El Cuento Quesón del Gay de la Pistola Rosada #QUESO
En la bulliciosa capital, donde los edificios se alzan como gigantes de cristal y las calles vibran con el pulso de la modernidad, se encontraba MegaTrend, la tienda departamental más grande de la ciudad. Sus vitrinas relucientes exhibían las últimas tendencias de moda, y su peluquería, con luces neón y espejos impecables, era el lugar donde las apariencias se moldeaban. Allí, en medio de ese torbellino de glamour y consumismo, comenzó a trabajar Carlos, un joven de 22 años al que todos, con una mezcla de cariño y condescendencia, llamaban Carlitos.
Carlitos era un torbellino de energía y color. Su cabello, teñido de un rubio platino que brillaba bajo las luces de la tienda, siempre estaba perfectamente peinado, con ondas suaves que caían sobre sus hombros. Sus uñas, pintadas de un rosa chicle, relucían mientras gesticulaba con entusiasmo, y sus outfits —siempre un poco más atrevidos que los de sus colegas— combinaban blusas de seda, pantalones ajustados y accesorios que gritaban personalidad. Carlitos era abiertamente gay y afeminado, y aunque su confianza parecía inquebrantable, cargaba con el peso de las miradas y los susurros que lo seguían a donde fuera.
El primer día de Carlitos en MegaTrend fue como entrar a una selva desconocida. La gerente, una mujer de rostro severo llamada Doña Clara, lo recibió con un apretón de manos firme y una advertencia: “Aquí se trabaja duro, pequeño. No hay tiempo para tonterías”. Carlitos, con una sonrisa brillante, asintió y se dirigió a su primer turno en la sección de indumentaria femenina.
Allí conoció a sus compañeras: Pepa, Coca, Lala, Mimi y Nana. Eran un grupo inseparable, siempre cuchicheando entre ellas, con risitas que cortaban el aire como navajas. Pepa, la líder no oficial, era alta y de cabello liso y negro como el carbón, con una actitud que intimidaba a cualquiera. Coca, de mejillas redondas y ojos pequeños, siempre parecía estar buscando una excusa para reírse de alguien. Lala, con su melena teñida de rojo fuego, tenía una lengua afilada que no perdonaba. Mimi, la más joven, seguía a las demás como un cachorro ansioso por encajar, y Nana, la mayor, destilaba un desprecio silencioso que se sentía como un golpe.
“¿Y este quién es? ¿La nueva muñequita de la tienda?” dijo Pepa, arqueando una ceja mientras Carlitos organizaba un perchero de vestidos. Las demás rieron, y Carlitos sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo su sonrisa.
“Me llamo Carlos, pero pueden decirme Carlitos. ¡Encantado de conocerlas!” respondió con un tono dulce, intentando ignorar el veneno en sus palabras.
“Uy, Carlitos, qué monada. ¿Vienes a vender ropa o a probártela?” soltó Coca, y las risas volvieron a estallar. Carlitos apretó los labios, fingiendo que no le afectaba, y siguió doblando blusas con dedos temblorosos.
Los días siguientes no fueron más fáciles. En la sección de indumentaria, las compañeras de Carlitos encontraban cualquier excusa para burlarse. Si recomendaba un vestido a una clienta, Lala murmuraba: “Claro, él sabe de vestidos porque seguro los usa en su casa”. Si llevaba un pañuelo de colores o unos pendientes brillantes, Mimi soltaba: “¡Miren, la diva llegó al escenario!”. Nana, aunque menos verbal, lo miraba con desdén, como si su sola presencia fuera una ofensa.
Una tarde, mientras Carlitos ayudaba a una clienta a elegir un conjunto para una boda, Pepa se acercó y le arrebató el vestido de las manos. “Déjame a mí, pequeño. Esto no es un desfile de modas, aquí se vende, no se juega a las muñecas”. La clienta, incómoda, se alejó, y Carlitos sintió que el aire se le escapaba. Quiso responder, pero las palabras se le atoraron en la garganta.
