El Asesino de Valentina Olguín
El sol de Corrientes castigaba como un gancho al hígado al mediodía. Valentina Olguín, exestrella de Dame 5, manejaba su Fiat 500 por una ruta desierta hacia Paso de los Libres, gritando hits de Aventura con el aire a full. Nacida en Buenos Aires en 1995, Valentina se había reinventado tras la disolución de la banda en 2018 como solista e influencer, conquistando TikTok con su estilo extravagante y uñas de acrílico.
Pero su vida era un reality show: estaba metida en un escándalo por usar los CUITs de los gobernadores Axel Kicillof (Buenos Aires), Osvaldo Jaldo (Tucumán), Sergio Ziliotto (La Pampa), Marcelo Orrego (San Juan), Claudio Poggi (San Luis) y Rogelio Frigerio (Entre Ríos) para importar ropa de lujo como camperas Balenciaga y zapas Off-White, lo que desató la furia de la AFIP y una cancelación masiva en redes.
De repente, el auto escupió, tosió y se quedó sin nafta. “¡No, boluda, ¿en serio?!” chilló Valentina, aporreando el volante. Sin señal en el celular, se puso sus ojotas Gucci (importadas, obvio) y caminó bajo el calor sofocante hasta divisar un campo con una pista de tierra. Ahí, Carlos Layoy, leyenda del salto en alto, entrenaba como si quisiera tocar las estrellas.
Estamos hablando de Carlos Daniel Layoy, correntino nacido el 26 de febrero de 1992 en Paso de los Libres (Corrientes), uno de los principales referentes principales del atletismo argentino de los últimos años. Carlos había ganado 14 títulos nacionales y ostentaba el récord argentino de 2.23 metros, pero la no clasificación a París 2024 lo tenía con un pie en el retiro.
Con su 1,88 metro de altura, Carlos lucía un importante calzado número cuarenta y ocho en sus olorosos pies.
Valentina irrumpió como si fuera la reina del boliche. “¡Ooooy, vos, el que salta como pulga! ¿Esto es un circo o qué?” gritó, agitando los brazos como en un video de cumbia 420. Carlos, con short raído y zapatillas al borde del colapso, casi se traga la barra. “¿Y vos quién sos? ¿Te perdiste de una gala en Dubai?” retrucó, limpiándose el sudor con una remera que apestaba a esfuerzo y Gruyère.
“Valentina Olguín, ex Dame 5, solista, influencer, ícono del estilo, ¿no me googlearon en tu pueblo?” se presentó ella, posando como para un selfie. “Mi auto se quedó sin nafta, ¡necesito ayuda urgente!” Carlos, con una ceja en órbita, respondió: “Carlos Layoy, salto en alto, 14 veces campeón nacional. Acá no hay nafta, pero tengo un Gatorade vencido y agua tibia. Pasá, no te deshidrates con esas ojotas de diva.”
Sentados bajo un sauce, compartieron el Gatorade, que sabía a tristeza y verano. Valentina, arrugando la nariz, soltó: “¡Por Chanel, amigo! ¿Qué es ese olor? ¿Tus patas son una fábrica de Queso?” Carlos, riéndose, contraatacó: “Son patas de campeón, nena. Saltan 2.23 metros y no conocen el desodorante. ¿Y vos? ¿Qué hacés con ese vestido de lentejuelas en este yuyal?”
Valentina, gesticulando como en un vivo de Instagram, se desahogó: “Estoy en un quilombo, Carlos. ¿Viste lo de los CUITs de Kicillof, Frigerio y los otros boludos? Solo quería unas zapas Off-White y unas camperitas Balenciaga. ¡No sabía que era ilegal!”
Carlos, con los ojos como platos, soltó: “¿Usaste los CUITs de los gobernadores para contrabandear ropa? ¡Sos una genia del crimen, che! Pero, ¿cómo te mandaste esa?”
“¡Mi contador me dijo ‘todo piola’! Ahora la AFIP me persigue, me embargaron y me hacen mierda en TikTok. ¿Y vos? ¿Por qué saltás palitos en este desierto?” replicó ella, abanicándose con una mano llena de brillos. Carlos, mirando la pista, confesó: “Soy el rey del salto, récord argentino, pero París 2024 me dio un portazo. Y sí, me clavo un Queso Gruyère entero después de entrenar. Mi nutricionista me mataría si lo supiera, pero a mí me hace bien, por eso tengo este olor, ja, ja.”
