El Cuento Quesón del Medioevo #QUESO



En los días aciagos del siglo XIII, en un rincón brumoso entre las tierras de Francia y Alemania, el feudalismo apretaba sus garras de hierro. Castillos de piedra, erguidos como titanes sobre colinas, vigilaban a siervos que, encorvados, arañaban la tierra bajo el yugo de señores feudales.
Los caballeros, ceñidos en armaduras que relucían como el alba, juraban por la cruz y el honor del código de caballería, buscando gloria en justas, cacerías de bestias mitológicas y cruzadas allende los mares.
La Santa Iglesia, con su cruz alzada y su fuego purificador, regía las almas, tronando contra el pecado mientras la superstición enraizaba en los corazones.
Cuentos de brujas, demonios y maldiciones corrían como el relámpago por aldeas analfabetas, donde una mujer podía ser condenada por una mirada torva, un conocimiento de hierbas o un susurro mal entendido.
En este mundo de torneos y hogueras, un paje llamado Carlos, alto, desgarbado, con pies descomunales y un hedor que hacía retroceder a los mismísimos ángeles, comenzó a forjar una leyenda teñida de sangre y locura.
Una noche gélida, en el gran salón de un castillo menor, los pajes y escuderos se apiñaban junto a una chimenea cuyo crepitar resonaba como un lamento. El humo danzaba en volutas, y un trovador de rostro curtido, con ojos que parecían haber contemplado el abismo del averno, alzó la voz, grave como el tañido de una campana funeraria.
—¡Escuchad, mancebos, la verdad que se oculta en las tinieblas! proclamó, blandiendo un dedo huesudo como rama seca. Las brujas, siervas del Maligno, moran entre nosotros, tejiendo su ponzoña. Con sus ojos de noche hechizan a los hombres, con sus risas envenenan los campos, y con sus manos retorcidas sellan pactos con el príncipe de las tinieblas. En un villorrio más allá de los bosques, vi a una tal hechicera tornar a un caballero en lobo con un solo murmullo. ¡Ay, y cómo aullaba el desdichado bajo la luna, perdido en su tormento!
Carlos, acurrucado en un rincón, con sus pies monstruosos apretados contra las losas frías, sintió un escalofrío que le recorrió las entrañas. Las palabras del trovador se clavaron en su alma como dagas envenenadas.
—¿Y cómo se las reconoce, por la gracia de Dios? preguntó, con voz que temblaba como hoja al viento.
El trovador lo escrutó, y una sonrisa torcida, casi demoníaca, cruzó su rostro.
—¡Por sus obras, mozo! Hablan con los cuervos, huyen de la santa cruz y apestan a azufre infernal. Mas solo un corazón puro, guiado por la luz divina, puede desenmascararlas y enviarlas al fuego eterno que merecen.
Esa noche, Carlos no halló reposo. Las imágenes de mujeres de ojos oscuros, risas siniestras y manos que conjuraban sombras lo atormentaban. Sus pies, siempre sudorosos y pestilentes, parecían arder bajo las mantas como si el mismísimo diablo los lamiera. En su mente, una semilla oscura germinó: él, Carlos el paje, sería el azote de las brujas, el brazo vengador del Altísimo.
Con sigilo de ladrón, robó una capa negra y una máscara de verdugo del arsenal del castillo. Armado con una lanza afilada, una espada corta de filo mellado y un hacha que parecía sedienta de sangre, se transformó en una sombra temida, un espectro de la noche. Antes de cada asesinato, ejecutaba un ritual grotesco y profano: sometía a sus víctimas a la humillación de sus pies gigantes y olorosos, obligándolas a olfatear su hedor como prueba de su supuesta maldad. Luego, les arrojaba un trozo de Queso Gruyère, robado de las cocinas del castillo, como un gesto burlón antes de segar sus vidas.
