El Cuento Quesón de las Rameras de Babilonia #QUESO
Bajo el cielo abrasador de
Babilonia, donde los zigurats de Uruk, Nippur y Eridu perforaban las nubes y el
Tigris susurraba los secretos de Enki, las sacerdotisas de Marduk, Samhat,
Nippura y Galash, tejían su reinado de terror desde el templo de obsidiana de
Esagila.
Estas tres mujeres,
conocidas como las rameras de Babilonia, no solo servían al dios supremo de la
tríada caldea, sino que pervertían los ritos de Inanna y Ereshkigal para saciar
su codicia y crueldad.
Samhat, de ojos como las
brasas del Abzu y lengua viperina, seducía nobles en los banquetes de Sippar
para extorsionarlos con promesas de favores divinos.
Nippura, cuya risa
estridente resonaba en los jardines colgantes, destilaba pociones en los hornos
de Larsa, doblegando voluntades con elixires malditos.
Galash, la más sádica,
coleccionaba amuletos de hueso grabados con sellos de demonios sumerios,
arrancados de sus víctimas en rituales bajo la luna de Kish.
Juntas, planeaban un
sacrificio para el cumpleaños del rey Nabucodonosor II, un espectáculo en el
anfiteatro de Babilonia que consolidaría su dominio sobre la ciudad y
apaciguaría a los dioses Anu y Tiamat.
En los mercados de
Borsippa, donde el aroma a comino y azafrán se mezclaba con el sudor de los
mercaderes, las tres se mofaban de su próxima víctima. “Ese esclavo extranjero,
Carlos, con sus pies hediondos y su ridículo Queso gruyere, será perfecto”, siseó
Samhat, ajustándose un brazalete de lapislázuli consagrado a Nabu.
“Sus alaridos deleitarán a
la multitud en la Puerta de Ishtar”, añadió Nippura, probando un elixir oscuro
que humeaba como el aliento de Pazuzu. Galash, acariciando un colgante de
marfil tallado con el sello de Lamashtu, rió: “Y cuando los leones lo destrocen,
ofreceremos su sangre a Marduk… y su Queso al mejor postor en el mercado de
Ur”.
Las tres estallaron en
carcajadas, ignorando las miradas temerosas de los vendedores, que susurraban
sobre las maldiciones de Ereshkigal.
Carlos, un extranjero de
tierras lejanas más allá del mar de Dilmun, era conocido en Babilonia por dos
cosas: sus pies grandes, cuyo olor podía vaciar una taberna en Cutha, y haber
introducido el Queso gruyere, un manjar que fascinaba a los nobles de la corte
de Nabucodonosor y repugnaba a los sacerdotes puristas del templo de Shamash.
Capturado como esclavo tras
una incursión asiria, trabajaba en los hornos de ladrillos de Babilonia, pero
su ingenio y su Queso lo habían convertido en una figura curiosa. Las
sacerdotisas, envidiosas de su popularidad y temerosas de que su influencia desafiara
su control, lo eligieron para el sacrificio. “Que muera en la arena bajo el ojo
de Sin”, decretó Samhat, “y que su Queso sea olvidado como las tablillas rotas
de Nippur”.
El día del cumpleaños de
Nabucodonosor, el anfiteatro de Babilonia, construido con ladrillos vidriados
traídos de Susa, rebosaba de ciudadanos ansiosos.
El rey, cubierto de joyas
de oro y turquesa, observaba desde un trono de ébano tallado con escenas de la
Epopeya de Gilgamesh.
Las sacerdotisas, vestidas
con túnicas carmesí bordadas con hilos de Damasco y coronas de oro que imitaban
los cuernos de Anu, ocupaban un balcón elevado, sus sonrisas tan afiladas como
las dagas de los guerreros de Assur.
Carlos fue arrastrado a la
arena, descalzo, con una túnica raída y tres ruedas de Queso gruyere atadas a
su cintura, un regalo irónico de las sacerdotisas para burlarse de su legado.
La multitud rugió cuando las jaulas se abrieron, liberando a tres leones de
melena negra, traídos de las llanuras de Elam y consagrados a Nergal, dios de
la guerra y la muerte.
“¡Muere, extranjero!” gritó
Galash, aplaudiendo desde el balcón. “¡Que tus pies apesten en el inframundo de
Kur!” se mofó Nippura, agitando un abanico de plumas. Samhat alzó una copa de
vino tinto de las viñas de Mari: “Por Marduk, que tu sangre riegue la arena”.
Pero Carlos, lejos de
acobardarse, evaluó a los leones con ojos astutos, como Enkidu enfrentando a
Humbaba. Cuando el primer león saltó, rodó por la arena, esquivando sus garras.
