El Cuento Quesón de la Selva #QUESO



En el verano de 2025, cinco herederas insoportablemente snobs —Giselle, Geraldine, Genevieve, Georgette y Ginevra— abordaron el HMS Brishaflor, un crucero tan opulento que sus piscinas burbujeaban con champán Dom Pérignon y su spa ofrecía tratamientos de "rejuvenecimiento espiritual" con esencias de caviar y polvo de oro comestible.

Cada una de las amigas, con fortunas tan vastas que podrían comprar países pequeños, viajaba para "desconectar del estrés de ser absolutamente fabulosas". Sus egos eran más grandes que el mismísimo barco, y sus pensamientos tan ridículos que harían que una palmera se arrancara sus propias hojas de vergüenza.

El Brishaflor atracó en un puerto olvidado de una isla sin nombre, un lugar perdido en el mapa, rodeado por una selva esmeralda que parecía palpitar con vida propia.

Los árboles titánicos se alzaban como catedrales góticas, sus ramas entrelazadas bloqueando el sol, mientras lianas gruesas como pitones colgaban como cortinas vivientes. El aire era denso, cargado de un aroma a musgo húmedo, flores dulzonas y algo inquietantemente podrido, como si la selva escondiera un cadáver bajo cada hoja. En la distancia, los rugidos de jaguares invisibles se mezclaban con los graznidos de pájaros iridiscentes que parecían recitar maldiciones en lenguas olvidadas.

Las cinco amigas, vestidas con tacones Louboutin de suela roja, bolsos Birkin incrustados de diamantes y vestidos de alta costura que gritaban "¡Mírame!", exigieron una excursión "auténtica" para tomar fotos exóticas que arrasarían en sus redes sociales. Querían contenido para sus millones de seguidores, algo que eclipsara las publicaciones de sus rivales en la élite global.

—¡Esto es taaan primitivo! —declaró Giselle, ajustándose unas gafas de sol con montura de diamantes rosados que costaban más que un yate—. Mi estilista me crucificará si este calor arruina mi contouring. ¡Necesito un filtro de selva YA!

—¡Por favor, Giselle, relájate! —replicó Geraldine, rociándose con un perfume de edición limitada que olía a rosas cultivadas en la luna—. Esto es una aventura. Mi aura necesita una dosis de vibra selvática para mi retiro de yoga en Bali. ¡Será tan zen!

Genevieve, con un sombrero de plumas que parecía un pavo real en plena crisis existencial, añadió con aire místico:

—Dicen que esta selva tiene una energía cósmica. ¡Perfecta para inspirar mi nueva línea de joyas veganas hechas con cristales éticos! 

Georgette, obsesionada con su dieta de jugos detox y su "cuerpo templo", gruñó mientras se aplicaba un repelente de mosquitos orgánico:

—Espero que no haya insectos aquí. Mi sangre es demasiado pura para esos bichos vulgares. ¡Soy prácticamente un licuado de kale humano!

Ginevra, la reina del drama, se abanicaba con una hoja de palmera que había arrancado de un árbol con un gesto teatral, como si estuviera en una ópera:

—Chicas, si no consigo una foto con una cascada, mi vida no tendrá sentido. ¡Mi feed necesita drama natural, o mis seguidores se rebelarán!

El guía, un hombre flaco y nervioso llamado Pepe, con una camisa empapada de sudor y ojos que parecían gritar "¡Renuncié demasiado tarde!", las condujo por un sendero apenas visible, cubierto de raíces retorcidas y charcos que burbujeaban como si escondieran algo vivo. 

—Señoras, por favor, manténganse juntas —suplicó Pepe, limpiándose la frente con un pañuelo raído—. Esta selva no es un juego. Hay rumores de una tribu perdida, los Carlos Quesones, pero… son solo cuentos de abuelas.

—¡Qué hombre tan exagerado! —se burló Giselle, revisando su manicura de gel incrustada con esmeraldas—. Esto es como un set de Hollywood, pero con pésima iluminación y sin catering.