Marie, la herbolaria, de 28 años, era una mujer de manos delicadas, ojos verdes como esmeraldas y una risa suave que resonaba como el murmullo de un arroyo en la aldea boscosa. Sus trenzas castañas, adornadas con cintas, y su conocimiento de hierbas para curar fiebres la hacían amada entre los aldeanos. Pero Carlos, con la mente enfebrecida por los cuentos del trovador, la espió machacando lavanda bajo la luz plateada de la luna y la acusó de conjurar sortilegios demoníacos. Una noche, envuelto en su capa negra que ondeaba como un sudario, la sorprendió en su cabaña y la arrastró a un claro entre robles ancianos, donde la niebla se enroscaba como espectros alrededor de los troncos retorcidos.
—¡Por los santos clavos de Cristo, suéltame, villano maldito! gritó Marie, forcejeando contra las manos ásperas de Carlos, que la aferraban como garra de lobo. Sus pies descalzos resbalaban en la tierra húmeda, y el frío de la noche le mordía la piel.
—¡Confiesa, bruja, sierpe del infierno! rugió Carlos, su voz un trueno que hizo temblar las hojas. Con un gesto teatral, se arrancó las botas, revelando unos pies descomunales, hinchados y cubiertos de mugre. El hedor que emanaba era un miasma abrumador, un olor acre y rancio a Queso Gruyère podrido, tan espeso que parecía corromper el aire mismo. ¡Huele el juicio de Dios, hechicera! Si tu alma es pura, no temerás la sentencia divina.
Carlos alzó un pie gigantesco frente al rostro de Marie, los dedos nudosos y ennegrecidos temblando de excitación. El olor, como un veneno invisible, le quemó las fosas nasales, arrancándole un gemido de asco. Marie tosió, sus ojos llorosos, y suplicó con voz quebrada, apenas audible.
—¡Por la Virgen Santa, no soy bruja! ¡Solo alivio a los dolientes con las dádivas de la tierra! Sus manos se aferraban al suelo, buscando escapar, pero Carlos la inmovilizó con su peso.
—¡Miente, sierpe infernal! ¡Tu lengua viperina no engañará al brazo del Señor! bramó, sus ojos brillando como brasas bajo la máscara de verdugo. Sacó un Queso Gruyère de su zurrón, su superficie amarillenta brillando bajo la luna, y lo arrojó al suelo húmedo, donde rodó hasta los pies de Marie. Con un rugido, alzó la lanza, su punta reluciendo con un filo mortal. La hundió en el pecho de Marie con un movimiento feroz, atravesando carne y hueso. La sangre brotó como un río oscuro, empapando la tierra y salpicando la capa de Carlos. Marie gorgoteó un último aliento, sus ojos verdes abiertos en una súplica muda, sus manos crispadas en la tierra. El paje se alzó sobre ella, su silueta recortada contra la niebla como un demonio.
Queso dijo con una frialdad que helaba el alma, dejando caer el trozo de Queso sobre el pecho ensangrentado de Marie, donde quedó como un sello macabro. Sin mirar atrás, se fundió con las sombras, dejando el claro en un silencio roto solo por el ulular de un búho.
Al alba, los aldeanos hallaron el cuerpo, la lanza aún clavada en su pecho, el Queso posado como una ofrenda blasfema. Susurros de terror se alzaron, y el miedo comenzó a reptar por el feudo como una plaga.
Gretchen, la viuda, de 32 años, vivía sola en una cabaña al borde del bosque tras la muerte de su esposo, un leñador aplastado por un roble. Su mirada triste, velada por el duelo, y su hábito de caminar sola al crepúsculo, envuelta en un manto raído, encendieron las sospechas de Carlos, quien veía en su soledad un pacto con el Maligno. Una noche, irrumpió en su hogar, la máscara de verdugo cubriendo su rostro como una segunda piel, sus pasos resonando en las tablas del suelo como martillazos.
—¡Por las santas barbas de San Martín, ¿quién eres, espectro infernal? exclamó Gretchen, retrocediendo hasta chocar contra una mesa de madera, donde una vela parpadeaba, proyectando sombras danzantes.
—¡El brazo del Señor, que purga tu maldad, hechicera! respondió Carlos, su voz resonando como un trueno en la cabaña. Con un movimiento lento y deliberado, se quitó las botas, liberando sus pies monstruosos, cuya piel agrietada y uñas amarillentas parecían de otro mundo. El hedor a Queso Gruyère rancio llenó la cabaña como una plaga invisible, un olor tan denso que parecía adherirse a las paredes. ¡Olfatea tu condena, sierva del Maligno!