En la peluquería, donde Carlitos trabajaba algunos días, la situación no era mejor. Allí, su talento para peinar y maquillar brillaba: sus manos eran rápidas y precisas, y las clientas quedaban encantadas con los recogidos elegantes o los cortes modernos que él creaba. Pero sus compañeras no lo soportaban. “¿Quién te crees, Carlitos? ¿Vidal Sassoon?” decía Coca mientras barría el suelo con desgana. Una vez, Lala “accidentalmente” volcó un frasco de laca sobre el puesto de trabajo de Carlitos, arruinando los pinceles de maquillaje que él había comprado con su primer sueldo.
A pesar de todo, Carlitos intentaba mantener el ánimo. En su pequeño apartamento, decorado con luces de colores y fotos de sus ídolos —Madonna, Lady Gaga, RuPaul—, se miraba al espejo y se repetía: “Tú puedes, Carlitos. Eres una estrella, aunque ellas no lo vean”. Pero cada burla, cada comentario, era como una piedrita que se acumulaba en su corazón. Por las noches, a veces lloraba en silencio, preguntándose por qué no podía simplemente ser aceptado.
Una tarde, mientras organizaba la peluquería, escuchó a Pepa y Coca hablando en voz baja: “Es una vergüenza que dejen trabajar a alguien como él. ¿Qué van a pensar las clientas? Esto es una tienda seria”. Carlitos, escondido tras un biombo, sintió que el mundo se le derrumbaba. Quiso correr, gritar, pero en lugar de eso, respiró hondo y decidió que no les daría el gusto de verlo quebrarse.
Al día siguiente, ese día, las cinco compañeras parecían más inquietas de lo habitual. Sus risitas eran más frecuentes, y sus miradas, cargadas de un brillo malicioso, seguían a Carlitos mientras él atendía a las clientas. Él lo notó, pero decidió ignorarlo. “No les des poder, Carlitos”, se repetía, tarareando una canción de Lady Gaga que sonaba bajito en los altavoces de la tienda.
Era casi la hora del cierre cuando Pepa se acercó a Carlitos con una sonrisa que no presagiaba nada bueno. “Oye, Carlitos, Doña Clara quiere verte en el almacén. Dice que es urgente, algo sobre un pedido que llegó mal”. Su tono era inusualmente amable, lo que hizo que Carlitos frunciera el ceño, pero no quiso sospechar demasiado. Después de todo, Doña Clara era estricta, y desobedecer una orden directa no era una opción.
“Gracias, Pepa. Voy para allá”, respondió Carlitos, ajustándose el cabello antes de dirigirse al almacén, ubicado en la parte trasera de la tienda. El lugar era un laberinto de cajas, perchas y estantes repletos de mercancía. La luz era tenue, y el aire olía a cartón y plástico nuevo. Carlitos entró, buscando a Doña Clara, pero no había nadie.
“¿Doña Clara? ¿Estás aquí?” llamó, dando un par de pasos más adentro. De pronto, la puerta del almacén se cerró con un golpe seco, y la luz se apagó. La oscuridad lo envolvió, y un coro de risas estalló desde el otro lado de la puerta. Eran ellas: Pepa, Coca, Lala, Mimi y Nana.
“¡Disfruta tu desfile en la oscuridad, Carlitos!” gritó Coca, mientras las demás reían a carcajadas. Carlitos escuchó un clic metálico: habían cerrado la puerta con llave. Pero eso no fue todo. Un líquido frío y pegajoso comenzó a caer sobre él desde arriba, empapando su camisa, su cabello y su rostro. El olor dulzón y artificial le reveló de inmediato qué era: jarabe de maíz, probablemente robado de la cafetería de la tienda. Luego, algo más ligero pero igualmente humillante comenzó a llover sobre él: plumas, de las que usaban para decorar algunos accesorios de la tienda.
“¡Ahora sí estás listo para ser la reina del carnaval!” chilló Lala, y las risas se intensificaron. Carlitos, empapado y cubierto de plumas, sintió una oleada de furia y vergüenza. Tropezó con una caja en la oscuridad, cayendo al suelo con un golpe que le arrancó un gemido. Las risas se alejaron, y el silencio del almacén se volvió opresivo.