Minutos después, el destino decidió que Pepe no merecía seguir en la historia. Tropezó con una raíz traicionera, cayó de cara contra el suelo húmedo y, en un giro digno de una película de terror absurda, un enjambre de hormigas carnívoras emergió del suelo como un géiser negro y brillante. En segundos, cubrieron a Pepe, devorándolo mientras sus gritos se convertían en un gorgoteo patético. Las chicas, en lugar de gritar o huir, se indignaron.

—¡Qué grosero! —espetó Geraldine, cruzándose de brazos—. ¿Nos abandona en este basurero verde? ¡Exijo un reembolso y una reseña de una estrella en TripAdvisor!

—¡Mi terapeuta me cobrará triple por este trauma! —añadió Genevieve, ajustándose su sombrero de plumas—. ¡Esto es inaceptable para mi sensibilidad artística!

Sin guía, las amigas se adentraron más en la selva, riendo y quejándose como si estuvieran en un centro comercial con aire acondicionado estropeado. La noche cayó como un telón de plomo, y la selva cobró vida con sonidos inquietantes: susurros que no eran viento, risas que no eran humanas, y un crujido constante, como si los árboles mismos las persiguieran.

La selva era un reino de maravillas y pesadillas, un lugar donde la naturaleza parecía diseñada por un dios con un sentido del humor macabro. Los árboles, algunos tan altos que sus copas se perdían en una niebla perpetua, tenían cortezas grabadas con símbolos que parecían ojos vigilantes, parpadeando en la penumbra.

Orquídeas fosforescentes colgaban de las ramas, brillando como faroles venenosos, mientras flores carnívoras del tamaño de neumáticos exhalaban un perfume hipnótico que aturdía a sus presas. Serpientes con escamas que reflejaban la luz como espejos se deslizaban silenciosas entre las sombras, y arañas peludas del tamaño de balones de fútbol tejían telas que brillaban bajo la luna, atrapando pájaros y pequeños monos como si fueran moscas.

En los charcos, peces con dientes afilados como navajas acechaban, y en el aire flotaban mariposas negras con alas que parecían susurrar nombres al pasar.

Los nativos de la isla, en susurros temerosos alrededor de fogatas, contaban leyendas sobre los Carlos Quesones, una tribu de hombres todos llamados Carlos con pies descomunales que despedían un olor a Queso tan apestoso que podía desmayar a un rinoceronte.

—¡Por Dior, qué falta de originalidad! —se burló Giselle, agitando su melena con desdén—. ¿Todos llamados Carlos? ¿Qué es esto, una convención de contadores sin imaginación? ¡Mi chihuahua tiene un nombre más exclusivo!
—¡Esos pies son un insulto a la alta costura! —gritó Genevieve, horrorizada, ajustándose su sombrero de plumas—. ¿Cómo se atreven a exhibir esas losas monstruosas? ¡Ni Manolo Blahnik podría diseñar algo para esas aberraciones!

Se decía que vivían en un claro encantado, donde realizaban rituales con Quesos gigantes, apuñalando a sus víctimas antes de aplastarlas con un Gruyere del tamaño de una rueda de tractor.

—¡Por favor, qué fantasía tan ordinaria! —se rió Geraldine, rociándose más perfume como si el aire mismo la ofendiera—. ¿Rituales con Quesos gigantes? Suena como el sueño húmedo de un chef de fondue con problemas de autoestima. ¡Qué vulgaridad aplastar a alguien con un Queso, como si fuera una cucaracha en un mercado de quesos rancios!

—¡Qué asco, qué ataque a mi vibra detox! —gruñó Georgette, sosteniendo su botella de jugo de kale como un talismán—. ¿Apuñalar y luego aplastar con un Queso del tamaño de un tractor? ¡Eso es un crimen contra la limpieza intestinal! Imagina el olor de ese Gruyere sudoroso, ¡es peor que un batido de proteína caducado!