Carlos alzó un pie, sosteniéndolo a pulgadas del rostro de Gretchen, el aire vibrando con la pestilencia. Ella intentó apartarse, pero el olor, como un martillo invisible, la golpeó, haciéndola tambalearse. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y un grito ahogado escapó de su garganta.
—¡Estás loco, por Dios y todos los santos! gritó, pero el hedor era insoportable, una nube tóxica que le robó el aliento. Sus rodillas cedieron, y cayó al suelo, desmayándose bajo la pestilencia, su cuerpo inerte entre las sombras.
Carlos, con una risa que parecía el graznido de un cuervo, sacó un Queso Gruyère y lo lanzó contra el rostro pálido de Gretchen, donde golpeó con un sonido sordo. Tomó el hacha, su filo mellado brillando a la luz de la vela. La alzó con ambas manos, los músculos tensos, y la dejó caer con un silbido mortal. El filo cercenó la cabeza de Gretchen en un solo golpe, enviándola a rodar por el suelo, los ojos aún abiertos en una expresión de horror. La sangre salpicó las paredes de la cabaña, formando charcos oscuros, y el cuerpo se desplomó como un muñeco roto.
Queso murmuró el asesino, arrojando el Queso sobre el torso decapitado, donde quedó como un trofeo grotesco. Se deslizó por la puerta y desapareció en la noche, dejando tras de sí un silencio sepulcral.
Los aldeanos, al encontrar el cuerpo al día siguiente, susurraron de demonios y maldiciones. El Queso, posado sobre el cadáver sin cabeza, alimentó rumores de un verdugo endemoniado que profanaba la tierra.
Lisette, la panadera, de 25 años, era una joven de mejillas sonrosadas y risa alegre que amasaba pan en un molino junto al río. Sus bromas con los clientes y sus canciones mientras trabajaban llenaban el aire de vida, pero Carlos, en su delirio, las interpretó como cantos para seducir almas con artes oscuras. La emboscó al anochecer, cuando ella cerraba el molino, su silueta recortada contra el crepúsculo, el murmullo del río como un lamento.
—¡Por el santo manto de la Virgen, déjame, monstruo! suplicó Lisette, atrapada contra el suelo húmedo, las manos de Carlos apretando sus muñecas hasta dejar marcas. El olor a harina aún impregnaba su ropa, mezclado ahora con el miedo.
—¡Ríe ahora, bruja, que tu risa es un canto al diablo! bramó Carlos, arrancándose las botas con furia. Sus pies, enormes y deformes, desprendían un hedor abrumador a Queso Gruyère fermentado, un olor que parecía surgir de las entrañas de la tierra. Alzó un pie frente al rostro de Lisette, la piel sudorosa brillando bajo la luz mortecina. ¡El hedor de la justicia te desenmascara, sierpe!
El olor golpeó a Lisette como un puñetazo, un miasma rancio que le arrancó lágrimas y le quemó la garganta. Ella forcejeó, su rostro contorsionado por el asco.
—¡Huelo solo tu suciedad, loco maldito! gritó, con voz rota por el llanto, pero sus palabras solo avivaron la furia de Carlos. Con un gruñido, sacó un Queso Gruyère y lo arrojó al suelo, donde se hundió en el lodo.
—¡Muere, sierva infernal! rugió, alzando la espada corta. La hoja destelló antes de hundirse en el abdomen de Lisette con un golpe preciso. La joven se convulsionó, un alarido escapando de sus labios mientras la sangre manaba como un torrente, empapando su vestido. Sus manos arañaron el suelo, buscando un asidero, pero la vida se le escapó en un suspiro. Carlos dejó caer el Queso junto a su mano temblorosa, ahora inmóvil.
Queso dijo con frialdad glacial, colocando el Queso sobre el cuerpo antes de esfumarse entre los juncos del río, sus pasos tragados por la noche.
