El Cuento Quesón en la Tierra de los Faraones #QUESO
En el corazón del Egipto
antiguo, donde el sol de Ra calcinaba las arenas del desierto y el Nilo
susurraba los secretos de Osiris, el palacio de la princesa Neferclapa se
alzaba como un templo de piedra y crueldad. Neferclapa, cuya belleza era un
reflejo venenoso de Hathor pero cuya alma estaba corrompida como la de Set,
gobernaba con un cetro de hierro y una lengua que cortaba como la guadaña de
Anubis.
A su lado, sus dos esbirras
hechiceras, Cleortitis y Sanejpa, eran sombras malignas que hacían temblar
incluso a los dioses menores. Cleortitis, con ojos de serpiente que parecían
robados al mismo Apep, emitía una risa que resonaba como el crujir de los escarabajos
sagrados de Khepri. Sanejpa, con una piel que parecía tejida con las arenas del
reino de Sokar y dedos huesudos que conjuraban maldiciones con un chasquido,
era la encarnación del terror. Juntas, formaban un trío infernal que aplastaba
cualquier atisbo de esperanza en el palacio.
Entre los esclavos que
sufrían bajo su yugo estaba Carlos, un joven de origen incierto, con el cabello
desgreñado como las plumas de un halcón de Horus y unos pies descomunales que
parecían esculpidos por un artesano poseído por el caos. Sus pies, siempre
sudorosos y con un hedor que rivalizaba con las ofrendas podridas olvidadas en
los altares de Amón, eran el blanco de las burlas más crueles de Neferclapa y
sus hechiceras.
Cada amanecer, en el gran
salón de columnas doradas adornadas con jeroglíficos que narraban la gloria de
Ra, lo obligaban a desfilar descalzo mientras las tres se retorcían de risa.
“¡Mira esos remos apestosos, dignos del inframundo de Duat!”, gritaba Neferclapa,
lanzándole higos podridos que estallaban como maldiciones. Cleortitis conjuraba
nubes de moscas que zumbaban alrededor de los dedos de Carlos, como si fueran
enviadas por Beelzebub, el señor de las plagas. Sanejpa, con un hechizo menor,
hacía que el suelo bajo sus pies ardiera como las brasas del lago de fuego que
custodia Sekhmet. Los esclavos, obligados a presenciar el espectáculo,
apretaban los dientes, pero el miedo a las hechiceras, que decían tener el
favor de la mismísima Isis, los mantenía en silencio.
Una noche, bajo la mirada
pálida de la luna, que evocaba el ojo vigilante de Thoth, la humillación
alcanzó un punto insoportable. Durante un banquete en honor a Bes, el dios
protector de los hogares, Neferclapa, ebria de vino de dátiles y crueldad,
ordenó a Carlos que se arrodillara y le limpiara los pies con la lengua, como
si fuera un perro ante la diosa Bastet.
Las risas resonaron como un
coro de hienas en el desierto, y Cleortitis, tambaleándose por el licor, lanzó
un hechizo que intensificó el olor de los pies de Carlos hasta que los pájaros
que adornaban las ventanas cayeron desmayados, como si Anubis hubiera reclamado
sus almas.
Sanejpa, no queriendo
quedarse atrás, conjuró un charco de lodo bajo él, haciéndolo resbalar y caer
frente a la corte, que estalló en carcajadas. Carlos, con el rostro enrojecido
y las lágrimas contenidas, juró en silencio, ante el espíritu de Osiris, que
esa sería la última noche de su tormento.
Cuando el palacio se sumió
en el silencio, roto solo por el canto de los chacales que veneraban a Anubis,
Carlos se deslizó por los pasillos oscuros, su corazón latiendo como el tambor
de guerra de los ejércitos de Ramsés.
En una mano temblorosa
sostenía una lanza con punta de obsidiana, robada del arsenal de los guardias
que custodiaban el palacio como los demonios de Ammit.
En la otra, un objeto aún
más extraño: una rueda de Queso rancio, tan dura como las losas de las
pirámides y con un olor que podía competir con el de sus propios pies. Los
esclavos, que lo habían visto prepararse en las sombras, lo observaban desde
los rincones, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y esperanza, como si
vieran en él al mismísimo Horus vengador. Nadie lo delató.