—¡Esto es una parodia de mal gusto! —declaró Ginevra, abanicándose teatralmente con una hoja de palmera rota—. ¿Un claro encantado con Quesos gigantes? ¡Por favor, suena como el set de una película de terror de bajo presupuesto! Y aplastar con un Gruyere, ¿en serio? ¡Eso es tan poco chic que ni mi drama podría salvarlo! Prefiero ser aplastada por un bolso Birkin lleno de diamantes.

Nadie sabía su origen, pero las historias los relacionaban con Gran Carlos Quesón, un dios olvidado llamado Carlos que exigía sacrificios femeninos para saciar su hambre eterna.

Los más ancianos aseguraban que los Carlos Quesones no eran humanos, sino espíritus vengativos atrapados en cuerpos grotescos, condenados a vagar por la selva hasta que Gran Carlos Quesón regresara.

Exhaustas, con los tacones rotos y los vestidos rasgados, las amigas tropezaron hasta un claro iluminado por antorchas que ardían con un fuego verde espectral. En el centro, un círculo de hombres colosales, altos como robles, con pies descalzos tan grandes que parecían losas de granito.

Eran los Carlos Quesones, vestidos con taparrabos de corteza seca y collares hechos de dientes humanos que tintineaban como sonajas macabras.

Cada uno blandía un cuchillo de gran tamaño, de más de un medio metro de longitud, su filo cubierto de manchas oscuras que no eran óxido. Detrás de ellos, una pila de Quesos Gruyere gigantes se alzaba como una pirámide de trofeos, cada rueda marcada con símbolos sangrientos. El aire estaba saturado de un hedor insoportable: una mezcla de Queso apestoso y sofocante, algo vivo y maligno.

—¡Qué horror! —gritó Genevieve, tapándose la nariz con un pañuelo de seda—. ¿Quién usa sandalias con esos pies? ¡Es un crimen contra la moda y la humanidad!

—Silencio, intrusas —rugió el líder, un Carlos Quesón con una barba trenzada que colgaba como una serpiente negra hasta su pecho. Sus ojos brillaban con un fuego amarillo, y su pie derecho, cubierto de callos que parecían cráteres, despedía volutas de vapor fétido—. Soy Carlos 57 Quesón, Sumo Sacerdote de Gran Carlos Quesón. Han profanado nuestro bosque sagrado, y pagarán con sus almas.

—¡Profanado, dice! —se burló Giselle, sacudiendo su melena rubia como si estuviera en una pasarela—. Lo único profanado aquí es mi pedicura. ¡Exijo hablar con el gerente de esta selva, YA!

—¡Oh, qué hombre tan poco chic! —añadió Geraldine, rociándose más perfume en un intento inútil de combatir el olor—. ¿No saben que el olor corporal es taaan passé? ¡Necesitan un asesor de imagen urgente!

—¡Y un pedicurista! —gritó Georgette, señalando los pies de Carlos 57—. ¡Esos callos son un atentado contra mi sensibilidad detox!

Ginevra, siempre buscando el drama, se puso una mano en la frente como una heroína de telenovela:

—¡Esto es intolerable! ¡Mi tragedia merece una audiencia global, no este circo de pies apestosos!

Los Carlos Quesones no se inmutaron. Con una sincronía escalofriante, separaron a las chicas, arrastrándolas una por una hacia un altar de piedra cubierto de moho verde y manchas rojizas. El claro se llenó de cánticos guturales, un himno a Gran Carlos Quesón que hacía temblar la tierra.

Giselle fue la primera, arrastrada por Carlos 75 Quesón, un gigante con hombros como rocas y un pie tan grande que dejaba huellas profundas en la tierra. La ataron a una roca cubierta de musgo, y Carlos 75 acercó su pie a su cara. El olor era una pesadilla líquida: Queso podrido, cloaca olvidada y un toque de vinagre envenenado. Nubes de vapor fétido se arremolinaban, haciendo que los ojos de Giselle lloraran rímel negro por sus mejillas.

—¡Esto es inhumano! —gritó, forcejeando contra las lianas que la sujetaban—. ¡Mi nariz está asegurada por un millón de dólares! ¡Esto es un ataque a mi marca personal!