Valentina, casi escupiendo el Gatorade, estalló en carcajadas: “¡Sos un Carlos, Layoy! Pero te banco. Los dos estamos en la lona, pero seguimos dando show.” Carlos, con un guiño, le tiró: “Posta, vos con tu mafia fashion y yo con mis Quesos apestosos. Somos un dúo para una peli de Netflix.”
La cosa se desmadró cuando Valentina sacó el celular para un TikTok. “¡Dale, Carlos, saltá como si fueras Superman!” lo pinchó. Él, refunfuñando, hizo un salto épico en cámara lenta, pero aclaró: “Nada de cumbia, ¿eh? Mis patas no bailan, solo vuelan.” Valentina, muerta de risa, gritó: “¡Esto explota TikTok! #QuesoYCumbia, anotá.”
Tras el video, Carlos señaló una cabaña destartalada al fondo del campo. “Tengo un bidón de nafta ahí adentro, diva. Pero vas a tener que bancarte el olor a Gruyère y a vestuario. ¿Te la jugás o seguís cantando Aventura en la ruta?” Valentina, con un guiño, lo siguió: “Por unas Balenciaga, entro hasta en un basurero, Layoy. Pero abrí las ventanas, te lo pido por Dior.”
Mientras cruzaban la pista, Valentina planeaba su próximo TikTok, y Carlos, sonriendo, pensaba que esa loca le había inyectado ganas de saltar más alto.
La puerta de la cabaña crujió como en una película de terror cuando Valentina Olguín entró, y lo que vio fue un viaje a otro planeta. El lugar estaba abarrotado de Quesos: hormas gigantescas de Gruyère apiladas como. El olor era una patada al olfato, una mezcla de mercado artesanal y vestuario olvidado. En una esquina, una vitrina exhibía zapatillas viejas, gastadas hasta el alma, con suelas deshechas que desprendían un olor a Queso capaz de tumbar a un rinoceronte.
—¿Qué carajo es esto, Carlos? ¿Un museo del olor? —preguntó Valentina, tapándose la nariz con un pañuelo Louis Vuitton, probablemente importado con el CUIT de algún desprevenido.
—Bienvenida al Templo del Quesón —respondió Carlos Layoy, inflado de orgullo como si mostrara un Picasso—. Esas zapatillas son mi legado: cada par, un campeonato. Y los Quesos… mi religión. ¿Querés un pedazo de Gruyère de 18 meses? —ofreció, blandiendo una rueda como si fuera Excalibur.
Valentina lo miró como si le hubiera ofrecido un sánguche de cloaca. —No, gracias, prefiero oler tus zapas —replicó, acercándose a la vitrina. Agarró una Nike Air del 2014, con más agujeros que un Queso suizo, y la olió como si fuera un perfume de lujo. —¡Por Dior, esto es puro Gruyère! ¿Cómo lograste este nivel de… intensidad? —dijo, sosteniendo la zapatilla como si fuera una reliquia.
Carlos, cruzado de brazos, se pavoneó. —Años de salto, sudor y amor por el Gruyère. Esa Nike fue mi primer nacional. Esa Adidas rota, mi récord en Cochabamba. Y esa Puma… la usé cuando me comí un Gruyère entero después de una derrota. Cada par cuenta una historia —explicó, con un brillo de coleccionista loco.
Valentina, ahora blandiendo dos zapatillas como si fueran Grammys, soltó: —Sos un enfermo, Quesón, pero te banco. Esto es arte puro. Deberías embotellar este olor, te hacés millonario. ¡Mejor que mis camperas Balenciaga! —dijo, girando una zapatilla en el aire como si fuera una batuta.
Carlos, con una sonrisa pícara, se dejó caer en una silla desvencijada y, sin previo aviso, se quitó las zapatillas gastadas que llevaba puestas. Sus pies talle 48, enormes como portaaviones, quedaron al descubierto, liberando un aroma que era mitad vestuario de gimnasio, mitad galería de Quesos artesanal. “¡Tomá, diva! Estos son los verdaderos campeones. Olé si te animás,” desafió, apoyando los pies en una caja de madera con un aire de rey del campo.