Carlos irrumpió en la
cámara de Cleortitis, un antro oscuro lleno de frascos con escorpiones que
parecían consagrados a Serket y pergaminos malditos que olían a azufre. La
hechicera dormía, su rostro serpentino relajado bajo un velo de lino. Pero
Carlos no venía a negociar con palabras.
Con un movimiento
silencioso, se acercó a su lecho y, alzando uno de sus enormes pies, lo acercó
al rostro de Cleortitis. El hedor, como un miasma escapado del Duat, hizo que
la hechicera despertara con un grito ahogado, sus ojos desorbitados mientras intentaba
apartarse. “¡Por Ra, qué es esto!”, balbuceó, pero Carlos, implacable, presionó
su pie contra su rostro, obligándola a inhalar el olor que ella tanto había
ridiculizado.
Cleortitis se retorció,
jadeando, hasta que sus fuerzas cedieron y cayó semiinconsciente, vencida por
el poder de aquellos pies que parecían bendecidos por el mismo Set.
Sin darle tiempo a
recuperarse, Carlos alzó la lanza, cuya punta brillaba como el ojo de Horus
bajo la luz de la luna. Con un grito que resonó como el rugido del león de
Sekhmet, hundió la obsidiana en el pecho de Cleortitis.
La sangre brotó como un río
oscuro, salpicando los muros y los frascos, que se rompieron liberando a los
escorpiones. Estos, como si supieran que su ama había muerto, huyeron en
estampida, como almas condenadas ante el juicio de Maat.
La hechicera se
convulsionó, sus manos arañando el aire, hasta que su cuerpo se quedó inmóvil,
su rostro congelado en una mueca de terror.
Carlos, jadeando, tomó la
rueda de Queso y, alzándola como una ofrenda a los dioses, la dejó caer sobre
el cadáver de Cleortitis con un plaf viscoso.
“¡Queso!”, exclamó en voz
alta, su voz retumbando en la cámara como un desafío a los dioses. El olor del
Queso se mezcló con el de la sangre, un insulto final a la hechicera que había
osado burlarse de él.
Sanejpa fue la siguiente.
Carlos encontró su cámara, un lugar polvoriento donde el aire olía a arena y
muerte, como el reino subterráneo de Sokar. La hechicera dormía, murmurando
hechizos en sueños, sus dedos huesudos moviéndose como si conjuraran incluso en
el reino de los dioses.
Carlos, con el sigilo de un
ladrón en las tumbas de los faraones, se acercó y repitió su ritual de
venganza. Alzó su pie, cuya sombra parecía proyectar la silueta de Anubis, y lo
acercó al rostro de Sanejpa.
El olor, como un viento
pestilente del desierto, despertó a la hechicera, que abrió los ojos con un
alarido. “¡Por Isis, aléjalo!”, gritó, pero Carlos, con una sonrisa fría,
presionó su pie contra su rostro, obligándola a inhalar hasta que sus pulmones
se rindieron. Sanejpa, debilitada y tosiendo, intentó conjurar un hechizo, pero
sus dedos temblorosos no pudieron completar el gesto.
Carlos no esperó más. Alzó
la lanza, cuya punta parecía brillar con la furia de Ra, y la hundió en el
pecho huesudo de Sanejpa. El golpe fue tan brutal que la obsidiana atravesó su
cuerpo y se clavó en el lecho de piedra, dejando un eco que resonó como un
trueno. La sangre de la hechicera, negra como la noche sin luna, se derramó
sobre los pergaminos que cubrían el suelo, quemándolos como si fuera un veneno
del inframundo.
Sanejpa gorgoteó, sus ojos
vidriosos fijos en Carlos, antes de desplomarse, su cuerpo frágil como una
vasija rota. Carlos tomó la rueda de Queso, la alzó como si fuera el disco
solar de Ra, y la lanzó con tal fuerza que rompió un jarrón ceremonial al caer
sobre el rostro inmóvil de Sanejpa.
“¡Queso!”, gritó, su voz
resonando como un jur Marine, y el Queso, duro y fétido, cubrió los rasgos de
la hechicera como una máscara de deshonra.