—Huele el aroma sagrado del Gran Carlos Quesón —rió Carlos 75, su voz como un trueno podrido—. ¡Es tu pasaje al reino de los Quesos eternos!

Giselle intentó contener la respiración, pero el olor era una fuerza invasora. Sus pulmones cedieron, y se desmayó, su rostro contorsionado en una mueca de asco.

Al despertar, empezar a sentir, sin embargo, cierto placer, y chupió, lamió, besó y olió los apestosos pies de Carlos 75, con gozo y satisfacción, como en un acto de amor, Carlos 75 la penetró con fuerza y salvajismo, algo que le provocó un extraordinario placer, Giselle hubiera querido que aquel momento fuese eterno pero…

Carlos 75 alzó su cuchillo, cuya hoja parecía susurrar maldiciones, aterrorizada al ver al asesino frente a ella, Giselle murmuró:
—Mi legado… será… una línea de perfumes… antiselva…

Carlos 75 colocó el cuchillo sobre el pecho de Giselle y lo hundió on un crujido húmedo gritando “Queso” en voz alta. La sangre brotó como un géiser carmesí, salpicando el altar, no se contentó con una puñalada, le dio dos, tres, cinco, diez, veinte, con tajos en todo el cuerpo, cortes en el cuello, el pecho, el estomago, los miembros, heridas profundas y otras superficiales. Como golpe final, luego Carlos tiro el Queso Gruyere gigante. La rueda, del tamaño de un coche pequeño, rodó con un estruendo, aplastando a Giselle con un crunch nauseabundo.

-      Queso - dijo Carlos 75 cuando el Queso estaba sobre el cadáver de Giselle.

Geraldine fue la siguiente, arrastrada por Carlos 91 Quesón, un coloso con uñas largas como garras y un pie cubierto de hongos que parecían pequeños bosques en descomposición. La ataron a un árbol retorcido, y Carlos 91 acercó su pie, cuya piel agrietada exudaba un líquido amarillento. El olor era un asalto químico: una mezcla de Queso fermentado, calcetines olvidados en un gimnasio y un toque de podredumbre tropical.

—¡Esto es peor que el gimnasio de mi ex! —sollozó Geraldine, sus rizos perfectos desmoronándose bajo la humedad—. ¡Mi terapeuta me cobrará extra por este trauma! ¡Necesito un palo santo ahora!

—Tu alma alimentará a Gran Carlos Quesón —declaró Carlos 91, sus ojos brillando como carbones encendidos.

Al igual que con Giselle, Geraldine sintió asco primero por los pies de Carlos 91, pero aquel rechazo inicial dio lugar a un gozo total mientras chupaba, lamía, besaba y olía los pies del Quesón, y el extasis fue total cuando este la penetro…

-      Esto es sencillamente magnifico – susurró Geraldine, mientras se reponía feliz de haber sido violada por Carlos 91.

Carlos 91, entonces, blandió su cuchillo y Geraldine tembló del terror al ver al asesino frente a ella.

—Mi aura… nunca… se recuperará…

Con una furia criminal total, Carlos 91 lo clavó en su abdomen, girándolo lentamente para maximizar el horror. La sangre corrió por el suelo, absorbida por la tierra hambrienta. Luego levantó el cuchillo y se lo clavó en el pecho, lo volvió a levantar y se lo clavó en el cuello, lo volvió a levantar y se lo clavó en el estomago, y así volvió a repetir los cortes y las heridas. A continuación, el asesino tomó el Queso y lo tiro sobre el cadáver. El Queso Gruyere gigante rodó con un rugido, aplastándola contra el árbol con un estallido de astillas y carne.

-      Queso - dijo Carlos 91 cuando el Queso estaba sobre el cadáver de Geraldine.

Genevieve enfrentó a Carlos 18 Quesón, un gigante con tatuajes de Quesos grabados en su pecho musculoso. Su pie, tan grande que bloqueaba la luz de la luna, tenía uñas negras que parecían ganchos. El olor era una sinfonía de podredumbre: Quesos en descomposición, cloaca estancada y un toque de azufre infernal.