Valentina, con los ojos bien abiertos, soltó un grito teatral. “¡Por Dior, Quesón! ¿Eso son pies o armas químicas?” Pero, en un arranque de su característica locura, se lanzó de cabeza a un montón de heno apilado en un rincón de la cabaña, como si fuera una pileta en un boliche. El heno crujió bajo su vestido brillante, y ella, entre risas, se acercó gateando hacia los pies de Carlos, como una diva poseída por el espíritu de una comedia romántica bizarra.
“¡No me vas a creer, pero esto es un challenge de TikTok en potencia!” gritó, acercando la nariz a los pies de Carlos con una mezcla de curiosidad y descaro. Olió con exageración, como si evaluara un perfume caro, y soltó un “¡Guau, puro Gruyère con un toque de campeón!” Luego, en un ataque de risa, lamió tímidamente un dedo del pie, para inmediatamente estallar en carcajadas. “¡Ay, no, esto es demasiado! ¡Sabe a medalla de oro y a mercado!” Carlos, rojo de la risa, intentó apartar los pies. “¡Pará, loca, que me hacés cosquillas! ¿Qué sigue, un beso de novela?”
Valentina, sin perder el ritmo, le lanzó un guiño y plantó un beso exagerado en el empeine, como si fuera la escena final de un culebrón. “¡Listo, Quesón, ya te bauticé los pies! Ahora sos mío,” dijo, cayendo de nuevo en el heno, muerta de risa. Carlos, todavía riendo, se tiró a su lado, y el montón de heno se convirtió en un caos de risas, paja volando y el olor inconfundible de sus pies mezclándose con el perfume caro de Valentina. Durante largo rato, Valentina chupó, lamió, besó y olió los pies de Carlos una y otra vez, una y otra vez.
Entre las risas, la química que ya chispeaba entre ellos se encendió como un fuego de campo. Carlos, con suavidad, le apartó un mechón de pelo lleno de heno de la cara. “Sos un desastre, Valen, pero qué desastre lindo,” murmuró, con una mirada que mezclaba ternura y picardía. Valentina, con el corazón latiendo como un bombo de cumbia, le respondió: “Y vos sos un Quesón con patas apestosas, pero me encanta.” El heno crujió cuando se acercaron, y lo que siguió fue un encuentro tan salvaje como dulce, como una cumbia que empieza suave y termina en una explosión de ritmo.
Sus cuerpos se enredaron en el heno, con la energía de dos almas que se ríen de sus propios dramas. Carlos, con la fuerza de un atleta, la envolvió con cuidado, mientras Valentina, con su descaro de diva, lo provocaba con susurros y risas. El calor del momento se mezclaba con el aroma de los Quesos y el crujir del heno, creando una escena que era puro instinto, pero también cargada de una ternura torpe. Entre besos y caricias, se movían como si bailaran una coreografía improvisada, mitad pasión desbocada, mitad complicidad de dos que saben que la vida es un caos hermoso. El vestido de lentejuelas de Valentina terminó lleno de paja, y la remera de Carlos, ya vencida por el sudor, voló a un rincón junto a una rueda de Queso.
Cuando el fuego se calmó, Valentina, eufórica, se quedó tirada en el heno, cantando a todo pulmón “Piel a piel” como si estuviera en un escenario de estadio. “¡Quesón, esto fue mejor que un show en el Luna Park!” gritó, agitando los brazos como si dirigiera a una multitud invisible. Carlos, todavía jadeando y con una sonrisa de oreja a oreja, le respondió: “Y vos cantás como nadie, pero mis patas no se quedan atrás.”
Valentina, riendo, se puso de pie y empezó a improvisar una cumbia, con el heno pegado al pelo y el vestido torcido, cantando a los gritos: “¡Piel a piel, mi amor, con olor a Gruyère, vení, vení!” Carlos, muerto de risa, se unió al coro desde el heno, mientras la cabaña vibraba con la voz de la diva.
Pasaron unos minutos, pero Valentina Olguín, aún tenía una sonrisa eufórica pintada en el rostro. La cumbia se había apagado, y el silencio de la cabaña correntina se sentía casi sagrado, impregnado del aroma a Queso y los ecos de su encuentro apasionado con Carlos Layoy. Respiró hondo, mirando el techo de madera, perdida en la mezcla de adrenalina y ternura que le latía en el pecho.
