El Cuento de la Quesona Asesina de los Voleybolistas #QUESO
El
gimnasio abandonado era un sepulcro de glorias deportivas, con un hedor a sudor
rancio, madera podrida y sueños rotos que impregnaba el aire. Bajo la luz
mortecina que se colaba por ventanas destrozadas, Facundo y Agustín practicaban
saques de voleibol, el eco de la pelota un latido monótono en la penumbra. Pero
un aroma extraño irrumpió como un presagio: perfume francés caro mezclado con
un tufo fétido, como Queso fermentado en las entrañas de un cadáver. Los
voleibolistas se detuvieron, el balón cayendo con un golpe seco. Sus corazones
latían en los oídos, y un escalofrío les recorrió la espalda.
Desde
las sombras de las gradas emergió Carla, la Quesona Asesina, su cabello rubio
brillando como oro maldito, idéntico al de alguna top model noventosa. Su traje
negro ajustado abrazaba su figura como una armadura de muerte, los guantes de
cuero negro crujían con cada paso, y un ninjato colgaba de su cadera, la hoja
ansiosa por bañarse en sangre. Sus ojos, pozos de locura, no miraban los
rostros de sus víctimas; estaban clavados en sus pies, con una lujuria
enfermiza que congelaba el alma.
“Qué
lindos Quesos tengo hoy,” susurró Carla, su voz un veneno dulce, cargada de
sadismo. Avanzó con pasos lentos, casi danzando, el chirrido de sus guantes
resonando como un cántico fúnebre. En su mochila, un par de Quesos Gruyere
esperaban, redondos y pálidos como lunas enfermas, listos para sellar su
ritual.
Facundo
dio un paso atrás, el balón resbalando de sus manos. “¿Quién carajo sos? ¡Salí
de acá, loca!” gruñó, pero su voz tembló, traicionada por el pánico que
comenzaba a apretarle el pecho. Agustín, más joven e impulsivo, apretó los
puños, su respiración acelerada. “¡Andate o te rompo la cara!” gritó, aunque el
temblor en sus piernas lo delataba.
Carla
ladeó la cabeza, su sonrisa mostrando dientes afilados como los de un
depredador. “¿Romperme la cara? Ay, pequeño Queso, la Quesona no se rompe. La Quesona
destroza.” Se acercó a Facundo, ignorando a Agustín por un momento. Sus dedos
enguantados rozaron las zapatillas talla 50 de Facundo, desatándolas con una
lentitud deliberada. “Mirá estos pies,” murmuró, quitándole una zapatilla y
oliéndola con los ojos cerrados, como si inhalara un elixir divino. “Sudor,
poder, perfección. Un Queso digno de ser Quesoneado.”
Facundo
sintió un escalofrío, su respiración entrecortada. “¡Estás enferma, hija de
puta! ¡Dejá eso!” Intentó empujarla, pero Carla lo miró, y esa mirada era un
abismo de muerte. “No te muevas, Facundito,” siseó, su voz ahora un cuchillo.
“¿Te acordás de Marcos? Ese grandote Queoneado hace unos años. Fui yo, la Quesona
Asesina. Le corté la cabeza, y su sangre sabía a gloria. ¿Y sabés qué? Siempre
quise degollar a tu papá, Hugo. Hubiera sido épico, verlo desangrarse como un
cerdo. Pero, pff, Hugo… qué nombre de mierda. No es digno de una Quesona como
yo. Vos, Facundo, sos otra cosa. Moderno, sexy. ¡Vas a ser un Quesoneado
inolvidable! ¡Ja, ja, ja!”
El
terror golpeó a Facundo como un puñetazo. Los titulares sangrientos de 2013
volvieron a su mente: el cuerpo de Milinkovic decapitado, un Queso sobre su
pecho, la cabeza nunca encontrada. “Por favor… no… ¡No quiero morir!” balbuceó,
su voz quebrándose mientras el pánico le aplastaba el alma. Intentó correr, sus
piernas temblando, pero Carla fue un relámpago. El ninjato salió de su funda
con un silbido letal, y en un arco perfecto, la hoja cortó carne, tendones y
hueso. La cabeza de Facundo voló, golpeando el parqué con un splat húmedo, los
ojos aún abiertos en una mueca de horror. La sangre brotó como una fuente,
salpicando el suelo, las paredes y el rostro de Carla, quien lamió una gota de
sus labios con una risa maniaca, su sed sanguinaria brillando en sus ojos
enloquecidos.