—¡Esto es un insulto a mi sensibilidad artística! —gritó Genevieve, su sombrero de plumas cayendo al suelo como un pájaro derrotado—. ¡Ese olor no combina con mi paleta de colores! ¡Necesito un lienzo limpio!

—Tu sangre pintará nuestro altar —dijo Carlos 18, su voz como un deslizamiento de tierra.

Genevieve reaccionó con asco a los pies de Carlos 18, cuando estos estaban encima suyo, pies que casi cubrían todo su cuerpo, pero lamió, besó, chupó y olió, y el asco se convirtió en una felicidad plena e intensa, mientras olía los pies, para un testigo, ver la escena en la que Carlos la penetro, hubiera sido como ver como un rinoceronte violaba a una inocente dama, pero a Genevieve eso le fascino, estaba pletórica de felicidad…

-      Esto es como estar en el cielo – dijo Genevieve finalizada la relación sexual  – ya no necesito morir para estar en el cielo.

-      De todas maneras lo harás – le dijo Carlos 18.

Con una risa gutural que resonó como un deslizamiento de tierra, Carlos 18 alzó el cuchillo con ambas manos, los guantes chirriando mientras apretaba el mango con tanta fuerza que las venas de sus antebrazos se hincharon como raíces retorcidas.

—Mi obra… será… un NFT… eterno… - dijo Genevieve viendo al asesino frente a ella con el cuchillo.

La hoja tembló en el aire, ansiosa, antes de descender en un arco brutal hacia el pecho de Genevieve. El cuchillo perforó su carne con un shunk húmedo, atravesando piel y músculo hasta hundirse en su corazón.

Carlos 18 torció la hoja con un giro lento y deliberado, sus guantes crujiendo mientras las costillas de Genevieve se astillaban con un crujido nauseabundo, como ramas secas bajo una bota.

La sangre brotó en un chorro carmesí, salpicando el rostro tatuado de Carlos 18, donde los dibujos de Quesos parecían cobrar vida bajo la luz parpadeante. Una gota gruesa resbaló por su mejilla, y él la lamió con una lengua grisácea, sus ojos amarillos brillando con una sonrisa demente que revelaba dientes manchados de podredumbre. “Tu sangre es pintura para el gran Carlos Quesón” gruñó, su voz un rugido que hizo temblar el altar mientras Genevieve, con un gemido final, se desvanecía en la oscuridad, su cuerpo inerte bajo la sombra del gigante.

Carlos 18 tiró el Queso sobre el cadáver de Genevieve, no sin cierto aire, diciendo en voz alta la palabra ritual “Queso”.

Georgette fue llevada ante Carlos 45 Quesón, cuyo pie tenía callos que parecían mapas de continentes olvidados. El olor era un arma biológica: Queso apestoso, basura fermentada y un toque de cloaca tropical. Georgette vomitó su jugo detox de espinaca y jengibre, su rostro pálido como la luna.

—¡Mi dieta limpia! —sollozó, limpiándose la boca con una manga rasgada—. ¡Esto es un ataque a mi sistema inmunológico! ¡Necesito un enjuague de carbón activado!

—Tu cuerpo será purificado por Gran Carlos Quesón —dijo Carlos 45, su risa como un terremoto.

El ritual se repitió con precisión y la reacción de la mujer fue similar al de sus amigas: placer, gozo y satisfacción tanto mientras chupaba, olía, lamía y besaba los pies de Carlos, y mucho más cuando esté la penetró, no sin cierta furia, situación que llenó de placer aún más a Georgette.