El cuerpo de Lisette fue hallado al amanecer, el Queso posado sobre su abdomen destrozado. El pánico se apoderó de los aldeanos, que hablaron de un verdugo loco, y las campanas de la iglesia tañeron en un lamento fúnebre.
Anna, la florista, de 20 años, era una muchacha que vendía flores en el mercado de la aldea, su cabello adornado con margaritas que parecían coronarla como una ninfa. Carlos la vio tejiendo una corona de flores bajo un sauce, sus manos moviéndose con gracia, y la acusó de ofrendar ritos paganos al diablo. La persiguió hasta un arroyo, donde la luna plateaba el agua, convirtiendo el lugar en un escenario espectral.
—¡Por las santas llagas de Cristo, no me hagas daño! imploró Anna, temblando, con el agua helada lamiendo sus tobillos. Sus flores, esparcidas por el suelo, flotaban en el arroyo como ofrendas rotas.
—¡Tus flores son ofrendas al Maligno, bruja! gritó Carlos, arrancándose las botas con un gesto salvaje. Sus pies, monstruosos y cubiertos de callos, desprendían un hedor nauseabundo a Queso Gruyère podrido, un olor que parecía profanar la pureza del lugar. ¡Huele el castigo divino, sierpe del averno!
Alzó un pie frente al rostro de Anna, el aire vibrando con la pestilencia. El olor, espeso como la muerte, la golpeó, haciéndola caer de rodillas, tosiendo y sollozando. Sus manos se aferraron al lodo, buscando escapar.
—¡Por favor, solo vendo flores para los vivos y los muertos! sollozó, pero el hedor la envolvió, robándole el aliento. Carlos rió, un sonido que resonó como el crujir de huesos.
—¡Tu hora ha llegado, sierva del infierno! Tomó el hacha, su filo mellado brillando bajo la luna. Con un golpe brutal, partió el cráneo de Anna, el hueso cediendo con un crujido espantoso. La sangre salpicó el arroyo, tiñéndolo de escarlata, y su cuerpo se deslizó al agua, las margaritas flotando a su alrededor. Carlos arrojó un Queso Gruyère, que flotó un instante antes de hundirse junto a ella.
Queso susurró, dejando el Queso en la orilla, un trofeo macabro, antes de huir, su capa ondeando como alas de cuervo.
Un pastor vio una figura encapuchada alejarse, y los rumores de un asesino espectral crecieron como maleza en el feudo.
Clara, la costurera, de 30 años, cosía túnicas para el castillo, sus dedos ágiles tejiendo bordados intrincados que parecían contar historias. Su carácter reservado y los dibujos en sus telas, que algunos tildaban de extraños, llevaron a Carlos a acusarla de coser símbolos demoníacos. La atrapó en un granero, entre fardos de heno, bajo la luz parpadeante de una antorcha que proyectaba sombras grotescas.
—¡Por la sangre de los mártires, suéltame, bellaco! gritó Clara, forcejeando mientras el heno crujía bajo sus pies, sus manos buscando un arma entre la paja.
—¡Tus hilos tejen maldiciones, bruja! replicó Carlos, arrancándose las botas con un gruñido. Sus pies, hinchados y deformes, desprendían un hedor abrumador a Queso Gruyère rancio, un olor que impregnó el aire como un veneno. ¡Confiesa, o el cielo te condenará!
Alzó un pie frente al rostro de Clara, la piel agrietada y sudorosa brillando a la luz de la antorcha. El hedor, como una nube tóxica, la golpeó, haciéndola retroceder con un gemido de asco.
—¡Estás poseído, no yo, loco infernal! gritó, pero el olor le robó el aliento, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Carlos, con los ojos inyectados de furia, sacó un Queso Gruyère y lo arrojó al heno, donde rodó hasta sus pies.
—¡Muere, sierva del diablo! rugió, alzando la lanza. Con un movimiento salvaje, la hundió en el corazón de Clara, atravesándola con un crujido de costillas rotas. La sangre empapó el heno, formando un charco oscuro, y su cuerpo se desplomó, los ojos abiertos en un grito silencioso. Carlos dejó caer el Queso sobre su pecho, donde brilló como un ojo acusador.