El
cuerpo de Facundo se desplomó, convulsionando en espasmos finales. Carla se
arrodilló junto a él, sus manos temblando de éxtasis mientras acariciaba sus
pies descalzos, trazando las venas con un dedo enguantado. “Qué desperdicio de Queso,”
susurró, su crueldad tan palpable como el hedor del gimnasio. Sacó un Queso
Gruyere de su mochila y lo arrojó sobre el pecho ensangrentado, el impacto
resonando como un tambor fúnebre. “Queso, Facundo,” proclamó, su voz un cántico
ceremonial. Tomó las zapatillas talla 50 y las guardó en su mochila, trofeos
para su altar de locura.
Agustín,
paralizado por el horror, dejó escapar un grito gutural, más animal que humano.
Sus piernas cedieron, y cayó de rodillas, la orina manchando sus pantalones.
“¡No, no, no! ¡Por Dios, no me mates!” sollozó, arrastrándose hacia atrás, su
rostro una máscara de sufrimiento. El dolor en su pecho era insoportable, como
si el miedo le arrancara el corazón. “¡Te doy lo que quieras! ¡Plata, mi auto,
cualquier cosa!” gimió, las lágrimas mezclándose con el sudor.
Carla
giró hacia él, su sonrisa una mueca de crueldad pura, una psicópata cuya sed de
sangre era un incendio incontrolable. “¿Plata? ¿Un auto? ¡Ja! Lo único que
quiero es Quesonearte, pequeño Queso,” dijo, acercándose con pasos lentos, el
ninjato goteando sangre. Se inclinó y, con una delicadeza sádica, le quitó una
zapatilla talla 49. Olió su pie, cerrando los ojos en éxtasis. “Fuerte, pero
delicado. Un Queso exquisito,” murmuró, riendo mientras Agustín temblaba, su
cuerpo sacudido por espasmos de terror.
“¡Dejame
ir, te lo suplico! ¡No hice nada!” lloró Agustín, su voz rota, el sufrimiento
grabado en cada línea de su rostro. Pero Carla no escuchaba súplicas. Su locura
criminal era un torbellino, una diosa de la muerte con rostro de ángel. “No hay
escapatoria, grandote. La Quesona siempre cobra su precio,” siseó, alzando el
ninjato. “¡Tomá tu Queso, basura!” gritó, descargando la hoja con una fuerza
brutal. La espada atravesó el cuello de Agustín con un crujido espantoso, la
cabeza rodando por el suelo, los ojos abiertos en una agonía eterna. La sangre
formó un charco viscoso, y el cuerpo colapsó, retorciéndose en un espasmo
final.
Carla
se arrodilló junto al cadáver, quitando la zapatilla restante y acariciando los
pies de Agustín con una ternura enfermiza. “Perfectos,” susurró, oliéndolos una
última vez antes de arrojar otro Queso Gruyere sobre el pecho ensangrentado. “Queso,
Agustín,” proclamó, su voz resonando como un himno demoníaco. Las zapatillas
talla 49 se unieron a las de Facundo en su mochila, reliquias de su carnicería.
Afuera,
la luna era un ojo ciego, y el olor a Queso Gruyere flotaba en el viento como
una maldición. Carla salió del gimnasio, su mochila cargada con trofeos, su
mente ya buscando el próximo Queso. “¿Quién será el próximo en caer bajo mi
espada?” murmuró, su risa cortando la noche. “La Quesona nunca se sacia.”
Si
alguna vez olés un Queso rancio mezclado con perfume caro, corré. Porque Carla,
la Quesona Asesina, no solo asesina; destroza, humilla y colecciona. QUESONEA
porque es la QUESONA. Y su sed de sangre, como sus trofeos, es insaciable.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS
esta quesona es una mezcla de Carla Romanini y Ravelia, todo en una, y Carla Quevedo también
ResponderBorrarCoincido con una mezcla de Ravelia, por los nombres mencionados, y Carla Romanini.
BorrarQue letal esta quesona.
El Fauno