Pero aquel extasis se esfumó al ver a Carlos 45 con el cuchillo gigante delante de ella…

—Necesito… un smoothie… de kale…

“Tu cuerpo será purificado por Quesalcoatl,” proclamó, su voz como un trueno que resonaba en el claro. Alzó el cuchillo con un movimiento teatral, la hoja capturando destellos de las antorchas como si estuviera sedienta de sangre. Luego, con un gesto deliberado y cruel, hundió el cuchillo en el estómago de Georgette. La hoja atravesó la carne con un shluck húmedo y viscoso, desgarrando piel, músculo y órganos con una facilidad aterradora. Carlos 45 giró la muñeca, sus guantes crujiendo bajo la presión, mientras la hoja rasgaba más profundo, abriendo una herida que expelía un torrente de sangre caliente. El sonido era una sinfonía grotesca: el desgarro de la carne, el gorgoteo de fluidos internos y el grito agónico de Georgette, que reverberaba en la selva como una nota rota.

La sangre brotó como una fuente carmesí, empapando el altar y formando un charco espeso que reflejaba las llamas verdes de las antorchas, creando un espejo macabro donde las sombras parecían danzar. Gotas de sangre salpicaron el rostro de Carlos 45, deslizándose por sus mejillas marcadas por cicatrices y goteando desde su barba trenzada, que apestaba a Queso rancio. Él inhaló profundamente, como si el aroma metálico de la sangre fuera un perfume divino, y sus labios se curvaron en una sonrisa sádica que revelaba dientes amarillentos y torcidos.

“Queso” dijo Carlos 45 y tiró el Queso sobre el cadáver de su víctima.

El impacto liberó un estallido de jugo detox, sangre y vísceras que salpicaron el claro, mezclándose con el polvo y el moho. El Queso, ahora detenido, se alzaba como una lápida grotesca, su superficie agrietada goteando con los restos de Georgette, cuya mano, aún crispada, asomaba bajo la rueda como un último gesto de protesta contra la indignidad de su fin. La selva guardó silencio por un instante, como si aplaudiera la ofrenda al gran Carlos Quesón, antes de que los cánticos de los Carlos Quesones llenaran el aire con una melodía infernal.

Ginevra, la última, enfrentó a Carlos 57 Quesón. Su pie era una pesadilla viviente, con grietas que exudaban un pus verde y un olor que parecía derretir el aire: Queso apestoso e infernal, cloaca infernal y un toque de muerte líquida. El claro tembló con su presencia, y las antorchas parpadearon como si temieran apagarse.

—¡Mi drama merece un Oscar! —gritó Ginevra, posando como si estuviera en una alfombra roja—. ¡Este olor no es digno de mi trágico final! ¡Necesito un director de fotografía!

—Tu tragedia es nuestra gloria —dijo Carlos 57, su voz como un coro de demonios.

El ritual fue el mismo, Ginevra sufrió primero con el olor de los pies de Carlos 57, pero luego sintió placer, gozo, satisfacción y felicidad mientras olía, lamía, besaba y chupaba los pies de Carlos, para luego ser violada en forma salvaje, pero fue una violación para quien veía la escena como un testigo, porque ella lo vivió como un acto de amor salvaje y exótico que le hizo conocer el placer total y absoluto.

-      Ya esta, ya esta, jamás volveré a ser tan feliz – dijo Ginevra.

Ginevra, la reina del drama, estaba atada al altar de piedra, su

Carlos 57, inmune a su histrionismo, soltó una risa que era mitad rugido, mitad maldición, un sonido que parecía arrancado de las profundidades de la selva. “Tu drama es un sacrificio para el gran Carlos Quesón,” proclamó, su voz retumbando como un tambor de guerra.

Ginevra, con un hilo de voz, susurró:

—Mi feed… nunca… será… lo mismo…

Alzó el cuchillo con ambas manos, los guantes chirriando bajo la tensión, y la hoja capturó el resplandor de las antorchas, proyectando sombras danzantes que parecían burlarse de Ginevra.

Con un movimiento rápido y brutal, hundió el cuchillo en su pecho, justo debajo de la clavícula. La hoja atravesó carne y hueso con un crack seco, seguido de un shluck húmedo cuando perforó su corazón.

Ginevra soltó un grito agónico, un alarido tan potente que resonó a través de la selva, haciendo que los pájaros iridiscentes huyeran en bandadas y los jaguares invisibles rugieran en respuesta. Carlos 57 torció la hoja con un giro lento y sádico, sus guantes empapándose de sangre mientras las costillas de Ginevra se astillaban con un crujido nauseabundo, como madera rota bajo un hacha.