Queso dijo, con una voz que parecía surgir del abismo, antes de perderse en la noche, la antorcha apagándose tras él.
Un aldeano lo vio huir, y las sospechas comenzaron a apuntar al castillo. El feudo se sumió en un terror que helaba los huesos.
Isabelle, la princesa, de 22 años, era la hija del señor del castillo, una joven de belleza etérea, con cabellos dorados como el trigo y ojos azules que parecían reflejar el cielo. Educada en la corte, tocaba el laúd con dedos gráciles y bordaba tapices con escenas de santos, pero su curiosidad por los libros antiguos y su hábito de pasear sola por los jardines del castillo al anochecer la hicieron sospechosa a los ojos enloquecidos de Carlos. Él, en su delirio, la acusó de leer grimorios prohibidos y conjurar con las estrellas, viendo en su piedad una máscara para su supuesta maldad.
Una noche, mientras Isabelle rezaba en la capilla privada del castillo, arrodillada ante un altar adornado con velas, Carlos irrumpió, su capa negra ondeando como alas de cuervo. La máscara de verdugo ocultaba su rostro, pero sus ojos ardían con una furia casi sobrenatural, reflejando la luz de las llamas.
—¡Por el trono de San Pedro, ¿quién osa profanar este lugar sagrado? exclamó Isabelle, alzándose con la dignidad de su linaje, su rosario temblando en sus manos, las cuentas de madera brillando bajo la luz.
—¡Soy el azote del Maligno, y tú, princesa, eres una bruja que oculta su maldad tras un velo de santidad! rugió Carlos, avanzando hacia ella, sus pasos resonando en las losas de piedra. ¡Tus libros y tus paseos nocturnos te delatan, sierpe del averno!
—¡Por la gracia de Dios, estás loco! ¡Soy hija de la casa y sierva de Cristo! respondió ella, retrocediendo hacia el altar, su vestido de terciopelo susurrando contra el suelo.
Carlos, implacable, se arrancó una bota con un gesto salvaje, revelando un pie monstruoso, cubierto de mugre y callos. El hedor a Queso Gruyère podrido llenó la capilla, profanando la santidad del lugar, un olor tan denso que parecía sofocar las velas. Alzó el pie frente al rostro de Isabelle, los dedos retorcidos temblando de excitación.
—¡Huele el juicio del Señor, falsa santa! gritó, forzándola a acercarse. El olor, como un veneno invisible, la golpeó, y ella cayó de rodillas, tosiendo, con lágrimas corriendo por sus mejillas. Sus manos se aferraron al altar, buscando apoyo.
—¡Misericordia, por la Virgen y los ángeles! suplicó, su voz rota por el terror, pero Carlos ya había perdido toda humanidad. Sacó un Queso Gruyère y lo arrojó al suelo, donde rodó hasta el borde de su vestido. Tomó la espada corta, su filo destellando a la luz de las velas, y con un golpe rápido, cortó el cuello de Isabelle. La sangre salpicó el altar, manchando el crucifijo y las velas, que se apagaron con un siseo. Su cuerpo se desplomó, el rosario cayendo de sus manos inertes, las cuentas esparciéndose por las losas. Carlos colocó el Queso sobre su pecho, donde brillaba bajo la luz mortecina como un trofeo blasfemo.
Queso dijo, con una voz que resonó como una maldición en la capilla silenciosa, antes de huir por una ventana rota, el vidrio crujiendo bajo sus pies.
El cuerpo de la princesa fue hallado al amanecer por los guardias, el Queso posado sobre su cadáver como una marca del horror. El castillo entero se sumió en el caos, y el feudo tembló ante la certeza de que un monstruo acechaba entre ellos.
El feudo se convirtió en un hervidero de pánico. Los caballeros patrullaban los senderos, sus armaduras resonando como tambores de guerra. Los curas, con cruces alzadas, predicaban contra el mal, rociando agua bendita en cada esquina.