El segundo lo persiguió,
pero Carlos, usando su fuerza de esclavo, trepó por una columna rota grab:
Carlos, esclavo endurecido, trepó por una columna rota y saltó sobre la bestia,
inmovilizándola con una llave improvisada que había aprendido en las tabernas
de Uruk.
El tercer león,
desconcertado, recibió un golpe con un escudo que Carlos arrancó de un guardia
distraído, adornado con el símbolo del dios Adad. La multitud, atónita, pasó de
burlarse a vitorear, gritando su nombre como si fuera un héroe de las crónicas de
Assurbanipal.
Las sacerdotisas, furiosas,
se inclinaron hacia adelante, sus rostros crispados de rabia. “¡Imposible!”
siseó Samhat, rompiendo su copa contra el suelo. “¡Es un truco de Ea!” gritó
Nippura, derramando su elixir. Galash, pálida, murmuró un conjuro a Ereshkigal,
pero era tarde: Carlos, ahora armado con una lanza y una espada robadas de un
guardia, había reducido a los leones a un espectáculo de rugidos sumisos, como
si fueran cachorros de Dumuzi. La arena vibraba con los gritos del público, que
coreaba “¡El hombre del Queso!”.
En ese momento, un esclavo
hebreo llamado Elías, que servía en las cocinas del palacio de Nabucodonosor,
se abrió paso entre la guardia, portando un mensaje urgente.
Había oído a Samhat
susurrar en el templo de Nabu sobre un complot para envenenar al rey durante el
banquete de esa noche, reemplazándolo con un títere que las sacerdotisas
controlarían, un plan para culpar a los hebreos y desatar una masacre en
Babilonia.
Elías, arriesgando su vida,
se arrodilló ante el rey. “¡Majestad, las rameras de Marduk planean
traicionaros! Samhat escondió un frasco de veneno en su túnica, consagrado a
Tiamat. Nippura preparó el cáliz envenenado con una poción de Larsa. Galash iba
a culpar a los hebreos para desatar una masacre en tu nombre”.
Nabucodonosor, con el
rostro endurecido como las estatuas de basalto de Assur, ordenó registrar a las
sacerdotisas. Los guardias encontraron el veneno, oculto en un pliegue de la
túnica de Samhat, y tablillas incriminatorias selladas con el símbolo de Pazuzu
en las pertenencias de Galash.
La multitud, ahora
enfurecida, exigía justicia, sus gritos resonando como las trompetas de la
batalla de Karkemish. El rey se puso de pie, su voz como un trueno del dios
Adad: “Carlos, extranjero, has vencido a los leones y desenmascarado a estas
víboras. Por mi decreto, serás su verdugo. ¡Asesinalas, y que tu Queso sea su
humillación final!”.
La arena estalló en
vítores, un rugido que parecía invocar al mismísimo Enlil. Las sacerdotisas,
ahora despojadas de sus joyas y atadas con cuerdas de cáñamo traídas de Dilmun,
fueron arrastradas al centro de la arena, donde Carlos las esperaba, lanza en
una mano, espada en la otra, y las ruedas de Queso gruyere brillando bajo el
sol. La multitud se inclinó hacia adelante, ansiosa por el espectáculo,
mientras los tambores resonaban como los rituales de los sacerdotes de Shamash.
Carlos se acercó a Samhat,
cuyos ojos ardían con desprecio. “Maldito seas, esclavo”, escupió, intentando
un último conjuro a Marduk. Pero Carlos, con una sonrisa burlona, alzó uno de
sus grandes pies, cuyo olor era legendario en los callejones de Babilonia.
“Huele esto, sacerdotisa”,
dijo, forzando su pie contra el rostro de Samhat. Ella se retorció, ahogándose
con el hedor, su arrogancia desmoronándose mientras la multitud reía. Aturdida
y humillada, apenas pudo reaccionar cuando Carlos alzó su lanza.
Con un movimiento preciso,
la atravesó por el pecho, la punta emergiendo por su espalda en un chorro de
sangre que salpicó la arena. Samhat se desplomó, gorgoteando, su túnica carmesí
empapada.
Carlos, con un grito
teatral, alzó una rueda de Queso y la lanzó contra su rostro inerte, el impacto
resonando con un golpe sordo.
“¡Queso!” rugió, y la
multitud estalló en vítores, coreando la palabra como un himno.
Nippura, temblando, intentó
arrastrarse, suplicando: “¡Piedad, te daré oro, tablillas de Uruk, todo!”.