Carlitos se quedó allí, sentado en el suelo frío, con el jarabe goteando por su rostro y las plumas pegadas a su piel. Por un momento, la confianza que había construido con tanto esfuerzo se tambaleó. Las palabras de sus compañeras, los meses de burlas, el desprecio constante… todo se acumuló en su pecho como una tormenta. Quiso gritar, quiso llorar, pero en lugar de eso, apretó los puños y respiró hondo. “No van a ganar”, murmuró para sí mismo, aunque su voz temblaba.
A la mañana siguiente amaneció con un cielo despejado sobre la ciudad. En su pequeño apartamento, Carlos se preparó con una determinación fría que contrastaba con el vibrante atuendo que eligió: una camiseta ajustada con los colores del arcoíris, pantalones de cuero negro, botas de plataforma moradas y un cinturón con una hebilla en forma de corazón. En su cabello rubio platino, ahora perfectamente alisado, brillaba una diadema con lentejuelas que reflejaban la luz del sol. En su mano derecha, sostenía una pistola rosa con un silenciador negro, un arma que parecía más un accesorio de moda que un instrumento de muerte. En una mochila de lona arcoíris, llevaba cinco Quesos, cada uno envuelto cuidadosamente en papel aluminio, como si fueran ofrendas. Eran Quesos redondos, de corteza dura y aroma intenso, seleccionados con precisión.
Carlos se miró al espejo, sus ojos brillando con una mezcla de furia y liberación. “Hoy no soy Carlitos”, murmuró. “Hoy soy Carlos, el Quesón Gay”. Con un movimiento decidido, guardó la pistola en el cinturón y salió rumbo a MegaTrend.
Cuando Carlos cruzó las puertas automáticas de la tienda, las luces fluorescentes iluminaron su figura como si fuera el protagonista de un desfile. Las primeras empleadas que lo vieron, en la entrada, lo saludaron con el tono burlón de siempre: “¡Buenos días, Carlitos!”.
Él se detuvo, giró lentamente y, con una voz firme que cortó el aire como un cuchillo, respondió: “Ahora soy Carlos, el Quesón Gay”. Las palabras resonaron en el vestíbulo, y las empleadas intercambiaron miradas de desconcierto antes de soltar risitas nerviosas. Carlos no les dio tiempo a procesarlo. Con pasos seguros, se dirigió a la sección de indumentaria femenina, donde sabía que encontraría a su primera víctima.
Pepa estaba en el pasillo de los vestidos de noche, ajustando un maniquí con un vestido de lentejuelas plateadas. Su cabello negro caía como una cortina sobre sus hombros, y tarareaba una canción mientras trabajaba, ajena al peligro. Carlos se acercó en silencio, su pistola rosa oculta tras su espalda. La tienda apenas comenzaba a llenarse, y el murmullo de los clientes cubría cualquier sonido.
“Pepa”, dijo Carlos, su voz baja pero cargada de intención. Ella se giró, con una ceja arqueada y una sonrisa sarcástica.
“¿Qué quieres, Carlitos? ¿Otra pasarela?” dijo, riendo.
“No soy Carlitos”, respondió él, levantando la pistola. Antes de que Pepa pudiera reaccionar, un silbido suave atravesó el aire. El silenciador cumplió su función, y un único disparo, preciso y limpio, atravesó el pecho de Pepa. Sus ojos se abrieron de par en par, y cayó al suelo entre los vestidos, derribando el maniquí en un estruendo amortiguado. La sangre comenzó a manchar el suelo de linóleo blanco.
Carlos se agachó, sacó un Queso de su mochila y lo tiró con cuidado sobre el pecho inmóvil de Pepa. “Queso”, murmuró, y se alejó hacia la siguiente sección.
Coca estaba en la sección de accesorios, organizando collares y pulseras en un exhibidor giratorio. Sus mejillas redondas se movían mientras mascaba chicle, y sus ojos pequeños escaneaban la tienda en busca de algo que criticar. Carlos se acercó por detrás, caminando entre los pasillos como una sombra arcoíris. El brillo de sus pendientes llamó la atención de Coca, que se giró con una mueca.
