cuernos y pieles como trofeos de su ego. Carla lo había estudiado desde la distancia, notando su costumbre de descansar bajo un árbol al mediodía, confiado en su puntería. Con la ayuda de un grupo de papiones, a los que había entrenado con gestos y pedazos de fruta, orquestó una emboscada perfecta. Los monos, aliados leales de la Quesona, treparon a las ramas del árbol, cargando frutos pesados que dejaron caer con precisión mortal. Los proyectiles golpearon a Gonzalo en la cabeza y los hombros, haciéndolo gritar de furia y disparar al aire, desorientado, su rifle escupiendo balas inútiles. Carla surgió de la hierba alta, sus ojos verdes encendidos con una sed de sangre implacable. Sus guantes negros brillaban al sol, y su cuchillo curvo parecía cantar mientras lo alzaba. “Por los rinocerontes que asesinaste,” gruñó, su voz cargada de odio. Con un movimiento salvaje, hundió la hoja en el pecho de Gonzalo, girándola con una crueldad deliberada para maximizar el dolor. La sangre brotó como un géiser, manchando su rostro y alimentando su éxtasis asesino. Gonzalo, con los ojos abiertos en un rictus de agonía, se desplomó, y Carla, con una sonrisa feroz, lanzó un Queso redondo que rodó desde su mano hasta detenerse junto al cuerpo. “¡QUESO, Gonzalo Quesoneado!” gritó, su voz resonando como un trueno. Los papiones chillaron victoriosos desde las ramas, saltando y golpeando el árbol como si celebraran la caída del cazador ante la furia asesina de la Quesona.
Agustín, el experto en trampas, era un maestro de la crueldad, colocando redes y lazos que atrapaban gacelas, antílopes y cebras, dejando que se asfixiaran lentamente mientras él observaba, riendo ante sus estertores. Sus trampas habían segado innumerables vidas, y su risa resonaba mientras cortaba las pieles aún calientes de sus víctimas. Carla, con la agilidad de una chita, había desmantelado sus trampas en la noche, reutilizándolas con una precisión mortal. Una noche, Agustín revisó una de sus redes, sin sospechar que la Quesona la había manipulado para que se cerrara sobre él. Cuando tiró de la cuerda, la red se alzó, atrapándolo en un abrazo de cuerdas que lo dejó colgando indefenso, sus pies pateando el aire mientras gritaba, su rostro contorsionado por el miedo. Carla apareció de las sombras, sus guantes negros brillando bajo las estrellas, su cuchillo reluciendo como un fragmento de la luna. Sus ojos verdes destellaban con un placer sádico mientras se acercaba lentamente, prolongando el terror de Agustín. “Por las gacelas que dejaste sufrir,” susurró, su voz un veneno helado. Con una lentitud deliberada, casi ceremonial, clavó su cuchillo en el corazón de Agustín, dejando que la sangre goteara sobre la tierra mientras él gemía, atrapado en su propia trampa. La hoja se hundió profundamente, y Carla la giró, saboreando cada instante de dolor. Cuando el cuerpo dejó de moverse, lanzó un Queso redondo que quedó enredado en la red, balanceándose como un péndulo macabro. “¡QUESO, Agustín Quesoneado!” gritó, su voz cortando la noche. Las cebras, desde la distancia, relincharon como si reconocieran la justicia de la Quesona, mientras las estrellas parecían brillar con más fuerza.
Matías, conocido por torturar a los animales antes de matarlos, era un monstruo cuya crueldad superaba toda medida. Había cortado las patas de gacelas para verlas arrastrarse, reído mientras desollaba ñus vivos y disparado a crías de kudu para escuchar los lamentos de sus madres. Su sadismo era una afrenta a la sábana, y Carla, con su sed de sangre ardiendo, lo había marcado como su próxima víctima. Lo atrajo a un claro donde había esparcido hierbas que incitaban a un avestruz macho, territorial y feroz, a defender su dominio. Cuando Matías entró, confiado con su rifle al hombro, el avestruz lo persiguió, sus patas poderosas levantando nubes de polvo mientras lanzaba picotazos como martillos. Matías, agotado tras correr desesperadamente, tropezó y cayó de rodillas, su rostro desencajado por el pánico mientras el avestruz lo golpeaba con furia. Carla, oculta tras una roca, emergió con la gracia letal de un leopardo, su cuchillo curvo destellando bajo el sol. “Por las vidas que torturaste,” gruñó, su voz impregnada de odio. Con un movimiento rápido y brutal, hundió la hoja en el pecho de Matías, torciéndola con deleite mientras la sangre brotaba, manchando la tierra y salpicando su rostro. Sus ojos verdes brillaron con una satisfacción cruel, y mientras Matías exhalaba su último aliento, lanzó un Queso redondo sobre su rostro, que rodó ligeramente sobre la sangre. “¡QUESO, Matías Quesoneado!” gritó, su voz resonando como un himno de venganza. El avestruz pateó el suelo, alzando polvo como si sellara el destino del cazador, mientras las aves carroñeras comenzaban a descender, atraídas por la justicia de la Quesona.