Finalmente, Carlos llegó a
la cámara de Neferclapa, un santuario de opulencia donde estatuas de gatos con
ojos de esmeralda, consagradas a Bastet, vigilaban el lecho de seda de la
princesa. La luz de la luna, filtrada a través de un ventanal, bañaba el rostro
de Neferclapa, cuya belleza parecía un desafío a los dioses. Pero Carlos no se
dejó engañar.
Se acercó, su figura
proyectando una sombra que evocaba al vengativo Horus, y alzó su pie una vez
más. El olor, como una maldición desatada por Set, despertó a Neferclapa, que
abrió los ojos y gritó: “¡Por Hathor, qué abominación!”.
Intentó apartarse, pero
Carlos, con una fuerza nacida de años de humillación, presionó su pie contra su
rostro, obligándola a inhalar hasta que las lágrimas corrieron por sus
mejillas. La princesa, debilitada y humillada, intentó invocar el poder de Isis,
pero su voz se quebró en un gemido.
Con un alarido que pareció
despertar a los mismísimos dioses del panteón egipcio, Carlos alzó la lanza y
la hundió en el corazón de Neferclapa.
La obsidiana atravesó su
pecho con un crujido, y la sangre, roja como las flores de loto ofrecidas a
Osiris, se derramó sobre las sábanas de seda. Neferclapa abrió los ojos por un
instante, su boca formando una “O” de sorpresa, antes de desplomarse, su cuerpo
inerte como una estatua derribada. Carlos, en un acto final de desafío, tomó la
rueda de Queso y la dejó caer sobre el rostro de la princesa, cubriendo su
belleza con una masa amarillenta y fétida.
“¡Queso!”, exclamó, su voz
resonando como un himno de victoria. “Por mis pies”, susurró luego, antes de
girarse y correr.
El palacio estalló en caos.
Los guardias, alertados por los gritos, corrieron hacia las cámaras, pero los
esclavos, inspirados por el valor de Carlos, se alzaron en una rebelión
silenciosa. Derramaron aceite en las escaleras, como si ofrecieran un sacrificio
al caos de Set, fingieron desmayos y escondieron las llaves de las puertas en
los altares de los dioses.
Algunos incluso arrojaron
vasijas de cerámica, que se rompieron con estruendo, retrasando a los guardias,
que tropezaban y maldecían bajo la mirada severa de las estatuas de Anubis.
Mientras tanto, Carlos
escapó por un pasaje secreto que los esclavos usaban para llevar agua del Nilo,
un túnel que parecía bendecido por Hapi, el dios del río. Corrió bajo la luz de
la luna, sus pies grandes dejando huellas profundas en la arena, como las
marcas de un dios errante. Nadie lo persiguió esa noche.
Dicen que Carlos
desapareció en el desierto, convertido en una leyenda entre los esclavos del
Nilo. Algunos juran que, en las noches sin luna, cuando el viento susurra los
nombres de los dioses olvidados, se puede oler un leve aroma a Queso rancio y
pies sudorosos cerca de las ruinas del palacio de Neferclapa. L
os esclavos, cuando los
amos no miran, sonríen y susurran su nombre: Carlos, el que venció a la
princesa y sus hechiceras con una lanza, un Queso y el poder de su indomable
espíritu. En los mercados de Menfis y Tebas, los cuentacuentos narran su
historia, asegurando que su venganza fue bendecida por Horus y que su olor,
como un eco del poder de Ra, sigue protegiendo a los oprimidos desde las arenas
del desierto.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

en las piramides esta lleno de referencias a los quesones
ResponderBorrartierra de faraones y tierra de quesones
ResponderBorrarcuando Moisés abrió las aguas, seguro estaba este Quesón
ResponderBorrarpodría tener una secuela sobre una momia que es un queson, la historia del Egipto antiguo da para muchos cuentos quesones
ResponderBorrarla cultura egipcia tiene mucho misterio, yo creo que Dumitrescu debería sacar muchas enseñanzas de aca
ResponderBorrarPodría ser un relato en que Cleopatra no se suicide haciéndose morder ´por una serpiente, sino ordenando a un quesón que la ejecute. Obviamente, con Cleopatra ejerciendo su legendaria seducción para convencerlo.
ResponderBorrarY Marco Antonio podría ser para una quesona.