“Vaya, Carlitos, ¿hoy vienes de carnaval?” dijo, con su risa nasal resonando.
“Carlos, el Quesón Gay”, corrigió él, levantando la pistola. El disparo fue rápido, un destello rosa seguido de un silbido. La bala impactó en la frente de Coca, y su cuerpo se desplomó contra el exhibidor, derribando una cascada de collares que tintinearon al caer. Carlos tiró un segundo Queso sobre su cadáver, ajustándolo con precisión para que quedara centrado. “Queso”, susurró, y siguió adelante.
Lala estaba en la peluquería, secando el cabello de una clienta con un secador ruidoso. Su melena roja brillaba bajo las luces neón, y su risa estridente llenaba el espacio mientras hablaba con la clienta sobre chismes locales. Carlos entró en la peluquería, su presencia apenas notada entre el bullicio de secadores y tijeras. Esperó a que la clienta se fuera al baño, dejando a Lala sola frente al espejo.
“¿Qué haces aquí, Carlitos? ¿Quieres un turno?” dijo Lala, sin siquiera mirarlo, ocupada limpiando un peine.
“Carlos, el Quesón Gay”, respondió él, y antes de que Lala pudiera girarse, disparó. La bala atravesó su nuca, y su cuerpo se deslizó del taburete, cayendo con un golpe sordo. El secador, aún encendido, rodó por el suelo. Carlos tiró el tercer Queso sobre su pecho, su aroma fuerte mezclándose con el olor a laca. “Queso”, dijo, y salió de la peluquería.
Mimi estaba en la sección de calzado, doblando cajas de zapatillas con su habitual aire de inseguridad. Siempre había seguido a las demás, riendo de sus bromas sin cuestionarlas, pero ahora estaba sola. Carlos se acercó, su figura imponente con los colores del arcoíris destacando entre los tonos neutros del pasillo.
“Carlitos, ¿qué haces aquí?” preguntó Mimi, con un temblor en la voz al notar la expresión fría en su rostro.
“Carlos, el Quesón Gay”, dijo él, y disparó sin dudar. La bala impactó en el corazón de Mimi, que cayó hacia atrás, derribando una pila de cajas. Carlos tiró el cuarto Queso sobre su cuerpo, ajustándolo con un movimiento casi ceremonial. “Queso”, murmuró, y se dirigió al último objetivo.
Nana estaba en la caja principal, contando billetes con su habitual expresión de desdén. Sus manos arrugadas se movían con precisión, y no levantó la vista cuando Carlos se acercó. “Fuera de aquí, Carlitos. Estoy ocupada”, dijo secamente.
“Carlos, el Quesón Gay”, respondió él, y el último disparo resonó, amortiguado por el silenciador. Nana cayó sobre el mostrador, los billetes esparciéndose como hojas secas. Carlos tiró el quinto Queso sobre su cuerpo, completando su ritual. “Queso”, dijo, y por un momento, se quedó quieto, observando la tienda ahora silenciosa.
Con la pistola aún en la mano, Carlos salió de MegaTrend y caminó hacia la calle, donde las sirenas de la policía ya comenzaban a sonar. No opuso resistencia cuando los oficiales lo rodearon, apuntándolo con sus armas. Levantó las manos lentamente, dejando caer la pistola rosa al suelo.
“Si soy un delincuente, que me perdone Dios”, dijo con calma, su voz resonando en la calle abarrotada de curiosos. Luego, mirando directamente a uno de los oficiales, añadió: “Quiero ser juzgado bajo el amparo de los derechos humanos y de toda la protección para la comunidad LGBT”.
Lo esposaron y lo subieron a una patrulla. Mientras el vehículo se alejaba, Carlos miró por la ventana, su rostro sereno. Los Quesos, colocados con precisión sobre los cuerpos de sus antiguas compañeras, eran su mensaje final: una marca de su furia, su dolor y su identidad. El Quesón Gay había hablado, y la ciudad no lo olvidaría. QUESO.