Jonatan, el cerebro del grupo, era el más astuto y despiadado, un hombre cuya codicia había orquestado la matanza de elefantes, rinocerontes y cebras, vendiendo sus partes por fortunas sin un ápice de remordimiento. Había notado la desaparición de sus hombres y se movía con cautela, su rifle siempre listo, sus ojos escudriñando la llanura. Pero Carla, con su conexión sobrenatural con la sábana, había ganado la lealtad de un león macho al que liberó de una trampa tiempo atrás. En una noche sin luna, guió al león hacia el campamento de Jonatan, su melena ondeando como una bandera de guerra. El rugido del felino rompió el silencio, haciendo que Jonatan se girara, disparando al aire en un intento desesperado por defenderse. El león, ileso, lo derribó con un zarpazo, sus garras rasgando la carne y arrancando un grito de agonía. Carla, deslizándose como una sombra, apareció por detrás, su cuchillo reluciendo con un brillo mortal. “Por la sangre que derramaste,” siseó, sus ojos verdes encendidos con un éxtasis asesino. Con un movimiento preciso y cargado de odio, clavó la hoja en la espalda de Jonatan, atravesándole el corazón mientras él se retorcía en el suelo. La sangre se derramó como un río, empapando la tierra, y Carla, con una sonrisa sádica, lanzó un Queso redondo sobre el cuerpo inerte, que rodó hasta detenerse junto a la cabeza del cazador. “¡QUESO, Jonatan Quesoneado!” gritó, su voz resonando como un trueno en la noche. El león rugió, un eco de la justicia de la sábana, mientras las hienas, desde la distancia, comenzaron a acercarse, atraídas por el olor de la muerte.
Con los cazadores eliminados, la sábana respiró aliviada. Carla, la Quesona Asesina, no era solo una vengadora; era la encarnación de la furia y el equilibrio de la naturaleza, una fuerza cuya sed de sangre castigaba a quienes osaban profanarla. Los animales la respetaban: las suricatas la alertaban, los leopardos la guiaban, las cebras galopaban a su lado, y los elefantes inclinaban sus cabezas ante ella. Incluso la mamba negra se deslizaba a su lado sin atacarla, como reconociendo su autoridad. Las aves, desde los serpentarios hasta los marabúes, cantaban cuando ella pasaba, y los elands, ñus y kudu la miraban sin huir. Carla, con su cuchillo y su Queso, desapareció en la llanura, su cabello rubio fundiéndose con el sol poniente. La sábana, libre de la amenaza, volvió a su armonía, pero todos sabían que, si la codicia regresaba, la Quesona Asesina volvería, con sus guantes negros, su cuchillo y su Queso, lista para desatar su justicia sangrienta y proclamar a cada chabón Quesoneado.
En el corazón de esta paz restaurada, Maraimasa, el hechicero Masai, se alzaba en un promontorio, su túnica roja ondeando al viento y su bastón adornado con plumas y cuentas alzado hacia el cielo. Los nativos de su aldea, reunidos a su alrededor, miraban con reverencia mientras él, con su voz grave y resonante, celebraba el triunfo del espíritu indomable de la sábana.