“Quesón, sos una sorpresa tras otra,” murmuró, girando la cabeza hacia Carlos, que estaba de pie junto al montón de heno, de espaldas a ella. Su figura, alta y atlética, parecía más imponente bajo la luz tenue que se filtraba por las rendijas de la cabaña.
Pero algo cambió. Carlos no respondió con su risa fácil ni con un comentario pícaro. Sus movimientos fueron lentos, deliberados. Se agachó junto a una caja de madera vieja y sacó un par de guantes negros de cuero, gastados pero brillantes, como si los hubiera usado mil veces. Los deslizó en sus manos con una precisión ritual, el sonido del cuero rozando su piel rompió el silencio.
Valentina frunció el ceño, incorporándose sobre los codos. “¿Qué hacés, loco? ¿Vas a cortar más Queso con eso?” bromeó, pero su voz tembló, captando una sombra en la atmósfera.
Carlos se giró, y en su mano derecha brilló un cuchillo enorme, con una hoja de acero tan afilada que parecía cortar el aire. Su rostro, antes cálido y juguetón, estaba endurecido, con una mirada que mezclaba frialdad y una perturbadora intensidad. Sus ojos recorrieron los pies descalzos de Valentina, deteniéndose en ellos con una fascinación casi enfermiza.
“Hay una parte que no te conté, Valen,” dijo, su voz baja, casi un susurro, pero cargada de una oscuridad que heló la sangre. “Ser Quesón no es solo comer Queso o saltar alto. Implica algo más... profundo. Ser un Quesón es ser un asesino de mujeres, fetichista de los pies y tiraQuesos. Lo siento, pero debo asesinarte, o mejor dicho, debo quesonearte.”
Valentina sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Por un segundo, pensó que era una broma, otro delirio de “Quesón”. Pero el cuchillo no mentía, ni la forma en que Carlos dio un paso hacia ella, con la precisión de un depredador. “¡¿Qué?! ¡Pará, Carlos, no jodas!” gritó, retrocediendo en el heno, pero la manta se enredó en sus piernas, atrapándola. El pánico la golpeó como una ola, y su corazón latió tan fuerte que parecía querer escapar.

No hubo tiempo para más palabras. Carlos se lanzó sobre ella con una agilidad aterradora, su cuerpo de atleta cubriendo el espacio en un instante. Valentina soltó un grito desgarrador, un alarido que resonó en la cabaña pero se perdió en el vasto campo correntino. Intentó empujarlo, arañar su rostro, pero los guantes negros sujetaron sus muñecas con una fuerza implacable, inmovilizándola contra el heno.
El cuchillo descendió en un arco rápido, y el primer corte fue un relámpago de dolor. La hoja se hundió en su hombro, atravesando músculo y tendón con una facilidad brutal. La sangre brotó, caliente y brillante, manchando el heno y la manta. Valentina gritó de nuevo, pero su voz se quebró en un sollozo mientras el terror la consumía. Carlos, con una expresión que mezclaba éxtasis y locura, no se detuvo. El cuchillo subió y bajó en un frenesí salvaje, cada puñalada un acto deliberado, casi coreográfico. La hoja encontró su pecho, su abdomen, sus muslos, dejando un rastro de heridas que convirtieron el lecho de heno en un lienzo carmesí. Los gritos de Valentina se debilitaron, transformándose en gemidos agónicos mientras la vida se le escapaba con cada latido.
Finalmente, Valentina quedó inmóvil, su rostro congelado en una expresión de horror y traición. El heno estaba empapado, y la cabaña pareció contener el aliento, como si hasta los Quesos fueran testigos mudos del acto atroz. Carlos, se incorporó con el cuchillo goteando en su mano enguantada
Se giró hacia una estantería donde descansaba una rueda gigante de Gruyère, tan grande que parecía un trono. Casi sin esfuerzo, la levantó sobre su cabeza como un trofeo. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida mientras caminaba de vuelta al cuerpo de Valentina.
“Queso,” proclamó en voz alta, su voz resonando en la cabaña como un veredicto final. Con un movimiento teatral, tiró la rueda de Gruyère sobre el cadáver, el impacto sordo acompañado por el crujir del heno. El Queso cubrió parcialmente el cuerpo, una corona grotesca para una víctima del “Quesón”.