Carlitos era un torbellino de energía y color. Su cabello, teñido de un rubio platino que brillaba bajo las luces de la tienda, siempre estaba perfectamente peinado, con ondas suaves que caían sobre sus hombros. Sus uñas, pintadas de un rosa chicle, relucían mientras gesticulaba con entusiasmo, y sus outfits —siempre un poco más atrevidos que los de sus colegas— combinaban blusas de seda, pantalones ajustados y accesorios que gritaban personalidad. Carlitos era abiertamente gay y afeminado, y aunque su confianza parecía inquebrantable, cargaba con el peso de las miradas y los susurros que lo seguían a donde fuera.
El primer día de Carlitos en MegaTrend fue como entrar a una selva desconocida. La gerente, una mujer de rostro severo llamada Doña Clara, lo recibió con un apretón de manos firme y una advertencia: “Aquí se trabaja duro, pequeño. No hay tiempo para tonterías”. Carlitos, con una sonrisa brillante, asintió y se dirigió a su primer turno en la sección de indumentaria femenina.
Allí conoció a sus compañeras: Pepa, Coca, Lala, Mimi y Nana. Eran un grupo inseparable, siempre cuchicheando entre ellas, con risitas que cortaban el aire como navajas. Pepa, la líder no oficial, era alta y de cabello liso y negro como el carbón, con una actitud que intimidaba a cualquiera. Coca, de mejillas redondas y ojos pequeños, siempre parecía estar buscando una excusa para reírse de alguien. Lala, con su melena teñida de rojo fuego, tenía una lengua afilada que no perdonaba. Mimi, la más joven, seguía a las demás como un cachorro ansioso por encajar, y Nana, la mayor, destilaba un desprecio silencioso que se sentía como un golpe.
“¿Y este quién es? ¿La nueva muñequita de la tienda?” dijo Pepa, arqueando una ceja mientras Carlitos organizaba un perchero de vestidos. Las demás rieron, y Carlitos sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo su sonrisa.
“Me llamo Carlos, pero pueden decirme Carlitos. ¡Encantado de conocerlas!” respondió con un tono dulce, intentando ignorar el veneno en sus palabras.
“Uy, Carlitos, qué monada. ¿Vienes a vender ropa o a probártela?” soltó Coca, y las risas volvieron a estallar. Carlitos apretó los labios, fingiendo que no le afectaba, y siguió doblando blusas con dedos temblorosos.
Los días siguientes no fueron más fáciles. En la sección de indumentaria, las compañeras de Carlitos encontraban cualquier excusa para burlarse. Si recomendaba un vestido a una clienta, Lala murmuraba: “Claro, él sabe de vestidos porque seguro los usa en su casa”. Si llevaba un pañuelo de colores o unos pendientes brillantes, Mimi soltaba: “¡Miren, la diva llegó al escenario!”. Nana, aunque menos verbal, lo miraba con desdén, como si su sola presencia fuera una ofensa.
Una tarde, mientras Carlitos ayudaba a una clienta a elegir un conjunto para una boda, Pepa se acercó y le arrebató el vestido de las manos. “Déjame a mí, pequeño. Esto no es un desfile de modas, aquí se vende, no se juega a las muñecas”. La clienta, incómoda, se alejó, y Carlitos sintió que el aire se le escapaba. Quiso responder, pero las palabras se le atoraron en la garganta.
En la peluquería, donde Carlitos trabajaba algunos días, la situación no era mejor. Allí, su talento para peinar y maquillar brillaba: sus manos eran rápidas y precisas, y las clientas quedaban encantadas con los recogidos elegantes o los cortes modernos que él creaba. Pero sus compañeras no lo soportaban. “¿Quién te crees, Carlitos? ¿Vidal Sassoon?” decía Coca mientras barría el suelo con desgana. Una vez, Lala “accidentalmente” volcó un frasco de laca sobre el puesto de trabajo de Carlitos, arruinando los pinceles de maquillaje que él había comprado con su primer sueldo.