Maraimasa, con los ojos brillando como si reflejaran la sabiduría de la tierra misma, levantó las manos hacia el horizonte, donde el sol comenzaba a descender, tiñendo la llanura de un oro ardiente. “¡Escuchen, hijos de la sábana!” proclamó, su voz reverberando como un trueno suave. “La tierra ha hablado, y su justicia ha sido impartida. Los profanadores, aquellos que derramaron sangre inocente, que torturaron a las cebras, masacraron a los rinocerontes y atraparon a las gacelas en redes crueles, han sido castigados. La Quesona Asesina, espíritu de la furia y la armonía, ha limpiado la llanura con su cuchillo y sus Quesos. Cada uno de ellos —Rigobert, Emanuelle, Gonzalo, Agustín, Matías y Jonatan— fue Quesoneado, marcado por el Queso que sella su destino. La sábana respira de nuevo, libre de sus cadenas.” Los nativos, con rostros llenos de asombro y gratitud, alzaron sus lanzas y entonaron un cántico antiguo, un canto que hablaba de la tierra viva, de los ríos que cantan y de los animales que son hermanos. Las mujeres tejían guirnaldas de hierbas, y los niños, sentados en la tierra, escuchaban con ojos abiertos mientras Maraimasa continuaba, su bastón golpeando el suelo rítmicamente. “Carla, la Quesona, no es solo una mujer,” dijo, su voz cargada de un fervor místico. “Es el latido de la sábana, el rugido del león, el silbido de la mamba negra, el galope de la cebra. Los licaones la obedecen, los leopardos la guían, las suricatas la alertan. Ella es la justicia que surge cuando la codicia osa mancillar este paraíso. Cada Queso que dejó sobre los cuerpos de los traidores es un recordatorio: la sábana no perdona.” Hizo una pausa, dejando que el viento llevara sus palabras a través de la llanura, mientras las aves —serpentarios y marabúes— planeaban en el cielo, como si también rindieran homenaje. Luego, su mirada se endureció, y apuntó su bastón hacia el horizonte, donde la sombra de los baobabs se alargaba. “Pero que nadie se equivoque,” advirtió, su voz bajando a un tono que helaba la sangre. “La sábana no distingue entre hombre o mujer. Todo aquel que ose profanarla, que alce un rifle contra sus hijos, que tiña sus ríos de sangre, encontrará un Queso esperándolo. Si eres hombre, serás Quesoneado por una Quesona, tu vida segada por su cuchillo y marcada por su Queso. Si eres mujer, serás Quesoneada por un Quesón, un espíritu tan implacable como ella, que surgirá de la tierra para castigar tu arrogancia. Nadie escapa al juicio de la sábana.” Los nativos asintieron en silencio, algunos tocando la tierra con reverencia, otros susurrando oraciones a los espíritus de la llanura.
Maraimasa alzó su bastón una vez más, y su voz se elevó como un cántico final. “La Quesona ha regresado a las sombras, pero su espíritu nunca duerme. Mientras la sábana viva, mientras los elefantes caminen y las cebras galopen, ella estará aquí, vigilante. Y con ella, el Quesón, su eco masculino, listo para castigar a quienes desafíen el equilibrio. Que este día sea un recordatorio: la sábana es sagrada, y su justicia es eterna.”
El sol se hundió en el horizonte, bañando la llanura en un crepúsculo dorado. Los nativos comenzaron a dispersarse, llevando consigo las palabras de Maraimasa, mientras los animales de la sábana —desde los leopardos sigilosos hasta los elands majestuosos— parecían escuchar, sus movimientos en armonía con la tierra. En la distancia, un Queso invisible parecía flotar en el aire, un símbolo eterno de la justicia de la Quesona y el Quesón, listos para surgir si la codicia volvía a amenazar el paraíso africano.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
está Quesona es buena, como Blancanieves, se contacta con los animales y cuida el equilibrio de la naturaleza, mata a tipos malos, bien eso
ResponderBorrarmerecido castigo el de los cazadores, y los dos negritos que los ayudaban
ResponderBorrarre sexy la asesina, una diosa en medio de los grones del Africa
ResponderBorrarUna quesona cazadora de cazadores. La idea funcionó mejor de lo que pensaba.
ResponderBorrarComo una Sheena o una Shanna She Devil pero llamada Carla.
No hubo sexo porque tal vez lo merecían los cazadores.
Me gustó alianza con los animales.
Tal vez merezca más relatos.
El Fauno
este cuento enlaza con uno de los mejores relatos quesones, el de Victoria Vannucci, los quesones y las quesonas, además de luchar contra la casalarga, tambien cuidan el medio ambiente
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