Carlos, consumido por la paranoia, comenzó a ver sombras en cada rincón. Una noche, en un sueño febril, las seis mujeres aparecieron ante él: Marie con sus hierbas, Gretchen con su mirada triste, Lisette con su risa rota, Anna con sus flores, Clara con sus hilos, e Isabelle con su rosario ensangrentado. Todas sostenían un trozo de Queso Gruyère, y sus voces, como un coro infernal, susurraban:
—¿Por qué, Carlos? ¿Por qué nos segaste?
Despertó gritando, convencido de que el diablo lo había engañado, que sus actos no eran obra de Dios, sino de un engaño demoníaco. Corrió al capellán del castillo, cayendo de rodillas ante él, con el rostro bañado en lágrimas.
—¡Padre, he matado creyendo servir al Altísimo, pero solo he servido al infierno! confesó, su voz rota por el arrepentimiento. ¡Soy un monstruo, un verdugo maldito!
El capellán, horrorizado, lo miró con ojos que mezclaban piedad y repulsión.
—¡Huye, hijo, y entrégate a la misericordia divina, pues la justicia de los hombres te llevará a la hoguera! le ordenó, bendiciéndolo con mano temblorosa.
Carlos, con el alma hecha jirones, escapó al monasterio benedictino de Sankt Benedikt, oculto en las montañas brumosas. Los monjes, siguiendo la regla de San Benito, lo acogieron como penitente, sin conocer su pasado. Despojado de sus armas, se dedicó a la oración, el silencio y el trabajo manual. Sus pies, antes instrumentos de humillación, ahora pisaban los suelos fríos del claustro.
Copiaba manuscritos con manos temblorosas, las letras danzando ante sus ojos como acusaciones. Cuidaba el huerto, arrancando malas hierbas como si pudiera arrancar su culpa. Los monjes notaban su mirada atormentada, sus rezos susurrados en la penumbra, pero nunca supieron la verdad que cargaba.
En las aldeas, la leyenda del Verdugo del Queso se convirtió en un cuento de terror, susurrado junto al fuego en las noches sin luna. Algunos juraban que aún acechaba en los bosques, su capa negra ondeando como un presagio, su olor pestilente precediéndolo como una maldición. Otros creían que había encontrado refugio en un monasterio, rezando por las almas que segó con su locura.
En su celda, Carlos nunca habló de sus crímenes, pero cada noche, al cerrar los ojos, veía un trozo de Queso Gruyère rodando en la oscuridad, perseguido por los rostros de Marie, Gretchen, Lisette, Anna, Clara e Isabelle.
Sus susurros lo acosaban, un eco de su pecado que ni la oración, ni el silencio, ni el tiempo podían acallar. Y así, en el claustro frío de San Benito, el paje que quiso ser asesino de mujeres se convirtió en prisionero de su propia condena, un hombre roto que cargaría su infamia hasta el fin de sus días.

































































































 CUENTOS QUESONES

una colección de Relatos Quesones y Narraciones Quesonas (no fan fics), a través del tiempo y del espacio, con narraciones y leyendas del Mundo Quesón y de la Mitología Quesona, con galeria de imágenes generadas por CICI AI

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Comentarios

  1. ojo esto pasaba en esa epoca: se mandaban macanas y despues se metían a monjes, era común, historia verídica

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  2. muy bien el cuento medieval, como en el de Roma, describe bien esa epoca, y tiene un final similar, el triunfo de la fe, me gusto mucho, estos cuentos estan muy bien hechos

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  3. podría haber tenido hadas, duendes o dragones, o un hechicero tipo Merlín, pero ¿que tuvo? queso

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  4. era un pobre muchacho, con ser Quesón logró ser alguien importante

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  5. me encanto este Carlos medieval, era un tipo ahi que servia a los caballleros y que bien puesta las tenia, y mato a una princesa, preso no iba a ir, porque no es el estilo de los relatos quesones, ni lo iban a atrapar, estuvo bien que terminará como monje

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