A pesar de todo, Carlitos intentaba mantener el ánimo. En su pequeño apartamento, decorado con luces de colores y fotos de sus ídolos —Madonna, Lady Gaga, RuPaul—, se miraba al espejo y se repetía: “Tú puedes, Carlitos. Eres una estrella, aunque ellas no lo vean”. Pero cada burla, cada comentario, era como una piedrita que se acumulaba en su corazón. Por las noches, a veces lloraba en silencio, preguntándose por qué no podía simplemente ser aceptado.
Una tarde, mientras organizaba la peluquería, escuchó a Pepa y Coca hablando en voz baja: “Es una vergüenza que dejen trabajar a alguien como él. ¿Qué van a pensar las clientas? Esto es una tienda seria”. Carlitos, escondido tras un biombo, sintió que el mundo se le derrumbaba. Quiso correr, gritar, pero en lugar de eso, respiró hondo y decidió que no les daría el gusto de verlo quebrarse.
Al día siguiente, ese día, las cinco compañeras parecían más inquietas de lo habitual. Sus risitas eran más frecuentes, y sus miradas, cargadas de un brillo malicioso, seguían a Carlitos mientras él atendía a las clientas. Él lo notó, pero decidió ignorarlo. “No les des poder, Carlitos”, se repetía, tarareando una canción de Lady Gaga que sonaba bajito en los altavoces de la tienda.
Era casi la hora del cierre cuando Pepa se acercó a Carlitos con una sonrisa que no presagiaba nada bueno. “Oye, Carlitos, Doña Clara quiere verte en el almacén. Dice que es urgente, algo sobre un pedido que llegó mal”. Su tono era inusualmente amable, lo que hizo que Carlitos frunciera el ceño, pero no quiso sospechar demasiado. Después de todo, Doña Clara era estricta, y desobedecer una orden directa no era una opción.
“Gracias, Pepa. Voy para allá”, respondió Carlitos, ajustándose el cabello antes de dirigirse al almacén, ubicado en la parte trasera de la tienda. El lugar era un laberinto de cajas, perchas y estantes repletos de mercancía. La luz era tenue, y el aire olía a cartón y plástico nuevo. Carlitos entró, buscando a Doña Clara, pero no había nadie.
“¿Doña Clara? ¿Estás aquí?” llamó, dando un par de pasos más adentro. De pronto, la puerta del almacén se cerró con un golpe seco, y la luz se apagó. La oscuridad lo envolvió, y un coro de risas estalló desde el otro lado de la puerta. Eran ellas: Pepa, Coca, Lala, Mimi y Nana.
“¡Disfruta tu desfile en la oscuridad, Carlitos!” gritó Coca, mientras las demás reían a carcajadas. Carlitos escuchó un clic metálico: habían cerrado la puerta con llave. Pero eso no fue todo. Un líquido frío y pegajoso comenzó a caer sobre él desde arriba, empapando su camisa, su cabello y su rostro. El olor dulzón y artificial le reveló de inmediato qué era: jarabe de maíz, probablemente robado de la cafetería de la tienda. Luego, algo más ligero pero igualmente humillante comenzó a llover sobre él: plumas, de las que usaban para decorar algunos accesorios de la tienda.
“¡Ahora sí estás listo para ser la reina del carnaval!” chilló Lala, y las risas se intensificaron. Carlitos, empapado y cubierto de plumas, sintió una oleada de furia y vergüenza. Tropezó con una caja en la oscuridad, cayendo al suelo con un golpe que le arrancó un gemido. Las risas se alejaron, y el silencio del almacén se volvió opresivo.
Carlitos se quedó allí, sentado en el suelo frío, con el jarabe goteando por su rostro y las plumas pegadas a su piel. Por un momento, la confianza que había construido con tanto esfuerzo se tambaleó. Las palabras de sus compañeras, los meses de burlas, el desprecio constante… todo se acumuló en su pecho como una tormenta. Quiso gritar, quiso llorar, pero en lugar de eso, apretó los puños y respiró hondo. “No van a ganar”, murmuró para sí mismo, aunque su voz temblaba.