La sangre brotó como una fuente carmesí, un géiser caliente que salpicó el rostro de Carlomagno, empapando su barba y goteando por sus mejillas marcadas por cicatrices. Él alzó el cuchillo al cielo, la hoja ahora brillante con sangre fresca, y gritó una invocación al gran Carlos Quesón, su voz un aullido que parecía rasgar la noche. Gotas de sangre cayeron sobre el altar, mezclándose con el moho y formando un charco que reflejaba las llamas verdes como un espejo infernal.

El ritual aún no había concluido, aunque Ginevra ya había asesinada, Carlos 57 tiró el Queso, el gran Queso, con una fuerza devastadora, aplastándola contra el altar con un crunch grotesco de huesos pulverizados y carne destrozada. El impacto fue tan brutal que un estallido de sangre, plumas y jirones de seda salpicó el claro, manchando las antorchas y los rostros de los Carlos Quesones, que rugieron en éxtasis.

El Queso, ahora inmóvil, se alzaba como un monolito macabro, su superficie agrietada goteando con los restos de Ginevra. Una mano, aún adornada con anillos de diamantes, asomaba bajo la rueda, los dedos crispados en una pose final, como si intentara tomar una última selfie para la eternidad.

La selva guardó un silencio reverente, roto solo por el eco de los cánticos de los Carlos Quesones, que celebraban la ofrenda a Quesalcoatl mientras el olor a Queso y sangre fresca se elevaba hacia las estrellas.

Con las cinco amigas muertas, los Carlos Quesones celebraron un ritual final. Vertieron la sangre en el altar, que brilló con una luz verde espectral. La selva tembló, y un viento frío llevó los gritos de las chicas al cielo, donde se mezclaron con las estrellas. Los nativos, escondidos en sus chozas, comenzaron a contar la historia de las cinco snobs que desafiaron a la selva y pagaron con sus vidas. La leyenda de los Carlos Quesones creció como una enredadera: se decía que sus pies olorosos acechaban en la niebla, que los Quesos gigantes rodaban solos por la selva, buscando nuevas víctimas, y que el olor a Queso podrido era una advertencia de Gran Carlos Quesón.

Los cruceros evitaron la isla, pero los aventureros curiosos seguían desapareciendo, atraídos por las historias. En las noches de luna llena, los lugareños juraban escuchar risas snobs, el crujido de un Queso rodando y un hedor que flotaba como un espíritu vengativo. Algunos decían haber visto sombras gigantes en la selva, con pies que brillaban bajo la luna y ojos que ardían como antorchas.

La selva guarda sus secretos, y los Carlos Quesones siguen siendo un enigma. ¿Son hombres, demonios o las pesadillas de un dios hambriento? Nadie lo sabe. Pero una cosa es segura: nunca subestimes el poder de los Carlos, de pies grandes y olorosos y los Quesos gigantes. En la isla sin nombre, la selva espera, susurra y ríe, lista para devorar a los próximos snobs que se atrevan a profanarla.






















































 CUENTOS QUESONES

una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI

enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS




Comentarios

  1. eran negros o blancos los quesones de la selva? ambas cosas parecen

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  2. los tipos son como máquinas de matar, mina que ven, mina que cogen y queso!!!!

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  3. una raza de tipos patones y gigantes que matan mujeres, todos llamados Carlos, gran relato, que haya secuela

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  4. quiero más cuentos con los Carlos, hacete uno fuera del canon, con las famosas que ya conocemos y visitan la isla, pero que los Carlos sean los de siempre, por lo menos cinco, Delfino, Sandes y tres más

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    Respuestas
    1. Estaría bien. Y puede ser uno con heroínas de DC, como Black Canary y Zatanna, de Marvel, algunas de videojuegos.
      Y que alguna ofrezca resistencia, incluso esté a punto de ganar. Como que Black Canary recibiendo un queso en la cabeza, que la desmaye.

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