La noche cayó sobre el campo correntino, envolviendo la cabaña de Carlos Layoy en un manto de sombras. El aire fue pesado, cargado del olor a sangre fresca y Queso rancio. Carlos, con el cuchillo aún goteando en una mano, contempló el cuerpo inmóvil de Valentina Olguín, cubierto parcialmente por la rueda gigante de Gruyère. Su respiración fue lenta, controlada, como si se preparara para un salto en una competencia. Pero esa noche, no hubo pistas ni medallas, solo un ritual que había perfeccionado durante años.
Con un movimiento metódico, envolvió el cadáver en la manta empapada de sangre, asegurándose de que el Gruyère quedara dentro del bulto. El peso no lo intimidó; sus músculos, forjados por años de entrenamiento, levantaron el cuerpo con facilidad. Salió de la cabaña, la puerta crujió tras él, y se dirigió a un rincón del campo donde el suelo parecía intacto, cubierto de yuyos. Pero no lo estaba. Con el pie, apartó una trampilla camuflada, revelando una escalera de piedra que descendía a un refugio subterráneo.
El aire en el túnel fue frío y húmedo, con un olor que mezclaba tierra, moho y algo más siniestro. Carlos bajó los escalones con el bulto sobre el hombro, el cuchillo en la otra mano reflejando la luz tenue de una lámpara colgada en la pared. Al final del pasaje, se abrió una cámara amplia, tallada en la roca, que parecía un mausoleo olvidado. En el centro, un sarcófago de piedra, cubierto de polvo y manchas oscuras, esperaba su nuevo ocupante. A su alrededor, otras dos docenas de sarcófagos similares formaron un círculo macabro, cada uno sellado con una rueda de Queso incrustada en la tapa.
Carlos depositó el cuerpo de Valentina en el sarcófago central, acomodando la manta y el Gruyère con una reverencia perturbadora. Sus manos, aún manchadas de sangre, acariciaron la superficie del Queso como si fuera una despedida maternal. Luego, retrocedió y observó su obra, su mirada recorriendo los otros sarcófagos. Cada uno guardaba un secreto, una víctima, un capítulo en la historia oculta del “Quesón Atleta”.
Cerró los ojos, y los recuerdos lo asaltaron como flashes de una pesadilla lúcida.
La primera ocurrió diez años atrás, una periodista deportiva que se acercó demasiado a su vida tras un campeonato nacional. Su curiosidad la llevó a la cabaña, y sus pies descalzos sellaron su destino. Carlos aún recordaba el crujir del heno, el brillo del cuchillo y cómo había colocado el Queso sobre su pecho antes de enterrarla. “Queso,” había susurrado entonces, descubriendo el ritual que lo definiría.
Otra víctima, una turista brasileña que conoció en Cochabamba tras romper el récord argentino, lo había fascinado con sus sandalias gastadas. La llevó al campo bajo la excusa de mostrarle la pista de entrenamiento. El Queso que dejó sobre su cuerpo fue tan grande que apenas pudo moverlo solo. “Queso,” había dicho, sintiendo que su legado crecía, tras propinarle dos docenas de cuchillazos.
Y así, una tras otra, mujeres de paso, admiradoras, desconocidas, todas unidas por el fetiche de Carlos por sus pies y su obsesión con el Queso. Cada asesinato fue un salto más alto, un trofeo más oscuro. Nadie sospechó del atleta intachable, el rey del salto en alto, el hombre de sonrisa fácil y récords imbatibles. Pero bajo el campo, en ese santuario, el verdadero Carlos Layoy reinó como el Quesón Atleta.
De vuelta en el presente, Carlos abrió los ojos, su rostro iluminado por una determinación fanática. Sostuvo el cuchillo ensangrentado en alto, como si fuera una antorcha en un estadio vacío. Su voz, grave y resonante, llenó la cámara subterránea.
“¡Soy el Quesón Atleta!” proclamó, sus palabras rebotando en las paredes de piedra. “Mi historia, desconocida por las grandes mayorías, comenzó a revelarse hoy. ¡El mundo sabrá quién soy, qué he construido! Cada salto, cada Queso, cada vida es mi legado.”
Bajó el cuchillo y lo clavó en la tapa del sarcófago de Valentina, dejando una marca profunda junto al Gruyère. Luego, con un rugido que mezcló triunfo y locura, gritó una última palabra que pareció sacudir el mismísimo refugio:
“¡QUESO!”