A la mañana siguiente amaneció con un cielo despejado sobre la ciudad. En su pequeño apartamento, Carlos se preparó con una determinación fría que contrastaba con el vibrante atuendo que eligió: una camiseta ajustada con los colores del arcoíris, pantalones de cuero negro, botas de plataforma moradas y un cinturón con una hebilla en forma de corazón. En su cabello rubio platino, ahora perfectamente alisado, brillaba una diadema con lentejuelas que reflejaban la luz del sol. En su mano derecha, sostenía una pistola rosa con un silenciador negro, un arma que parecía más un accesorio de moda que un instrumento de muerte. En una mochila de lona arcoíris, llevaba cinco Quesos, cada uno envuelto cuidadosamente en papel aluminio, como si fueran ofrendas. Eran Quesos redondos, de corteza dura y aroma intenso, seleccionados con precisión.
Carlos se miró al espejo, sus ojos brillando con una mezcla de furia y liberación. “Hoy no soy Carlitos”, murmuró. “Hoy soy Carlos, el Quesón Gay”. Con un movimiento decidido, guardó la pistola en el cinturón y salió rumbo a MegaTrend.
Cuando Carlos cruzó las puertas automáticas de la tienda, las luces fluorescentes iluminaron su figura como si fuera el protagonista de un desfile. Las primeras empleadas que lo vieron, en la entrada, lo saludaron con el tono burlón de siempre: “¡Buenos días, Carlitos!”.
Él se detuvo, giró lentamente y, con una voz firme que cortó el aire como un cuchillo, respondió: “Ahora soy Carlos, el Quesón Gay”. Las palabras resonaron en el vestíbulo, y las empleadas intercambiaron miradas de desconcierto antes de soltar risitas nerviosas. Carlos no les dio tiempo a procesarlo. Con pasos seguros, se dirigió a la sección de indumentaria femenina, donde sabía que encontraría a su primera víctima.
Pepa estaba en el pasillo de los vestidos de noche, ajustando un maniquí con un vestido de lentejuelas plateadas. Su cabello negro caía como una cortina sobre sus hombros, y tarareaba una canción mientras trabajaba, ajena al peligro. Carlos se acercó en silencio, su pistola rosa oculta tras su espalda. La tienda apenas comenzaba a llenarse, y el murmullo de los clientes cubría cualquier sonido.
“Pepa”, dijo Carlos, su voz baja pero cargada de intención. Ella se giró, con una ceja arqueada y una sonrisa sarcástica.
“¿Qué quieres, Carlitos? ¿Otra pasarela?” dijo, riendo.
“No soy Carlitos”, respondió él, levantando la pistola. Antes de que Pepa pudiera reaccionar, un silbido suave atravesó el aire. El silenciador cumplió su función, y un único disparo, preciso y limpio, atravesó el pecho de Pepa. Sus ojos se abrieron de par en par, y cayó al suelo entre los vestidos, derribando el maniquí en un estruendo amortiguado. La sangre comenzó a manchar el suelo de linóleo blanco.
Carlos se agachó, sacó un Queso de su mochila y lo tiró con cuidado sobre el pecho inmóvil de Pepa. “Queso”, murmuró, y se alejó hacia la siguiente sección.
Coca estaba en la sección de accesorios, organizando collares y pulseras en un exhibidor giratorio. Sus mejillas redondas se movían mientras mascaba chicle, y sus ojos pequeños escaneaban la tienda en busca de algo que criticar. Carlos se acercó por detrás, caminando entre los pasillos como una sombra arcoíris. El brillo de sus pendientes llamó la atención de Coca, que se giró con una mueca.
“Vaya, Carlitos, ¿hoy vienes de carnaval?” dijo, con su risa nasal resonando.
“Carlos, el Quesón Gay”, corrigió él, levantando la pistola. El disparo fue rápido, un destello rosa seguido de un silbido. La bala impactó en la frente de Coca, y su cuerpo se desplomó contra el exhibidor, derribando una cascada de collares que tintinearon al caer. Carlos tiró un segundo Queso sobre su cadáver, ajustándolo con precisión para que quedara centrado. “Queso”, susurró, y siguió adelante.