Carlos la ignoró, levantando su pie nuevamente. “Huele el poder del Queso”,
gruñó, presionando su pie contra la nariz de Nippura.
El olor la hizo
convulsionar, sus ojos llorosos mientras vomitaba en la arena, su dignidad rota
ante los ojos de Babilonia. Mientras la multitud se burlaba, Carlos blandió su
espada, cortando el aire con un silbido.
La hoja se hundió en el
cuello de Nippura, casi decapitando su cabeza, que cayó ladeada, colgando de un
hilo de piel. La sangre brotó como una fuente, tiñendo la arena de escarlata.
Carlos alzó otra rueda de
Queso, estrellándola contra el rostro de Nippura, el queso aplastando su nariz
rota.
“¡Queso!” proclamó, y los
babilonios rugieron, algunos arrojando higos y dátiles en celebración.
Galash, la última, se
mantuvo desafiante, susurrando un conjuro a Lamashtu mientras miraba a Carlos
con odio. “Tu Queso no salvará tu alma, extranjero”, siseó. Carlos rió,
levantando su pie una vez más. “Huele tu destino”, dijo, forzando su pie contra
el rostro de Galash. El hedor la hizo gritar, su conjuro interrumpido mientras
se retorcía, sus manos arañando la arena en vano.
La multitud, enardecida,
coreaba “¡Queso! ¡Queso!”. Carlos, sin perder tiempo, alzó su espada y, con un
golpe brutal, atravesó el abdomen de Galash, destripándola. Sus entrañas se
derramaron sobre la arena, humeando bajo el sol, mientras ella emitía un alarido
que heló la sangre.
Con un giro de la hoja,
Carlos la remató, cortando su garganta en un chorro final de sangre. Mientras
caía, lanzó la última rueda de Queso, que golpeó la frente de Galash, rompiendo
el hueso con un crujido.
“¡Queso!” gritó, y la arena
tembló con los aplausos, los tambores redoblando como en un sacrificio a Enlil.
El olor del Queso gruyere
llenó la arena, mezclándose con el hedor de la sangre y el sudor. La multitud,
en éxtasis, gritaba “¡El hombre del Queso!”, mientras Nabucodonosor, sonriendo
por primera vez, levantaba una mano para calmarlos.
“Carlos, estás indultado.
Eres libre. Que tu Queso sea leyenda en Babilonia”. Los guardias le entregaron
una capa de lino fino y un carro lleno de oro y especias, un regalo del rey.
Esa noche, en los barrios
humildes de los esclavos hebreos, cerca de las murallas de Babilonia, Carlos
fue recibido como un héroe. Bajo un cielo cuajado de estrellas, los ancianos
profetas lo llevaron a un fuego ceremonial, donde las llamas parecían danzar al
ritmo de los salmos. Elías, el esclavo que había revelado el complot, habló
primero: “Has librado al pueblo de una gran maldad, extranjero. Pero nuestra
esperanza es mayor”.
Un profeta de barba blanca,
con ojos que parecían ver más allá del tiempo, tomó la palabra, citando las
promesas del Antiguo Testamento y las visiones de Isaías: “Vendrá un Mesías, un
rey de justicia, que romperá las cadenas de los oprimidos, como tú venciste a
los leones y a las rameras de Marduk. Él será la luz de las naciones, desde
Sión hasta las tierras de Magan y Meluhha. Lleva esta esperanza contigo,
Carlos, a tus tierras lejanas”.
Carlos, conmovido, sintió
que las palabras lo transformaban, como si el mismísimo Yahvé hubiera tocado su
corazón. Al amanecer, con una rueda de Queso gruyere bajo el brazo y la promesa
del Mesías en el alma, partió de Babilonia, cruzando la Puerta de Ishtar hacia
el horizonte. La ciudad nunca olvidó al esclavo de pies olorosos que derrotó a
las rameras de Marduk, humilló a sus enemigas con Queso y llevó consigo una
chispa de redención, una historia que los escribas grabarían en tablillas de
arcilla, desde Nippur hasta Jerusalén.
una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI
enlaces a CUENTOS QUESONES y NARRACIONES QUESONAS

hay testimonios en la Biblia de algún quesón? ningún Carlos aparece pero...
ResponderBorrarun Nippur de Lagash en clave de Quesones, ahí mataban muchas minas y había muchas asesinas
ResponderBorrarmuy lindas las rameras de Babilonia, femme fatales de los tiempos antiguos
ResponderBorrarFaltó sexo, en Babilonia y con rameras, eso debió pasar.
ResponderBorrarLo demás está b ien
El Fauno