Era un Quesón más, de la gran Logia de los Quesones, como los masters tipo Carlos Bossio, Carlos Sandes o Carlos Delfino, los premium como Carlos Eisler, Carlos Machado o Carlos Izquierdoz y a los challenger como Carlos Buemo, Carlos Palacios o Carlos Pirovano, grupo en el cual se autopercibía. Aquel templo no era otra cosa que un anexo al servicio de la Fundación Dumitrescu y de la Unidad Charlotte Corday, ubicada esta a pocos kilómetros de aca. Carlos Layoy, el Atleta Quesón. Porque hay futbolistas Quesones, Basquetbolistas Quesones, Rugbiers Quesones, Tenistas Quesones y ahora tambien Atletas Quesones. QUESO.
buena víctima, buen asesino, buen relato, vamos los Carlos y los Quesos
ResponderBorrarno esperaba un relato nuevo y menos de un nuevo asesino, que se suma a la colección y al parecer ya tenía toda una colección de quesoneadas, habrá alguna famosa ahï? muy buena víctima: con eso de los cuiles merecía un queso de sobra
ResponderBorrarEN EL FERIADO DEL DÍA DE LA BANDERA, LLEGO EL QUESON ATLETA
ResponderBorrarraro que llamandose Olguín no se haya mencionado al jugador Jorge Olguín, uno de los campeones del 78 dado que el autor suele hacer esas referencias, ni a Martín Olguín, un quesoneado de Carla Conte creo, el cuento no esta mal, pero me gusto más el asesino (muy siniestro, perfecto eso) que el cuento en sí
ResponderBorrarpero no tenían nada que ver esos dos con esta Valentina
Borrarcada vez que practica el salto en alto... que olor a queso debe desplegar!!!!
ResponderBorrarValentina... era víctima para Carlos Izquierdoz, pero igual muy bueno este Layoy, gran Quesón, merece otro cuento
ResponderBorrarque resuciten Sasha Ferro, Flor Regidor y Brisa Marcos en unas putonas bien putonas, y que Carlos Palacios, Carlos Pirovano, Carlos Buemo, Carlos Repetto y ahora también este Carlos Layoy, se unan para quesonearlas
ResponderBorrarun gusto haber descubierto a este queson y como se disfruta cuando quesonean a estas minas
ResponderBorrarpero fue verdad lo de los cuiles de los gobernadores? merecia un buen queso y esste Carlos Layoy pinta como un gran quesón, que tenga otros relatos
ResponderBorrarsecondo la propuesta de un relato con varios quesones a la vez, así como hubo uno de Pampita y Nicole Neumann en otra dimensión, no es hora de que haya otro de Wanda Nara y la China Suarez, más algunas quesoneadas más, además de las quesonas, que brillan por su ausencia en estos meses, igual , buenos todos estos relatos
ResponderBorrarY otro de Wanda y Zaira Nara, por los mellizos de rugby.
BorrarEl Fauno
ves un Carlos y le haces un cuentito, pero este siendo atleta estaba regalado, se ve que no lo conocías, porque si no ya hubiera asesinando a varias damas de esta clase
ResponderBorrarGoogle está dando probemas. Por eso comento com Anónimo.
ResponderBorrarBuena la inclusión de la historia de la maniobra de esta chica, que fastidió a gobernadores. Esa podría haber sido una motivación.
Tiene sentido este Carlos, saltador con garrocha Puede usar esa agilidad para atrapar víctimas, como hizo con Valetina Olguín. Tiene potencial para más cuentitos sangrientos.
Hubo química entre los dos , casi que no deseaba quesonearla pero un quesón es un quesón.
Victoria "Juariu" Braier podría una cómplice, por sus actividades en Internet, descubriendo a influencers con potencial para ser quesoneadas.
Podría entregarse el Queso de Oro 2024, como las Menciones de Honor.
El Fauno
¿Una nueva quesona?
ResponderBorrarhttps://www.infobae.com/peru/2025/06/17/karla-bacigalupo-miss-peru-2025-aclara-su-nacionalidad-tras-criticas-todos-somos-un-mix-del-peru/
El Fauno
Podría sumarse alguna atleta quesona. Como Carla Jaume, lanzadora de jabalina, que podría convertirse en un arma mortal.
ResponderBorrarEl Fauno.