Lala estaba en la peluquería, secando el cabello de una clienta con un secador ruidoso. Su melena roja brillaba bajo las luces neón, y su risa estridente llenaba el espacio mientras hablaba con la clienta sobre chismes locales. Carlos entró en la peluquería, su presencia apenas notada entre el bullicio de secadores y tijeras. Esperó a que la clienta se fuera al baño, dejando a Lala sola frente al espejo.
“¿Qué haces aquí, Carlitos? ¿Quieres un turno?” dijo Lala, sin siquiera mirarlo, ocupada limpiando un peine.
“Carlos, el Quesón Gay”, respondió él, y antes de que Lala pudiera girarse, disparó. La bala atravesó su nuca, y su cuerpo se deslizó del taburete, cayendo con un golpe sordo. El secador, aún encendido, rodó por el suelo. Carlos tiró el tercer Queso sobre su pecho, su aroma fuerte mezclándose con el olor a laca. “Queso”, dijo, y salió de la peluquería.
Mimi estaba en la sección de calzado, doblando cajas de zapatillas con su habitual aire de inseguridad. Siempre había seguido a las demás, riendo de sus bromas sin cuestionarlas, pero ahora estaba sola. Carlos se acercó, su figura imponente con los colores del arcoíris destacando entre los tonos neutros del pasillo.
“Carlitos, ¿qué haces aquí?” preguntó Mimi, con un temblor en la voz al notar la expresión fría en su rostro.
“Carlos, el Quesón Gay”, dijo él, y disparó sin dudar. La bala impactó en el corazón de Mimi, que cayó hacia atrás, derribando una pila de cajas. Carlos tiró el cuarto Queso sobre su cuerpo, ajustándolo con un movimiento casi ceremonial. “Queso”, murmuró, y se dirigió al último objetivo.
Nana estaba en la caja principal, contando billetes con su habitual expresión de desdén. Sus manos arrugadas se movían con precisión, y no levantó la vista cuando Carlos se acercó. “Fuera de aquí, Carlitos. Estoy ocupada”, dijo secamente.
“Carlos, el Quesón Gay”, respondió él, y el último disparo resonó, amortiguado por el silenciador. Nana cayó sobre el mostrador, los billetes esparciéndose como hojas secas. Carlos tiró el quinto Queso sobre su cuerpo, completando su ritual. “Queso”, dijo, y por un momento, se quedó quieto, observando la tienda ahora silenciosa.
Con la pistola aún en la mano, Carlos salió de MegaTrend y caminó hacia la calle, donde las sirenas de la policía ya comenzaban a sonar. No opuso resistencia cuando los oficiales lo rodearon, apuntándolo con sus armas. Levantó las manos lentamente, dejando caer la pistola rosa al suelo.
“Si soy un delincuente, que me perdone Dios”, dijo con calma, su voz resonando en la calle abarrotada de curiosos. Luego, mirando directamente a uno de los oficiales, añadió: “Quiero ser juzgado bajo el amparo de los derechos humanos y de toda la protección para la comunidad LGBT”.
Lo esposaron y lo subieron a una patrulla. Mientras el vehículo se alejaba, Carlos miró por la ventana, su rostro sereno. Los Quesos, colocados con precisión sobre los cuerpos de sus antiguas compañeras, eran su mensaje final: una marca de su furia, su dolor y su identidad. El Quesón Gay había hablado, y la ciudad no lo olvidaría. QUESO.
Para una víctima debe ser lo peor, tal vez peor que ser víctima del rugbier cheto.
ResponderBorrarSer quesoneada por alguien que no quiere darle placer.
Por otro lado, esas mujeres eran bien malas.
BorrarEl Fauno.
Hay un error de edición.
ResponderBorrarLas letras quedaron oscuras, no se ven. Tal vez por eso, soy el primero en comentar.
El Fauno.
ahi quedo bien, no se porque quedo así, pero bueno
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